La biblioteca de oro (28 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Cathy volvió a asentir con la cabeza, y le dedicó una sonrisa de comprensión.

—Todos tenemos que hacer sacrificios a veces.

Tucker se despidió y volvió al centro de comunicaciones. Debi seguía en su consola de ordenador. Le dijo lo que necesitaba.

—En nuestro ordenador no ha entrado nadie que yo sepa,
señó
—dijo ella, frunciendo el ceño—. Me pongo ahora mismo con ello.

Él, preocupado, volvió a su despacho.

CAPÍTULO
35

Atenas, Grecia

El Learjet de la Biblioteca de Oro descendió trazando lentos círculos, por encima de las luces de la antigua capital griega. Robin, trazando planes con nerviosismo, apartó los ojos del panorama y volvió la vista hacia el otro extremo de la cabina, donde la alta figura de Martin Chapman se erguía en su asiento. Estaba hablando por su teléfono móvil, moviendo la mandíbula con expresión airada.

Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Atenas, Robin estudió su móvil y su batería, recordando la llamada terrible que le había hecho Preston mientras ella esperaba en el avión, en Londres, la llegada de Charles y del propio Preston. Le había ordenado que desmontara la batería, y después le había dicho que Charles estaba muerto. El dolor se le agolpaba en la garganta. Se forzó a sí misma a contenerlo.

Preston no le había llegado a decir por qué no debía volver a activar el aparato. No importaba; a ella le iba a hacer falta un teléfono. Se deslizó las piezas en el bolsillo, se puso de pie y caminó hasta la parte trasera del avión.

Cuando Robin se echó a los hombros la mochila que contenía el
Libro de los Espías
, Chapman levantó la vista hacia ella. A ella no le gustó lo que le leyó en la mirada.

No obstante, Chapman habló con voz neutra.

—El helicóptero está listo.

—Bien —dijo ella, aunque sabía que la cosa no iba bien. Cuando estuviera en el helicóptero, iría camino de la Biblioteca de Oro oculta, cuyas medidas de seguridad eran tan intensas que nadie podía escapar…, aunque a veces desaparecían personas. Personas como ella.

—¿Vendrá usted con nosotros, señor Chapman? —le preguntó, aunque Chapman no había hecho ademán de levantarse.

—Tengo otros asuntos. Magus se encargará de ti.

Magus asintió desde la parte delantera, con gesto de entendimiento.

—Sí, señor Chapman.

Robin, siguiendo a Magus, salió del Learjet a la oscuridad de la noche. El aire fresco le hacía sentir más desnuda todavía la cabeza afeitada. Se forzó a sí misma a mantener la calma. Alrededor de ambos se extendía el aeropuerto, una amplia superficie de asfalto por la que circulaban los aviones que iban y venían de los largos brazos de la terminal. Parecía que estaba lejísimos, a una distancia imposible.

Un carro de equipajes pequeño se había detenido ante la cola del avión, y el conductor estaba descargando bolsas y otros artículos. Era un hombre pequeño, mayor, con camisa del aeropuerto por cuyas mangas cortas asomaban unos brazos nervudos. Robin tuvo un momento de esperanza: podría ser capaz de reducirlo. Cuando el hombre arrojó el cuerpo de Charles, envuelto en lona, sobre el portamaletas de su carro, ella apartó la vista.

—Vamos —dijo Magus, con cara inescrutable como una máscara—. Estoy seguro de que tienes ganas de llegar a casa para descansar.

—Tienes razón —mintió Robin—. Qué gusto, volver a casa.

Caminaron hacia el vehículo que los esperaba para llevarlos al helicóptero. Solo medía poco más de dos metros de largo, y era estrecho, con sitio en la parte delantera para solo dos personas, el conductor y un pasajero. Por detrás tenía una caja abierta donde iban la maleta de ruedas grande de ella, apoyada en la cabina, el cadáver de Charles y varias cajas de madera que había recogido Preston en Londres.

—Te ayudaré a subir.

Magus se detuvo junto a la parte trasera, donde en circunstancias ordinarias debería ir sentada ella, como miembro más moderno.

Ella lo miró fijamente y dejó que le saliera a la voz un matiz de desvalimiento.

—Estoy tan cansada… Y no puedo dejar esta mochila en ningún momento. Órdenes del señor Chapman. ¿Te importa que me siente delante, con el conductor?

Miraron la caja del vehículo. Al final no había ningún portón ni trampilla superior, y los lados tenían paredes cortas, de unos treinta centímetros de altura. El suelo era de duro acero.

—Claro —dijo él—. Por qué no.

Pero se llevó la mano a la cadera, donde ella sospechaba que llevaba la pistola, bajo la chaqueta. Puede que el gesto hubiera sido automático, pero dio impresión de amenaza.

—Gracias —dijo Robin, dedicándole una sonrisa luminosa.

La acompañó hasta el lado del pasajero. La cabina no tenía puertas. Ella se quitó la mochila y subió. Después, Magus rodeó el vehículo hasta llegar al lado del conductor, que también estaba abierto. Ordenó al hombre mayor que se quitara del volante, y a Robin se le cayó el alma a los pies. Ahora llevaría a su lado a Magus, armado, joven y fuerte.

En cuanto el conductor hubo subido gateando a la caja del vehículo, Magus estudió el funcionamiento de la transmisión automática y puso en marcha el ligero vehículo. Empezaron a rodar.

Robin llevaba la mochila sobre las rodillas, rodeándola con los brazos, dándose cuenta de que se daba una circunstancia que le brindaba una oportunidad: Magus era un conductor inseguro; iba mirando sucesivamente el volante, el pequeño retrovisor, el cambio de marchas. Aquello podría resultarle útil…; aquello, y el factor sorpresa.

Se volvió y vio que el Learjet se alejaba rodando. Mirando de nuevo al frente, preguntó con aire inocente:

—¿No te gustaría ver lo que hay en la mochila, Magus?

—No —respondió él, que iba concentrado en conducir.

Pero ella empezó a abrir la cremallera, que producía un sonido quebrado y penetrante.

Él la miró.

—Cierra eso —dijo, extendiendo una mano hacia la mochila.

Ella le mordió la mano, y notó sabor a sangre. Él retiró la mano de un tirón soltando una palabrota, y ella le golpeó el lado de la cabeza con la pesada mochila. Él, tambaleándose, le arrojó un golpe con un brazo, pero solo dio en la mochila. Ella le dio una patada con la punta aguda de su bota en la pantorrilla de la pierna cuyo pie iba en el acelerador, e inmediatamente le volvió a arrojar la mochila contra la cabeza.

Él levantó el pie del acelerador; el pequeño vehículo dio una sacudida, y se oyó atrás un grito del conductor, que había salido despedido.

Magus pisó el freno y se llevó la mano al interior de la chaqueta, buscándose la pistola. Robin, moviéndose frenéticamente, hundió el pie en el acelerador y le mordió la oreja. El vehículo aceleró bruscamente. Cuando a Magus le apareció la pistola en la mano, ella le surcó con las uñas de arriba abajo la cara y los ojos, arañándole la piel.

Él soltó un aullido y adelantó la pistola hacia ella. Pero había perdido el equilibrio, y el carro de equipajes avanzaba a saltos, alternando entre aceleraciones y frenazos. Magus la apuntaba con el cañón.

Ella, furiosa, volvió a golpearle la cara con la mochila y giró las rodillas hacia él. Apoyando una mano en el respaldo de su asiento y asiéndose con la otra de la agarradera que había en el salpicadero, le clavó las botas en la cadera y lo desplazó un poco por el asiento de vinilo.

La pistola de Magus se disparó; el ruido del disparo fue ensordecedor, y la bala atravesó el techo de la cabina. A Magus le caía sangre a los ojos, y se esforzaba por ver. Volvió a disparar sin apuntar, y ella lo echó por la puerta y pisó a fondo el pedal. El vehículo saltó hacia delante.

Se instaló tras el volante y se puso a conducir, mientras el corazón le palpitaba como un timbal. Más balas atravesaron la cabina, pasando muy cerca del
Libro de los Espías
, que estaba en el asiento a su lado. Siguió conduciendo agachada, con los ojos apenas por encima del salpicadero, agradeciendo poder contar con aquel vasto espacio abierto de las pistas. Le pasó volando un tiro por encima de la cabeza, un suspiro mortal. Y después ya no hubo más disparos.

Se incorporó y miró por el espejo retrovisor. Magus corría tras ella, cada vez más lejos, limpiándose con rabia la sangre de la cara con una mano. Tras él se veía un rastro de cajas de madera caídas, además del cadáver de Charles. Robin se sintió furiosa contra Charles durante un largo momento, furiosa porque la hubiera puesto en aquella situación; después, el sentimiento desapareció. Ahora estaba sola, como había estado años atrás. «Tú sabes cómo se hace esto», se dijo a sí misma.

Hizo girar el volante con determinación, dirigiéndose hacia una valla de alambre. Vio por fin una puerta junto a un edificio oscuro, una dependencia periférica del aeropuerto. Estaba bastante lejos, lo cual era bueno. Así pondría más distancia entre Magus y ella. Mientras seguía pisando a fondo el acelerador, el aire de la noche le refrescaba la cara.

Al llegar a la puerta de alambre, detuvo el vehículo con chirrido de frenos y bajó de un salto. Mientras se ponía la mochila, miró atrás. Magus estaba muy lejos y había perdido velocidad hasta ir a un trote corto. Llevaba la mano pegada a la oreja; sin duda estaría pidiendo ayuda por teléfono. Pero mientras ella tuviera en su poder el
Libro de los Espías
, contaría con una baza para negociar. Martin Chapman no se detendría ante nada para atraparla de nuevo, la seguiría hasta los últimos confines del planeta si era necesario; pero ella, contando con el manuscrito iluminado, quizá pudiera negociar la libertad permanente.

Extrajo a tirones su maleta con ruedas de la caja del vehículo. Al haber ido apoyada contra la cabina, no había corrido la suerte del resto del equipaje. Tirando de ella, salió aprisa por la puerta y llegó a un aparcamiento grande.

Caminó aprisa entre los coches, las furgonetas y los cuatro por cuatro, mirando el interior de los vehículos. Encontró por fin un viejo Peugeot, abollado y oxidado, que tenía puesta la llave de contacto. Mirando a un lado y a otro, sacó su monedero de la maleta. Todavía tenía libras de Inglaterra; las cambiaría por euros. Encontró por fin el sombrero de paja que se había comprado en Londres. Se lo encasquetó en la cabeza calva, y se ató la cinta bajo la barbilla.

Echó al coche la maleta con ruedas y la mochila. Combatiendo el miedo, se puso en marcha hacia la salida, bajo la luz de la luna, sin dejar de mirar constantemente por el retrovisor.

CAPÍTULO
36

Sultanato de Omán

El aeropuerto internacional de Muscat estaba en un arenal llano, por encima del golfo de Omán. A lo lejos se alzaban grupos de pozos de petróleo llenos de luces centelleantes, con patas como palillos que se hundían en las aguas negras del golfo. Cuando Martin Chapman bajó de su Learjet, la noche tenía el olor del desierto. Estaba jadeando de ira: Robin Miller había robado el
Libro de los Espías
y se había escapado. Magus, con un equipo, la buscaba en Atenas; pero era un problema más, y en aquel momento él no necesitaba más problemas.

El peligro que más le preocupaba era el de Judd Ryder, que era de la CIA. En esta única palabra se encerraba toda la preocupación del mundo: en Langley disponían de los recursos, de los conocimientos, de la experiencia, del ánimo necesarios para conseguir mucho más de lo que llegaría a saber el mundo. Tener un roce con la agencia no era cosa baladí, y cuando se tenía, no quedaba más opción que poner fin al asunto rápidamente; por eso mismo estaba entonces Chapman en Omán.

En la sección de Oman Air de la ultramoderna terminal para pasajeros había movimiento, pero sin bullicio. Chapman avanzaba sin dedicar una sola mirada a los azulejos, a las palmeras en macetas ni a las decoraciones murales al estilo árabe antiguo. Tras doblar por un ancho pasillo de llegadas y salidas, siguió las instrucciones que se había aprendido de memoria para dirigirse hacia una tienda
duty free
. Cerca de la puerta del baño estaba agachado, fregando el suelo, un empleado del aeropuerto, con uniforme de limpiador de color arena del desierto y pañuelo de beduino a cuadros en la cabeza.

Cuando Chapman pasó a su lado, oyó que subía hacia él una voz que decía:

—En la cuarta puerta a su izquierda hay un almacén. Espere dentro. No encienda la luz.

Chapman estuvo a punto de perder el ritmo de su marcha. Se rehízo rápidamente y fue hasta la puerta del almacén. Cuando estuvo dentro, encendió la luz. El pequeño cuarto estaba lleno de estanterías donde se guardaban artículos de limpieza, toallas de papel y papel higiénico. Apagó la luz y se quedó de pie en la oscuridad, contra la pared del fondo, con una linterna pequeña tipo lápiz en una mano y con la otra mano dentro de la chaqueta, en la empuñadura de su pistola.

La puerta se abrió y se cerró como un suspiro.

—Jack me dijo que necesitaba usted ayuda.

La voz era baja. Parecía que el hombre se había quedado de pie junto a la puerta.

—Soy caro, y tengo mis reglas. Usted ya conoce lo uno y lo otro. Jack dice que ha accedido a mis condiciones. Antes de que sigamos, debo oírselo decir a usted.

—¿Es usted Alex Bosa?

Chapman suponía que se trataba de un pseudónimo.

—Algunos me llaman así.

—El
Carnívoro
.

—También se me conoce por ese nombre —dijo el hombre, sin expresión en la voz.

Chapman tomó aire. Estaba en presencia de un asesino a sueldo independiente legendario, de un hombre que había trabajado para todos los bandos durante la guerra fría. Ahora solo hacía trabajos de cuando en cuando, pero siempre con tarifas astronómicas. No existían fotos suyas; nadie sabía dónde vivía, cuál era su nombre verdadero, ni siquiera en qué país había nacido. Por otra parte, no fallaba nunca, y nadie descubría nunca quién lo había contratado.

El asesino a sueldo hablaba con voz tranquila.

—¿Accede a mis condiciones?

Chapman sintió un principio de cólera. El jefe era él, no aquel hombre tenebroso que tenía que vivir oculto tras seudónimos.

—Traigo un cheque bancario al portador.

Debían hacerse dos pagos: la mitad ahora, y la mitad después de completado el trabajo, con un total de dos millones de dólares. Librarse del problema de la CIA bien lo valía.

—¿Quiere usted el trabajo o no? —preguntó.

Silencio. Por fin, el otro dijo:

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