Encontró su mesa, se sentó y tomó la cerveza que lo estaba esperando, una Birra Menabrea rubia helada, perfecta para aquella noche templada.
—Me alegro de verte, tío Hal.
Bash Badawi no llevaba su camiseta ni sus pantalones cortos habituales; se había vestido para la ocasión con unos vaqueros gastados y una camisa morada de cuello abierto, con las mangas remangadas. Ambas prendas se le ceñían estrechamente al cuerpo musculoso. A pesar de lo tardío de la hora, llevaba unas gafas de sol envolventes sobre el pelo, negro como el azabache, y los ojos oscuros le sonreían en su rostro dorado. Tenía todo el aspecto de un romano actual.
—¿Cómo está tu madre?
El Carnívoro bebió. En realidad, Bash no era su sobrino, sino su sobrino segundo, nieto de la hermana de su madre. Era complicado, pero es que pertenecían a una extensa familia italiana.
—Mamá está bien. Haciendo pasta como si todos viviésemos aún en casa. Yo le dije que debería empezar a vender por internet, pero ella se mosqueó mucho. Dijo que la pasta no estaría fresca, pero que yo sí que era un fresco por habérselo propuesto. Todavía sabe repartir leña con el cucharón. Ya sabes, el cucharón largo, todavía goteando salsa de espaguetis caliente. Qué daño.
Bash observó al Carnívoro, sonriendo.
—Tienes bastante buen aspecto, teniendo en cuenta que te han enredado en las entrañas —le dijo.
—Solo el músculo.
El Carnívoro volvió a beber, disfrutando de la compañía de aquel joven que le recordaba cómo podía haber sido él. Después, le hizo la pregunta que lo había llevado allí.
—¿Me busca alguien?
—Solo los granujas, los aspirantes y los historiadores de siempre. En serio, creo que estás a salvo. No puedo darte los detalles de cómo lo sé (por la seguridad nacional y todas esas cosas), pero aquel tipo que conociste en la isla, Tucker Andersen, ha suspendido la busca.
El Carnívoro se limitó a asentir con la cabeza, pero se sentía aliviado. Andersen y Eva Blake le habían caído bien, y ahora tenía una deuda con Judd Ryder.
—¿Te vas a ver metido en un lío por esto? —preguntó a Bash.
—Eh, sin problema. Tú nos hiciste un favor, y yo tengo la boca cerrada. Me entrenaron para que guardara los secretos.
Bash alzó una mano musculosa levantando dos dedos para pedir otra ronda de cervezas.
—¿De manera que ahora estás descansando? ¿Tienes algún trabajo nuevo interesante? —preguntó con despreocupación.
El Carnívoro miró por encima del parapeto las vistas de Roma. Las luces de la ciudad brillaban alrededor de las enormes ruinas de las Termas de Caracalla. Ahora no eran más que un armazón de ladrillo, pero en tiempos habían cubierto once hectáreas, con capacidad para mil seiscientos bañistas a la vez. Recordó que el emperador Caracalla, que había construido las termas en el siglo III después de Cristo, había sido un gobernante cruel y despiadado. En un viaje desde Edesa, para hacer la guerra a Partia, se detuvo para orinar al borde del camino y lo asesinó uno de los suyos, un oficial frustrado y ambicioso de la Guardia Imperial.
El Carnívoro se rio por lo bajo.
—Termínate la cerveza, muchacho. La noche es joven, y yo, de momento, supondré que también lo soy. En cuanto a mis planes, a mí también me entrenaron para guardar los secretos.
Hace cinco siglos que se busca en los túneles laberínticos del subsuelo de Moscú la biblioteca perdida de Iván el Terrible, llamada a veceslaBiblioteca Bizantina, que ha captado la imaginación de emperadores, potentados y del propio Vaticano. Joseph Stalin puso fin a la investigación en la década de 1930, temiendo que la exploración de los túneles lo haría vulnerable a un ataque por el subsuelo. Por su parte, Vladimir Putin, en gesto simbólico de la nueva apertura de Rusia, permitió que prosiguiera la busca en la década de 1990.
En la actualidad, son multitud los estudiosos, los científicos, los historiadores y los aficionados que repasan antiguos mapas incompletos y que solicitan el permiso oficial para investigar. Se suman a la empresa zahoríes que dicen emplear poderes bioenergéticos para localizar el metal; videntes que ejercen de protectores contra las
fuerzas oscuras
que pueden estar protegiendo los tomos ocultos, dado que los investigadores anteriores han sufrido accidentes, enfermedades, ceguera, o la muerte; y los Excavadores del Mundo Subterráneo, grupo de espeleólogos urbanos de culto que se introducen por las alcantarillas y fuerzan puertas de hierro olvidadas para llegar a los pasadizos inexplorados.
Hace más de veinte años que me interesé por la biblioteca. El 28 de junio de 1989, leyendo
Los Angeles Times
, me llamó la atención el artículo de Masha Hamilton titulado «Los túneles del Kremlin: el secreto del mundo subterráneo de Moscú».
Una tarde de verano de 1933, los dos jóvenes encontraron lo que buscaban: la entrada de un túnel subterráneo, de siglos de antigüedad, a la vista de la muralla roja del Kremlin. Mientras se abrían camino bajo tierra, hacia la sede del poder de Moscú, iluminándose con una linterna, los hombres creían que podrían descubrir la legendaria biblioteca de libros recubiertos de oro de Iván el Terrible. Lo que encontraron fueron cinco esqueletos, un pasadizo tan estrecho que a veces tenían que ir uno detrás del otro y, a unos pocos centenares de metros del Kremlin, una puerta de acero oxidada que no fueron capaces de abrir.
Me apasionó aquella «biblioteca de libros recubiertos de oro», que empecé a llamar mentalmente la Biblioteca de Oro. Los funcionarios del Kremlin pusieron fin a la exploración de los dos jóvenes y les hicieron jurar que guardarían el secreto, bajo amenaza implícita de muerte. Después, Stalin mandó construir una piscina sobre aquella zona, impidiendo así posibles investigaciones por parte de nadie.
La historia de la biblioteca fabulosa es una historia de política territorial, de un matrimonio acordado, de locura y del amor perdurable a los libros. Y comienza hace más de dos mil años, en el mundo grecorromano de los emperadores, los sabios, los guerreros y los ricos.
Un sepulcro romano tiene la siguiente inscripción, intencionadamente estremecedora:
Sum quod eris, fui quod sis
, «soy lo que serás; fui lo que eres». Los antiguos reunían bibliotecas públicas y privadas para el deleite, para la educación, y para exhibir su opulencia y sus privilegios. Pero, en un sentido más general, las bibliotecas se creaban para conservar los conocimientos. En Alejandría, Pérgamo, Antioquía, Roma y Atenas perduraron durante siglos bibliotecas internacionales notables. Por desgracia, todas fueron destruidas, unas veces en la guerra, otras por avaricia, algunas veces con el propósito explícito de destruir la historia y la cultura.
El último gran depósito de aquel mundo occidental antiguo fue la Biblioteca Real de Constantinopla. La ciudad, fundada hacia el 330 después de Cristo por Constantino el Grande, se levantaba sobre una ciudad griega anterior llamada Bizancio. Fue sede de lo que entonces se llamaba el Imperio romano, aunque hoy se recuerda con el nombre de Imperio bizantino. En el año 475, la Biblioteca Real había alcanzado los ciento veinte mil volúmenes, con lo que era probablemente la mayor de su época. A lo largo de los siglos siguientes, la biblioteca se incendió varias veces, y se quemaron muchas obras preciosas, entre ellas, según decían algunos, una obra de Homero escrita con letras de oro sobre una piel de serpiente de cuatro metros de largo.
Pero la colección imperial siempre volvía a surgir de sus cenizas literarias. En el siglo XV, el viajero español Pero Tafur la describió así: «… debajo de unas cámaras está una lonja sobre mármoles, abierta, de arcos con poyos en torno bien enlosados e junto con ellos como mesas puestas de cabo a cabo sobre pilares bajos, ansí mesmo cubiertos de losas, en que están muchos libros e escrituras antiguas e estorias…».
El golpe final llegó el 29 de mayo de 1453, cuando Mehmed el Conquistador y sus turcos otomanos se apoderaron brutalmente de Constantinopla. El historiador inglés Edward Gibbon escribió: «Se dice que desaparecieron ciento veinte mil manuscritos».
Seis años más tarde, los supervivientes de la familia real bizantina huyeron cuando los turcos otomanos invadieron Morea, la rica península griega del Peloponeso, gobernada por el heredero y sobrino del emperador, Tomás Paleólogo. En la pequeña galera veneciana acompañaban a Tomás su mujer y sus hijos, dos niños y una hija de unos doce años llamada Zoe. Esta había de desempeñar un papel fundamental en la Biblioteca de Oro.
Llegaron a Italia, donde el papa Pío II los puso bajo su protección, y el Vaticano les proporcionó un palacio y un estipendio. El papa tenía un objetivo político y religioso vital: entronizar a Tomás en la Constantinopla reconquistada. Tomás y su familia eran cristianos ortodoxos griegos, pero en cuanto llegaron a Italia se habían convertido inmediatamente al catolicismo. Si el papa lograba su plan, Tomás sería rey de una nueva Bizancio cristiana, de cultura occidental, unificando a los católicos con los ortodoxos, y bajo el control religioso de Roma.
A los venecianos, que estaban ganando fortunas en el comercio con los turcos otomanos, no les agradaba tanto el plan. Cuando Pío intentó, en dos ocasiones, montar una Quinta Cruzada, esta vez contra Constantinopla, los venecianos le dieron largas. Por fin, su flota se retrasó tanto que el último ataque planeado no se pudo llevar a cabo, y el papa murió.
El papa siguiente, Pablo II, realizó una política indirecta. Volvió a mirar a Oriente, pero esta vez su objetivo era Iván III, gran príncipe de Moscú, viudo, que más tarde se llamaría Iván el Grande. La Iglesia ortodoxa rusa florecía en Moscú desde hacía mucho tiempo. Con la esperanza de ganarse a Iván como aliado militar contra los turcos, así como su consentimiento para una unión de las iglesias, el papa le ofreció la mano de Zoe en matrimonio en 1472. Por entonces, Zoe tenía unos veinte años.
Moscú era el más fuerte de los estados rusos, y la potencia que más se desarrollaba en la época, a pesar de estar sometido aún al yugo musulmán. Iván aceptó la propuesta, y la real pareja se casó en Moscú aquel mismo año. Zoe adoptó el nombre de Sofía.
Sabemos que Sofía viajó a Moscú por tierra y por mar con un séquito numeroso. Llegó acompañada de italianos y de griegos, que se establecieron también en Moscú y adquirieron influencia, hasta el punto de reconstruir el Kremlin en un estilo ruso italianizado. Aquí es donde comienza la leyenda.
Según varios cronistas, Sofía se llevó consigo a Moscú manuscritos iluminados preciosos de la colección imperial bizantina. «Las crónicas cuentan que llegaron a Moscú cien carros cargados de trescientas cajas de libros raros», según Alexandra Vinogradskaya, en
The Russian Culture Navigator
. Otra versión dice así: «La princesa llegó a Moscú con una dote de setenta carros, que llevaban centenares de cajas y contenían el legado de las culturas antiguas, la biblioteca que habían recogido los emperadores bizantinos», según explica Nikolay Khinsky en WhereRussia.com, sito web del Turismo Nacional Ruso para Viajeros Internacionales.
Lo que es indiscutible es que Sofía trajo consigo el trono de marfil de los emperadores bizantinos, en el que se coronaron desde entonces todos los monarcas rusos, así como el águila bicéfala, que había sido símbolo del Imperio bizantino durante mil años y lo sería del Kremlin durante casi otros quinientos. Introdujo también las grandiosas tradiciones de la corte bizantina, entre ellas la etiqueta y los vestidos de ceremonias. Ya antes de la boda, Iván había asumido el título de zar (césar), al que añadió el de
grozny
, «temible», título común en la autocracia bizantina, ya que se consideraba al soberano imagen terrenal de Dios, dotado de todos sus poderes religiosos y jurídicos.
Ya que Sofía había llevado consigo tantas cosas de Bizancio, es muy posible que entre su dote figuraran manuscritos iluminados. Como me escribió Deb Brown, bibliógrafa y bibliotecaria de los Servicios de Información de Estudios Bizantinos en Dumbarton Oaks, «parece que en las fuentes actuales (publicadas) no se encuentra nada que dé fe de los libros que tenía Zoe/Sofía en su poder; pero yo no estoy convencida de que no llevara libros. Hay que sopesar el silencio de las fuentes contra la naturaleza de las fuentes, que son pocas, e interesadas por las cuestiones de Estado y económicas y poco más. Existen bastantes indicaciones de que la princesa era culta y bien educada».
A la larga, el juego geopolítico del Vaticano tuvo un éxito parcial. Fue Sofía quien persuadió en 1478 a Iván III para que desafiara a la Horda Dorada. «Cuando se presentaron los emisarios habituales del kan tártaro para exigir el tributo habitual, Iván arrojó el edicto al suelo, lo pisó, lo escupió, y mandó matar a todos los embajadores, salvo a uno, al que envió de nuevo a su señor», según Gilbert Grosvenor, en la revista
National Geographic
. Más adelante, sus ejércitos repelieron a los soldados del kan Ahmed, y Moscú no volvió a sufrir nunca amenazas serias por su parte. Iván, que fue uno de los monarcas rusos de reinado más largo, triplicó su territorio y sentó las bases del estado, inspiradas en gran medida en el Gobierno autocrático de Bizancio.
Lo que no consiguió el Vaticano fue unificar la silla de Pedro con el trono de Constantino: a su llegada a Moscú, Sofía había vuelto a abrazar inmediatamente el cristianismo ortodoxo.
La Biblioteca de Oro habría pasado de Sofía e Iván al hijo de ambos, Basilio III, y de este a su hijo, Iván IV. En 1547, con solo diecisiete años, Iván IV frustró las intrigas del Kremlin y se hizo coronar «zar de todas las Rusias». Con el tiempo, también él fue llamado
grozny
, Iván el Terrible, tristemente célebre desde entonces por su crueldad, por sus matanzas de ciudades enteras y por su afición a los tormentos. Por otra parte, Iván abrió Rusia a Occidente, cien años antes de que se atribuyera esta medida a Pedro el Grande. Solía mantener correspondencia con los monarcas europeos, entre ellos Isabel I de Inglaterra; intercambió diplomáticos y fomentó el comercio internacional. No solo extendió los límites de Rusia hasta llegar al océano Pacífico, sino que introdujo en Rusia la imprenta.
«¿Cuántos manuscritos orientales posee el monarca?», pregunta Khinsky, citando testimonios que describen la biblioteca de Iván el Terrible. «Hasta ochocientos. Algunos los ha comprado, otros los ha recibido como regalo. La mayoría de los manuscritos son griegos, pero muchos son latinos. Los latinos que he visto contienen historias de Livio,
De Republica
de Cicerón, crónicas de los emperadores de Suetonio. Estos manuscritos están escritos en pergamino fino y encuadernados en oro».