—Voy a echar de menos este lugar, maldita sea —dijo Collum.
—Lo mismo nos pasa a todos —asintió Grandon Holmes—. Es una pena tener que trasladar la biblioteca. Pero, por otra parte, siempre me han gustado los Alpes.
—Ya sabíamos que tenía que llegar este día —les recordó Chapman.
Pasaron en silencio ante dos casitas. En una había vivido Charles Sherback; la otra era la de Preston. Entraron en el gran edificio principal, que rodeaba un estanque con palmeras que le daban sombra. Chapman hizo una pausa para disfrutar de aquella imagen por última vez. Todo estaba como había estado en su última visita: decorado con muebles griegos; las paredes cubiertas de cuadros procedentes de toda Europa, dignos de museos. Las arañas de cristal veneciano arrojaban destellos, colgadas del techo con cadenas de hierro forjado. Había aquí y allá antiguas esculturas y jarrones griegos, sobre el suelo de mármol del monte Penteli, próximo a Atenas. En la pared del fondo del largo salón había una chimenea del mismo mármol, lo bastante grande como para poder entrar en ella varias personas. El aire estaba fresco, gracias al sistema gigante subterráneo de climatización. Había hombres que trasladaban muebles de otras habitaciones hacia el ascensor y los bajaban para que fueran recogidos después con camiones, que los trasladarían al barco carguero.
Las habitaciones de invitados estaban en aquella misma planta, en tres de las alas que rodeaban el estanque. Los miembros del club de bibliófilos se dividieron en dos grupos, cada uno de los cuales se dirigió a una u otra de las alas, a sus respectivas habitaciones habituales.
Chapman entró en su
suite
, seguido por su guardaespaldas, que se mantenía a la distancia prudencial de algo menos de dos metros.
—Eres nuevo —dijo Chapman volviéndose a mirar al hombre, que tenía la cara bronceada y al que no había reconocido.
—Sí, señor. Usted es Martin Chapman. Leí en el
Vanity Fair
un artículo que hablaba de usted, sobre la gran operación para comprar Sheffield-Riggs. La financiación fue una obra de arte. Me llamo Harold Kardasian. Preston me ha traído esta mañana de Mallorca, con otros dos.
Mallorca era bien conocida como lugar de residencia de mercenarios independientes acomodados. El guardia era robusto; por su manera de moverse se apreciaba claramente que era un atleta; tenía una cabellera castaña espesa con algo de gris en las sienes. Llevaba una pistola al cinto. Chapman supuso que tendría poco más de cincuenta años, y tenía una cierta clase: rasgos refinados, porte erguido, respeto sin caer en el servilismo. A Chapman le gustaba aquello.
—¿Estás contratado a corto plazo? —le preguntó.
—Solo he venido para los dos días que estará usted aquí. Había oído hablar de Preston durante años, de modo que me apunté sin dudarlo para poder trabajar con él. No sabía que tendría también el privilegio de trabajar a su servicio, señor Chapman.
Preston apareció en la puerta.
—Yo me ocupo de eso —dijo. Mientras Kardasian salía, dejó la maleta en el soporte y el maletín sobre el escritorio.
Chapman se acercó a la ventana. Miró al exterior, asimilando el panorama del cielo, de la isla tallada por los vientos y del mar de un azul increíble. Cuando Preston le entregó el menú, recorrió con la mirada el banquete de siete platos.
—Excelente —dijo—. ¿Lo has dispuesto todo para volar los edificios en cuanto nos hayamos marchado?
—Sí. Calculo que mañana por la tarde. Cuando hayamos terminado, habrá desaparecido cualquier prueba de que hayamos estado aquí nunca nosotros o la biblioteca.
Chapman asintió con la cabeza.
—¿Algún problema en la isla?
—Ninguno. Han llegado los cocineros y la comida. Llevan todo el día en la cocina. Algún altercado sonoro, pero sin peleas graves hasta el momento… Puede que este año me libre. Se ha sacado brillo a la plata. Se han pulido las copas de cristal. El vino está de pie. La biblioteca está más hermosa que nunca. He llamado a más hombres de seguridad de los habituales. Son cincuenta en total. Todos están orientados y conocen sus misiones.
—Bien. Envía a los traductores a mi despacho y diles que me esperen allí. Tengo que hablar con ellos después de hacer unas llamadas telefónicas.
Se volvió a mirar a Preston, y advirtió que este tenía un leve surco rojo que le bajaba por la mejilla.
—¿Alguna noticia sobre Judd Ryder y Eva Blake?
—Estuve a punto de alcanzarlos en Atenas otra vez. La cosa estuvo muy apurada.
—¿Es eso lo que te pasó en la cara? —preguntó Chapman, señalándosela.
Preston se llevó la mano a la mejilla e hizo una mueca.
—La cosa estuvo muy apurada, ya le digo. Ahora ya sé por qué no podíamos encontrar a Tucker Andersen: está con ellos. Hudson Canon se enteró de que han estado buscando la isla, conociendo nuestras coordenadas.
—¡Dios santo! Entonces, debemos contar con que vengan aquí.
Chapman reflexionó un momento.
—Por otra parte —prosiguió—, uno es un simple aficionado, y el otro ya no es el que era. Tú tienes cincuenta hombres, muy bien entrenados para el trabajo de la seguridad. Al fin y al cabo, ocuparnos de ellos en la isla puede ser nuestra mejor solución. Desaparecerán sin más, y en Langley no sabrán nunca lo que les pasó, ni dónde.
Langley, Virginia
A las nueve de la mañana, el legendario séptimo piso del antiguo cuartel general de la CIA era un hervidero de actividad. Tras las puertas cerradas se encontraban los despachos del director de Inteligencia Central y de los otros altos ejecutivos del espionaje, además de salas de conferencia y centros especiales de operaciones y de apoyo. Gloria Feit avanzaba aprisa por el pasillo, cruzándose con miembros del personal que llevaban maletines, portapapeles de plástico y carpetas de diversos colores codificados. El aire transmitía una sensación de premura. A ella le solía resultar emocionante estar allí; pero en aquel momento tenía puesta la mente en operaciones fracasadas… y en sus costes.
Hudson Canon le había dicho que se pasara la noche pensando en Tucker Andersen y en la Biblioteca de Oro; pero ella habría pensado en ello aunque no se lo hubiera pedido. Había dado vueltas en la cama y se había paseado por la habitación hasta el amanecer.
Preocupada, pasó al antedespacho de Matthew Kelley, jefe del Servicio Clandestino.
Su secretaria levantó la vista desde su escritorio.
—La está esperando.
Gloria dio un golpecito en la puerta, y le respondió una voz fuerte:
—Adelante.
Cuando entró en el amplio despacho de Matt, lleno de libros, fotos de familia y certificados enmarcados de galardones de la CIA, Matt, que estaba tras su amplio escritorio, se puso de pie, sonriendo. Era un hombre alto, de cara cálida, surcada de arrugas, que en sus tiempos había tenido el aspecto del perfecto espía, insignificante, vulgar, casi invisible. Ahora que tenía un cargo un poco más público, podía exhibir su buen gusto. Aquel día llevaba un bonito traje cortado a medida y una camisa blanca con gemelos. Con su rostro anguloso y aquel atisbo suyo de predador en el que había confiado en sus tiempos, parecía sacado de un figurín de moda de una revista para hombres.
Se dieron la mano.
—Me alegro de verte, Gloria. Cuánto tiempo. ¿Cómo está Ted?
A una indicación de él, se sentaron ante la mesa de café que estaba al fondo del despacho. Él eligió un sillón de cuero, y ella se instaló en el sofá.
Intercambiaron noticias de sus familias respectivas durante unos momentos, hasta que Matt fue al grano.
—Te ha surgido algo. ¿De qué se trata?
—¿Cerraste la operación de la Biblioteca de Oro? —le preguntó ella.
—Sí. A Tucker se le había metido una idea entre ceja y ceja, nada más.
—¿Te habría consultado Hudson sobre la decisión en circunstancias normales?
—Claro que no. Pero era un proyecto en el que Cathy había estado muy interesada, y Hudson quiso asegurarse de que yo estaba conforme. ¿A dónde quieres ir a parar? —le preguntó, frunciendo el ceño.
—¿Qué dirías si te dijera que empiezo a creer que el accidente de coche de Cathy no fue tal accidente?
Matt se puso tenso.
—Ponme al corriente.
Gloria pasó la media hora siguiente contando los hechos que conocía o que había descubierto aquella misma mañana repasando los correos electrónicos y las notas de Tucker y de Cathy.
—Después de que Tucker saliera de Catapult, recibí una llamada suya. Acababa de atrapar a un
limpiador
en el mercado de Capitol City. Yo fui a recoger al
limpiador
, y mientras tanto Tucker se marchó para reunirse con Ryder y Blake en Atenas.
—Crees que Hudson avisó a alguien. Y que por eso estaba allí el
limpiador
, para eliminar a Tucker.
—Sí.
Matt se lo pensó.
—Las pruebas contra Hudson son endebles, en el mejor de los casos. Los
limpiadores
podrían haber estado esperando a Tucker varios días delante de Catapult, turnándose, hasta que apareció.
—Pero ¿cómo encontraron los del club de bibliófilos a Ryder y a Blake en Estambul? Tucker creía que la única explicación era que se lo hubiera dicho alguien desde dentro de Catapult. La única persona que lo sabía era Hudson Canon.
—Eso condena a Hudson…, pero solo si Tucker no se equivoca —dijo Matt, y cambió de tema—. Has hecho una cosa tremenda, Gloria. Dios mío. Meter al
limpiador
en el sótano, por tu cuenta y riesgo…
Gloria alzó la cabeza.
—Tenemos un topo dentro de Catapult. Es preciso proteger la operación. El tipo está bien. Le tengo esposadas las manos y las piernas a un sillón pesado. Come caliente tres veces al día, más que gran parte de la población mundial.
—No has cambiado para nada, a pesar de haber estado haciendo trabajo de oficina —dijo Matt, y suspiró—. Está bien; quiero al
limpiador
.
Tomó el teléfono que estaba en la mesa de café, y echó después una mirada a Gloria.
—Voy a tener que decírselo a Hudson —dijo—. Todavía es posible que sea inocente.
A ella se le hizo un nudo en la garganta.
—«Pruebas endebles» —dijo—. Lo entiendo.
Matt marcó.
—Hola, Hudson. Soy Matt. Tengo aquí a Gloria, conmigo, en mi despacho. Me dice que tiene una fuente de dos piernas, puesta a buen recaudo en el sótano de Catapult.
Se apartó el teléfono del oído, y Gloria oyó un torrente de imprecaciones sonoras. Después, Matt siguió diciendo:
—Ya nos ocuparemos más tarde de tomar las medidas disciplinarias oportunas contra ella. El hombre es un
limpiador
. Su objetivo era Tucker. Tenemos que interrogarlo. Haz que dos de tus hombres lo traigan a Langley. Quiero que venga aquí inmediatamente.
—Dile que tengo en mi escritorio las llaves del sótano —dijo Gloria.
Matt suspiró, y dijo por el teléfono:
—Las llaves están en el escritorio de Gloria. Tenemos que hablar. Quiero que vengas con ellos. Estaré en mi despacho.
—Tenemos que ayudar a Tucker —dijo Gloria en cuanto Matt hubo colgado el teléfono—. He consultado con el centro de comunicaciones de Catapult, y me he enterado de que Blake, Ryder y él habían estado investigando una isla privada del Egeo. Yo me figuro que allí es donde se esconde la Biblioteca de Oro, lo que significa que se dirigirán allí de aquí a poco tiempo. Puede que ya estén de camino. A juzgar por todas las muertes que se han producido hasta aquí, va a ser una penetración muy peligrosa. Pero nosotros tenemos una base naval en Creta. Podríamos enviar desde allí equipos de operaciones especiales en helicóptero.
Gloria consultó su reloj. En Grecia eran casi las seis de la tarde.
Pero Matt no estaba dispuesto a dejarse meter prisa.
—Puede que tengas razón. Pero lo primero es lo primero: Hudson y el
limpiador
. Si el topo es Hudson, debe de tener un contacto. El contacto podría tener toda la información que necesitamos. Míralo de este modo. Puede que Tucker no esté pensando en ir a la isla. Puede que se equivoque de isla, o que haya pasado algo que le haya hecho cambiar de opinión de alguna manera. ¿Tienes algún modo de ponerte en contacto con él?
Ella negó con la cabeza con inquietud.
—Espero que el
limpiador
, o Hudson, sepan más que yo —dijo—. En caso contrario, a menos que Tucker opte por correr el riesgo de llamarme por teléfono o enviarme un correo electrónico, los otros y él están en la estacada.
—Lo lamento. Pero yo no pienso invadir una isla privada en territorio griego a menos que tenga algo concreto en que apoyarme. Lo último que le hace falta a Langley es un incidente internacional. Tendremos que confiar en el buen sentido de Tucker… y en su suerte.
Washington, D. C.
Hudson Canon apenas era capaz de respirar. Se apartó de su escritorio, se inclinó hacia delante y clavó el puño en la palma de la otra mano. Apretando los dientes, echó la cabeza hacia atrás y siguió dándose puñetazos en la mano. Por fin, el miedo se le fue aliviando. Irguiéndose en su asiento, respiró hondo, a largas bocanadas.
Después, llamó por teléfono a Reinhardt Gruen.
—Tenemos un problema —le dijo. Le contó la llamada que había recibido de Matt Kelley, desde Langley—. ¿Qué sabe su
limpiador
? —preguntó. Después, en tono más apremiante—: ¿Sabe algo de mí?
Hubo una larga pausa. Oyó con alivio que Gruen le respondía con tono tranquilizador de calma.
—No es el fin del mundo, amigo mío —le dijo el alemán—. Al asesino a sueldo se le contrató de manera anónima. No tiene ningún modo de localizarnos, ni a nosotros ni a usted. Haga lo que le dice su jefe. Vaya con el
limpiador
y con sus agentes a Langley, y compórtese como el gran jefe de espías que es. Está a salvo.
Isla de Pericles
Reinhardt Gruen, enfurecido por el modo chapucero en que se había llevado la situación en Washington, extendió bruscamente la mano en la que tenía el teléfono móvil. El asistente de la isla de Pericles se lo retiró al instante y lo sustituyó por una gruesa toalla. Gruen, secándose, se apartó de la piscina.
—¿Ya te rindes? —dijo a su espalda Brian Collum, desafiante—. Una carrera más. ¿Qué me dices, Reinhardt? Vamos, hombre. ¡Vamos!
«Malditos americanos», murmuró Gruen entre dientes.
—No os quitéis los bañadores. Volveré.