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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (41 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¿Sí, Chloe?

—Bueno, pues yo estaba pensando, ama, que ya iba siendo hora de poner a Sally a hacer algo. Sally lleva ya algún tiempo a mi cuidado y cocina casi tan bien como yo, dadas las circunstancias; y si el ama me dejase ir a mí, yo podría ayudar a ganar el dinero. No tengo miedo de competir con un
pastero
con mis pasteles o con mis hojaldres.

—Pastelero, Chloe.

—Diablos, ama, ¿qué más da? Las palabras son tan raras que nunca consigo aclararme.

—Pero, Chloe, ¿quieres dejar a tus hijos?

—Diablos, ama, los chicos son bastante grandes para cumplir una jornada de trabajo; ellos se manejan bien; Sally se hará cargo de la nena, que es un rorro tan espabilado que no necesita muchos cuidados.

—Louisville está bastante lejos.

—Diablos, ¿a quién le asusta eso? Es río abajo, ¿quizás más cerca de mi viejo? —dijo Chloe, pronunciando lo último con tono interrogativo mientras miraba a la señora Shelby.

—No, Chloe, está a cientos de millas —dijo la señora Shelby.

El semblante de Chloe reflejó su decepción.

—No importa; si vas allí, estarás más cerca, Chloe. Sí, puedes ir, y cada centavo de tu salario irá para pagar la redención de tu marido.

La cara de Chloe se animó en el acto, y resplandecía como un rayo de sol, que convierte en plata un nubarrón oscuro.

—¡Diablos, qué buena es el ama! Pensaba lo mismo; porque no necesito ropa, ni zapatos, ni nada; puedo ahorrar cada centavo. ¿Cuántas semanas hay en un año, ama?

—Cincuenta y dos —dijo la señora Shelby.

—¡Diablos! ¿De veras? Y cuatro dólares cada semana. ¿Cuánto suma eso?

—Doscientos ocho dólares —dijo la señora Shelby.

—¡Diablos! —dijo Chloe, con acento de sorpresa y alegría—; ¿Y cuánto tiempo tardaré en sacar bastante, ama?

—Unos cuatro o cinco años, Chloe; pero tú no tienes que juntarlo todo; yo añadiré algo.

—No consiento que el ama se ponga a dar clases o algo así. El amo tiene razón en eso. No estaría nada bien. Espero que nadie de nuestra familia tenga que hacer eso, mientras a mí me queden manos.

—No te preocupes, Chloe; yo cuidaré del honor de la familia —dijo la señora Shelby con una sonrisa—. ¿Pero cuándo piensas marcharte?

—Bien, pues, no pensaba nada; sólo que Sam va a ir río abajo con algunos potros y dijo que yo podía ir con él; así que he juntado unas cuantas cosas. Si al ama le parece bien, iré con Sam mañana por la mañana, si el ama me prepara un salvoconducto y me escribe una recomendación.

—Bien, Chloe, lo haré, si el señor Shelby no pone pegas. Debo hablar con él.

La señora Shelby subió la escalera y la tía Chloe se fue encantada a su cabaña para hacer los preparativos.

—¡Diablos, señorito George! ¿A que no sabía usted que me iba a Louisville mañana? —le dijo a George, cuando entró éste en la cabaña y la vio ordenando la ropa de su bebé—. Sólo repaso estas cosas y las ordeno. Pero me voy, señorito George; me van a dar cuatro dólares a la semana; ¡y el ama lo va a ahorrar todo para comprar de nuevo a mi viejo!

—¡Vaya! —dijo George— ¡qué buen asunto! ¿Cómo te vas?

—Me voy mañana con Sam. Y ahora, señorito George, sé que usted se sentará para escribirle a mi viejo y contárselo, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo George—; el tío Tom se alegrará de tener noticias nuestras. Voy a la casa ahora mismo a por papel y tinta; y luego, como sabes, tía Chloe, le puedo contar lo de los potros nuevos y todo.

—Por supuesto, señorito George; usted márchese y yo le prepararé un poco de pollino o algo así; no comerá muchas más cenas con su pobre tía.

Capítulo XXII

«La hierba se seca, la flor se marchita
[38]
»

La vida va pasando, para todos nosotros, día tras día; así fue pasando para nuestro amigo Tom por espacio de dos años. Aunque estaba separado de todos los que quería y añoraba a menudo lo que había perdido, sin embargo, nunca estaba total y conscientemente desdichado; porque el arpa de los sentimientos humanos está tan bien templada que sólo puede estropear su armonía un golpe que rompa todas las cuerdas a la vez; y, mirando atrás a temporadas que en retrospección nos parezcan de privaciones y tribulaciones, recordamos que cada hora trajo consigo distracciones y alivios, de modo que, si no estábamos enteramente felices, tampoco estábamos enteramente desgraciados.

En la única obra de su biblioteca, Tom leía sobre uno que había «aprendido a estar contento, fuera cuál fuese su estado». Le parecía una doctrina buena y razonable y estaba de acuerdo con el hábito consolidado que él había adquirido leyendo ese mismo libro.

Su carta a casa, tal como lo contamos en el último capítulo, fue respondida a su debido tiempo por el señorito George, con su buena letra redonda de escolar que Tom había dicho que se podía leer «casi desde el otro lado de la habitación». Contenía varios puntos de interés sobre los asuntos de su casa: cómo a la tía Chloe la habían alquilado a un pastelero de Louisville, donde su talento como repostera le hacía ganar cantidades fabulosas de dinero, todo el cual, le informaban a Tom, iba a ahorrarse para juntar la cantidad necesaria para su redención; Mose y Pete estaban estupendamente y el bebé se paseaba por toda la casa bajo los cuidados de Sally y de toda la familia en general.

La cabaña de Tom estaba cerrada de momento; pero George se explayó sobre los adornos y mejoras que le harían cuando Tom volviese.

El resto de la carta daba una lista de las asignaturas de George en el colegio, cada una adornada con una floreciente mayúscula; y también relataba los nombres de cuatro potros nuevos que habían aparecido en la hacienda desde la partida de Tom; y decía, en el mismo apartado, que su padre y su madre estaban bien. El estilo de la carta era decididamente conciso y sucinto, pero a Tom le pareció la mejor muestra de redacción que se hubiera escrito en la época moderna. No se cansaba nunca de mirarla e incluso celebró un consejo con Eva sobre la conveniencia de mandarla enmarcar, para colgarla en su habitación. El único obstáculo que se interpuso en esta empresa era la dificultad de ponerla de forma que se pudieran ver las dos caras de la página a la vez.

La amistad entre Tom y Eva había ido creciendo según iba creciendo la niña. Sería difícil decir qué lugar ocupaba ella en el corazón tierno e impresionable de su fiel servidor. La amaba como una cosa frágil y terrenal y sin embargo casi la adoraba como algo divino y sobrenatural. La miraba como el marinero italiano contempla la imagen del niño Jesús, con una mezcla de reverencia y ternura; y el mayor placer de Tom estribaba en hacer realidad sus caprichos y cumplir los miles de sencillos deseos que iluminan la infancia como un arco iris multicolor. En el mercado por la mañana, sus ojos se posaban siempre en los puestos de flores buscando ramos exóticos para ella, y el más hermoso melocotón o naranja se deslizaba dentro de su bolsillo para dárselo a su regreso; y lo que más le gustaba a él era la visión de su cabecita dorada asomada a la puerta esperando que él se aproximara a lo lejos y sus preguntas infantiles: «Y bien, tío Tom, ¿qué me has traído hoy?».

Y Eva tampoco se quedaba corta a la hora de devolverle sus amables atenciones. Aunque era una niña, leía maravillosamente; un magnífico oído musical, una imaginación poética y una simpatía instintiva hacia lo grandioso y noble hacían de ella la mejor lectora de la Biblia que Tom hubiera oído jamás. Al principio, leía para complacer a su humilde amigo; pero su propia naturaleza seria pronto empezó a extender sus zarcillos para enredarse en el magnífico libro; y a Eva le encantaba porque despertaba dentro de ella extrañas añoranzas y fuertes emociones incipientes que los niños apasionados e imaginativos gustan de experimentar.

Las partes que más le gustaban eran el Apocalipsis y las Profecías, partes cuyas imágenes turbias y fantásticas y cuyo ferviente lenguaje la impresionaban más por no comprender del todo su significado; y tanto ella como su sencillo amigo, la niña pequeña y el niño adulto, sentían lo mismo. Todo lo que sabían era que hablaba de una gloria que había de revelarse, una cosa maravillosa aún por venir, que hacía regocijarse su alma sin que supieran por qué; y aunque no es cierto de lo físico, en lo moral es verdad que lo que no se comprende no siempre carece de valor. Porque el alma despierta como tembloroso forastero entre dos eternidades imprecisas: el pasado eterno y el futuro eterno. La luz ilumina tan sólo un pequeño espacio a su alrededor; por lo tanto, se inclina hacia lo desconocido; y las voces y los hechos opacos que le llegan desde el pilar borroso de la inspiración encuentran ecos y respuestas en su propia naturaleza expectante. Sus imágenes místicas son talismanes y gemas que llevan grabados jeroglíficos desconocidos; los acoge a su seno y espera leerlos cuando pase al otro lado del velo.

En este punto de nuestra historia, toda la familia St. Clare se ha trasladado temporalmente a la villa junto al lago Pontchartrain. Los calores del verano habían obligado a todos los que podían hacerlo a abandonar la ciudad sofocante y malsana para buscar las frescas brisas marinas de la orilla del lago.

La villa de St. Clare era una casa antillana rodeada de luminosos porches de bambú, que daban por todos los lados a jardines y zonas de recreo. El salón comunitario daba a un gran jardín fragante con todas las plantas y flores pintorescas de los trópicos, con sinuosos senderos que conducían a las mismas orillas del lago, cuya lámina plateada de agua subía y bajaba bajo los rayos del sol, un cuadro siempre cambiante y, a cada hora que pasaba, más bello.

Ahora estamos ante una de esas puestas de sol intensamente doradas que tiñen todo el horizonte con un rubor de gloria y convierten el agua en otro cielo. El lago se extendía en vetas de rosa y de oro, salvo donde las barcas con sus velas blancas se deslizaban hacia delante y hacia atrás como espíritus, y unas estrellas doradas centelleaban en el resplandor, contemplándose temblorosas en el agua.

Tom y Eva estaban sentados sobre un musgoso banco en una glorieta al pie del jardín. Era el domingo por la tarde, y la Biblia de Eva yacía abierta en su regazo. Leyó:

—«Y vi un mar de cristal, mezclado con fuego». Tom —dijo Eva, deteniéndose de pronto y señalando el lago—, allí está.

—¿El qué, señorita Eva?

—¿No lo ves, allí? —dijo la niña, señalando el agua cristalina que, al subir y bajar, reflejaba el fulgor dorado del cielo—. Allí está el «mar de cristal, mezclado con fuego».

—Es verdad, señorita Eva —dijo Tom, y cantó—:

Oh, si tuviera las alas de la mañana,

me iría volando a la orilla del Canaán;

ángeles brillantes me llevarían a casa,

a la nueva Jerusalén.

—¿Dónde crees que estará el nuevo Jerusalén, tío Tom? preguntó Eva.

—Pues, allí arriba en las nubes, señorita Eva.

—Entonces creo que lo veo —dijo Eva—. ¡Mira entre aquellas nubes! ¡Parecen grandes puertas de nácar; y se puede ver más allá, muy, muy lejos: todo es de oro! Tom, canta sobre los «luminosos espíritus».

Veo una banda de luminosos espíritus,

que prueban las glorias allí;

visten de blanco inmaculado,

y portan palmas victoriosas.

—¡Tío Tom, los he visto! —dijo Eva.

Tom no lo dudó ni por un momento; no le sorprendió lo más mínimo. Si Eva le dijera que había ido al cielo, le hubiera parecido muy probable.

A veces acuden a mí cuando duermo, aquellos espíritus —y los ojos de Eva se tornaron soñolientos y canturreó con voz baja:

Visten de blanco inmaculado,

y portan palmas victoriosas.

—Tío Tom —dijo Eva—, yo me voy allá.

—¿Adónde, señorita Eva?

La niña se levantó y señaló el cielo con su pequeña mano; el resplandor de la tarde iluminaba su cabello dorado y su mejilla encendida con una especie de brillo sobrenatural y sus ojos se dirigían con intensidad al cielo.

—¡Me voy
allá
—dijo— con los luminosos espíritus, Tom;
me voy allá, pronto
!

El viejo y leal corazón sintió un repentino vuelco; y Tom pensó en las veces que había notado, en los últimos seis meses, que las pequeñas manos de Eva habían adelgazado, y su piel se había vuelto más transparente y su aliento más entrecortado; y cómo, cuando jugaba en el jardín, como antaño hacía durante horas, se cansaba y languidecía enseguida. Había oído hablar muchas veces a la señorita Ophelia de la tos que todos sus medicamentos no eran capaces de curar; y ahora la ferviente mejilla y la pequeña mano ardían de fiebre; sin embargo, el pensamiento que sugerían las palabras de Eva no se le había ocurrido hasta ahora.

¿Había habido alguna vez una niña como Eva? Sí, las ha habido; pero siempre se ve sus nombres en las lápidas funerarias y sus dulces sonrisas, sus celestiales ojos, sus singulares palabras y costumbres se hallan siempre entre los tesoros ocultos de los corazones anhelantes. ¡En cuántas familias se oye la leyenda de que la bondad y las dotes de los vivos no son nada al lado de las de uno que ya no está entre ellos! Es como si el cielo tuviese una banda especial de ángeles cuya misión es vivir aquí una temporada para granjearse el cariño del díscolo corazón humano para llevárselo con ellos en su vuelo de regreso. Cuando se ve esa profunda luz espiritual en los ojos, cuando el alma se expresa con palabras más dulces y sabias que las palabras comunes de los niños, no intentéis retener a ese niño; pues lleva impreso el sello del cielo y la luz de la inmortalidad se asoma por sus ojos.

¡Aun así, querida Eva, estrella de tu hogar, te marchas! Pero no lo saben los que más te aman.

Una llamada impaciente de la señorita Ophelia interrumpió el coloquio entre Tom y Eva.

—¡Eva, Eva! Niña, cae el rocío; no debías estar ahí fuera.

Eva y Tom entraron apresuradamente.

La señorita Ophelia había vivido muchos años y era muy hábil en el cuidado de los enfermos. Era de Nueva Inglaterra y conocía bien los primeros pasos engañosos de aquella enfermedad suave e insidiosa que barre a tantos seres bellos y delicados y, antes de que parezca que se ha roto una sola fibra de la vida, los señala irremediablemente para la muerte.

Se había fijado en esa ligera tos seca y la mejilla cada día más encendida; no podían engañarle el brillo de los ojos ni la vivacidad etérea de la fiebre.

Intentó comunicar sus temores a St. Clare; pero éste rechazaba sus insinuaciones con desasosegado malhumor, muy diferente de su habitual humor alegre y despreocupado.

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