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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (16 page)

BOOK: La borra del café
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De pronto Mariana se acordó de la misión de Claudio y le preguntó cómo le había ido. «Relativamente bien.» «Menos mal», dijo ella, pero Ofelia los interrumpió: «Me voy, me voy, nos vemos el lunes». Cuando quedaron solos, Mariana volvió a preguntar: «¿Qué quiere decir relativamente bien?». Entonces Claudio empezó a vaciarlo todo sobre la mesa: la billetera, el portafolio, los incontables bolsillos. La montaña de dinero era descomunal.

Mariana se quedó sin aliento y sólo atinó a exclamar, con una voz extraña, mucho más aguda que la habitual: «¿A quién robaste? ¡Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto sin hache! ¿A quién robaste? ¡Mirá que yo soy antigua, no lo olvides! ¡No me seducen los delincuentes! Ni siquiera Robin Hood». Claudio se reía a borbotones y ella se iba poniendo pálida. Por fin tuvo miedo de que le pasara algo, así que la tomó por los brazos, la sacudió un poco y le dijo, casi le gritó: «No seas boba. ¿No ves que lo gané a la ruleta?».

Entonces la pobre se aflojó del todo, alcanzó a preguntar quedamente: «¿Toda esa guita?», y se desmayó. Claudio se asustó, le dio dos cachetadas (demasiado tiernas), fue corriendo al botiquín, le hizo oler amoníaco. Sólo cuando al fin ella abrió los ojos, él le respondió sonriendo: «Sí, toda esa guita».

Mariana fue al baño y se mojó la cara. Cuando volvió junto a Claudio, ya el susto se le había convertido en alegría. «¡Qué jornada la de hoy! Primero el examen, luego esta barbaridad». Miraba el dinero y no lo podía creer. «¿Y cuánto es?», se atrevió a preguntar. «No lo sé», dijo Claudio. «Todavía no he tenido tiempo de contarlo. Pero creo que no sólo nos alcanza para mudarnos, sino para una buena entrega en la compra de un apartamento. El resto lo pagamos en cuotas.» «Te noto de lo más inmobiliario», dijo Mariana.

Fue entonces que le salió de lo más hondo un tremendo suspiro. Después miró a Claudio. «Ya veo que nos casamos. Sonia podrá dormir tranquila.» «Olvidate de Sonia. Nos casamos sólo si vos lo querés.» «Esperate», dijo ella. «Voy a ensayar mi respuesta ante el juez: Sí, quiero.»

Pusieron en orden los billetes, los fueron metiendo en unos sobres que encontró Mariana, y luego los depositaron, como si se tratara de un inexpugnable
cofre fort
, en un simple estante del placard. «Mientras venía en taxi desde el Parque Hotel», dijo Claudio, «estuve pensando en que lo mejor será que mañana depositemos todo esto en una cuenta a tu nombre. Digo a tu nombre porque, como sabés, la Agencia me manda dentro de unos días a Quito y no tengo idea de cuánto estaré ausente. Mientras tanto, vas viendo apartamentos, y si encontrás alguno que nos sirva y esté dentro de nuestras flamantes posibilidades, dejás una seña y concretamos la cosa a mi vuelta. ¿Te parece bien?» «Ya no me acordaba de tu viaje. ¡Qué lata!»

Estaban tan sobrecogidos, inquietos y hasta asustados, que esa noche ni cenaron ni hicieron el amor. Se durmieron abrazados, como dos criaturas indefensas, agobiadas por su buena suerte.

Ese poco equilibrio

El 9 de agosto de 1945, o sea el día en que el azar (encarnado en aquel patriarca, tan venido a menos, que me aconsejara en el Casino) había decidido protegernos y graciosamente nos había permitido especular sobre un techo propio, justamente ese día los norteamericanos lanzaron sobre Nagasaki su segunda y descomunal bomba A, que despojó de sus vidas y de sus techos a decenas o acaso cientos de miles de seres humanos.

Mariana y yo sólo nos enteramos al día siguiente. No sé por qué la bomba de Nagasaki me afectó más que la de Hiroshima. Tal vez porque no sólo representó el horror sino su continuidad. En el noticiero especificaron que la potencia del artefacto había sido de 12,5 kilotoneladas, agregando que una kilotonelada equivalía a mil toneladas de TNT. Yo no tenía idea de cuánto significaba ese desorbitado poder de destrucción, pero debía ser considerable, a juzgar por las fervorosas hipérboles de los comentaristas.

Ahora bien, como los que arrojaron la bomba no eran alemanes ni franceses ni rusos, sino norteamericanos, los locutores se pasaron el día celebrando el acontecimiento y alabando los formidables adelantos de las técnicas bélicas de las fuerzas democráticas. Por otra parte, los cientos de miles de víctimas no eran blancuzcos sino amarillentos, así que tampoco había que preocuparse demasiado.

A mí aquello me parecía un horror. No podía entender que la gente oscilara tan irresponsablemente entre el alboroto y el alborozo. Pronosticaban que con esto se acababa la guerra y lo decían tan jubilosamente como si hasta ayer hubiésemos sido nosotros los diariamente bombardeados. No es que yo les tuviera especial simpatía a los japoneses, pero me parecía algo atroz que miles de civiles murieran calcinados. Con qué rapidez los norteamericanos habían aprendido de los nazis el sistema de los hornos crematorios. De Auschwitz a Hiroshima, sin escalas.

La dejé a Mariana con su propia angustia y, sin pasar siquiera por la calle Ariosto, me fui a ver al tío Edmundo. Sólo él podía explicarme esta locura. Llegué a su casa casi corriendo y empujé la puerta. Sólo a la noche pasaba llave. Estaba en el patio, tomando mate, aprovechando el solcito de las once de un día de agosto excepcionalmente cálido. Pensé (pero me arrepentí enseguida de mi frivolidad) que la bomba, con su enorme llamarada allá lejos, nos había calentado el invierno acá cerca.

«Sentate», me dijo, y me señaló un sillón de mimbre. El sabía a qué venía. «No tengo explicación», dijo. «¿Quién puede explicar semejante ferocidad? La única interpretación es que el hombre puede ser infinitamente cruel con su semejante. Puede ser cruel sin conocer al prójimo, sin haberle visto el rostro ni haber sostenido su mirada. Puede ser cruel por decisión soberana y autónoma. Como si ese prójimo no fuera un espejo. Cuando destruye el espejo, se destruye a sí mismo. La decisión de arrojar estas bombas es una decisión asesina, pero también suicida. Todavía es prematuro. Hasta ahora sólo ha llegado la imagen grotesca y alucinante del hongo atómico. Pero algún día llegarán las imágenes humanas e inhumanas de este hecho demencial. Es posible que el presidente Truman sea un hombre duro, pertinaz, inclemente, pero me atrevería a augurar que nunca más, hasta el día de su muerte, podrá dormir tranquilo. Y aun los pilotos encargados de estas misiones, ¿podrán resistir durante mucho tiempo la incandescente tentación del suicidio?»

Le dio una última chupada al mate y lo dejó sobre un banquito, junto al termo. «¿Y nosotros?», pregunté. Edmundo sonrió, alicaído. «Nada. No podemos hacer nada. Como no sea conservar la cordura. Que ya es bastante.»

Le comuniqué entonces el resultado de mi aventura en el Parque Hotel. Se le animaron los ojos. «¡Al fin una buena noticia!» Le dije que con esa cantidad de dinero Mariana y yo pensábamos comprarnos un apartamento y tal vez casarnos, pero que las últimas noticias me habían alterado a tal punto que ya no sabía qué hacer. «Tres días atrás fue lo de Hiroshima y, no sé por qué, tal vez porque entonces no tenía ni un cobre, me impresionó menos que esto de ahora. ¿No podría darle a ese dinero un destino más humano, más solidario, que el de solucionar un problema tan personal, y por eso mismo tan egoísta, como el de la vivienda, y no la vivienda de cualquiera, sino mi vivienda? No sé si puedo llamar a esto mala conciencia, ya que Truman no me consultó para arrojar las bombas, pero la verdad es que me siento incómodo conmigo mismo. Y por otra parte no quiero perjudicar a Mariana. Todo un lío.»

«Mirá, Claudio, una cosa es tener mala conciencia y otra cosa es fabricársela. Me parece bien que tengas esa inquietud, pero ¿qué vas a hacer? ¿Pensás con ese dinero organizar un comando para ajusticiar a Truman? ¿O vas a construir un hospital para las víctimas de Hiroshima y Nagasaki? Como nunca tuviste nada, te parece que ese dinero que de pronto te cayó en las manos es una fortuna. Pero fijate que ni siquiera te alcanza, por sí solo, para que compres una vivienda, aunque por supuesto será una buena ayuda. Que pienses en tener tu casa, no es un rasgo de egoísmo, sino un sentimiento muy natural, muy humano. Hace ya mucho que nos compramos con Adela esta casa vieja, pero linda, con patio y parral. No por eso me considero un potentado. Mes a mes fuimos pagando el préstamo del Banco. Es un rasgo positivo de este país, al menos hasta ahora. Buena parte de los simples empleados, de los obreros, tienen una vivienda que pagaron metro a metro, jornal a jornal. Pensábamos disfrutarla los dos pero ahora, cuando ya se acabó la deuda, Adela no está. La vivienda no es sólo un bien inmobiliario, es también una forma de consolidación espiritual. Ya verás, cuando la tengas, que volver a tu casa, todas las noches, te dará un poco de confianza, no mucha, pero un poco, en medio de este mundo tan poco confiable.»

«¿Y Nagasaki?» «Ah, Nagasaki. Recuerdo que, cuando tenía aproximadamente tu edad, un poco menos tal vez, el estudiante Princip mató en Sarajevo al archiduque austríaco Francisco Fernando y a su mujer, desencadenando así, con sólo un par de balazos, la Primera Guerra Mundial. Aquel suceso hizo que me sintiera vacío, ausente, distanciado. Del mundo, de la historia, del futuro. Tuve la sensación de que las decisiones trascendentales serían inevitablemente tomadas por otros, que yo siempre estaría al margen y que mi única posibilidad (no olvides que entonces me dedicaba al atletismo) era correr por el andarivel que otros me adjudicaran. Después pasan los años y uno aprende que las cosas no son tan inamovibles, que siempre queda un segmento de decisión del que uno es responsable y de cuyo compromiso no te podés librar tan fácilmente. Cuando por fin llegás a la conclusión de que
el mundo
es enorme pero que
tu mundo
es chiquito, ahí empezás a recuperar el equilibrio, bah, ese poquito de equilibrio que nos tocó en el reparto y que no hay que dilapidar.»

Mi Nagasaki

Antes de viajar a Quito, me había propuesto pintar mi Nagasaki. La noticia me había conmovido demasiado como para dejar que la desmemoria la volatilizara. Por otra parte, a medida que pasaban los días, los pormenores del horror nos invadían, nos cercaban. Era como si Alguien nos dijera, también ustedes pueden sucumbir, en rigor ya están sucumbiendo, sólo que son otras bombas las que los calcinan.

Un ejercicio tan masivo y programado del odio, como el que había tenido lugar el 6 y el 9 de agosto, acabó por abrumarme. Alimenté en mí mismo un tal rechazo del odio, que estuve a punto de caer en un pecado colateral: odiar al odio. Cuando escuchaba a los comentaristas de radio, o leía a los periodistas, que exaltaban aquellas masacres «porque habían evitado millones de otras muertes», me parecía que una nueva doctrina, la hipocresía científico-técnica, acababa de nacer.

Estuve días y días haciendo bosquejos, pero no daba con las imágenes adecuadas, con los rostros y cuerpos que no aparecieran como meras reproducciones de la documentación fotográfica que nos llegaba y abrumaba a diario. Entonces quise representar la hecatombe en abstracto, sólo con colores, líneas, luces, cerrazones, sin presencia ni ausencia de seres humanos, sólo como estado atroz del ánimo, como si el alma humana, y no pobres ciudades, hubiera sido víctima de este apocalipsis. Pero el pincel y la espátula se me caían de impotencia y todos y cada uno de los colores me parecían inocentes, inexpresivos, pusilánimes.

Una tarde vino Norberto a buscarme con su flamante camioneta. Estaba tan orgulloso de su adquisición que quiso mostrármela y se ofreció a llevarme a donde yo quisiera. No estaba yo para paseos. Le hablé de mi tema obsesivo: Nagasaki. «Ah, la otra bomba», comentó Norberto, ya que para él, como para todo el mundo, había una bomba titular, la de Hiroshima. La de Nagasaki era simplemente «la otra bomba», la consecutiva en el sistema preferencial de suplentes.

Le hablé de mis problemas para encontrar una expresión artística, adecuada a esa miseria. «¿Miseria dijiste? Tengo la solución a tu problema.» Y arrancamos. Prácticamente atravesamos la ciudad. Yo estaba ensimismado, así que no sabía bien por dónde íbamos. De pronto Norberto frenó. Estábamos frente a un enorme, monstruoso basural. El hedor era insoportable. Tipos andrajosos, mugrientos, mujeres desgreñadas, niños y adolescentes en pingajos, hurgaban entre inmundicias y cochambre, entre escoria y cenizas, buscando algo, no se sabía qué. Cuando advirtieron nuestra presencia, levantaron por un instante sus cabezas y nos miraron sin prevención, sin odio. Nos miraron sin nada. Enseguida volvieron a su bazofia, a su hedor, a su roña, a su trabajo.

«Aquí tenés tu Nagasaki», dijo Norberto.

Frittattine ai quatro sapori

Es probable que Norberto tuviera razón: ése era mi Nagasaki, mi modesto, intrascendente, rudimentario Nagasaki. Pero tampoco pude llevarlo a la tela. Mi visión del horror no estaba aún madura para el óleo. Sólo me sentí artificialmente (no visceralmente) identificado con el tema. La asunción de aquella doméstica Corte de los Milagros (recordé que años atrás la había buscado, sin hallarla, para cotejarla nada menos que con la de Victor Hugo) sirvió, sin embargo, para que me sintiera estúpido y presuntuoso. Comprendía ahora que aun en la vehemencia de mis planteos ante el tío Edmundo, había una suerte de desproporción, de grandilocuencia, como si inconscientemente hubiese pretendido inflar un desasosiego, verosímil ante una catástrofe remota, para convertirlo en un drama personal.

En medio de esa inestabilidad del ánimo, no me vino mal la inminencia del viaje. En Quito se iba a celebrar un seminario internacional sobre diseño gráfico y publicitario, y los capos de la Agencia entendieron que yo era el tipo idóneo para absorber las nuevas ideas que allí circularían: «Sos joven, tenés una incipiente pero fructífera carrera como plástico y conocer un poco de mundo no te vendrá mal». Curiosamente, aunque liberales en cuanto a abrir perspectivas profesionales al personal, eran más bien roñosos en la bagatela práctica, de modo que no compraron el billete aéreo en una línea regular, sino en una compañía más o menos furtiva, que de vez en cuando organizaba vuelos especiales entre Buenos Aires y Quito.

Como la partida estaba prevista para el lunes, viajé a Buenos Aires el viernes anterior, así podía quedarme un par de días con los abuelos italianos. Mariana no fue a despedirme a Carrasco, porque dijo que las despedidas, las bodas y los desfiles militares siempre la hacían llorar (yo podía entender lo de las bodas y las despedidas, pero eso de llorar en los desfiles militares excedía mi capacidad de comprensión), de modo que sólo estuvieron en el aeropuerto el viejo y Sonia, Elenita y José, y hasta Juliska, que tenía una curiosidad casi infantil por asistir al despegue de aviones.

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