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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (10 page)

BOOK: La biblioteca perdida
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La académica se frotó los ojos para ahuyentar al sueño cuando sonaba el pitido final del anuncio.

—Deseamos a todos los pasajeros norteamericanos de a bordo un muy feliz día de Acción de Gracias en Gran Bretaña.

26

Londres, 12.25 p.m. GMT

El profesor Peter Wexler se había decantado por el Jaguar modelo S-Type debido a un conjunto de razones. El pulquérrimo acabado, el cómodo interior y el equilibrio adecuado entre lujo y confort hacían del mismo el modelo apropiado para resaltar el estatus de un apasionado del diseño clásico de los coches ingleses a pesar del desafortunado hecho de que en 1989 la marca Jaguar fuera comprada por Ford, que en 2008 se la vendió a la firma india Tata Motors.

Sin embargo, el color granate del coche había sido cosa de su esposa. Ningún profesor universitario, ni siquiera uno de Oxford, tenía la autoridad requerida para decirle la última palabra a Elizabeth Wexler: se había mostrado de acuerdo en que su marido eligiera un vehículo de su gusto a condición de ser ella quien escogiera el color de la carrocería, un reluciente granate metálico con el tono de un fino terciopelo, y la tapicería, cuero de color crema con remates de fresno pulido.

Wexler la esperaba en el aparcamiento del aeropuerto, sentado en el asiento de lo que llamaba «el coche de mi esposa». Cuando Emily entró por la puerta trasera, situada a la derecha, quedaron ocupadas todas las plazas del sedán: un conductor al volante, Wexler como copiloto a su izquierda y Emily en el asiento de atrás, sentada junto a un joven que no conocía de nada.

—Bienvenida otra vez a Inglaterra, señorita Wess —la saludó su antiguo supervisor de tesis, verdaderamente complacido de ver a quien había sido su alumna no hacía tantos años. Emily Wess había sido una de sus pupilas más brillantes, era aguda de mente y tenía espíritu combativo. Él admiraba su tenacidad tanto como su inteligencia. Después, señaló con un ademán a la figura sentada detrás junto a ella—: Le presento a Kyle Emory, uno de mis nuevos estudiantes. He de suponer que intenta remplazarla.

El hombre esbozó una sonrisa y le tendió una mano.

—Encantado de conocerla.

Su apretón de manos era firme y enérgico. Era un muchacho pulcro y amable, la clase de personas que causan buena impresión. A primera vista parecía una buena elección entre los recién graduados.

—Es otro colono —prosiguió el profesor, haciendo caso omiso al intercambio de formalidades que tenía lugar entre los jóvenes—. Pero al menos tienen la decencia de mantener la corona en su moneda.

—Soy canadiense —precisó Kyle—. He venido aquí desde Vancouver.

—Ea, ea, ninguna de vuestras ilógicas rebeliones tiene cabida aquí —repuso el profesor con voz forzada, dirigiendo el tema hacia su protegida americana. Emily siempre se había mostrado dispuesta a escuchar sus manifestaciones sobre la superioridad cultural inglesa y por ese motivo exageraba una barbaridad sobre ese punto siempre que ella andaba cerca—. Por fin los canadienses saben lo que les conviene…

—Bah, dirías eso de cualquier país que pusiera a la reina en sus billetes y considerase que los caballos eran lo último en medios de transporte —le tomó el pelo ella a su vez.

—Cierto, cierto. Guardias a caballo, la policía montada… Hay tradiciones pequeñas y entrañables, mi querida señorita, y no esas tonterías que practican vuestras cincuenta tribus. Como puedes oír en las noticias, hoy los canadienses no se han comido vivos unos a otros.

Con un ademán señaló la radio del vehículo, donde el locutor de la BBC anunciaba el sumario:

—… Por el modo escandaloso en que el presidente maneja los asuntos en Oriente Medio.

Kyle se mordió la lengua. Tenía la impresión de que, probablemente, precisar que Canadá no tenía un presidente y sí un primer ministro era tangencial en la mofa del profesor.

—Bueno, tú y tus amigos canadienses podéis venir unos días —respondió Emily—. Nosotros, los de las colonias rebeldes, estaremos encantados de introduciros al siglo XXI, aunque a lo mejor habría que empezar por el XX, o por el XIX. Nunca consigo recordar en cuál os habéis quedado.

Los dos sonreían de oreja a oreja.

Kyle observó el intercambio de pullas, sintiéndose como ese adolescente pillado en medio de las bromas gastadas por dos adultos muy educados de tal forma que, sin saber muy bien cómo, se veía afectado por todos sus chistes.

Wexler se apoyó sobre el antebrazo del asiento y se volvió hacia su invitada.

—Bueno, y ahora que ya nos hemos puesto al día, permíteme que te sitúe. He traído a Kyle porque este buen canadiense siente verdadera pasión por su tema, señorita Wess.

Emily preparó la réplica: «Es
doctora
Wess, profesor». No estaba segura del todo de si el desliz era una continuación de las bromas o si el viejo profesor había olvidado que ella se había doctorado después de que ambos terminaran su trabajo.

Kyle metió baza antes de que ella pudiera replicar:

—La Biblioteca de Alejandría ha sido una de mis grandes pasiones desde hace años.

Ella refrenó la sorpresa y una sombra de preocupación. ¿Debería saber aquel desconocido qué asuntos la habían llevado hasta allí? No hacía ni cuarenta y cinco minutos que había pisado suelo inglés y ya tenía sentado a su lado al ayudante de un profesor a punto de abordar el tema. Buscó a su anfitrión con la mirada y comentó:

—Cuánta eficiencia.

—Le telefoneé en cuanto colgamos —comentó Wexler—. Supe que debía traerle conmigo en cuanto me hablaste de esas cartas. Confío en que no te importe. Estoy al tanto de tu intención de hacer las cosas con más sigilo.

El profesor se golpeó la nariz con un dedo, haciendo ese gesto universal del cómic que identificaba a la persona como alguien pésimo para guardar secretos de Estado.

—No, por supuesto que no.

En realidad, no estaba del todo segura de si le molestaba o no. El instinto le aconsejaba no revelar su nueva información, pero alguien con más conocimientos sobre la Biblioteca de Alejandría podría resultar de utilidad.

—¿Puedo…, puedo ver las cartas? —inquirió Kyle, expectante, y extendió una mano con la palma abierta hacia arriba.

Emily consideró con detenimiento la petición, incapaz de sobreponerse a su deseo de mostrarse reservada, y volvió los ojos hacia Wexler en busca de consejo. El profesor adoptó un gesto serio por vez primera a lo largo de todo el encuentro.

—Es uno de mis mejores pupilos, Emily. Nadie va a poder ayudarte más que él.

Ella vaciló una vez más, pero luego se llevó la mano al bolsillo y sacó del mismo un manojo de papeles. Kyle lo tomó con avidez y se perdió en su propio mundo mientras los leía. Emily se volvió hacia su anfitrión, que contemplaba la escena con interés.

—Como ya te anticipé por teléfono, Holmstrand fue asesinado ayer; bueno, supongo que ahora, con la diferencia horaria, habrán pasado dos días. Ocurrió el martes por la noche.

—Pobre profesor Holmstrand. Era un buen hombre —respondió el británico—. Escribió la crítica de uno de mis libros hace unos años.

El comentario había sido una mordaz disección de uno de los estudios de Wexler, y a este le había encantado hasta la última palabra. En la alta escuela, ser criticado de una forma tan convincente era una forma de ser elogiado.

—Entonces, estás al tanto de su reputación.

—Es alguien a quien uno se toma en serio. —«Era». Wexler notó de inmediato su desliz en el tiempo verbal. No era fácil pasar del presente al pasado cuando estaban involucradas vidas humanas.

—Precisamente por eso estoy aquí en lugar de en casa disfrutando con mi prometido del pavo de Acción de Gracias y tomando la nota de Arno Holmstrand como el juego de un anciano.

Emily se abrochó el cinturón de seguridad, que la sujetaba de forma desagradable al respaldo de cuero.

—Ah, sí, el bueno de sir Michael —repuso Wexler—. ¿Y cómo está nuestro antiguo patriota?

—Tan estupendo como siempre. Te envía saludos. Le encantaría que supieras lo aborrecible que se ha vuelto su pronunciación después de pasar unos pocos años en la sagrada tierra de Estados Unidos.

—Ese chico nunca supo lo que le convenía —repuso el profesor con un taimado asentimiento de cabeza.

Emily sonrió, pero las notas de Arno le preocupaban demasiado como para enzarzarse con nuevas bromas.

—Arno decía en sus cartas que conocía el emplazamiento de la Biblioteca de Alejandría —dijo, y señaló con un movimiento de cabeza las hojas que Kyle tenía en las manos—, mencionó también a una Sociedad y anunció que iban a matarle por esa información.

—Los historiadores han buscado la biblioteca durante siglos, señorita Wess —empezó, dirigiéndose a ella con el habitual tono del maestro hablando al alumno.

—Lo sé. —Emily cortó la lección levantando una mano—. Créame que lo sé, pero esa afirmación le ha costado la vida a Arno. Me inclino a pensar que merece la pena seguirle la pista. —Respiró hondo varias veces mientras intentaba reunir las piezas de un puzle demasiado confuso, y ella era consciente de eso—. Lo que más me sorprende, profesor, es el modo en que murió. No fue un asesinato corriente y moliente. Al parecer fue obra de un profesional. Y él sabía que iba a cometerse. Envió esas cartas el día de antes. ¿Por qué matar a un anciano?

El hecho capital que la había conducido a Inglaterra era el asesinato de Holmstrand. Este había escrito las cartas con unas pistas y las había protegido con su vida. Pero aun así, Emily no le encontraba sentido.

—No me lo imagino. Los recursos de la biblioteca fueron enormes en el pasado, eso he de reconocerlo, pero ¿tanto como para matar a un hombre? ¿Qué puede albergar ahora la biblioteca para que merezca la pena cometer un crimen?

—Es más que eso.

Se había olvidado poco a poco de la presencia del alumno de Wexler, así que su injerencia la sorprendió.

—¿Perdón…?

Kyle levantó los ojos de las hojas, ahora depositadas en su regazo.

—Disculpen, doctores, pero este asunto no gira solo en torno a la biblioteca.

La solemnidad del momento hizo que Emily sintiera una punzada de vergüenza por la oleada de orgullo que la invadió al oír, por fin, que alguien se dirigía a ella por su título.

—Mire eso —continuó Kyle, y entregó una de las páginas a su profesor—. Hay una frase suelta hacia mitad de la página. Léala.

Wexler halló la línea y la estudió.

Existe, y también la Sociedad que la acompaña. No estuvo perdida
.

—Disculpe, joven, mas no estoy seguro de entenderle —repuso el profesor, entregando la hoja a Emily.

—El difunto no solo dice conocer el paradero de la biblioteca —explicó Kyle—. Escribió: «Existe, y también la Sociedad que la acompaña». —Hizo una pausa. Emily volvió a mirar la caligrafía de Arno, que ahora le resultaba ya muy familiar—. Y eso, bueno, eso es completamente diferente.

27

Londres, 1 p.m. GMT

—Existen bastantes teorías acerca de la destrucción de la biblioteca. ¿Las conocen? —Kyle Emory se había convertido ahora en el centro de atención tanto de Emily como de Wexler—. Y me refiero en particular a las teorías sobre su continuidad.

Emily todavía vacilaba.

—Especular acerca de su desaparición es una cosa y teorizar sobre que continúa existiendo, otra muy diferente.

Kyle le dedicó una mirada perspicaz.

—Se lo concedo, doctora, pero usted ha venido aquí sobre la base de una hipótesis, la de que aún podría existir, así que al menos debería estar abierta a otras posibilidades. —Esperó a que ella le hiciera una señal de asentimiento y, en cuanto Emily la hizo, él continuó—: Demos un paso atrás y empecemos por las teorías sobre la desaparición.

—Básicamente, los estudiosos coinciden en que fue destruida y discrepan en cuándo, cómo y por quién —accedió Emily.

—Así es. La afirmación más común entre los académicos de salón ha sido que acabó reducida a cenizas durante la conquista de Alejandría por Julio César en el año 48 a. C. por culpa de un incendio, intencionado o fortuito.

—Pero apenas unos años después Marco Antonio hizo su gran depósito de rollos para impresionar a Cleopatra —le interrumpió Wexler—. Un regalo de bodas realmente bueno, si se me permite decirlo. Mi esposa solo me regaló una primera edición de
El señor de los anillos
y un humificador de puros con una inscripción.

Aquella aproximación al amor tan singular hizo reír a Emily y Kyle.

—De acuerdo —aceptó Kyle, volviendo a concentrarse—. Por muy romántica que sea la imagen de César reduciendo la ciudad y la biblioteca a cenizas así como su
affaire
con Cleopatra, esa hipótesis quedó desacreditada hace mucho tiempo.

—Los viajeros del mundo antiguo nos han dejado documentos y diarios donde se constata el uso de la biblioteca décadas e incluso varios siglos después —aseguró Emily.

—En efecto. La historia es bonita, pero las evidencias no acompañan. En cambio hay otras dos teorías donde datos y fechas encajan un poco mejor.

—La de los musulmanes y la de los cristianos.

—¡Precisamente! —Kyle se irguió en el asiento del Jaguar, entusiasmado al ver que su interlocutora estaba al corriente de las teorías básicas—. Tal vez la biblioteca no sucumbió cuando llegó Julio César, pero la mayoría de la gente está de acuerdo en que la biblioteca pudo caer durante alguno de los saqueos de Alejandría, lo cual ocurrió varias veces. En el año 642 de nuestra era, cuando los nuevos ejércitos musulmanes se movieron de Oriente a Occidente, las tropas de ‘Amr ibn al-’As superaron las defensas de Alejandría y se apoderaron de la urbe, devastando amplias áreas de la misma durante su avance. Se trataba de un general inmisericorde, deseoso de erradicar las raíces de las antiguas religiones de la nueva fe del islam. Hizo derribar muchos templos paganos y también edificios consagrados a la sabiduría pagana.

—¿Existe alguna evidencia clara de que la biblioteca existía aún en tiempos de la conquista árabe o de que esas tropas la destruyeran? —quiso saber Wexler.

—¿Directa? Ninguna. Solo sabemos que saqueó la ciudad y ese hecho encaja con el perfil del general.

—Y otro tanto ocurre con la hipótesis de que fueron los cristianos —terció Emily—, aunque las fechas sean más tempranas en este caso.

—Esa teoría sitúa los acontecimientos en los tiempos de Teodosio I. —Kyle asintió a Emily para indicarle que prosiguiera.

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