La biblioteca de oro (30 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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—Todo bien —le dijo él mientras desandaban su camino por el callejón—. Les he dicho que mi hermano vendría a reunirse conmigo dentro de un par de días.

—Creía que solo tenías primos.

Él sonrió.

—Ahora tengo un hermano.

Subieron hasta el sexto piso por las escaleras traseras. Ella había acordado con él que era más seguro que los dos se alojaran juntos. La habitación tenía dos camas pequeñas y estaba amueblada de manera austera, con muebles del recargado estilo turco antiguo.

Mientras ella entraba en el baño, él dejó la bolsa de viaje en la cama más próxima a la puerta y abrió la caja. Dentro había una nueva pistola semiautomática subcompacta Beretta, igual que la que él había tenido que dejar en Roma. La revisó, la cargó con munición de la caja y se probó y ajustó la sobaquera de lona. Una vez satisfecho, fue a la ventana. Las luces de la ciudad se extendían ante él en un panorama rutilante, incitante.

—Ven a ver esto —dijo. Abrió los dos batientes verticales de la ventana y se asomó.

Ella salió del baño; había recuperado por fin su aspecto atractivo. Él juzgó que empezaba a sentirse segura de nuevo. Olía a fresco, a jabón y a agua de rosas.

Ella también se asomó a la ventana.

—¡Qué vista tan espléndida!

—Estambul es la única gran ciudad del mundo que abarca dos continentes —dijo él—. Se levanta sobre siete colinas, igual que Roma. El barrio Sultanahmet, donde estamos nosotros, está sobre la primera colina por el sur. Es el centro histórico de la ciudad. ¿Ves aquello?

Un castillo de fuegos artificiales multicolores se esparcía sobre las aguas oscuras del Mármara.

—Eso es de un barco de boda. Mira las mezquitas iluminadas. Las cúpulas y los minaretes. Los templos y las iglesias. El laberinto de calles tortuosas.

La noche daba a la antigua ciudad una cualidad especial, como si esta se estuviera revitalizando en secreto mientras dormían sus habitantes.

—Debía de tener un aspecto parecido durante el periodo bizantino, cuando los emperadores estaban conquistando el mundo y recopilando los mejores libros.

—Es hermoso. ¿Todo esto lo has aprendido de Google?

—De mi padre. Siempre tuvimos la intención de visitar juntos la antigua Constantinopla. Así fue como aprendí que a Estambul la llamaban la Ciudad Deseada por el Mundo. A él le gustaba este hotel en especial. Tiene asociada mucha historia.

Se volvió hacia ella con tensión en el pecho.

—Si mi padre era miembro del club de bibliófilos cuando Charles se afilió a la biblioteca, puede que fuera responsable de alguna manera del cadáver en la tumba de tu marido, y de que te metieran en la cárcel. Solo quería decirte que lo siento.

—Charles me dijo que habían tenido intención de matarme, pero que él les convenció para que no lo hicieran —dijo Eva. Soltó un suspiro profundo y sintió que se abría un vacío entre los dos—. Sé que querías a tu padre. Lo que hiciera o no hiciera él, no tiene nada que ver con lo que eres tú. No es culpa tuya.

Pero él percibió que, de alguna manera, quedaba manchado en la mente de ella. Volvió al interior de la habitación, recordando. Cuando él era niño y adolescente, su padre faltaba de casa durante periodos de tiempo cada vez más largos. Los había trasladado de una parte de Washington a otra, mudándolos a casas cada vez mayores y más caras. La soledad de su madre. Los bonitos regalos que traía de cada viaje: obras de arte, joyas, muebles, libros. Su padre no solo se hacía más rico, sino también más esbelto y más fuerte. A medida que se le volvía gris el pelo, sus conversaciones se habían ido centrando con mayor frecuencia en lecciones que quería transmitirle. Piensa por ti mismo. Todo lo que puedas aprender es poco. Solo tú puedes protegerte a ti mismo. El dinero resuelve casi todos los problemas.

—Me dijiste que trabajas con contrato para la CIA —dijo Eva—. ¿A qué te dedicabas antes?

—Inteligencia Militar. El Ejército. Me retiré cosa de un mes antes de que mataran a mi padre.

—Eres un chico rico con todas las oportunidades del mundo. Apuesto a que a tu padre le habría encantado que hubieras seguido la vía directa hasta llegar al despacho del director en la Bucknell.

—Es verdad.

Aquel había sido el sueño de su padre, en efecto.

—Pero terminaste en el Ejército. ¿Por qué?

—Parecía lo correcto. Y no: fue antes del 11 de septiembre.

—De manera que te rebelaste, convirtiéndote en un tipo recto. Pero eso no es todo, ¿verdad? ¿Quién eres tú en realidad, Judd Ryder?

Él no tenía respuesta para esto. Un golpe en la puerta lo salvó. Se acercó en silencio a la puerta mientras sacaba la pistola, y miró por la mirilla. Había llegado la cena.

Comieron en una mesilla del rincón: albóndigas de cordero con salsa de limón, ensalada de berenjena asada, de sabor penetrante, y una ración de nueces picadas y pimientos rojos. Charlaron en voz baja; y, cuando terminaron, él sirvió raki, un licor anisado de aspecto lechoso, bebida turca que solía tomar con su padre en su casa. Cuando estaba dando una copa a Eva, sonó su teléfono móvil encriptado.

Ella miró hacia la cama de él, donde estaba el móvil.

—Espero que sean buenas noticias.

Él ya estaba tomando el aparato. Cuando pulsó el botón de aceptar la llamada, confirmó los deseos de Eva diciendo:

—Hola, Tucker.

Ella dejó la copa y escuchó la conversación, para lo cual Judd activó el altavoz del móvil.

—¿Habéis llegado? —preguntó Tucker.

—Sí; estamos en el hotel —dijo Judd—. Tu paquete nos estaba esperando. Gracias. Has de saber que Preston estaba en el aeropuerto. Lo esquivamos. Esta vez no ha sido una filtración; nos localizaron por el teléfono móvil de Eva.

—Dios santo —dijo el maestro espía, con voz de frustración.

—¿Has descubierto algo acerca de Yakimovich? —le preguntó Judd.

—Sí; tengo una buena pista de una fuente de Estambul. En el Gran Bazar hay un mercader de caligrafía antigua que se supone que sabe dónde se encuentra Yakimovich. Se llama Okan Biçer, y entra a trabajar hacia las tres de la tarde. Te enviaré por correo electrónico su foto y las señas de su tienda.

Cuando Judd se hubo aprendido de memoria las señas y hubo examinado la foto, cortó la conexión y volvió a arrojar el móvil sobre su cama. Después, alzó la copa, y Eva hizo otro tanto. Hicieron chocar los bordes con un tintineo suave. Al beber, evitaron la intimidad de un cruce de miradas, el dolor de su pasado común y la preocupación por lo que les traería el día siguiente.

CAPÍTULO
38

Condado de Fairfax, Virginia

Cathy Doyle estaba agotada. Era casi la una de la madrugada y el día había estado cargado de trabajo y de las presiones habituales asociadas con sacar adelante con éxito las diversas misiones que tenía en marcha Catapult. Mientras atravesaba con el coche el río Potomac para entrar en el estado de Virginia, camino de su casa, encendió la radio. Pero estaban dando un reportaje sobre nuevos ataques terroristas en el este de Afganistán, y ella ya conocía bastantes datos sobre ello; lo que menos le hacía falta era que le repitieran aquellas noticias sombrías. Apagó la radio.

Virginia era una tierra de núcleos urbanos congestionados entre anchas extensiones de bosques y tierras de labranza. A ella le encantaba; siempre le recordaba al estado de Ohio, donde se había criado. Tomó una carretera secundaria de dos carriles, bañada por la luz de la luna. A aquellas horas el tráfico era ligero; las casas, distantes unas de otras, estaban casi todas a oscuras.

Pensó con nostalgia en sus dos hijas gemelas, que estaban de vuelta en casa por las vacaciones de primavera de la Universidad de Columbia, y en su marido, abogado en el Departamento de Trabajo, que acababa de volver de una conferencia en Chicago. Estarían todos dormidos, y ella tampoco tardaría mucho en estarlo.

Tarareando para sus adentros, observó la carretera. Apenas había tráfico, y sintió que se relajaba. Estaba pensando de nuevo en su casa y en su cama, cuando advirtió que había un coche tras ella. Miró el velocímetro. Estaba fijo en los sesenta y cinco kilómetros por hora, donde ella quería; y el otro tipo también. Alguien más que se dirigiría a su casa para dormir a gusto.

A su derecha clareaba el bosque, y pudo ver el río, con su superficie ondulada, pintada de plata sedosa por la luz de la luna. También aquello le gustaba. La naturaleza con toda su belleza. Bajó un poco la ventanilla. Entró silbando el aire, el aire fresco de la noche con su sabor a la humedad del río. Volvió a encender la radio, y esta vez encontró una emisora que daba
blues
. Ay, sí.

Acomodándose en su asiento, echó una ojeada al retrovisor. Y después miró fijamente. Los faros del otro vehículo se iban acercando, bombardeando de luz su coche. Pisó el acelerador para alejarse. Cuando pasó de los noventa por hora, volvió a mirar por el retrovisor. Su perseguidor estaba más cerca todavía. Seguía sin haber más tráfico cuando empezó a ascender la cuesta alta y larga que terminaría por descender hacia el valle donde estaba su casa, a solo tres kilómetros más allá.

Volvió a mirar por el retrovisor. El otro vehículo había dejado el carril y había pasado al del sentido opuesto. Era una camioneta grande. No había puesto el intermitente, ni tampoco había reducido la velocidad.

Ella clavó el pie en el acelerador, acercándose a los ciento diez por hora. La camioneta se retrasó, de nuevo en el carril de la derecha. Pero, acto seguido, sus faros volvieron a aproximarse bruscamente. Mientras ella pisaba a fondo el acelerador, el otro pasó al otro carril y la adelantó. A ella se le secó la boca mientras subían la cuesta juntos a toda velocidad.

Frenó para quedarse atrás. Demasiado tarde. La camioneta impactó de lado con su coche. Ella, furiosa, se esforzó por controlar el volante. La furgoneta volvió a golpearla, aguantando, empujándola hacia el barranco que daba al río. Esta vez se le escapó el volante de entre las manos.

Llena de terror, asió el volante mientras el coche atravesaba el guardarraíl, superaba el borde del barranco y se despeñaba entre pinos jóvenes, chocando contra peñascos. Las colisiones sucesivas la agitaron de un lado a otro. Cuando el sedán voló sobre el borde de una última cortada y se precipitó hacia el río, sintió un momento de colisión cegadora, y después, nada.

Washington, D. C
.

A las ocho de la mañana, en el cuartel general de Catapult había un ambiente solemne y silencioso, a pesar de que ya había llegado todo el personal del turno de mañana. Una sensación de duelo y consternación invadía el edificio. Había corrido la noticia del accidente mortal de Catherine Doyle. Tucker se había enterado hacía unas horas, despertado por su viejo amigo Matthew Kelley, director del Servicio Clandestino. Al ver que Cathy no llegaba a casa, su marido había llamado. Después, la Policía Estatal de Virginia había encontrado su coche sumergido en el río, con solo un fragmento del techo visible. El vehículo estaba muy abollado, lo que concordaba con el terreno por el que se había despeñado, y al parecer Cathy se había ahogado. Habría un informe oficial, y los resultados del forense saldrían al cabo de unos días.

Tucker rondaba por el antiguo edificio de ladrillo, hablando con su gente, consolándolos y consolándose a sí mismo a la vez. Cathy había sido buena jefa, exigente pero justa, y la apreciaban. Los animó a que volvieran al trabajo. Sus agentes del extranjero contaban con ellos. Además, así lo habría querido Cathy, y ellos lo sabían.

Por la tarde ya se había avivado el ritmo; las voces hablaban del trabajo, los teléfonos sonaban, los teclados funcionaban. Volvió a su despacho e intentó concentrarse. Por fin, se impuso el hábito de toda una vida y se concentró en su trabajo.

—Hola, Tucker.

Hudson Canon estaba en la puerta con aspecto de preocupación. Era un director adjunto del Servicio Clandestino; había sido agente de campo durante mucho tiempo hasta que lo habían hecho venir a Langley para que supervisara a un grupo de personas que, a su vez, preparaban misiones y las dirigían. De poca estatura, aire digno y muy musculoso, producía la impresión de un bulldog del mejor pedigrí, con su nariz chata, sus ojos negros y redondos y sus mejillas gruesas.

—¿Cómo vas? —le preguntó Canon.

—Es una noticia terrible, claro está. Echaremos mucho de menos a Cathy.

—Gloria dice que todos están trabajando de firme, pero he de decir que este sitio parece un poco un mausoleo. Maldita sea. Yo estimaba mucho a Cathy. Una gran mujer.

—Siéntate —dijo Tucker, indicándole un asiento—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Canon esbozó una rápida sonrisa y se sentó ante el escritorio.

—Matt Kelley me ha enviado a ocupar el lugar de Cathy hasta que se designe a un nuevo jefe —dijo—. ¿Te interesa el puesto?

—Qué rapidez…

—Ya te digo. ¿Te interesa?

Tucker sintió un peso en el alma.

—Déjame que me lo piense.

Ya le habían ofrecido el puesto a él antes de que se lo dieran a Cathy, y lo había rechazado.

—Todavía no he ido al despacho de Cathy —siguió diciendo Canon—. He dicho a Gloria que recoja todas sus cosas particulares antes de instalarme yo allí. Mientras tanto, quisiera que me pusieras al día. Empieza por las misiones más calientes.

Canon cruzó las piernas y hablaron. Tucker le informó sobre Berlín, Bratislava, Kiev, Teherán, y otros puntos. Canon ya conocía los datos básicos de cada una de estas misiones por los informes semanales de Cathy.

—He oído decir que puede que hayáis tenido una intrusión en el sistema de correo electrónico o de internet.

—Debi lo está estudiando —le dijo Tucker—. Alguien entró, en efecto, y pudo acceder al correo electrónico de Cathy durante cosa de tres minutos.

Canon torció el gesto.

—Lo suficiente para robar más de lo que querríamos ninguno de nosotros.

—Estoy de acuerdo. Pero no sabemos con certeza qué se llevaron. Puede que no tocaran nada. En cualquier caso, ese camino ya está cerrado, y el equipo de Debi está en alerta máxima, buscando hasta los menores indicios de cualquier intento de intrusión. Desde entonces no se ha llegado a descubrir nada más. El problema es que la ruptura se produjo durante el turno de noche, cuando teníamos menos personal. Pasaron por alto al invasor… Está claro que era buenísimo.

—Ya veo. ¿Qué más tienes para mí?

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