—Ahora, me sumaré a nuestros hombres —dijo Jasim, que estaba de pie a su lado. Se había tranquilizado, y ahora tenía el aspecto severo del verdadero guerrero pastún.
Ullah se llenó de orgullo.
—Por supuesto, hijo mío.
Isla de Pericles
El banquete había terminado y había sido un éxito completo. Mientras se retiraban los platos y el sumiller servía coñac, los hombres se arrellanaban en sus sillas, saciados, algo ebrios. Chapman dio el último informe de la situación: los hombres de Preston no habían encontrado todavía a Ryder ni a Andersen.
—Francamente, espero que esos condenados entren en la casa y se presenten aquí —anunció Grandon Holmes, y se dio unas palmaditas en el costado, donde llevaba la pistola.
En ninguna ocasión de la historia de los banquetes anuales habían asistido al mismo armados los miembros del club; pero aquella noche se salía de lo común. A pesar del buen humor general, se había extendido entre ellos un hilo de amenaza. La isla había sido violada.
—Hacía mucho que no practicaba el tiro sobre blancos vivos —dijo Brian Collum, con una sonrisa fría.
—Por otra parte —gruñó Maurice Dresser—, ¿por qué demonios estamos pagando un dineral a los guardias, si no son capaces de encargarse del trabajo?
—Maurice tiene razón —dijo Petr Klok—. Ryder y Andersen no llegarán a la biblioteca.
—Lástima —suspiró Carl Lindström.
—Tengo noticias de Syed Ullah —dijo Chapman, cambiando de tema—. Sus pastunes están uniformados, armados e impacientes por entrar en acción. Deberíamos recibir noticias en cuestión de una hora.
—Excelente —dijo Reinhardt Gruen—. He hecho algunas averiguaciones sobre el pueblo próximo a la base militar de Jost. Yo tenía razón: toda esa zona es un hervidero de actividad yihadista. Ullah debe de ser un señor de la guerra duro como un demonio si ha sido capaz de controlar la zona. Lo que yo creo es que aprovechará el golpe de esta noche para librarse de enemigos talibanes locales…, que también son enemigos nuestros. Así, la tierra será nuestra. He estado soñando con esos diamantes. En conjunto, Marty, lo tuyo tiene muy bien aspecto. Esta noche será buena. De las que hacen época.
Eva se paseaba con los brazos cruzados enérgicamente sobre el pecho, inspeccionando de nuevo el cuarto minúsculo donde los tenían encerrados. No había muebles. La pesada puerta tenía las bisagras por la parte exterior, y se cerraba con dos cerrojos. Había una luz fluorescente encendida constantemente en el techo, demasiado alta para que la alcanzaran, y el interruptor estaba en el pasillo. Las paredes eran bloques de cemento macizos. Si había una manera de escapar de allí, ella no la había encontrado.
—Tienes que aceptarlo, Eva. Estamos atrapados.
Roberto la miraba desde el rincón donde estaba acurrucado. La hinchazón de la mejilla, de color rojo subido, le cerraba un ojo.
—Una valoración precisa de nuestro estado —dijo Yitzhak desde donde estaba sentado, cerca de Roberto—. Pero no es el fin del mundo.
—Todavía —suspiró Roberto.
Yitzhak procuró responder con humor.
—Para ser un hombre al que le daba miedo salir de nuestra zona horaria, hay que ver lo bien que lo estás llevando, Roberto.
—Soy un héroe —dijo Roberto. Esbozó una leve sonrisa y sacudió la cabeza. Pero Eva había visto una chispa en sus ojos que le dio a entender que Roberto no se había rendido del todo.
—Ya encontraremos una solución, Roberto —dijo ella para darle ánimo—. ¿Crees que debemos repasar la lista una vez más, Yitzhak?
La lista contenía dieciséis manuscritos iluminados, el doble de los que tendrían que nombrar. En circunstancias distintas, se habrían maravillado ante tantos libros perdidos; pero el hecho de que existieran no hacía más que aumentar su frustración, y su gran número aumentaba sus temores.
—Creo que no —dijo Yitzhak, levantando la vista. La luz fluorescente daba un aspecto pálido a su calva—. Entre los dos conocemos casi la mitad, y sobre los demás, tendremos que aventurar conjeturas fundadas.
—Ojalá me llevaran a la biblioteca con vosotros —dijo Roberto—. Pero salta a la vista que no.
Tenía razón: Eva y Yitzhak llevaban puestos esmóquines que les había dado Preston, mientras que Roberto seguía con la camisa y los pantalones arrugados que llevaba cuando lo habían capturado.
—Pero todavía hay esperanza, Roberto —le dijo Eva—. Todavía respiramos.
—Es una esperanza muy pequeña, pero la atesoraré —dijo, y suspiró.
Se oyó el ruido de los cerrojos al descorrerse y apareció el guardia al que habían oído llamar Harold Kardasian, que los apuntó con su fusil de asalto. Era robusto, de cabellera castaña espesa con algo de gris.
—Es la hora de salir —anunció.
Eva buscó en sus ojos algún indicio de ayuda; pero solo vio una mirada neutra. Tanto Roberto como Yitzhak se pusieron de pie.
—Usted no —ordenó Kardasian—. Solo el profesor y la doctora Blake.
Mientras Roberto volvía a deslizarse hasta el suelo, apoyado en la pared, se despidieron de él. Preston los esperaba en el pasillo, con su chaqueta negra de cuero y sus vaqueros, alto e imponente, con expresión pétrea. Llevaba dos gruesas toallas de baño.
—¿Para qué son las toallas? —preguntó Eva al instante.
—No es asunto tuyo. En marcha.
Condujeron a Eva y a Yitzhak hasta las escaleras que estaban junto a los ascensores y los hicieron bajar un piso, hasta llegar a una antesala. Eva sintió por un instante un estremecimiento de emoción: iban a ver la Biblioteca de Oro. Percibió una corriente eléctrica en Yitzhak, y comprendió que este estaba pensando lo mismo.
Un guardia abrió una sólida puerta tallada, y apareció una luz dorada. Yitzhak tomó a Eva del brazo; entraron, y se detuvieron. Ella perdió el miedo durante unos breves instantes. Era como si estuvieran dentro de una crisálida de conocimientos intemporales, envueltos en los elementos más deslumbrantes de la Tierra.
—Cautivador —susurró Yitzhak.
Admiraron las cuatro paredes de libros recubiertos de oro. Las gemas engastadas brillaban en el aire puro. A Eva le pareció por un instante que ninguna otra cosa de este planeta tenía importancia.
—No quiero la tumba fría de un museo, sino el mundo de las palabras y las ideas, de aliento ardiente —dijo Yitzhak—. Quiero una biblioteca. Esta biblioteca.
El hombre alto que había mandado a Preston que pegara a Roberto caminó hacia ellos.
—¿Quién dijo eso, profesor?
Yitzhak lo miró con severidad.
—Yo.
El hombre rio por lo bajo.
—Me llamo Martin Chapman. Venid conmigo. Es hora de que conozcáis a todos.
Indicó a los guardias que se retiraran. Preston cerró la puerta y se plantó ante ella. Siguieron a Chapman hasta una mesa ovalada grande a la que estaban sentados siete hombres que tomaban copas de coñac.
Eva, conmocionada, reconoció a Brian Collum…, su abogado, su amigo. La estaba observando con humor en su cara larga y apuesta. Ella desvió la vista, dominó el gesto y volvió a mirarlo.
—El esmoquin te sienta de maravilla —le dijo él.
—Canalla.
—Yo también me alegro de verte. Y en un entorno tan apropiado.
Eva no dijo nada, resistiéndose a la furia que la había invadido al darse cuenta de que Brian debía de haber sido quien puso en contacto a Charles con la Biblioteca de Oro y el que la había enviado a ella a la cárcel, sabiendo que era inocente. Mientras Chapman hacía presentaciones formales, ella se esforzaba por mantener la calma. Después, evaluó la situación. Aparte de los ocho miembros del club de bibliófilos, solo estaban en la sala el sumiller y Preston. A este todavía le colgaban de la mano las toallas de baño. La desconcertaban, e intentó figurarse qué significaban.
—¿Habéis entendido todos las reglas? —preguntó Chapman.
Cuando recibió como respuesta un coro de síes, dijo:
—Pues que empiece el torneo. Petr, te toca a ti el primero este año.
—Sócrates, del 469 o 470 al 399 antes de Cristo —dijo un hombre con barba y pelo cortado con elegancia—. Es bien sabido que se le cuenta entre los fundadores de la filosofía occidental. Lo que la mayoría de la gente no sabe es que en su república utópica, gobernada por reyes filósofos, se valoraban las ventajas de un sistema de castas y se defendía con energía el derecho de los ejércitos a conquistar y a colonizar. A Hitler debía de encantarle. Vuestro desafío consiste en encontrar el manuscrito iluminado en el que se muestra a Sócrates como un payaso que enseña a sus discípulos a engañar a sus acreedores para librarse de las deudas.
Eva se aclaró la garganta.
—No existe ninguna historia real de tiempos de Sócrates que trate de él ni de Grecia —dijo. Disimulando su nerviosismo, miró a Yitzhak; pero este negó con la cabeza. No conocía la respuesta. A Eva le vino algo a la cabeza, pero lo había leído hacía mucho tiempo, en la universidad.
—Pero sí tenemos obras de teatro y otros escritos. Lo que recuerdo es
Las nubes
, la antigua comedia de Aristófanes.
Miró al interrogador, con la esperanza de leer en su rostro si estaba en lo cierto. La expresión del hombre no desvelaba nada.
Yitzhak buscó en la lista la situación del manuscrito, y los dos caminaron rápidamente a lo largo de una de las largas paredes, buscándolo. Yitzhak tomó con las dos manos un volumen de oro incrustado de zafiros y se lo entregó a Petr Klok.
Hubo una larga pausa mientras esperaban su respuesta.
Klok tomó el libro con gesto airoso y lo puso de pie sobre la mesa para que todos lo admiraran.
—El mundo solo conoce once comedias completas de Aristófanes, aunque él escribió cuarenta. La Biblioteca de Oro posee la colección entera.
Hubo una alegre salva de aplausos.
Eva y Yitzhak se cruzaron miradas de alivio.
Chapman puso fin a los aplausos.
—Thom, te toca a ti. Procura vencerlos, ¿quieres?
Judd abrió la puerta trasera del edificio principal y se deslizó en el interior, seguido de Tucker. Con las M4 dispuestas, escucharon por si se oía algo y observaron una pared de cristal en la que se veía el estanque y las palmeras, iluminadas con focos, que habían visto en las fotos de la NSA. No oyeron nada; caminaron silenciosamente pasando ante puertas cerradas y entraron en un salón enorme que se extendía a lo largo de la parte frontal del edificio, con ventanales por los que se veía el panorama del mar. La pared de cristal rodeaba la esquina del lado oeste, con puertas dobles y pesadas, también de cristal, que daban a un camino de mármol que conducía hacia las pistas de tenis, la piscina, y, más lejos, el helipuerto.
Se veía a dos centinelas de patrulla, que miraban hacia el exterior, no hacia la casa.
—Todo bien, de momento —murmuró Judd. Sacó el aparato de seguimiento.
Pero cuando corrían hacia las escaleras próximas a los ascensores, sus radios crujieron. Las descolgaron de los cinturones y miraron hacia el exterior. Los dos centinelas también estaban cogiendo sus radios. Y ya se veía a un tercer centinela que hacía lo mismo.
Tucker soltó una maldición, y los dos pulsaron sus botones de recibir.
—Tres bajas —dijo, cortante, la voz incorpórea—. Reunión tras la caseta de la piscina. Ya.
—Es cuestión de tiempo que se figuren que estamos dentro —dijo Tucker, mientras corría ante las cajas de embalaje hacia la puerta de las escaleras y la abría de un tirón.
Con las M4 preparadas, bajaron corriendo un tramo de escaleras, miraron por el cristal de la puerta y vieron una cocina en pleno funcionamiento. Bajaron corriendo otro tramo. Por el cristal de la ventana se veía un pasillo vacío con puertas cerradas.
Mientras descendían a toda prisa un tercer tramo, Judd susurró:
—Eva está en este piso.
Vieron por la puerta una zona de estar con sofás y butacas cómodas. No había nadie a la vista.
Judd tomó aire, lo expulsó y se deslizó a través de la puerta, en cuclillas, sujetando la M 4 en las dos manos. Tucker llegó a su lado al cabo de un instante. No había nadie por allí.
Con el corazón palpitándole con fuerza, Judd corrió por el pasillo, observando el aparato, y se detuvo. Eva. Abrió de un tirón con una mano los pestillos de la puerta e hizo girar el picaporte.
—¿Eres tú, Judd? —dijo Roberto Cavaletti, mirándolo desde el suelo, esbozando una sonrisa en su rostro magullado—. Estás rubio —comentó, mientras se ponía de pie apresuradamente.
—¿Dónde está Eva?
—En la Biblioteca de Oro —dijo. Corrió hacia ellos—. Me dio su tobillera para que me encontraseis y yo pudiera avisaros. Oímos las conversaciones de los guardias… Todos los que asisten al gran banquete llevan pistola. Se llevaron allí a Eva y a Yitzhak para que participaran en no sé qué juego mortal. Si se equivocan, nos matarán a todos. Pero si aciertan, creo que tienen pensado asesinarnos igual.
—¿Dónde está la biblioteca? —preguntó Judd, muy serio.
Provincia de Jost, Afganistán
Syed Ullah se reunió con el reportero y con el cámara pakistaníes en la mezquita y los llevó en su coche hasta las afueras de la población dormida. Aparcó cerca de los restos de unas chozas de adobe, y los tres descendieron del vehículo, abrigados con largos plumíferos para protegerse del frío de la noche. Ullah olisqueó, percibiendo el fuerte olor del estiércol animal.
—Haga el favor de volverse, general —dijo el reportero.
El cámara le indicó la posición. Los dos eran de la respetada PTV, la televisión nacional de Pakistán, cuyos programas de noticias solían ser citados por los medios de comunicación y las agencias de prensa de todo el mundo.
—Les habla Asif Badri.
El reportero sostenía en la mano un micrófono, y miraba a la cámara con seriedad.
—Esta noche estoy en la provincia de Jost, en Afganistán. Me acompaña el estimado general Syed Ullah, héroe muyahidín legendario de la guerra contra los soviéticos. Dígame lo que hay a lo lejos, general.
La cámara enfocó a Ullah. Este adoptó su expresión más seria, y habló al micrófono del reportero mientras señalaba con su AK-47.
—Eso es una base militar secreta americana. Unos quinientos soldados.
Hizo una pausa. No quería insultar del todo a los oyentes estadounidenses, sobre todo en vista de que pensaba ganar mucho dinero con Chapman. Siguió hablando, midiendo con cuidado sus palabras.