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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (9 page)

BOOK: La biblioteca perdida
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El vuelo de Minneapolis a Heathrow duraría siete horas y cuarenta minutos, siempre y cuando no surgieran complicaciones. Eso le dejaba casi ocho horas sin otra cosa que hacer más que devanarse los sesos, entregada a la especulación sobre lo que le aguardaba y lo que podría conseguir en ese punto. Estrechó contra el pecho las cartas de Holmstrand cuando el avión recogió limpiamente el tren de aterrizaje y lo dejó sujeto en su posición con un gemido de motores. Las misivas transformaban un desplazamiento normal en un viaje único. La llenaban de entusiasmo. Implicaban algo épico. Y con el entusiasmo llegó la inquietud. Obraban en su poder las palabras de un hombre muerto, las cartas de la víctima de un asesinato cometido hacía menos de veinticuatro horas. Poco a poco regresó el pavor experimentado al principio del día.

«Calma, profesora». Se había reprendido por ello desde la facturación de equipajes, pero aun así, el corazón le latía desbocado. Nunca había estado cerca de ningún asesinato, ni siquiera a través de terceras personas. Tampoco jamás se había visto involucrada en algo tan misterioso como su actual viaje. Desdobló las cartas y volvió a leerlas al menos una veintena de veces. El contenido de las misivas parecía quemar esa memoria suya casi fotográfica. Las plegó otra vez y se percató de la convulsión de sus manos al ver el temblor del papel por los extremos.

—Subimos a 35.000 pies —ronroneó una suave voz masculina a través de los altavoces de la cabina. Emily había estado demasiado distraída como para notar antes que el capitán había empezado a hacer algunos comentarios—. En un momento la tripulación de cabina pasará por los pasillos con refrescos y un refrigerio.

«Ya tardan». Estaba más que lista para tomarse un trago y calmar los nervios. No tardó en olvidarse de aquel anuncio y volvió a entregarse al hilo de sus propios pensamientos sobre el extraño derrotero de aquella jornada.

Según Arno, la Biblioteca de Alejandría no se había perdido. Tuvo que recordarse que, a pesar de la realidad tangible de estar a bordo de un avión, solo era su declaración. Emily comprendió con turbadora intensidad que el profesor no le había proporcionado ninguna información adicional. Si asumía que todas las aportaciones ulteriores de Holmstrand iban a ser tan enigmáticas como las de sus cartas, el peso de todos los detalles iba a recaer sobre ella.

El conocimiento de Emily sobre tan mítico lugar se basaba en la información adicional recogida durante sus investigaciones. Los escasos datos históricos conocidos con un mínimo de certeza se hallaban de lleno en el área de su interés por la historia grecorromana y estaba familiarizada con las líneas maestras del asunto desde hacía años, pero esos trazos eran vagos y misteriosos incluso para la más aplicada de las investigadoras. La frontera entre leyenda y realidad se volvía difusa en la práctica totalidad de los detalles, hasta el punto de que resultaba imposible determinarla de modo irrefutable. Pocos académicos tocaban el tema más que de pasada, ya que este se apoyaba demasiado en la hipótesis y la investigación, territorios en los que los eruditos se adentraban con precaución. La investigación histórica estaba concebida para tratar con datos y la famosa biblioteca contaba con muy pocos datos fidedignos.

La biblioteca en cuestión se llamaba en realidad Real Biblioteca de Alejandría y se cree que fue fundada durante el gobierno de Ptolomeo II Filadelfo, señor de Egipto, cuyo padre obtuvo grandes honores a las órdenes de Alejandro Magno y luego, hacia el 305 a. C., consiguió el título de faraón. Ptolomeo I Sóter había dedicado un templo célebre a las musas, el
museion
, como parte de su programa de glorificación de su nuevo reino, del cual todos los latinoparlantes y la historia después habían tomado la palabra «museo». El
museion
no había sido una biblioteca en el sentido moderno de la palabra, sino un templo consagrado a las deidades de la poesía, las artes, la inspiración y el aprendizaje, y en su interior había valiosos objetos de culto. También disponía de textos dedicados a todos los temas relacionados, cuidadosamente ordenados y dispuestos en baldas.

Fue su hijo Ptolomeo II Filadelfo quien amplió el
museion
a fin de convertirlo en una colección no del saber religioso, sino de todo el saber. El imperio cambiaba y crecía, y pareció adecuado que un rey que gobernaba por el poder tuviera a su disposición el poder del conocimiento. Y así fue como fundó y acogió lo que iba a convertirse en la primera gran biblioteca del mundo, un hogar sagrado para todo conocimiento escrito y todo dato documentado.

El proyecto fue el mayor y más costoso de toda la historia. Ptolomeo fijó como objetivo inicial la obtención de medio millón de rollos para sus estanterías y estableció unas prácticas extraordinarias a fin de conseguirlo. Sus agentes buscaban y compraban todos cuantos pergaminos eran capaces de adquirir y dictó un edicto imperial según el cual todos los visitantes de Alejandría debían prestar sus libros y cualquier otro material escrito a su llegada al objeto de que sus escribas pudieran copiarlos y añadirlos a la colección. Los bibliotecarios eran enviados una y otra vez a los antiguos centros del saber con el propósito de obtener copias de todos los libros importantes, ya fuera adquiriéndolos o consiguiendo el préstamo para copia en un
scriptorium
que crecía a igual ritmo que la biblioteca misma. A través de una infraestructura cada vez mayor, la biblioteca organizaba comisiones encargadas de traducir los textos ininteligibles para los pensadores y eruditos del imperio, la mayoría de los cuales pensaban y leían en griego. La traducción de la Biblia hebrea al griego koiné —lengua común de los pueblos helénicos tras la muerte de Alejandro Magno— fue uno de los proyectos más célebres; en este empeño se empleó a setenta escribas judíos, y dicho número, Ebfounxovta
[
]
en griego y
septuaginta
en latín, es la razón de que su trabajo sea conocido hoy en día como Biblia Septuaginta o Biblia de los Setenta, que sirvió de base del Antiguo Testamento.

—¿Cacahuetes, galletitas saladas o dulces? —Una voz cantarina sacó a Emily de la rememoración de todos aquellos datos.

—¿Disculpe?

—¿Qué prefiere? —quiso saber la azafata, cuya sonrisa inamovible en un rostro hierático daba la impresión de haber sido hecha con escayola antes de despegar—. ¿Galletas dulces, galletas saladas o cacahuetes?

—Esto… Cacahuetes, supongo —respondió Emily—. Y tráigame un whisky, lo de los cacahuetes es opcional.

La azafata reaccionó al intento de broma con su misma sonrisa artificial.

—¿Prefiere alguna marca de whisky en especial? Tenemos Bushmills, Famous Grouse…

—Me sirve la botellita más grande, da igual la marca —interrumpió el recitado de la lista con leve ademán. La azafata enarcó una ceja y cuestionó la feminidad de semejante comentario con una mirada fulminante, pero Emily le respondió con una expresión que dejaba claro que nadie le había pedido su opinión.

La mujer le entregó una botella de Famous Grouse y una copa de plástico rebosante de hielo antes de avanzar hasta la siguiente hilera de pasajeros apretujados.

—¿Galletas dulces, galletas saladas o cacahuetes? —pio, repitiéndose como si se tratara de un cedé.

Emily retorció el tapón de plástico hasta lograr quitarlo y vertió el contenido sobre los cubitos. Un buen trago de aquel fuerte licor le aplacó un tanto los nervios. Cerró los ojos, apoyó la cabeza contra el respaldo y poco a poco regresó a sus pensamientos.

Los bibliotecarios alejandrinos se hicieron célebres en todo el mundo antiguo por su sabiduría y erudición. Esos bibliotecarios tenían al alcance de la mano la mayor colección de recursos documentales del mundo, una colección en donde había material de todas las disciplinas, artes, ciencias, historia, biología, geografía, poesía, política, gracias a lo cual atrajeron a otros eruditos y la biblioteca se convirtió en un centro de investigación y conocimiento. Cualquier historiador estaba familiarizado con los directores o custodios de tan vasta colección: Zenódoto de Éfeso, Calímaco, Apolonio de Rodas, Eratóstenes, Aristófanes de Bizancio, Aristarco de Samotracia, y una larga lista.

Nadie sabía qué tamaño llegó a alcanzar. Lo más probable es que se sobrepasara enseguida el objetivo inicial de medio millón de rollos. La biblioteca creció hasta hacerse tan enorme como su influencia, hasta el punto de que otros centros políticos empezaron a fundar instituciones similares. La rival más fuerte fue la de Pérgamo y habría supuesto una grave amenaza de no haber sido saqueada a mediados del siglo I por Marco Antonio, que se llevó más de doscientos mil rollos de sus arcas para ofrecérselos como regalo de bodas a Cleopatra, una descendiente del primer Ptolomeo. Hollywood, recordó Emily, se había encaprichado más de aquella sórdida historia de amor que con la biblioteca que había recibido el regalo.

En aquel momento la colección de Alejandría requería múltiples edificios, unas estructuras de almacenamiento especiales y cámaras. El espíritu de investigación propició la construcción de amplias salas de lectura, aulas para dar clase,
scriptoria
y oficinas administrativas. El rumor decía que la colección pudo llegar a alcanzar el millón de códices y rollos, y la cifra podía ser cierta. El mundo no había visto nada igual en cuanto a depósito de saber y cultura.

Y entonces, en algún momento del siglo VI, todo aquello se desvaneció.

La mayor biblioteca de la historia de la humanidad desapareció, así de simple, envuelta en un misterio que ningún historiador ni académico había sido capaz de resolver. Existía un sinnúmero de teorías sobre lo acaecido, y ella las conocía, pero ninguna pasaba de la teoría, todas eran simples especulaciones. Solo una cosa podía darse por cierta: el mayor depósito de saber que había conocido la humanidad a lo largo de la historia ya no estaba ahí. Se habían perdido toda la sabiduría y el poder que esta proporcionaba. La biblioteca se había desvanecido.

«¿O no?».

Emily no había prestado mucha consideración a esa pregunta hasta aquella misma mañana, pero ahora era la única consideración importante, la que le aceleraba el pulso a causa del entusiasmo. Si Holmstrand decía la verdad en su mensaje, las posibilidades de lo que se guardaba en sus cámaras estaban más allá de lo imaginable. Todo cuanto se conocía de la historia iba a cambiar para siempre.

Jueves
24

Aeropuerto de Heathrow (Londres).

Quince minutos antes de que las ruedas del vuelo 98 de American Airlines rodasen por la pista de aterrizaje de la terminal 3 de Heathrow, las de otro aparato mucho más pequeño se agarraron al asfalto de otra pista. El Gulfstream G550 hecho de encargo estaba pintado de un blanco uniforme sin otra marca distintiva que el número de avión escrito con letras negras en la aleta de cola.

Jason echó un vistazo por la ventanilla del jet con poco entusiasmo. El interior era el polo opuesto a la sencillez exterior. Alfombras de felpa y asientos de cuero daban lustre a la cabina, realzada por madera de nogal nudosa y toda pintada de un color beis que le confería un aspecto muy funcional. Descansaban sobre una mesita con la parte superior hecha de madera de nogal, a juego con el resto del equipamiento, un vaso de cristal sin asas con los restos de su bebida y la carpeta con sus notas e instrucciones.

Y una fotocopia de alta calidad de las tres páginas del libro que le había llevado hasta allí. La primera vez que las vio eran pavesas de páginas calcinadas en la oficina del Custodio. Más tarde las había encontrado completas en las hojas satinadas de otro ejemplar nuevo del libro del que las habían arrancado. Había estado todo el largo vuelo memorizando hasta el último detalle de las mismas y ahora las tenía grabadas a fuego en la mente.

Cruzar el Atlántico por razones de trabajo no era algo inusual en su empleo, ni tampoco que lo hiciera a bordo de un avión privado, al amparo de la riqueza y el secretismo. Jason había recibido el título de Amigo hacía siete años y a partir de ese momento cada jornada había sido un día de intriga. Se había alzado por encima de los rangos intermedios gracias a su eficacia y desapasionamiento. Había que hacer unos trabajos y nadie iba a llevarlos a cabo mejor que él. Nunca había sido la clase de hombre que pretende tomar las grandes decisiones o tener poder y autoridad en el sentido tradicional del término. Su poder se hallaba a un nivel más básico, en la severidad con que cumplía ciegamente las órdenes, y las obedecía sin misericordia alguna.

Observó los destellos del aeropuerto que pasaban por delante de la ventanilla. El jet rodó por la pista hasta el pequeño espacio reservado a los aviones privados. Se hallaba allí porque había sabido ganarse la confianza del miembro más antiguo del Consejo y se había convertido en el jefe de sus ayudantes. La responsabilidad depositada por el Secretario sobre sus hombros en el día de hoy era enorme. Tenían casi a la vista el último objetivo, la razón última de su existencia, y podía estar más cerca de lo que había estado en siglos.

No tenía intención alguna de perder ese objetivo.

25

Aeropuerto de Heathrow (Londres).

11.34 p.m. GMT (Londres).

Un Boeing 777 de ciento cincuenta toneladas entró en contacto con la pista de aterrizaje al cabo de unos momentos, despertando a Emily Wess de un sueño que había tardado mucho tiempo en conciliar. Una voz tan artificiosa que parecía una grabación resonó por la cabina informando de la hora local, las 11.34. El tiempo estaba particularmente nublado y hacía una temperatura de 13 grados.

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