—Soltadme —dijo Chapman, evaluando con su mirada fría la situación debilitada de sus cautivadores—. Diré a mis hombres que se retiren, y os sacaré de aquí.
—Y una mierda —repuso Eva—. Estás vivo. No fuerces tu suerte. Como dijo Horacio,
semper avarus eget
. Eso quiere decir que el avaro siempre necesita más, el avaro canalla como tú.
Lo obligó a seguir adelante aprisa, y Judd los adelantó corriendo, empujando el carro. Tucker estaba a un lado del gran portón del garaje, y Dominó al otro. Los dos miraban al exterior con cautela. Judd volvió la cabeza hacia la puerta de acceso al pasillo para cerciorarse de que seguía cerrada, y Eva seguía controlando a Chapman.
Pero cuando se aproximó a la puerta del garaje y sintió en la piel el fresco del aire de la noche, oyó gritos de hombres en las laderas de las colinas. Aparcó el carro a un lado, junto a la pared. Así se explicaba el paradero de los demás hombres de Chapman. Vendrían por ellos otros más a través del edificio.
—Quedaos aquí —dijo a Yitzhak y a Roberto.
Antes de que estos hubieran podido reaccionar, se reunió con Dominó, quien se apartó para dejarlo a él en cabeza.
—¿Has visto algo?
—Se acercan —dijo Dominó con sus labios magullados. Se le estaba hinchando la mandíbula.
De pronto, entraron ráfagas de disparos por la puerta del garaje; las balas les pasaban silbando e impactaban en el suelo de hormigón. Judd se dejó caer a tierra, rodó sobre sí mismo, levantó el cuerpo apoyándose en los codos y se puso a disparar hacia los fogonazos.
Dominó se tendió junto a él al instante, y también se puso a disparar. Descendían sombras oscuras de hombres que se reunían con los tiradores, muchos más de los hombres de Chapman que Judd había calculado que quedaban. ¿Habría movilizado Chapman a más gente de seguridad de la que pensaba Judd?
Vio de reojo que Eva empujaba a Chapman hacia el lado de la puerta donde estaba apostado Tucker. Cuando hubieron llegado, también Tucker echó cuerpo a tierra para disparar.
Entre ráfaga y ráfaga de disparos, Judd levantó la vista a tiempo de ver que Chapman evaluaba la situación con mirada calculadora. Solo quedaba de pie Eva para custodiarlo.
—¡Eva! —gritó Judd para advertirla—. ¡Chapman va a…!
Era demasiado tarde. El hombre se volvió sobre sí mismo y lanzó a Eva una patada con la que le hizo soltar la M 4. Ella se arrojó a recuperar el arma, y él le cayó encima. Ella, defendiéndose, le asestó un rodillazo en la ingle, y rodaron juntos, forcejeando con brazos y piernas. Judd no llegaba a tener a Chapman a tiro.
Enfurecido, se levantó de un salto y corrió hacia ella, mientras seguían entrando disparos en el garaje. Sintió el calor de las balas que le pasaban cerca de la espalda.
Oyó de pronto que se abría bruscamente la puerta del pasillo, por detrás de ellos. Refugiado junto a la pared, se volvió, disparando ciegamente ráfagas hacia la puerta.
—¡Alto, Judd! —vociferó Tucker—. ¡Son los nuestros!
Unos paracaidistas, vestidos de negro con equipos de combate oscuros, iban saliendo por la puerta, agachados, con las M4 levantadas.
Al mismo tiempo, Dominó anunció con voz cansada:
—Vuestra gente está barriendo también de las colinas a los guardias de seguridad.
Judd no dijo nada, asomándose rápidamente mientras escuchaba los fuertes tiroteos. Ya no entraban ráfagas de proyectiles en el garaje. Los disparos sonaban por toda la extensión de las laderas oscuras, y se veían los destellos brillantes y rápidos de las bocas de las armas mientras los paracaidistas combatían contra los guardias.
Judd acudió corriendo junto a Eva.
—¡Déjala en paz, gilipollas! —gritó. Pero antes de que Chapman hubiera tenido tiempo de moverse, Judd le dio una patada en la cabeza.
En las colinas se hizo el silencio por fin. Se veía movimiento de sombras a medida que los paracaidistas iban apresando a los hombres de seguridad de Chapman que quedaban. Dentro del garaje, Eva esperaba junto a Judd, confortada por su cercanía, mientras Tucker y él ponían al día al teniente que comandaba la operación. Chapman estaba sentado en el suelo más lejos, con las manos esposadas a la espalda e inclinando la cabeza, intentando oír lo que se decía. Tenía una mancha de sangre apelmazada en el pelo blanco, del golpe de Judd. Se negaba a hablar y estaba atento, con expresión iracunda, con los labios cerrados y apretados.
Un enfermero había examinado a Yitzhak y le había diagnosticado agotamiento profundo. Roberto y Yitzhak iban sentados juntos, cogidos de la mano, en el carro, que empujaba uno de los soldados por el garaje hacia la casa.
Dominó se quitó la chaqueta de esmoquin, y el enfermero le rasgó la camisa, le puso inyecciones de antibióticos y de analgésicos y le limpió la herida.
—Parece que la bala no le ha afectado a los pulmones, pero creo que tiene una costilla rota —juzgó el enfermero—. Lo vendaré hasta que pueda llevarlo a un hospital. El analgésico ya debería estarle haciendo efecto.
—Deme eso.
Dominó se apoderó de unos paquetes de vendas estériles. Apartando al enfermero, se puso de pie, abrió dos paquetes y se puso una venda en el orificio de entrada que tenía en la espalda, y otra en la herida delantera.
Miró a Judd.
—Vámonos de aquí ahora mismo —dijo.
Pareció que Eva se disponía a decir algo, pero se lo pensó mejor. Se reunió con Dominó, Judd y Tucker, que cruzaban el garaje. Sentía el cansancio de ellos, y de pronto fue consciente del suyo propio.
—¿De modo que trabajas para el Carnívoro, Dominó? —le preguntó Eva.
—Hago algunos trabajos para él. Le pareció que yo sería adecuado para esta misión concreta.
Dominó ya tenía el gesto en calma y despreocupado.
—¿Quién es el Carnívoro, en realidad?
Dominó se rio por lo bajo y se pasó un dedo por la nariz roja.
—Ya me advirtió que quizá me lo preguntaríais. La respuesta es que es un hombre sin rostro. A mí solo me contrata por correo electrónico.
Dirigió una breve mirada a Judd.
—Estoy en deuda contigo por haber matado a Preston. Me salvaste el pellejo.
—El gusto fue mío, palabra.
—En cualquier caso, no lo olvidaré.
Subieron en el ascensor un piso, hasta la planta baja. En la sala de estar se apreciaban los efectos de un tiroteo. Los muebles y los jarrones estaban destrozados, y los cuadros estaban perforados por las balas. Salieron por las puertas dobles de cristal al camino de mármol.
La luz de la luna bañaba con un brillo suave los alrededores de la casa. Había media docena de cadáveres alineados junto a las pistas de tenis. Los cocineros y los miembros del personal estaban sentados en el suelo, custodiados por dos miembros de la fuerza militar. Más allá, en el helipuerto y en sus cercanías, estaban posados tres helicópteros Black Hawk negros, de líneas elegantes. Uno tenía las aspas en movimiento. Yitzhak y Roberto estaban subiendo a bordo.
Los cuatro pasaron ante dos casitas.
—Esta era la de tu marido —dijo Dominó a Eva—. Por si quieres verla.
Eva se detuvo y miró las paredes blancas, y después la puerta de madera tallada, muy semejante a la que daba acceso a la Biblioteca de Oro.
—Sí; tienes razón. Sí que me gustaría entrar.
—Te acompañaré —se ofreció Judd.
—Tenemos que hablar del Carnívoro, y de cómo supisteis lo de Gloria Feit —dijo Tucker a Dominó.
—Claro, te lo contaré todo; pero déjame que descanse unos momentos. ¿Te parece bien que hablemos en el helicóptero, a la vuelta?
—De acuerdo —dijo Tucker, asintiendo con la cabeza con gesto comprensivo.
Mientras los dos esperaban fuera, Judd y Eva entraron en el pequeño zaguán de la casita que había sido de Charles Sherback y pasaron a un cuarto de estar espacioso. Había sido registrado. Los libros estaban amontonados en el suelo en desorden; los estantes de las paredes, vacíos. Los cojines de los sofás y de los sillones estaban levantados, y los cajones del escritorio, abiertos. Eva se llevó una mano a la garganta.
Judd la siguió al dormitorio. La colcha y las sábanas de la cama de matrimonio estaban arrancadas. Había ropa de la cajonera y del armario empotrado tendida por el suelo. Prendas de hombre… y prendas de mujer.
Eva se acercó a un texto hecho con punto de cruz que estaba enmarcado en la pared, sobre la cómoda. Era una cita:
NO PUEDO VIVIR SIN LIBROS.
Thomas Jefferson, en carta a John Adams, 1815
—Se lo di yo a Charles —dijo Eva en voz baja, de espaldas a Judd—. Lo tenía en su despacho, en la biblioteca Moreau. Ya no me acordaba de ello.
Judd no había visto fotografías en el cuarto de estar, pero había varias colgadas en la pared del dormitorio de Charles y Robin. Se les veía juntos, trabajando en la biblioteca, caminando por la playa, cogiendo naranjas de los árboles. Vio que Eva se volvía para contemplarlas.
—Puede que pusiera la cita de Jefferson para tener un recuerdo tuyo —le dijo con delicadeza.
—O puede que quisiera tenerla porque le gustaba la cita. ¿Te había dicho que hago punto de cruz?
Él le paso un brazo por los hombros.
—Me figuro que hay muchas cosas tuyas que no me has dicho todavía. Me gustaría conocerlas todas.
Ella le dirigió una sonrisa, pero no dijo nada, llena como estaba de emociones que no era capaz de calificar.
Él sintió un momento de desilusión; después, la llevó hasta la puerta. Salieron a la noche. Otro helicóptero tenía las aspas en movimiento; las ondas sonoras del motor se extendían por el aire marino fresco.
—¿Dónde están Tucker y Dominó? —dijo Judd, mirando rápidamente a su alrededor.
Echaron a correr. Tucker se estaba levantando del suelo, detrás de un arbusto.
—¿Qué ha pasado, Tucker? —le preguntó Eva.
—El muy canalla me ha dado cuando no lo estaba mirando.
Hizo una mueca, y se limpió el polvo de los pantalones.
—Evidentemente, no quería responder a mis preguntas.
—Allí está —dijo Judd, volviendo la vista hacia un punto elevado de la colina que tenían a su espalda.
Dominó era una figura solitaria que escalaba rápidamente. Se había quitado la camisa blanca y llevaba una camiseta negra de manga larga. Con la camiseta y sus pantalones negros de esmoquin, resultaba difícil verlo. Se volvió, y la luna le iluminó el rostro. Con la M 4 entre los brazos, los vio a su vez.
—¡Vuelve acá, maldita sea! —gritó Tucker.
Pero Dominó, en vez de volver, levantó dos dedos y se tocó la frente ostensiblemente, en rápido ademán de saludo. Aquel gesto recordó algo a Eva, vagamente. Y entonces lo vio con claridad: una noche de luna, como aquella, en la costa tracia de Turquía. Judd y ella estaban sentados en la avioneta, a punto de despegar para Atenas, y Judd había devuelto el saludo.
Los hombres soltaron maldiciones, mientras la silueta de Dominó se alejaba corriendo rápidamente y desaparecía tras la cumbre de la colina.
Pero Eva sintió una emoción extraña.
—Dios mío —dijo—, era él desde el primer momento. El asesino a sueldo sin rostro. Dominó no existe. Ese era el Carnívoro.
Georgetown, D.C.
El atardecer de junio era caluroso hasta entre las sombras alargadas del crepúsculo, como es propio de los veranos en el distrito de Columbia. Las aceras y los edificios de granito irradiaban calor, y los aromas de las plantas en flor se mezclaban con la peste del asfalto grasiento, mientras Eva Blake caminaba aprisa por la avenida Wisconsin, en el centro de Georgetown.
Estaba llena de recuerdos. Habían pasado dos meses desde el descubrimiento de la Biblioteca de Oro en la isla de Pericles, y Eva tenía por fin la noción de lo que quería hacer con su futuro. Una vez que le habían revocado la sentencia por la muerte de Charles, había podido cobrar su seguro de vida, había alquilado un piso en Silver Spring y se había trasladado allí para estar cerca de Washington.
Los titulares de la prensa de todo el mundo se habían hecho eco de la noticia de que se había descubierto por fin la Biblioteca de Oro. Las informaciones anunciaban también que las autoridades griegas habían detenido a Martin Chapman y a los demás miembros supervivientes del club de bibliófilos (todos los cuales eran hombres de negocios internacionales), acusados de haber secuestrado a Yitzhak Law y a Roberto Cavaletti; eran las únicas acusaciones que cabía esperar que se sostuvieran contra ellos. Los hombres no tardaron en salir bajo fianza, alegando que Yitzhak y Roberto los habían ido a visitar, simplemente. Como Yitzhak había dicho en su universidad, en Roma, que se iba de la cuidad en viaje profesional, inmediatamente antes de su desaparición con Roberto, los alegatos del club de bibliófilos tenían cierta verosimilitud. En cualquier caso, los siete hombres contaban con un equipo de abogados de categoría mundial que trabajaban para ellos veinticuatro horas al día, mientras que la CIA tenía que guardar reserva sobre su intervención y no podía prestar gran apoyo a las acusaciones contra los hombres. Al menos, Yitzhak y Roberto habían podido volver a su casa y estaban a salvo, volviendo a hacer su vida de costumbre.
Otra noticia que no llamó la atención a nivel mundial, pero sí, y mucho, en Los Ángeles, fue que en la isla se había encontrado el cadáver de Charles Sherback. Los antiguos amigos y colegas de Eva le habían llamado, llenos de curiosidad, para darle el pésame. Al mismo tiempo, los medios de comunicación habían acudido en bandada, llenando su correo de voz de solicitudes de entrevistas e instalándose ante su hotel. No había podido salir a la farmacia, ni a recoger la ropa de la tintorería, ni a comer en una cafetería, sin que la asediaran a preguntas. Por suerte, allí, en Washington, estaba lejos del punto de mira.
Syed Ullah ya no era señor de la guerra. Así funcionaba la política en Afganistán. El Gobierno de Kabul había enviado a su Ejército para obligarlo a ceder su región a un rival joven y ambicioso, y ahora Ullah se presentaba a las próximas elecciones al Parlamento. Parecía que iba a salir elegido; pero Kabul no daba muestras de inquietud. Las relaciones del país con Pakistán seguían siendo enmarañadas. La película que habían grabado los dos periodistas pakistaníes se había confiscado, y el Gobierno de Islamabad les había ordenado que se olvidaran de todo lo que habían visto; de modo que la base estadounidense estaba a salvo. A Pakistán le interesaba que en Afganistán reinara la mayor estabilidad posible, al menos de momento.