Read La biblioteca perdida Online

Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (4 page)

BOOK: La biblioteca perdida
7.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Había un libro en su despacho. Le faltaban tres hojas. Las había arrancado —dijo el Amigo—. Las encontré quemadas en una papelera situada junto a la silla del viejo. —Hizo una pausa a fin de que el Secretario pudiera asimilar los detalles. No estaba a la espera de una respuesta o reacción. La relación entre ellos no funcionaba así. Se esperaba del Amigo que dijera lo que le preguntaran. El Secretario ya pediría más información si la deseaba.

El hombre de más edad caviló acerca de tan extraño informe. Por tanto, el Cuidador o Custodio no quería que su asesino viera algo. Estaba decidido a fastidiarles incluso después de muerto.

El Secretario pronunció las siguientes palabras más como una amenaza que como una pregunta:

—¿Conseguiste detalles sobre ese libro?

—Por supuesto, señor.

Hizo un esfuerzo para relajar los músculos de los hombros. El Amigo estaba bien entrenado.

—Quiero los detalles sobre mi mesa dentro de media hora. Envíamelos mientras regresas a Washington. —La caza no iba a terminar así—. Y consígueme una copia de ese libro.

8

Nueva York, 10.45 a.m. EST (9.45 a.m. CST).

Las noticias guardadas en la carpeta roja que sostenía en las manos eran inquietantes, pero no más que las proporcionadas por la CNN en su televisión, encendida al otro lado de sala, en cuya pantalla podía leer la ventana de noticias abierta detrás de la imagen de una mujer rubia sentada a la mesa. Había tenido la televisión sin sonido hasta hacía unos minutos, cuando su ayudante entró en el despacho. La locutora había dado una noticia sobre una explosión en el Reino Unido. Un helicóptero sobrevolaba la escena en círculos para ofrecer una toma aérea en vivo de los restos del desastre, pero en aquel momento de la investigación poco se sabía, aparte de la hora de la explosión y una visión general donde se mostraba el alcance de los daños. Una bomba había destruido a primera hora de la mañana una célebre iglesia antigua, una de las más destacadas del patrimonio inglés. No se había informado de baja alguna, salvo el daño sentimental y el causado al patrimonio histórico.

—¿Ha reivindicado alguien la autoría? —quiso saber.

—No, señor Hines —replicó el ayudante.

Jefferson apretó los dientes con furia ante la falta de deferencia del joven. No dirigirse a él por el cargo era algo hecho a propósito.

—La CIA sigue al SIS británico en la búsqueda de sospechosos, pero hasta ahora no se han colgado la medalla ni los locos de siempre.

Hines se hizo cargo de la información, o más bien de su ausencia. Después de cada atentado terrorista con bomba, un torrente de grupos se declaraban autores del mismo en busca de la publicidad que proporcionaban los atentados contra la gran bestia de Occidente. Había excepciones, por descontado, y eran lo bastante frecuentes como para que la ausencia de toda reivindicación, como en el caso presente, no hiciera sonar aún las alarmas, pero era un silencio… interesante.

—¿Ha habido alguna reacción oficial por parte del Gobierno inglés?

—Solo ha expresado su sorpresa y horror, y ha asegurado que están trabajando con la debida diligencia para llevar a la justicia a los culpables de tan horrendo crimen, etcétera, etcétera.

Mitch Forrester movió los dedos en un ademán representativo de la absoluta carencia de contenido de aquellas respuestas estándar.

Trabajaba en la oficina de Hines desde hacía solo seis meses, pero se daba unos aires como si hubiera oído todo eso antes.

De pronto, Hines no fue capaz de contenerse y le soltó una pregunta de sopetón:

—¿Cuántos años tienes, Mitch?

La pregunta pilló desprevenido al ayudante.

—¿Perdón?

—Te pregunto la edad. ¿Qué años tienes?

El joven Forrester le miró de un modo raro, con una expresión donde se mezclaban su desdén habitual y la más completa confusión. Si hubieran estado solos, habría podido contestar con una muestra de la aversión que sentía en aquel momento, pero era muy consciente de la presencia de otro hombre en la oficina de Hines, el tipo sentado en un rincón que no soltaba prenda. Y él no deseaba que alguien fuera testigo de su impertinencia.

—Veintiséis —respondió al fin.

—Veintiséis —repitió Hines, y soltó un suspiro, deprimido ante aquella muestra de juventud. ¿Había sido tan cabeza dura a esa edad? Habían pasado más de veintiséis años desde entonces. Él siempre había sido un hombre ambicioso, pero no podía creer que se hubiera comportado con la impetuosidad del muchacho que tenía delante.

—No estoy muy seguro de ver que eso sea relevante para…

—No lo es, no lo es —le cortó Hines, en cuyo ademán dejó claro que quería salirse por la tangente—. ¿Hay algo más?

—Nada todavía —repuso con sequedad el joven—. Le informaré en cuanto haya novedades…, señor.

Hizo una pausa antes de pronunciar la última palabra de un modo que evidenciaba su descontento por el trato recibido. Y luego, con todo el egotismo de la juventud, aguardó en pie a la espera de un reconocimiento a su trabajo. Sin embargo, Hines se limitó a mirar la televisión. El joven ayudante se dio media vuelta y se marchó cuando por fin comprendió que no iba a decirle nada más.

Hines esperó medio minuto antes de volverse hacia el hombre sentado en el rincón más alejado de su despacho. Hacía mucho tiempo que se había resignado al servicio que aquellos hombres prestaban a la organización, pero todavía sentía una punzada de nerviosismo cada vez que se quedaba a solas con uno de ellos. Su papel en la organización siempre había sido diplomático, profesional. Nunca había sido uno de esos tipos que hacían el trabajo sucio necesario. Era una dimensión vil de la causa, pero de lo más necesaria. Aunque mucha gente de todo el mundo le consideraba como alguien con mucha influencia, Jefferson Hines sabía que el hombre sentado a escasos metros de él representaba un poder mayor que cualquiera que él pudiera alcanzar.

—¿Piensas que guarda relación? —preguntó al final, señalando mediante un gesto a la carpeta roja y luego a la televisión sin sonido—. Relación con la misión.

—Por supuesto. —Ambos sabían que no debían hablar del plan de otro modo que no fuera «la misión». En aquella ciudad y en aquellas oficinas, todas las paredes tenían oídos—. Pero que eso no te altere. Nosotros fijaremos el curso.

Hines no estaba satisfecho.

—Eso por descontado. Marlake, Gifford… y los demás. Ese era el plan. ¿Qué diablos ha sucedido en Inglaterra?

Su interlocutor se irguió cuando Hines empezó a hablar y le lanzó una mirada fulminante sobre cuyo significado no cabía duda alguna: «Cierra el pico». Nunca debían mencionarse los nombres.

Hines tomó nota de la mirada y su mensaje. Tabaleó con los dedos sobre la mesa, en parte por enfado y en parte por nerviosismo.

—Dime que hemos previsto una respuesta a ese tipo de situaciones —pidió—. Dime que eso no supone una sorpresa.

Si su interlocutor sentía alguna clase de vacilación antes de contestar, no lo demostró, y enseguida adoptó el aire de un hombre deseoso de exudar confianza y seguridad, alguien que quería que su oyente se mantuviera firme y categórico.

—Nuestros planes son seguros, de modo que nos encargaremos de nuestra parte del negocio y vosotros de la vuestra, y entonces todos ganaremos. —Permitió que sus palabras flotaran entre ellos en el denso aire de la oficina—. No perdáis de vista adónde vais.

Aquella seguridad insufló confianza a Hines a pesar de su pavor a ese tipo de sujetos. Soltó un largo suspiro, se enderezó y recobró la compostura. Los estadistas debían ser fuertes y a él le habían educado para esa tarea.

—Bien, entonces, ¿hablaré contigo mañana?

Su interlocutor asintió y se levantó del asiento.

—Ya lo creo que sí, señor vicepresidente.

9

Minnesota, 9.45 a.m. CST

Emily contempló con detenimiento la carta que tenía en las manos. La hoja oscilaba y eso le hizo tomar conciencia de su propio temblor. Releyó la misiva una vez, y otra, y otra más. Se había enterado del asesinato de Arno Holmstrand hacía unos pocos minutos y ahora sostenía una carta escrita de su puño y letra antes de su muerte. Y él sabía que iba a morir.

«Es más que eso —pensó Emily—. Sabía que iban a asesinarle». El hecho suponía una diferencia considerable.

Y sabiéndolo, Arno Holmstrand había escrito a Emily Wess. Un rey escribía a un peón en los últimos momentos de su vida. No iba a poder averiguar la razón. Fuera cual fuera el hallazgo de Arno, ¿a santo de qué la involucraba a ella? La conexión directa entre la misiva y la muerte de su autor hacía que todo fuera más apremiante. Entraba dentro de lo plausible que el conocimiento mencionado en aquella carta hubiera sido la causa del asesinato de Holmstrand. Él, por su parte, sugería mucho y, por tanto, no parecía improbable que de pronto corriera peligro la vida de la propia Emily por el simple hecho de tener dicha carta en su poder. Se le revolvió el estómago solo de pensarlo y eso le hizo tomar conciencia de lo que realmente obraba en su poder.

Dio la vuelta a la cuartilla y buscó con la mirada el número de teléfono escrito en el centro de la página. La instrucción de Arno era que llamase a ese número, pero sin ofrecer indicación alguna acerca de quién podría contestar. Se quedó helada cuando leyó los diez dígitos escritos en tinta marrón de estilográfica en el papel con membrete del difunto. Estaba sorprendida y confusa.

Conocía a la perfección ese número de teléfono.

Solía llamar desde una entrada prefijada en la opción de favoritos, pero aún era capaz de recordar esos números. No había forma humana de que fuera de otro modo.

Descolgó el teléfono de la oficina y marcó muy despacio cada una de las cifras consignadas en la hoja. «Tal vez me equivoque —pensó en su fuero interno, sabiendo que no era así—. Estoy un tanto aturullada y desde que me han contado lo del asesinato no tengo las ideas nada claras». Pero ella sabía que eso era mentira.

La respiración se le aceleró cuando oyó que había línea. Ella era consciente de que, en cuanto hubiera conexión, los acontecimientos de la mañana iban a cobrar una dimensión completamente diferente.

Y ese momento llegó unos instantes después. Cuando descolgaron al otro lado del teléfono, se produjo una peculiar inspiración como preámbulo a un saludo formulado por parte de quien conocía a la persona que le llamaba.

—¡Em!

El acento británico de Michael Torrance resultaba inconfundible. Él saludó al amor de su vida con un entusiasmo equiparable a la confusión de Emily Wess.

10

9.52 a.m. CST

—¿Mike? —contestó ella con el corazón desbocado. Esa conexión telefónica tenía su origen en el críptico texto de Arno Holmstrand, que la llevaba de sorpresa en sorpresa.

—¿Dónde estás? —preguntó Michael con la voz vibrante de energía.

—Sigo en la oficina. Todavía no me he ido al aeropuerto —respondió Emily, no muy segura de cómo proseguir con la única idea que tenía en mente. Al final, decidió optar por la franqueza como mejor camino para abordar el asunto—. Ha sucedido algo en el campus.

Michael se puso serio enseguida. La transformación fue instantánea.

—¿Qué quieres decir? ¿Es algo serio? ¿Te encuentras bien? —Su tono delataba miedo e instinto protector. Wess se dio cuenta de que había empezado con mal pie.

—No, no, no es nada de eso. Estoy bien. —Escuchó un suspiro de alivio al otro lado de la línea. El instinto protector de Michael era muy fuerte, a pesar de que los dos eran de armas tomar—. Pero ahora está pasando algo realmente raro. No me creerás si te lo cuento.

—Ponme a prueba —le ofreció él.

—Anoche murió un hombre en el campus —prosiguió Emily—. ¿Te acuerdas de Arno Holmstrand, el famoso profesor de esta universidad?

—¿Ese de quien no has dejado de hablar en un año? Sí, Em, me acuerdo.

Tenían la costumbre de tomarse el pelo cuando conversaban. Él había convertido en arte burlarse de Emily por lo que calificaba de «encaprichamiento de colegiala» desde que aquella legendaria figura se había trasladado a su universidad. Más tarde admitiría que ese entusiasmo no le había hecho ninguna gracia y había llegado a pensar que se fijaba en otro hombre.

—Ese mismo, le mataron ayer.

—¿Le mataron?

—En su oficina. Le dispararon tres veces. —Hizo una pausa que, de forma inconsciente, añadió una carga dramática a sus palabras.

—Dios mío, Emily, cuánto lo siento. —Las palabras de consuelo eran compasivas, pero había una nota de duda en ellas. Atraía su atención algo más que la protectora preocupación masculina.

—No es como si fuera alguien a quien conociera de verdad —replicó Emily. Había una nota de falsedad en esa respuesta. No conocía a Arno, pero sabía mucho sobre él, le admiraba, lamentaba su pérdida, aunque ocultó ese sentimiento por teléfono.

—Ya, pero aun así… —Michael tomó las riendas de la conversación—: ¿Quién le disparó?

—Nadie lo sabe. La investigación sigue abierta por el momento. Hay policía por todo el campus. Dicen que parece obra de un profesional. Tiene pinta de que ha sido un asesinato. —Emily respiró hondo y tragó saliva—. Y la situación se ha vuelto aún más extraña. —Aguardó un momento para tantear el terreno, pero como él se mantuvo en silencio, continuó—: Esta mañana he recibido en la oficina una carta manuscrita. La habían echado al buzón. Es de Arno Holmstrand. —Emily controló la voz—: En la carta habla de su muerte, Mike. La escribió antes de que le mataran, sabiendo que iban a hacerlo.

Al otro lado de la línea telefónica solo había silencio.

—Y aquí llega la parte que no vas a creerte. En la carta me daba instrucciones de que telefonease a un número escrito en el reverso. No figuraba ningún nombre. Llamé. Y aquí estoy, hablando contigo.

Michael habló por fin:

—La realidad, Em, es que encuentro perfectamente creíble todo cuanto acabas de contarme.

—¿De veras?

—De veras, porque cuando regresé de correr por la mañana, hará cosa de veinte minutos, me encontré dentro de mi puerta un sobre amarillo con mi nombre escrito con tinta marrón.

Emily se quedó paralizada, no muy segura de cómo encontrarle sentido a lo que acababa de oír.

—No es posible.

—Lo es —atajó él—, y dentro hay una carta de Arno Holmstrand.

Ella apenas lograba contener la incredulidad.

—¿Y qué dice?

BOOK: La biblioteca perdida
7.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Total Abandon by Carew, Opal
Afrika by Colleen Craig
A Hat Full Of Sky by Terry Pratchett
Indulge by Georgia Cates
Roads Less Traveled by C. Dulaney
Snowbound Seduction by Melissa Schroeder