La biblioteca de oro (53 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Aparecieron por el suroeste los faros de un
jeep
, y el vehículo avanzó aprisa por la carretera hacia ellos. Resonaban en el aire las pisadas y el rugido del motor.

—Cristo —gruñó Tucker—. Qué poco me gusta caer en una emboscada.

—¿Estáis heridos? —preguntó Judd. Miró a Tucker, y observó después la cara ennegrecida de Eva, lo apretada que tenía la boca. Parecía que estaba bien.

Tucker sacudió la cabeza.

—Estoy bien —dijo—. Llevas un corte muy mono en la oreja, Judd. Me alegro de que no te hayan volado los sesos. La cortada no está lejos. Eva, nosotros te cubriremos. En cuanto empecemos a disparar, corre como loca, sin levantarte. ¿Podrás hacerlo?

—Claro —dijo ella, agachándose.

Los dos hombros se apostaron uno a cada lado del montículo rocoso. Judd miró a Tucker. Este le asintió con la cabeza. Se asomaron, disparando ráfagas de fuego automático con sus Uzis.

Mientras proseguía tras ella el estrépito ensordecedor de los disparos, Eva llegó a la cortada y se dejó caer rápidamente sobre el borde, con las piernas colgando. A partir de las fotos de la NSA, habían calculado que tenía una profundidad media de tres metros. Trazaba una curva y descendía hacia el complejo. Las sombras eran de un verde espeso. Solo estaba ligeramente iluminada la parte superior del lado en que estaba ella de la ladera casi vertical, y se apreciaba tierra desnuda, hierbajos y piedras. Asiendo la S & W con las dos manos como le había enseñado Judd, a los pocos segundos descendía hacia el abismo, resbalando sobre su espalda.

Pero mientras se deslizaba hasta la profundidad de la oscuridad verde, le llamó la atención una roca que estaba en el fondo, en el lado opuesto de ella. Vio allí un leve movimiento, un brazo. Había allí un hombre, en cuclillas para resultar menos visible. El miedo empezó a apoderarse de su mente. Lo reprimió, y apuntó con su pistola. De pronto, hubo un movimiento a su derecha. Y ella movió la pistola hacia allí; aunque comprendió al instante su error. Voló un pie por el aire. Su pistola salió despedida, y cayeron sobre ella dos hombres muy fuertes.

El
jeep
estaba a solo trescientos metros. Judd vio en él un hombre, que iba al volante. Por algún motivo, el hombre detuvo el vehículo, con el motor todavía en marcha, y se inclinó hacia el otro lado y abrió la puerta del pasajero.

En vista de que Eva se había retirado a salvo, Judd hizo una señal a Tucker. Tucker hizo una mueca, y pareció como si fueran a discutir. Después, se levantó de un salto y echó a correr.

Judd volvió a asomarse y disparó tres ráfagas. Habían conseguido abatir a un hombre, y los demás estaban cuerpo a tierra, disparando cuando les parecía que tenían objetivo a la vista, y algunas veces que no se lo parecía.

Antes de que los guardias hubieran tenido tiempo de responder a su fuego, Judd echó a correr, y Tucker desapareció por el borde de la cortada. Judd no miró; se limitó a saltar, haciendo que sus talones le sirvieran de frenos imperfectos mientras se deslizaba velozmente por la fuerte pendiente hacia la espesa sopa verde.

Tucker movía la cabeza a un lado y otro.

—¿Dónde está Eva?

—Eva —la llamó Judd en voz baja.

No hubo respuesta; pero se oyó un grito en la parte superior.

—Vienen —dijo Tucker—. Vámonos.

—No sin Eva. ¡Eva! —gritó Judd.

—Maldita sea, hijo. La deben de haber atrapado. Si no, nos estaría esperando. Puede que sea por eso por lo que se ha detenido el
jeep
con la puerta abierta: para recogerla, a ella y al que la hubiera capturado. No vas a hacerle ningún bien si te dejas atrapar o matar. En marcha.

Judd no respondió. En vez de ello, se volvió para bajar por la cortada hacia el
jeep
. Hacia Eva.

Pero Tucker le dio un manotazo en el casco, por detrás.

—Maldita sea, Judson. Para el otro lado.

Judd sacudió la cabeza para despejarse, y después se quitó el casco de un tirón. Corrieron hacia el sureste, dirigiéndose hacia el complejo. También Tucker se despojó del casco, y los dos recargaron sus armas. La cortada era irregular y estaba llena de piedras que los obligaban a ir despacio.

—Esto no sirve —dijo Judd, oyendo ruido de pasos que corrían por lo alto del borde de la cortada, adelantándolos—. Tenemos que librarnos de esos canallas. Sigue tú. Yo me encargaré de ellos.

Descolgó de una trabilla de sus pantalones una granada de fragmentación y la empuñó en la mano derecha. Tucker, al verlo, aceleró, mientras Judd se deslizaba, agachado, entre las sombras profundas del lado norte de la cortada.

Esperó inmóvil, mientras se aproximaban los guardias.

—Se dirigen a la casa —dijo una voz grave, confiada.

«Radio o walkie-talkie», pensó Judd.

—Claro —siguió diciendo el hombre—. Ningún problema. Los encontraremos.

Estaban casi por encima de él. Judd tomó aire, lo soltó, tiró de la anilla de seguridad con la mano izquierda, arrojó la granada por encima del borde de la cortada y echó a correr, tropezando con piedras, pero tan deprisa que mantenía el equilibrio gracias a su velocidad. Hubo un destello de luz blanca. Retumbó la explosión. Mientras llovía tierra, Judd alcanzó a Tucker, que se había izado sobre el borde y miraba atrás.

—No hay nadie en pie —anunció Tucker—. Deben de tener lesiones graves. Eso los mantendrá ocupados.

Se alejaron trotando, pero Judd advirtió que Tucker se cansaba. Judd aflojó el ritmo hasta una marcha rápida y sacó el aparato de seguimiento que monitorizaba el chip de la tobillera de Eva.

—Ya está en el complejo —dijo—. Parece que está a un par de niveles por debajo de la casa principal. ¿Has visto algún
jeep
cerca de nosotros? —preguntó, mirando a Tucker.

—Ni uno.

—Lástima. Tenía la esperanza de hacernos con uno. Vale; plan B. Tengo una idea de cómo entrar en el complejo, cuando lleguemos más cerca.

—Más vale que la idea sea buena, maldita sea —dijo Tucker—. Nos van a estar esperando, eso está muy claro.

CAPÍTULO
67

El club de bibliófilos se disponía a empezar el tercer plato. Los hombres, con sus esmóquines hechos a medida, bajo los cuales llevaban pistolas, estaban sentados cómodamente alrededor de la gran mesa ovalada, en la amplia Biblioteca de Oro, convencidos de que, si los guardias no mataban a los intrusos, los matarían sin duda ellos mismos.

Mientras conversaban, volvían las miradas una y otra vez a los magníficos manuscritos iluminados que cubrían las paredes, desde el suelo de mármol hasta las molduras del techo. Había filas y más filas de cubiertas doradas, dispuestas hacia el exterior; sus superficies metálicas, martilladas a mano, relucían a la luz que se reflejaba de una pared a otra y atravesaba la mesa como una música visual. Las joyas y las gemas, de colores que iban desde los tonos oscuros y profundos hasta los claros y suaves, rutilaban, incitantes. Toda la sala parecía bañada de un resplandor mágico. Encontrarse allí era siempre una experiencia visceral, y Martin Chapman soltó un suspiro de satisfacción.

—Caballeros, tienen ante sí dos vinos blancos secos montrachet exquisitos —explicó el sumiller con marcado acento francés—. Uno es un Domaine Leflaive, y el otro, un Domaine de la Romanée-Conti. Sentirán ustedes su factor de emoción, que es el sello de esplendor en un vino.

El sumiller, hombre musculoso, con la pedantería habitual de los grandes expertos en vinos, volvió a retirarse junto a los libros más próximos a la puerta, donde tenía su botellero.

Chapman lo estaba pasando bien, absorbiendo aquella combinación embriagadora de sensaciones físicas, conocimientos, historia y privilegios que aportaba la biblioteca. A la luz temblorosa de las velas, atacó su langosta de Maine con champiñones a la plancha y salsa de higo y masticó despacio, disfrutando de los sabores celestiales. Tomó un trago de uno de los vinos blancos y lo sostuvo contra el paladar. Tragó el vino con un arrebato de placer.

—Discrepo —decía Thomas Randklev—. Tomemos el caso de Freud. Dijo a su médico que coleccionar objetos antiguos, entre ellos libros, era para él una adicción solo comparable con la de la nicotina.

—Esto tiene otro matiz —dijo Brian Collum—. Somos la única especie capaz de concebir nuestra propia muerte; por ello, está claro que necesitamos tener algo mayor que nosotros mismos para que este conocimiento nos resulte soportable. Como diría Freud, es el precio que tenemos que pagar por nuestros lóbulos frontales tan desarrollados… y es el adhesivo que nos mantiene unidos.

—Me alegro de que no sea solo el dinero —observó Petr Klok con una sonrisa.

Sonaron risas alrededor de la mesa.

Chapman pensó para sus adentros que, en realidad, todos ellos habían empezado siendo grandes lectores, y que, si la vida hubiera sido distinta, quizá cada uno hubiera seguido por otro camino. En lo que a él respectaba, había conseguido mucho más que lo que había llegado a soñar de niño.

—Tengo una para vosotros —dijo Carl Lindstöm, desafiante—. «Cuando das a alguien un libro, no solo le das papel, tinta y cola; le das la posibilidad de toda una vida nueva». ¿Quién escribió eso?

—Christopher Morley —dijo Maurice Dresser al instante—. Y John Hill Burton afirmó que no era posible construir una gran biblioteca; tenía que formarse con los siglos. Como se formó la Biblioteca de Oro… y como me he formado yo —añadió Dresser, de setenta y cinco años, señalándose a sí mismo.

El grupo rio suavemente, y Chapman sintió que le vibraba el busca en el pecho. Lo consultó: Preston. Molesto, se disculpó, mientras la conversación pasaba al análisis de los dos borgoñas blancos etéreos. Cuando salía, habían invitado al sumiller a sumarse al debate.

Chapman se montó en el primero de los dos ascensores. Subió en silencio. El ascensor era una cápsula sólida; todos los pisos subterráneos eran búnkeres a prueba de bombardeos atómicos. Cuando llegó al más elevado de los pisos subterráneos, Chapman salió al entorno de porcelana, acero y granito de la cocina. Más allá se extendía un pasillo, con puertas que daban a oficinas y almacenes. Al fondo estaba el enorme garaje.

Mirando a su alrededor, inhaló los aromas apetitosos de los medallones de
springbok
, gacela de Sudáfrica. Los
chefs de cuisine
, con sus altos gorros blancos, vociferaban órdenes en francés mientras preparaban el plato. Los
sous-chefs, chefs de partie
y camareros escogidos de entre el personal de la biblioteca se afanaban de un lado a otro.

Preston tenía una expresión atribulada cuando salió de la cocina a recibir a Chapman en el ascensor.

—Tiene que hablar con ellos, jefe —dijo Preston.

—¿Siguen en mi oficina?

—Sí. Los vigilan tres hombres.

Mientras bajaban en el ascensor hasta el tercer piso, Chapman preguntó:

—¿Qué novedades hay de Ryder y Andersen?

Chapman ya sabía que habían matado a dos guardias y habían herido gravemente a otros cuatro. Preston había enviado a más hombres a pie a buscarlos.

—He aumentado la seguridad alrededor del complejo. Todo el mundo está en alerta máxima.

—Más les vale, maldita sea.

La puerta del ascensor se abrió y salieron a la zona de estar donde el personal acudía a las reuniones más informales. Estaba vacía, como era de esperar, ya que todos estaban trabajando. Las puertas del pasillo daban a despachos, y por la última se accedía a un gimnasio con los últimos aparatos para hacer ejercicios de cardio y de Pilates.

Preston empujó la puerta del despacho de Chapman y retrocedió.

Chapman pasó ante un cuadro de desafío helado. Eva Blake y Yitzhak Law, inmóviles e iracundos, estaban atados a sillas, con las manos a la espalda. Eva llevaba puesto todavía su traje de salto y tenía la cara ennegrecida. No pareció que ninguno de los dos reconociera a Chapman; pero era dudoso que conocieran su mundo.

Sin prestar atención a los guardias, puso una silla ante Blake y Law.

—Voy a ponéroslo fácil. He hecho que los traductores preparen una lista de posibles fuentes de las preguntas que formulará el club de bibliófilos esta noche, durante nuestro torneo. Como en la biblioteca disponemos de textos que han estado perdidos durante siglos, vosotros no podéis conocer su contenido de ninguna manera. Otros ya los conoceréis, claro está. Vuestra tarea consistirá en intentar determinar el libro que corresponde a cada pregunta. Se os dará un gráfico de dónde está dispuesto cada manuscrito iluminado en las estanterías, con algunas frases descriptivas sobre cada uno. Si respondéis correctamente a todas las preguntas del club de bibliófilos, os dejaré con vida. Un gran incentivo.

Se miraron el uno al otro, y después volvieron a mirarlo a él con expresiones pétreas.

Chapman se volvió hacia Preston.

—Haz pasar a Cavaletti —dijo; y se arrellanó en su silla, pensando con rabia en la cena que se estaba perdiendo.

A los pocos instantes, hicieron entrar a Roberto Cavaletti en la habitación a empellones.

—Yitzhak, Eva —dijo. El hombrecillo estaba desaliñado, con el rostro barbado consumido.

Antes de que nadie hubiera tenido tiempo de decir nada más, Chapman ordenó:

—Pégale, Preston.

Mientras Yitzhak y Eva gritaban y forcejeaban con sus ataduras, Cavaletti se encogió y Preston le lanzó contra la mejilla un puñetazo que produjo un ruido sordo.

Cavaletti se echó una mano temblorosa a la cara, vaciló y cayó de rodillas.

—¡Canalla! —gritó Eva.

—Son unos monstruos —dijo el profesor, pálido.

—Pensáoslo mejor —les espetó Chapman—. Sois dos. Juntos, tenéis una posibilidad mucho mayor de ganar esta noche que uno solo de vosotros. Si no queréis hacerlo por vosotros, hacedlo por vuestro amigo Roberto, aquí presente.

A Cavaletti se le estaba formando una gran magulladura en la mejilla izquierda.

Yitzhak Law miró fijamente a Chapman.

—Está bien; pero solo con la condición de que dejen en paz a Roberto. Ni un golpe más.

—No, Yitzhak —dijo Roberto—. No, no. Quieran lo que quieran, no podréis evitar lo inevitable.

Eva miró a Chapman con rabia.

—Muy bien. Estoy de acuerdo yo también. ¿Nos da su garantía de que nos dejará marchar a todos si ganamos?

—Por supuesto —dijo Chapman tranquilamente—. Kardasian, encárgate de que estén limpios y presentables.

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