La biblioteca de oro (29 page)

Read La biblioteca de oro Online

Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
6.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cuando llega el momento de dar el golpe, trabajo solo. Eso quiere decir que la gente de usted debe haberse retirado. No debe desvelar nunca nuestra relación. No debe intentar nunca descubrir mi aspecto ni quién soy. Si lo intenta de alguna manera, iré por usted. Le haré el favor de matar con limpieza, por respeto a nuestra relación de negocios y al dinero que me habrá pagado usted. Después de esta noche, no intentará volver a reunirse conmigo. Cuando esté terminado el trabajo, me pondré en contacto para comunicarle cómo quiero recibir el último pago. Si no me paga, también eso le costará que vaya por usted. En cualquier caso, yo solo hago trabajos de eliminación con personas que no se merecen respirar. Eso lo decido yo, no usted. Le daré un nuevo número de teléfono por el que podrá ponerse en contacto conmigo cuando disponga de la información adicional sobre el paradero del objetivo. ¿Está de acuerdo?

Aquella voz tranquila tenía, no obstante, una carga de amenaza sobrecogedora. Chapman advirtió que había asentido con la cabeza a pesar de que, en aquella oscuridad, el hombre no podía verlo de ninguna manera.

—De acuerdo —dijo en voz alta.

ElCarnívoro tenía la especialidad de hacer que sus golpes parecieran accidentes, y aquello era lo importante. Chapman no quería que en Langley tuvieran nada que pudiera relacionarlo con él mismo ni con la Biblioteca de Oro.

—Dígame por qué hay que acabar con Judd Ryder y con Eva Blake —le exigió el Carnívoro.

Cuando Chapman tomó la decisión de recurrir a profesionales externos, había acudido a una fuente también externa al club de bibliófilos, a un intermediario al que se conocía únicamente por el nombre de Jack. Jack y él habían arreglado el trato por medio de correos electrónicos encriptados. Repitió entonces al Carnívoro su historia:

—Ryder procede de la inteligencia militar y es muy hábil. Blake es una delincuente; mató a su marido conduciendo borracha. No me cabe duda de que usted habrá comprobado ambos datos. Se han enterado de una transacción de negocios secreta que estoy preparando, y quieren quitármela. Intenté razonar con ellos, pero no entraron en razón. Si me la quitan, me costará miles de millones. Lo peor es que ahora intentan matarme a mí. Van camino de Estambul. Pronto tendré información sobre su destino concreto.

—Entiendo. Ahora, me marcho. Deje el sobre en el estante, a su lado. Abra la puerta, y diríjase inmediatamente a su avión.

Dio a Chapman su nuevo número de móvil.

Hubo un movimiento de aire; la puerta se abrió y se cerró rápidamente, y Chapman volvió a quedar rodeado de oscuridad. Advirtió que estaba sudando. Dejó en el estante que tenía a su lado el sobre que contenía el cheque bancario al portador por importe de un millón de dólares, y salió.

Mientras caminaba por el pasillo, buscó con la vista por todas partes al limpiador de uniforme marrón con pañuelo de beduino. Había desaparecido.

CAPÍTULO
37

Estambul, Turquía

Judd contempló desde la ventanilla del avión las luces rutilantes de la legendaria Estambul. Absorbió el espectáculo de la ciudad que había sido en tiempos la poderosa Constantinopla, corona del Imperio bizantino, y lugar de origen de la Biblioteca de Oro.

Eva se despertó.

—¿Qué hora es? —preguntó. Parecía nerviosa.

—Las doce de la noche.

Cuando el avión aterrizó y empezó a rodar hacia la terminal del aeropuerto internacional Ataturk, Judd consultó su teléfono móvil.

—¿Hay algo de Tucker sobre dónde está Yakimovich? —le preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

—Ningún mensaje, ni por correo electrónico ni por teléfono.

—Si Tucker no es capaz de encontrarlo, a nosotros nos puede llevar días enteros.

Aunque no parecía posible que los siguieran, en Roma habían hecho una parada camino del aeropuerto, no solo para comprar provisiones sino para disfrazarse. Ahora, al desembarcar del avión, Judd ayudó a Eva a sentarse en una silla de ruedas. Eva se acurrucó, con la cabeza caída hacia delante como si durmiera. Una manta le cubría el cuerpo, y un pañuelo le ocultaba el pelo. Judd dejó en el regazo de ella su bolso y una bolsa de viaje grande con asas, nueva, que contenía otras compras que habían hecho. Él iba vestido de enfermero privado, con pantalones blancos, chaqueta de nieve blanca y gorra blanca. Llevaba metida bajo el labio interior una torunda de algodón que hacía que el labio le asomara, con lo que la barbilla le parecía más pequeña.

Manteniendo las mejillas flácidas y la mirada perezosa, ajustó sus mandos interiores hasta que llegó a dar sin esfuerzo la imagen de asistente, no demasiado listo, de la buena señora que iba en la silla de ruedas. Mirando discretamente a un lado y a otro, la empujó hasta la terminal internacional y enseñó en la ventanilla de visados el pasaporte falso de él y el auténtico de ella. Les sellaron los pasaportes y pasaron la aduana. Aunque la terminal estaba menos congestionada que en las horas de mucho tráfico, aún había bastante gente. Más allá del puesto de seguridad había todavía más gente esperando; muchos enseñaban letreros con los nombres de pasajeros.

Mientras llevaba la silla de ruedas por el largo pasillo hacia las puertas de salida, Judd seguía en alerta máxima. Así fue como detectó a la persona que menos quería ver: Preston. ¿Cómo diablos se había enterado de que tenía que ir a Estambul? Judd, con tensión en el pecho, lo observó de reojo. El asesino, alto y ancho de hombros, estaba apoyado en la pared exterior de un quiosco de periódicos, aparentando leer el
International Herald Tribune
. Llevaba la misma ropa que en Londres: pantalones vaqueros, cazadora de cuero negra y, probablemente, pistola.

Judd se había dejado la Beretta en Roma, porque no llevaba la documentación necesaria para subir a un vuelo comercial con un arma de fuego. Consideró las posibilidades. Parecía poco probable que Preston hubiera podido verle la cara desde el suelo del callejón, en Londres. Por otra parte, era posible que el asesino se hubiera enterado de alguna manera de quién era él y se hubiera hecho con una foto suya.

Le llegó un susurro inquieto de Eva.

—Preston.

—Ya lo veo —dijo Judd en voz baja—. Estás dormida, ¿recuerdas?

Ella volvió a sumirse en el silencio, mientras él seguía empujando la silla de ruedas a paso tranquilo.

Preston observaba la multitud por encima del borde del periódico. Movía los ojos, al tiempo que su cuerpo parecía relajado y despreocupado. No solo miraba uno por uno los rostros de las mujeres, sino también de los hombres de la edad, del color de pelo, de la altura adecuada; esto dio a entender a Judd que Preston se había enterado de alguna manera del aspecto que tenía él. Preston examinaba las parejas y a las personas solas sin saltarse a nadie, sin dar a nadie por descartado. Se descolgó una radio del cinturón, y escuchó y habló por ella. Aquello significaba que tenía allí cerca a un
limpiador
, como mínimo.

Cuando Preston volvió a colgarse la radio del cinturón, observó a Judd y a Eva. Y se centró en ellos.

A Judd le quemó su mirada como un hierro candente. No lo miró a su vez, y tampoco aceleró con la silla de ruedas. Cualquiera de estas dos cosas habría despertado todavía más la curiosidad de Preston. Vio entonces a una mujer alta que caminaba airosamente, tirando de una maleta pequeña. A pesar de lo tardío de la hora, llevaba gafas de sol grandes, de famosa… y tenía el pelo largo y rojo, como el de Eva.

Judd vio la oportunidad; llevó la silla de ruedas junto a la mujer y hundió los hombros incluso más para parecer menos interesante todavía con su uniforme de asistente. Preston apartó los ojos, interesado por la mujer. Se apartó del quiosco de prensa siguiendo a la mujer, que adelantó rápidamente a Judd y a Eva dirigiéndose a un mostrador de alquiler de coches.

Judd respiró. Sacó a Eva por las puertas de cristal y la llevo hacia la fila de taxis.

En cuanto el taxi amarillo hubo salido de la terminal, Judd cerró la ventanilla de la mampara entre los asientos delanteros y los traseros. Era un vehículo antiguo, con la tapicería raída, pero el vidrio era grueso y el conductor no podría escuchar la conversación.

—¿Cómo puede habernos encontrado Preston? —preguntó Eva de nuevo—. Los Charbonier se enteraron de lo de Yakimovich y Estambul, pero murieron antes de haber podido contárselo a nadie.

—Resulta difícil de creer que Tucker tiene otra filtración. Los de informática estarán cubriendo el cuartel general como un hongo atómico. Quizá se trate de nosotros. ¿Es posible que Charles te pusiera un chip en Londres?

Mientras hablaban, Judd iba mirando atrás en busca de algún indicio de Preston.

—Aunque así fuera, ya no llevo esa ropa. Pero ¿por qué iba a molestarse? Creía que ya me tenía. ¿Viste que alguien nos siguiera en algún momento?

Él negó con la cabeza. Guardaron silencio.

—Vale; vamos a empezar desde el principio —dijo Judd por fin—. No es un chip, y no es un
hacker
que haya entrado en los ordenadores de Catapult.

—Si Charles viviera, sabría que vamos en busca de Andy Yakimovich —opinó ella.

—El único cabo suelto que se me ocurre es Peggy Doty. Pero ella no sabía nada de Yakimovich ni de Estambul, de modo que Preston no puede haber obtenido la información de ella.

Eva soltó una maldición de pronto.

—¡Claro! El móvil de Peggy. Quien mató a Peggy pudo encontrar en él mi número.

Extrajo el móvil de su bolso.

—Las únicas llamadas que hice fueron en el aeropuerto de Atenas, buscando a Andy. Llamé a Estambul.

—Dámelo.

Judd encendió el teléfono y observó la pantalla hasta comprobar que el aparato estaba conectado a la red. Bajó su ventanilla y lo arrojó a la caja abierta de una camioneta que pasaba junto a ellos.

Eva sonrió.

—Preston tendrá ahora algo que perseguir —dijo.

Él le devolvió la sonrisa. En aquel asiento trasero estrecho del taxi, se miraron profundamente a los ojos sin darse cuenta siquiera. Durante un largo instante transcurrió entre ellos una intimidad cálida. A Judd se le aceleró el corazón.

Eva, sin decir nada, apartó la vista, y él volvió la cabeza para mirar por la ventanilla lateral. Aquel era el problema que tenía el compartir peligros. Conducía inevitablemente al establecimiento de un vínculo de algún tipo, y uno de los tipos posibles era el sexual. Percibió la incomodidad de ella, su distanciamiento repentino; pero no estaba dispuesto a abordar el tema y ponerse a explicar lo que acababa de pasar. Ni que a él le había gustado.

Se despejó mentalmente para sus adentros. Estaban en las afueras de la ciudad. Cuando pasaron por un cruce muy transitado, dijo al taxista que los dejara allí. Era posible que Preston hubiera tomado nota de la matrícula del taxi.

Después de ayudar a Eva a subirse a su silla de ruedas, pagó al taxista. Las luces traseras del taxi se perdieron de vista entre el tráfico, y él dio la vuelta a la silla y tomó el camino contrario. Oteó los alrededores con cautela.

—Hay un callejón más adelante —le apuntó Eva.

—Lo veo.

Judd empujó la silla hasta el callejón.

Ella se levantó y se quitó de encima la manta y el pañuelo, dejándolos en el asiento de la silla de ruedas. Sacó de la bolsa de viaje de asas una chaqueta de color azul medianoche. Mientras él se sacaba la torunda del labio inferior, se despojaba de la chaqueta de asistente y se desabrochaba los pantalones blancos, ella se puso la chaqueta y, sin mirarlo a él, cogió su bolso y corrió a apostarse para vigilar.

Él se puso rápidamente unos vaqueros, un polo marrón y una chaqueta de
sport
también marrón. Plegó la silla de ruedas y la dejó apoyada en la pared, junto con las demás prendas descartadas. Se volvió a mirar a Eva; su figura esbelta quedaba empequeñecida por la alta boca del callejón, y parecía de alguna manera más desenfadada y más impávida de lo que había esperado él.

Se reunió con ella llevando la bolsa de viaje.

—¿Has visto algo?

—No hay señales de Preston. ¿Hacia dónde vamos?

Caminaron seis manzanas, doblaron una esquina y Judd detuvo otro taxi. A los veinte minutos estaban en el barrio Sultanahmet, en el corazón del casco histórico antiguo, no lejos del palacio de Topkapi, de Santa Sofía y del Hipódromo. El taxi se detuvo y bajaron.

Caminaron diez minutos más hasta que llegaron a una calle estrecha, de un carril y medio de ancho como mucho. No había coches, pero por el centro de la calle transcurrían vías de tranvía. Altos edificios de piedra de siglos pasados se apoyaban unos en otros, con tiendas y almacenes en los bajos y en los primeros pisos. Inspiró. En el aire de la noche flotaba el aroma exótico del comino y del tabaco perfumado con manzana.

—Esta es la Istiklal Caddesi —le dijo—.
Cadessi
significa «avenida». Nuestro hotel está a cuatro manzanas.

Mientras seguían caminando, ella le comentó:

—Parece que conoces muy bien Estambul. ¿Habías estado aquí otras veces?

—No. Lo busqué en Google.

El hotel era una estructura recubierta de estuco, con puerta de entrada sencilla de madera y, a la derecha, dos ventanas con contraventanas. La calle era tranquila; las tiendas estaban cerradas y no había restaurantes, cafés ni bares que atrajeran al público.

Judd redujo el paso.

—Tenemos un pequeño problema. Tú solo tienes tu pasaporte verdadero, lo que significa que tienes que dar tu nombre en el hotel. De modo que voy a entrar yo primero, y me registraré con uno de mis alias. Después, saldré a buscarte.

A una señal de él, Eva se ocultó en el portal de una tienda de bisutería. Su chaqueta y sus pantalones vaqueros oscuros se fundían con las sombras.

«Está aprendiendo», pensó Judd mientras se apartaba de su lado y entraba en el hotel. El interior era oscuro y profundo, con maderas antiguas sin barnizar y tapicerías ajadas. Tal como lo había esperado, el empleado le entregó una caja de cartón sencilla que llevaba escrito en mayúsculas en la tapa el nombre falso que había empleado. Judd dio las gracias a Tucker mentalmente. Hizo un pedido al servicio de habitaciones, caminó hacia el ascensor del fondo y siguió adelante hasta salir por la puerta trasera.

Cuando apareció en la entrada del callejón no pudo ver a Eva, por lo bien que estaba oculta en la entrada de la tienda.

Ella salió aprisa, con interrogación en la mirada.

Other books

The Sword of Fate by Dennis Wheatley
The Madness of Mercury by Connie Di Marco
Boys & Girls Together by William Goldman
A Perfect Life by Mike Stewart
Off the Dock by Beth Mathison
The Margarets by Sheri S. Tepper