Encontró a Martin Chapman sentado tras su escritorio, en su despacho, rodeado de esculturas clásicas de mármol que había reunido en Grecia, dispuestas sobre pedestales. Ante él estaban alineados los cuatro traductores de la biblioteca, dos hombres y dos mujeres, vestidos de esmoquin para ayudar a servir en el banquete. Todos ellos eran eruditos encanecidos, y tenían los hombros hundidos, como las personas que se han pasado muchas horas leyendo libros. Sus conocimientos eran fundamentales para que el club de bibliófilos pudiera hacer uso de la biblioteca y disfrutarla; y, por tanto, se trataba a cada uno de ellos con cierto grado de deferencia. Tanto más a los bibliotecarios…, salvo cuando se llegaba a dudar de su lealtad.
Gruen adoptó una sonrisa.
—Ya veo que estás intrigando con nuestros grandes traductores, Martin. ¿No habrás terminado ya, por casualidad? Quisiera tener unas palabras contigo.
Chapman puso sobre su escritorio dos hojas de papel, que cubrió después con la mano con ademán posesivo.
—Sí; acaban de hacerme un trabajo, y me han dado una buena información. Los registros de la biblioteca ya están en el barco. En cuanto haya terminado el banquete, harán su equipaje personal. Estarán preparados para partir al amanecer.
—Bien, bien.
Gruen se apartó para dejar salir a los traductores. Cuando se hubo cerrado la puerta, puso cara de disgusto.
—Acabo de recibir una llamada de Hudson Canon, en Washington —dijo, dejándose caer en un sillón de cuero—. El
limpiador
que envió Preston está preso en Catapult, y pronto irá camino de Langley. Han ordenado a Canon que vaya con él. Yo lo he tranquilizado y le he dicho que no corría peligro. ¿Cuál es la verdad?
Chapman torció el gesto.
—El
limpiador
sabe que lo contrató Preston. ¡Por todos los demonios! ¿Cuándo va a terminar todo esto? —exclamó, pasándose los dedos por el pelo—. Si Andersen, Ryder y Blake consiguen llegar a la isla, nos ocuparemos de ellos. Pero no podemos permitir que lleguen a Langley ni el
limpiador
, ni Canon.
Tomó de un tirón el teléfono de su escritorio, y marcó unos números.
—Preston, te necesito. ¡Ya!
Washington, D. C.
El tráfico de la mañana era denso cuando Michael Hawthorne, al volante de la única furgoneta blindada de Catapult, salía de la ciudad y llegaba al puente que atravesaba el río Potomac. Hudson Canon iba sentado a su lado, cruzado de brazos, esforzándose por dominarse los nervios mientras pensaba lo que diría a Matt. En el asiento trasero iba el
limpiador
, esposado, y junto a él montaba guardia Brandon Ohr con un fusil de asalto. Los dos jóvenes oficiales encubiertos se habían alegrado de poder dejar sus mesas de despacho en Catapult, aunque solo fuera para una misión tan pequeña como aquella.
—He oído decir que Debi tiene un novio nuevo —iba diciendo Michael.
—¿Te ha echado alguna vez esa mirada asesina suya? —preguntó Brandon—. Dios, qué huevos tiene esa mujer.
—Estoy de acuerdo. Cómo me pone…
Michael calló de pronto.
—¿Ves lo que yo veo? —preguntó, mirando por el retrovisor.
—Lo he estado observando. Un Volvo negro, pesado como un tanque. Acaba de alcanzarnos. Apártate.
Ohr hablaba con el tono neutro habitual del espía profesional cuando afronta un posible problema.
Canon volvió la cabeza y miró por el parabrisas posterior. Tenía el Volvo a sus espaldas; su parachoques estaba a solo diez metros de distancia. Por un lado les venía tráfico rápido en sentido opuesto, y al otro iba quedando atrás velozmente el guardarraíl; más abajo, el río Potomac, de rápida corriente.
Hawthorne, sin poner el intermitente, dio un rápido tirón al volante, apartando la camioneta a la seguridad del carril interior.
Pero, de pronto, una bocina sonora dio un largo pitido. Se les venía encima un enorme camión que se disponía a adelantar; su gran cabina se cernía muy alta por encima de ellos. Hawthorne aceleró al instante, metiendo su furgoneta en el espacio vacío que tenían por delante, alcanzando a la camioneta que había entrado en el puente por delante de ellos. Canon comprendió que, si podían sobrepasarla, Hawthorne podría pasar con la furgoneta al carril interior y dejar atrás al gran camión.
Pero casi al instante se encendieron unas luces de freno rojas, y no se volvieron a apagar. La camioneta perdía velocidad. Y el camión seguía adelante, mientras continuaban teniendo a su espalda el Volvo.
Mientras Ohr bajó su ventanilla y alzó el fusil de asalto, Canon bramó a Hawthorne:
—Nos tienen atrapados. ¡Haz lo que sea, pero sácanos de aquí!
Antes de que Hawthorne hubiera tenido tiempo de responder, la gran cabina del camión golpeó el costado de la furgoneta. El vehículo se ladeó. Canon salió despedido contra su cinturón de seguridad, y cayó después pesadamente sobre el duro asiento. Ohr, asiéndose del borde de la ventanilla con una mano, disparó una larga ráfaga con el fusil de asalto, perforando la puerta del pasajero de la alta cabina del camión. Inmediatamente después, Hawthorne pisó a fondo el acelerador y embistió la parte trasera de la camioneta.
Demasiado tarde. La cabina volvió a chocar contra su furgoneta, y siguió empujándolos. Hawthorne braceó contra el volante, intentando empujar a su vez. Pero la camioneta, centímetro a centímetro, palmo a palmo, era desplazada hacia el lado. A Canon se le secó la garganta al ver la superficie del agua.
Hubo un chirrido de metal contra metal cuando la furgoneta dio contra el guardarraíl. Saltaron chispas ante la ventanilla de Canon. El camión dio un último empujón al vehículo, y, de pronto, este atravesó el guardarraíl y salió volando por el aire. A Canon le palpitaba el corazón con violencia. Soltó un alarido, y el furgón se hundió de frente en el Potomac.
La isla de Pericles
La isla privada de la Biblioteca de Oro, bañada por la luz de la luna, se alzó de pronto entre el mar oscuro, con sus riscos abruptos pálidos, con sus valles profundos con sombras extrañas. Judd la estudiaba desde la ventanilla del Cessna Super Cargomaster que pilotaba Haris Naxos, amigo de Tucker. La aeronave, con las luces de navegación nocturnas apagadas, se remontaba trazando círculos y no tardaría en alcanzar la altura necesaria para el salto, los diez mil pies.
Se les acababa el tiempo, e iban a actuar sin apoyo. Todos estaban en estado de máxima atención, y no hablaban del peligro.
—Allí está el naranjal y el punto de caída que elegimos —dijo Eva. Judd y ella iban sentados juntos en el asiento corrido que se extendía a lo largo de las paredes de la bodega de carga del avión. Al igual que Tucker, que iba en el asiento del copiloto, vestían trajes de salto y cascos negros. Llevaban al cuello gafas de infrarrojos, y se habían oscurecido el rostro con grasa negra. No solo disponían de sus pistolas, que llevaban en pistoleras a la cintura, sino que Judd y Tucker portaban también granadas de mano y mini Uzis sujetas a las piernas. Tucker llevaba un paracaídas a la espalda, y Judd otro más grande, con mayor superficie de tela, que soportaría el peso de Eva y de él juntos. Los dos hombres acarreaban otras bolsas con material. Eva, que iría sujeta a Judd con correas, no llevaba nada a la espalda.
Judd asintió con la cabeza.
—Sí; deberá salir bien —dijo. Iba saturado de analgésicos, y solo sentía una molestia sorda en el costado.
Habían estado observando los faros de los
jeeps
que rondaban por la isla, intentando determinar sus pautas. Uno había pasado ante el naranjal.
—¿Qué te parece la claridad del aire, Haris? —preguntó Tucker mientras ascendía el avión.
—Sin cambios. Parece buena para que aterricéis.
Haris Naxos tenía el pelo cano, rasgos angulosos y aspecto de duro; todavía hacía algunos trabajos por contrato.
—Tú ya no eres un gallito joven, Tucker —comentó—. Los saltos de noche son peligrosos. Ten cuidado.
—Lo sé. Hay saltadores viejos y saltadores arriesgados; pero no hay saltadores arriesgados viejos.
Haris se rio, pero fue el único. Judd, como tenía por costumbre, estaba planificando lo que haría si no se abrían los paracaídas, si se enredaban los hilos, todas las mil cosas que podían salir mal.
Al cabo de un rato, Haris preguntó:
—¿Recuerdas todo lo que te he dicho, Eva?
En su hangar del aeropuerto de Atenas, le había dado instrucciones durante media hora, y le había enseñado un vídeo sobre el salto en caída libre en pareja. Haris tenía un negocio de paracaidismo y alquiler de aviones.
—No se me va a olvidar nada, de ninguna manera —dijo ella, con un leve asomo de nervios en la voz.
—Excelente. Entonces, lo diré: estamos en altitud, y nos aproximamos a la zona de salto.
Judd y Eva se pusieron de pie dentro del avión. Eva se volvió, y Judd unió las correas de ambos y apretó las de él hasta que tuvo bien asegurada la espalda de ella contra su pecho. Eva tenía el cuerpo tenso. Su aroma de agua de rosas llenó la mente de Judd. Este se lo quitó de la cabeza rápidamente.
—¿Bien? —preguntó escuetamente.
—Bien.
Mientras se ponían las gafas, Tucker pasó gateando a la zona de carga posterior.
—Abriré la puerta.
Se movía con agilidad, con expresión centrada. Mientras Judd y Eva se sujetaban de las correas del techo, Tucker abrió el cerrojo de la puerta, hizo girar la manivela y empujó. Entró una fuerte corriente de aire frío.
Judd encendió el altímetro visual que llevaba dentro del casco, con el monitor dispuesto para poder verlo de reojo con facilidad, y dispuso a Eva de modo que ambos miraban hacia la cabina de mando. Tenían el costado derecho a pocos centímetros del vacío negro.
—¡Fuera! —gritó el piloto.
—Procura disfrutarlo, Eva —susurró Judd.
Antes de que ella hubiera tenido tiempo de hablar, Judd saltó del avión, llevándola consigo. De pronto, iban en caída libre, surcando el aire a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora, extendiendo los brazos y las piernas juntos como alas. El aire sedoso rodeaba a Judd, que no tenía sensación de caer: la resistencia del aire aportaba sensación de peso y de orientación. Mientras comprobaba su situación sobre la isla, gozaba de la sensación eufórica de libertad absoluta.
—Este es uno de esos raros momentos en los que sabes lo que es ser un ave en vuelo —dijo a Eva—. Podemos hacer todo lo que puede hacer un ave… menos volver a subir.
Mientras Tucker saltaba del avión, Judd cambió de postura a Eva hasta que quedaron sentados en el aire, hechos un ovillo. Le hizo dar volteretas, y después volvió a enderezarla, haciéndolos girar sobre los costados, sobre las espaldas, y dar vueltas de nuevo, girando libremente. Sintió que ella se tensaba más en un primer momento, pero después soltó una risa alegre.
Volviendo a la posición de descenso normal, Judd se llevó la mano a la espalda y tiró del paracaídas de desaceleración; sus hilos y su copa pequeña se recortaban en negro contra las estrellas. Todo iba bien de momento. El paracaídas de desaceleración reducía la velocidad de los dos a la de un solo paracaidista en caída libre. Vio que Tucker asentía con la cabeza, indicando que su material también funcionaba correctamente.
A los dos mil quinientos pies, Judd tiró de una manilla y cayó la bolsa, liberando el paracaídas principal, un parafoil negro. Cogió el viento y se extendió adoptando la forma de una gran cuña abombada. Hubo unos breves segundos de desaceleración intensa, y después se encontraron descendiendo a unos veinte kilómetros por hora. Judd estudió el terreno que tenían por debajo. Observó las arboledas de cítricos, el espacio abierto de hierbas y rocas, que a través de sus gafas infrarrojas aparecía bañado de matices verdes, y la larga quebrada hacia el sur. Pasaba en aquellos momentos junto a los árboles un
jeep
, de modo que disponían de cerca de media hora hasta que llegara el siguiente. El peligro más inminente que corrían entonces era romperse un tobillo, suponiendo que no dieran en los árboles ni en las rocas.
Mientras seguían flotando en horizontal, cada vez más bajos, Judd tiraba de los hilos, dirigiendo su vuelo. De momento, no se veían más faros de vehículos cerca de la zona de caída.
A los cien pies de altura, Judd sintió una enorme corriente hacia abajo, y le pareció como si cayeran a un agujero negro verdoso. Eva se puso tensa de nuevo. Judd volvió a tirar de los hilos, controlando su dirección y planeando, planeando en silencio. Satisfecho, dirigió con su cuerpo el de Eva para que adoptara una postura erguida, y con sus rodillas las de ella para que tuviera las piernas semiflexionadas. Pasaron entre altas rocas, y cayeron pesadamente, deteniéndose de manera brusca justo antes de alcanzar la carretera que bordeaba los árboles. Judd sintió que Eva respiraba a grandes bocanadas.
—Lo has conseguido —dijo, soltando las correas que los unían—. Buen trabajo. Ahora, vamos a largarnos de aquí enseguida.
Se soltó de los dos paracaídas, el de desaceleración y el vertical, y corrieron por ellos. Mientras recogían las dos telas, Tucker se deslizó próximo a ellos a baja altura. Tiró de sus hilos y pasó muy cerca de una roca que llegaba a la altura del hombro. Con las rodillas dobladas, tomó tierra y se tambaleó hasta que recuperó por fin el equilibrio.
Se quedó de pie, inmóvil, y levantó la cabeza.
—Jódete, Haris —dijo—. A este gallo viejo le queda todavía mucha vida.
Después, sonrió y recogió sus paracaídas.
—Todo ha ido bien —dijo Eva, emocionada—. Los paracaídas se han abierto. Nadie se ha roto una pierna. Podría llegar a cogerle gusto a esto.
Entonces se oyó entre los árboles el canto de un ave. Hubo en el naranjal rumor de hojas agitadas…, un movimiento rápido.
—Mierda —dijo Judd, sacando su Beretta—. Nos estaban esperando. ¡Corred!
Con las armas en la mano, corrieron hacia el sur por la tierra dura, hacia la cortada. Judd echó una mirada atrás y vio que salían de entre los árboles seis hombres vestidos de negro que los apuntaban con fusiles de asalto M4. Llevaban gafas de visión nocturna. Los hombres, sin dejar de correr, disparaban ráfagas de proyectiles. Las balas silbaban e impactaban en la tierra y en las piedras. Tucker gruñó. Una bala rozó una oreja a Judd. Los tres cayeron cuerpo a tierra. Judd señaló con la mano, y Eva corrió a refugiarse tras una formación rocosa alta. Judd y Tucker la siguieron.