—¿Sí? —respondió, esperando que se tratara de buenas noticias.
—Estoy ante el hotel, jefe. Lo esperaré.
Se cortó la conexión. Chapman sintió una opresión en el pecho, y atravesó el vestíbulo del hotel a paso vivo. Se abrieron las grandes puertas principales, y él salió y bajó los escalones apresuradamente. Lo rodeó el aire oscuro de la noche. Preston estaba en la plaza, al otro lado de la calle.
—¿Está muy mal la cosa? —le preguntó Chapman al reunirse con él.
Preston no tenía señales de lucha; llevaba la ropa ordenada, iba bien peinado, con la cara y las manos limpias; pero, bajo los haces de luz de las farolas, irradiaba disgusto. Los dos echaron a andar juntos.
—No es un desastre absoluto —dijo Preston—. Acabé con Robin Miller con el espray de rauwolfia. Pensé que le gustaría saberlo.
La droga, elaborada a partir de la planta
Rauwolfia serpentina
, se había desarrollado en Tecnologías Bucknell bajo la dirección de Jonathan Ryder. Era un depresivo del sistema nervioso central que mataba en cuestión de segundos y desaparecía del cuerpo al cabo de unos minutos. Debía su nombre al botánico alemán Leonhard Rauwolf, del siglo XVI, cuyas anotaciones había descubierto Jonathan en uno de los manuscritos iluminados de la Biblioteca de Oro que trataban de árboles, plantas y hierbas. Preston tenía razón. Resultaba satisfactorio que una de las creaciones de Jonathan hubiera servido de instrumento de un paso positivo, dentro de un trato de negocios que había intentado impedir.
—El problema es que no recuperamos el
Libro de los Espías
—dijo Preston. Contó lo sucedido, con los labios contraídos—. Conseguí herir a Judd Ryder —dijo por fin.
—¿Cómo identificaste a Eva Blake? —le preguntó Chapman.
—No la reconocí al principio. Después, cuando se detuvo el metro, pasó ante mí en la salida, y me pareció reconocer su manera de andar de cuando la observé en Los Ángeles. Cuando salió al exterior, la miré por la ventana. El chico que había ido sentado a su lado le dio una bolsa de viaje lo bastante grande como para contener el
Libro de los Espías
; y después se reunió con ella un hombre que, por tamaño y por edad, podía ser Ryder.
Añadió más detalles.
Chapman reflexionaba enérgicamente.
—En Estambul te enteraste, por Yakimovich, de que el bibliotecario viejo había escrito en el libro la ubicación de la biblioteca. Mientras esté en circulación el libro, podríamos tener graves problemas. Y solo Dios sabe si hay otras pistas sueltas por ahí. No podemos correr el riesgo de que Ryder, Blake o quien sea encuentren la biblioteca. Llama por teléfono a Carolyn Magura para que se prepare. ¿Cuánto se tardará en trasladar la biblioteca?
El club de bibliófilos había decidido diez años atrás que, en vista de los rápidos avances de los seguimientos electrónicos y de las comunicaciones internacionales, podría llegar a darse el problema de que se descubriera la isla. Había llegado el momento de buscar una ubicación alternativa. Una región remota de los Alpes suizos, junto a un lago de aguas glaciares, al norte de Gimmelwald, había parecido perfecta. El lugar estaba dispuesto desde hacía años, cuidado por un equipo reducido de personas.
—Sí, señor. Lo prepararé todo —dijo Preston—. Calcule un día y medio.
—El banquete de esta noche será el último que haremos en la isla. Un digno final de una buena época. Prepara las cosas para hacer el traslado a la mañana siguiente.
Sintió un momento de nostalgia. Después, volvió a invadirlo la inquietud.
—¿Y qué hay del Carnívoro? ¿Lo has encontrado?
—La jefa de informática del señor Lindström no ha sido capaz de localizarlo.
—¡Dios! ¿Tu hombre de Washington ha eliminado ya a Tucker Andersen?
Preston calló un momento.
—Los dos han desaparecido —dijo por fin—. Los estamos buscando.
Chapman contuvo su ira.
—Sí; buscadlos. Yo voy a tomar medidas contra Catapult. No podemos consentir que la situación en Washington se ponga peor de lo que está.
Washington D. C.
La jornada había sido larga en Catapult, y Gloria Feit estaba ordenando su mesa para marcharse. En los pasillos se oía la charla habitual de oficina. Cuando Gloria estaba plegando las gafas de cerca, percibió el leve sonido que producía a sus espaldas la puerta al abrirse. Se volvió.
—Tengo que verte, Gloria.
La cara de bulldog de Hudson Canon volvió a desaparecer en el interior de su oficina.
Ella se dirigió hacia él, con un estremecimiento de inquietud.
—Cierra la puerta y siéntate.
Él ya estaba instalado tras su escritorio, con las grandes manos extendidas sobre la superficie de la mesa.
Gloria pensó un momento en el hombre que estaba en el sótano, el que había intentado eliminar a Tucker; pero ella había sacado del armario llavero las llaves de repuesto de la puerta, y las tenía a buen recaudo en el bolso. Ni Canon ni nadie más podía enterarse de que el hombre estaba allí abajo. El hombre no quería hablar, aunque comía como un elefante.
Se instaló en una de las butacas que estaban frente al escritorio; cruzó las piernas con despreocupación y adoptó una sonrisa agradable.
—¿Qué puedo hacer por usted, jefe?
—¿Dónde está Tucker?
La pregunta fue brusca, con tono lleno de autoridad.
Gloria frunció levemente el ceño.
—No ha vuelto. No sé más.
—¿Qué dijo cuando llamó?
Aquello la dejó cortada. ¿Cómo sabía Canon que Tucker le había llamado desde el mercado para que fuera a recoger a su atacante, y más tarde desde el aeropuerto de Baltimore? Después comprendió que había podido consultar los registros telefónicos automáticos de Catapult.
—Me preguntó si quería que me trajera un sándwich del mercado de Capitol City —mintió—. Yo le dije que no. Me llamó una segunda vez, pero no sé desde dónde. Me preguntó si había algún mensaje importante para él. No había ninguno. Fue lo último que supe de él. ¿Teme usted que le haya pasado algo? Me parece que no debe preocuparse. Si tuviera algún problema y necesitara apoyo, me lo habría dicho.
Canon se inclinó hacia delante.
—¿Qué se trae entre manos?
—No tengo idea.
—¿Sigue con esas tonterías sobre la Biblioteca de Oro?
—Bueno…, es la operación en la que está más centrado —dijo ella con prudencia—. Pero no es la única que dirige, claro está.
—Esa operación ha concluido. Tú sabes tan bien como yo que está trabajando en ello. Está desobedeciendo una orden directa.
La intensidad con que lo dijo conmocionó a Gloria.
—No había oído decir nada de ello —replicó.
—De modo que Tucker no te dijo que tenía un plazo límite. Pues ahora ya estás informada. Tu deber es ayudar a localizarlo. El Subcomité del Senado sobre Inteligencia está investigando los derroches en la CIA. Se reúnen mañana. Tuve que hablar a Matt de Tucker. Es un caso menor en más de un sentido, pero esas son las cosas que están mirando. No será bueno para Tucker. Tiene que dar novedades.
Matt Kelly, director del Servicio Clandestino, era viejo amigo de Tucker. Parecía imposible que diera parte de Tucker o que lo reprendiera por una cosa de tan poca importancia.
—Es menos que menor —insistió Gloria—. Dios mío, si se nos cortara la respiración cada vez que sucede un incidente como este con alguno de nuestros oficiales, nos moriríamos de asfixia. Tenemos que contar con que sean emprendedores, independientes.
Canon sacudió la gran cabeza.
—Una senadora se ha enterado de esto. Forma parte del Subcomité. Es como un perro que ha mordido un hueso, y ahora no lo quiere soltar. Quiere acabar con Tucker.
—¿Y cómo se ha enterado? —preguntó Gloria, consternada.
—Solo Dios lo sabe —replicó él, cortante—. Pero la situación es esta. No queremos que Tucker se queme. ¿Dónde está? ¿Qué hace?
Gloria guardó silencio, recordando su larga relación de trabajo con el maestro espía. Ella siempre había confiado en él, y él había confiado siempre en ella. Y todos los indicios señalaban que Hudson Canon era un traidor. Pero no sonaba a traidor.
Respiro hondo.
—Lo siento, Hudson. Si supiera dónde está Tucker, se lo diría.
Él la miró fijamente.
—Si te enteras de algo, más te vale decírmelo. Vete a tu casa y piénsalo. Piénsalo bien. Tenemos que encontrar a Tucker.
Hudson Canon estaba de pie ante el espejo de su despacho, ajustándose la corbata. Parecía pálido. Se dio palmadas en ambas mejillas. Cuando recobró el color, entornó levemente su puerta. Gloria se había marchado. Bien. Recorrió el pasillo pasándose por los despachos, preguntando si alguien había tenido contacto con Tucker o si sabía dónde estaba. Todos afirmaron no saber nada. Por fin, entró en el despacho de Tucker y cerró la puerta. Registró el escritorio y los archivadores. En el cajón del fondo encontró una botella de
whisky
. La abrió y bebió un largo trago. Al menos había descubierto algo útil.
Se limpió la boca y volvió a recorrer el pasillo, repitiendo sus preguntas, sin conseguir nada de nuevo. Después, entró en el centro de comunicaciones y se pasó por todas las mesas, hasta que llegó a la de Debi Watson.
—¿Dónde está Tucker? —le preguntó.
Ella levantó hacia él sus grandes ojos, muy abiertos.
—No lo sé,
señó
.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?
—Ayer. Me dio instrucciones rutinarias, nada más.
—¿Cuáles fueron? —preguntó él, conteniendo la impaciencia.
—Localizar un número de teléfono móvil. Se lo trasladé a la NSA.
—Llama a la NSA.
Ella cogió enseguida su teléfono y marcó.
—Hablaré yo —dijo él, arrancándole el aparato de las manos—. Aquí, Hudson Canon. Díganme exactamente lo que han estado haciendo para Tucker Andersen.
—Un momento. Déjeme que entre en ese fichero —dijo el hombre que estaba al otro lado de la línea. Se produjo una pausa—. Muy bien, aquí está. Le seguimos un número de teléfono móvil. Se activó por última vez en la estación de metro de Acrópolis, en Atenas. Comuniqué esta información a Judd Ryder. Después, recibí una llamada en la que me pedían que les localizara una isla. Yo encontré cuatro.
¿Una isla? Canon no sabía nada de aquello. No obstante, sintió un momento de alivio. Al menos, ya tenía algo que contar a Reinhardt Gruen: Judd Ryder estaba en Atenas, y había recibido información directamente de la NSA.
—Ustedes tienen el número de móvil de Tucker Andersen y de Judd Ryder, evidentemente. Tengo que saber exactamente dónde están.
—Tendré que volverle a llamar. Tengo que pasar por la NRO, ya sabe; y si Ryder y Andersen están utilizando móviles seguros, tardará algún tiempo.
Canon le dio su número de teléfono.
—En cuanto tenga la información, llámeme inmediatamente. Y digo
inmediatamente
.
Atenas, Grecia
La luz deslumbrante del sol de la mañana iluminaba la tranquila habitación del hotel. Mientras Judd dormía, Eva estaba echada en la cama, vestida de nuevo con sus vaqueros y su camisa verde. Estaba tensa; estiró los brazos sobre la cabeza y miró por la ventana, por donde se veía un gavilán ratonero que trazaba círculos perezosamente en el cielo azul. Eva había pasado mala noche, despertándose, dormitando y volviéndose a despertar, acosada por la sensación de que ella ya sabía en qué parte del
Libro de los Espías
era probable que el bibliotecario hubiera escrito la ubicación de la Biblioteca de Oro… Solo le faltaba caer en ello.
—¿Cuánto tiempo llevas despierta?
Volvió la cabeza. Judd la miraba, con los ojos grises soñolientos, con el pelo teñido de rubio revuelto. Eva lo observó, buscando síntomas de fiebre.
—No estoy segura. Puede que una hora. ¿Cómo te encuentras? —dijo ella, mientras le preparaba aspirinas, analgésicos y un vaso de agua.
—Mucho mejor. Has estado pensando —dijo él. Se incorporó, apoyándose en un codo, y se tomó la medicación.
—Sí. Pensando en qué parte del
Espías
habría dejado un mensaje el bibliotecario. He estado repasando una y otra vez todo lo que me dijo Charles y lo que recordaba de su cuaderno. Sé que tengo cerca la solución.
Judd guardó silencio.
—Lástima que Charles no dejara una pista distinta —dijo por fin.
Ella frunció el ceño.
—Repite eso.
—Lástima que Charles no dejara una…
—Pista
distinta
. Eso es —exclamó Eva. Se incorporó en la cama, emocionada—. Yo había estado buscando lo que no habíamos empleado antes. Un gran error.
Corrió hasta el gran
Libro de los Espías
, que estaba sobre la mesa, cerrado.
—¿De qué estás hablando?
Judd, en camiseta y pantalón corto, acercó una silla y se sentó junto a ella.
—Si afeitamos la cabeza a Charles fue por la historia de Histieo y el esclavo mensajero. De modo que puede ser que la pista no solo nos indicara que mirásemos el cuero cabelludo de Charles; puede que nos diga también en qué parte del
Espías
debemos buscar. Sé que he visto la historia en alguna parte del libro.
Pasó las páginas con rapidez. Por fin, hacia la mitad del gran libro, encontró el relato en una página propia, tan ornamentada como las demás, decorada con figuras de soldados persas y griegos en los márgenes. El resto del espacio estaba lleno de letras cirílicas negras que relataban la antigua narración.
—No veo nada fuera de lo común —dijo Judd, mirando fijamente.
—Yo tampoco. Voy a traducir rápidamente el relato para mis adentros.
Al irlo leyendo, no tardó en ver con claridad que lo narrado venía a ser lo mismo que había contado Heródoto en su crónica siglos atrás. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza del libro.
—¿Nada?
Eva negó con la cabeza. Después, tomó el libro.
—Necesito luz —dijo.
Se sentaron en el borde de la cama de ella, donde entraba a raudales por la ventana la luz del sol. Sosteniendo el libro en su regazo, se inclinó sobre él. En su vida profesional de conservadora había aprendido cuán cierta era una vieja máxima: «El demonio se esconde en los detalles». Después de haber echado una mirada general, estudió los espacios entre las letras y entre las palabras, y las pinceladas. No habiendo observado nada que le llamara la atención, pasó a las figuras pintadas de soldados.