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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (19 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¡Por supuesto, pobre hombre! —dijo el anciano caballero, cogiendo el alfiler con los ojos acuosos y la voz temblorosa y melancólica.

—Dígale una cosa —dijo George—; es mi último deseo, si puede llegar al Canadá, que vaya allí. No importa lo amable que sea su ama, no importa cuánto ama su hogar, suplíquele que no vuelva, porque la esclavitud siempre acaba en tragedia. Dígale que eduque a nuestro hijo como hombre libre para que no sufra como he sufrido yo. Dígale esto, señor Wilson, ¿quiere?

—Sí, George, se lo diré; pero confío en que no mueras; anímate, eres un tipo valiente. Confía en el Señor, George. Quisiera con toda mi alma que estuvieras a salvo.

—¿Existe un Dios en quien confiar? —preguntó George, con semejante tono de amarga desesperación que detuvo las palabras del anciano caballero—. Ay, he visto cosas en mi vida que me han hecho sentir que no puede haber un Dios. Ustedes los cristianos no saben cómo vemos nosotros estas cosas. Existe Dios para ustedes, pero ¿existe Dios para nosotros?

—Ay, no digas eso, muchacho —dijo el anciano, casi sollozando mientras hablaba—; ¡no sientas esas cosas! Existe, existe; está oculto por nubes y tinieblas, pero la rectitud y el juicio señalan su morada. Existe un Dios, George, créelo; confía en Él y estoy seguro de que Él te ayudará. Se hará justicia, si no en esta vida, en la próxima.

La auténtica piedad y la bondad del sencillo anciano le confirieron a sus palabras dignidad y autoridad. George dejó de caminar de un lado de la habitación al otro y se quedó parado un momento y después dijo:

—Gracias por decir eso, mi buen amigo. Pensaré en ello.

Capítulo XII

Un incidente propio del comercio legítimo

En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Raquel que llora por sus hijos, que rehúsa consolarse
[17]
.

El señor Haley y Tom avanzaban lentamente en su carro, cada uno absorto en sus propias reflexiones. Ahora bien, son una cosa curiosa las reflexiones de dos hombres que se hallan uno al lado del otro, sentados en el mismo asiento, con los mismos ojos, oídos, manos y órganos diversos, viendo pasar ante ellos los mismos objetos: es asombrosa la variedad que podemos encontrar en estas reflexiones.

En el caso del señor Haley, por ejemplo: pensó primero en el tamaño de Tom, su corpulencia y su altura y el dinero que sacaría de su venta si lo mantenía gordo y en buen estado hasta llevarlo al mercado. Pensó en cuánto ganaría con toda su cuadrilla de esclavos; pensó en el valor respectivo en el mercado de los supuestos hombres, mujeres y niños que la constituirían y otros temas relacionados; luego pensó en sí mismo, en lo humanitario que era, ya que, mientras que otros hombres encadenaban a sus negros de manos y de pies, él sólo les ponía grilletes en los pies y dejaba a Tom libre para usar las manos, siempre que se portara bien; y suspiró al pensar en lo ingrata que era la naturaleza humana, pues cabía dudar que Tom apreciase su clemencia. Lo habían engañado tantos negros a los que había favorecido, que aún le asombraba más darse cuenta de lo bondadoso que seguía siendo.

En cuanto a Tom, pensaba en las palabras de un viejo libro poco leído, que pasaban por su mente una y otra vez: «Aquí no tenemos una ciudad duradera pero buscamos una en lo futuro; por lo que a Dios no le avergüenza que lo llamemos Dios, porque Él nos ha preparado una ciudad». Estas palabras de un antiguo volumen, compuesto principalmente por «hombres ignorantes e iletrados», a lo largo de los años han ejercido una especie de fascinación en las mentes de hombres sencillos y llanos como Tom. Despiertan lo más profundo del alma e infunden valor, energía y entusiasmo donde antaño sólo existía la más negra desesperación.

El señor Haley sacó del bolsillo varios periódicos y se puso a examinar los pasquines con un interés embelesado. No era un lector muy ducho y acostumbraba a leer medio recitando, como si pidiese a sus oídos que verificaran las deducciones de sus ojos. Con este tono recitó lentamente el siguiente párrafo:

SE VENDEN NEGROS: VENTA DE ALBACEAS
.

De acuerdo con el mandamiento judicial se venderán, el martes 20 de febrero, a la puerta del tribunal de la ciudad de Washington, Kentucky, los siguientes negros: Hagar, de 60 años, John, de 30, Ben, de 21, Saul, de 25, Albert, de 14. Las ganancias serán para los acreedores y herederos del caudal de Jesse Blutchford.

S
AMUEL
M
ORRIS
,

T
HOMAS
F
LINT

Albaceas.

Debo ver esto —dijo a Tom, a falta de otra persona a quien dirigirse—. Verás, voy a juntar una cuadrilla de primera para llevarla al sur contigo, Tom; así será agradable y sociable, ya sabes, la buena compañía. Lo primero de todo, debemos ir directamente a Washington y te meteré en la cárcel mientras me ocupo de estos negocios.

Tom acogió con mansedumbre esta noticia encantadora, preguntándose solamente cuántos de estos hombres condenados tendrían mujeres e hijos, y si se sentirían tan mal como él por separarse de ellos. Hay que confesar, además, que la información inocente y espontánea de que lo iban a meter en la cárcel de ninguna manera produjo una impresión agradable en un hombre que siempre había hecho gala de un modo de vida estrictamente honrado y correcto. Sí, debemos reconocerlo, Tom estaba bastante orgulloso de su honradez, el pobre, al no tener muchas más cosas de que enorgullecerse; si hubiese pertenecido a una clase social más alta, quizás nunca se hubiera visto reducido a semejante tesitura. Sin embargo, el día se fue pasando y por la tarde Tom y el señor Haley estaban cómodamente instalados en Washington, uno en una taberna y el otro en la cárcel.

A las once del día siguiente, se había reunido alrededor de la escalera de los tribunales un gentío abigarrado, fumando, mascando, escupiendo, maldiciendo y conversando, cada uno según sus gustos e inclinaciones, esperando que diera comienzo la subasta. Los hombres y mujeres que se iban a vender estaban sentados aparte y se hablaban con voz queda. La mujer anunciada bajo el nombre de Hagar era una verdadera africana de tipo y facciones. Debía de tener unos sesenta años, pero aparentaba más por culpa del trabajo y la enfermedad, estaba casi ciega y algo incapacitada por el reumatismo. A su lado se encontraba Albert, el único hijo que le quedaba, un muchachote de aspecto despierto de unos catorce años. Era el único superviviente de una gran familia que se había ido vendiendo poco a poco en el mercado del sur. La madre se agarraba a él con las dos manos temblorosas y miraba con gran perturbación a todos los que se acercaban a examinarlo.

—No temas, tía Hagar —dijo el mayor de los hombres—, hablé con el señor Thomas y me dijo que a lo mejor conseguiría venderos en el mismo lote a los dos.

—Que no digan que yo estoy acabada —dijo ella, alzando las manos temblorosas—. Puedo guisar todavía y frotar y fregar; vale la pena comprarme, si me venden barata, tú díselo, díselo —añadió con convicción.

En ese momento, Haley se abrió paso entre el grupo, se aproximó al viejo y le abrió bruscamente la boca para mirarla por dentro, le tocó los dientes, le hizo erguirse y doblarse y contorsionarse para mostrar los músculos; luego pasó al siguiente y le hizo pasar las mismas pruebas. Acercándose finalmente al muchacho, le tocó los brazos, le enderezó las manos, le escudriñó los dedos y le hizo saltar para mostrar su agilidad.

—No lo van a vender sin mí —dijo la anciana con apasionado énfasis—; él y yo vamos en el mismo lote; yo estoy muy fuerte todavía, amo, y puedo hacer mucho trabajo, muchísimo, amo.

—¿En una plantación? —preguntó Haley con una mirada de desprecio—. ¡Sí, sí! —y con aspecto de estar satisfecho de su examen, se alejó y se quedó mirando con las manos en los bolsillos, el cigarro en la boca y el sombrero ladeado en la cabeza, preparado para actuar.

—¿Qué opina usted de ellos? —preguntó un hombre que había observado el examen de Haley como si quisiera saber su opinión para decidir él mismo.

—Bien —dijo Haley, escupiendo—, creo que pujaré por los más jóvenes y el muchacho.

—Quieren vender al muchacho y a la mujer juntos —dijo el hombre.

—Les va a ser difícil; ella no es más que un saco de huesos. No vale ni la sal que come.

—¿No la quiere, entonces? —preguntó el hombre.

—Sería tonto quien la quisiera. Está medio ciega y tullida de reuma, y tonta, además.

—Algunos compran a estos viejos y dicen que sirven para más de lo que se creería uno —dijo reflexivamente el hombre.

—Pues, yo no —dijo Haley—; no me la quedaría aunque me la regalasen, esa es la verdad, ¡la he visto!

—Pues es una lástima no comprarla con el hijo. Parece que ella se ha empeñado en eso, así que supongo que la dan barata.

—Los que tengan dinero para gastar así, mejor para ellos. Yo pujaré por el muchacho como bracero de plantación. Ella no me interesa; no me la quedaría ni regalada —dijo Haley.

—¡La que va a armar! —dijo el hombre.

—Supongo que es inevitable —dijo el tratante con frialdad.

Aquí un repentino murmullo entre el público interrumpió la conversación y el subastador, un tipo bajo, enérgico y ufano se abrió paso a codazos entre la multitud. La vieja contuvo la respiración y se agarró instintivamente a su hijo.

—Quédate cerca de tu mamá, Albert, cerca, para que nos pongan juntos —dijo.

—¡Ay, mamá, me temo que no! —dijo el muchacho.

—Deben hacerlo, hijo; no podré vivir si no —dijo la anciana con vehemencia.

Los tonos estentóreos del subastador pidiendo que despejasen el camino anunciaron que iba a comenzar la venta. Se dejó libre un sitio y empezaron las pujas. Los diferentes hombres de la lista se vendieron enseguida por precios que indicaban la buena demanda del mercado; a Haley le correspondieron dos de ellos.

—Vamos, jovencito —dijo el subastador, tocando al muchacho con el mazo—, levántate para que veamos tu agilidad.

—Véndanos juntos, juntos, por favor, señor —suplicó la anciana, agarrándose fuertemente a su hijo.

—¡Largo! —dijo rudamente el hombre, apartándole las manos—; tú eres la última. Ahora, negrito, ¡salta! y diciendo esto, empujó al muchacho hacia la plataforma mientras se oyó detrás de él un quejido profundo y penetrante. El muchacho dudó y miró hacia atrás, pero no había tiempo que perder, por lo que se subió a la plataforma rápidamente, apartándose las lágrimas de los grandes ojos relucientes.

Su espléndido cuerpo, sus ágiles extremidades y su rostro despierto provocaron una competencia instantánea y media docena de pujas llegaron simultáneamente a oídos del subastador. Ansioso y un poco asustado, el muchacho miró de un lado a otro escuchando el alboroto de las pujas rivales, hasta que cayó el mazo. Lo había conseguido Haley. Lo empujaron desde la plataforma hacia su nuevo amo pero se detuvo un momento y miró atrás, donde su pobre madre, temblando de la cabeza a los pies, tenía los brazos extendidos hacia él.

—¡Cómpreme a mí también, amo, por el amor de Dios! ¡Cómpreme, o moriré!

—¡Morirás si te compro, ahí está el problema! —dijo Haley—. ¡No! —y se marchó.

Las pujas para la pobre anciana fueron breves. El hombre que se había dirigido a Haley y que no parecía carecer del todo del don de la compasión, la compró por una bagatela, y empezaron a dispersarse los espectadores.

Las pobres víctimas de esta venta, criadas juntas en el mismo lugar durante años, se reunieron en torno a la madre desesperada, cuyo sufrimiento era angustioso presenciar.

—¿No podían dejarme ni a uno? El amo siempre decía que me quedaría con uno —repetía una y otra vez en tono lastimero.

—¡Confía en el Señor, tía Hagar! —dijo el mayor de los hombres tristemente.

—¿Para qué sirve? —preguntó, sollozando apasionadamente.

—¡Madre, madre, no llores! —dijo el muchacho—. Dicen que tienes un buen amo.

—No me importa, no me importa. ¡Ay, Albert, hijo, eres mi último hijo! Señor, ¿cómo voy a soportarlo?

—Vamos, lleváosla, algunos de vosotros —dijo Haley secamente—. No le hace ningún bien lamentarse de esta manera.

Los mayores del grupo, en parte por gusto y en parte a la fuerza, soltaron las manos de la anciana e intentaron consolarla mientras la acompañaban al carro de su nuevo amo.

—¡Vamos! —dijo Haley, juntando a empujones a los tres esclavos que había comprado y sacando un manojo de esposas, que procedió a colocarles en las muñecas. Después sujetó las esposas a una larga cadena y los condujo a la cárcel.

Unos días después, Haley se encontraba instalado a salvo con sus pertenencias en uno de los barcos del río Ohio. Tenía los principios de su cuadrilla, que se iría aumentando, según iba avanzando el barco, con otras mercancías de la misma especie, almacenadas por él o su agente en varios puntos a lo largo de la orilla.

La
Belle Riviére
, un barco de vapor tan gallardo y hermoso como cualquiera que jamás surcara las aguas del río que le inspiraba el nombre, navegaba alegremente bajo un cielo despejado, con las barras y estrellas de la América libre ondeando en lo alto. La cubierta estaba repleta de elegantes damas y caballeros que se paseaban disfrutando del tiempo espléndido. Todos estaban llenos de vida animada y festiva, todos menos los miembros de la cuadrilla de Haley, que se encontraban hacinados con otras mercancías en la cubierta inferior y que, por algún motivo, no parecían apreciar sus muchos privilegios, ahí sentados en caterva, hablándose en voz baja.

—Muchachos —dijo Haley, acercándose rápidamente—, espero que estéis animados y contentos. Nada de morros, pues; a mal tiempo, buena cara, muchachos; portaos bien conmigo y yo me portaré bien con vosotros.

Los muchachos contestaron con el inevitable «sí, amo», la consigna de la pobre África desde hacía años; pero hay que reconocer que no tenían un aspecto muy animoso; tenían pequeñas querencias hacia las esposas, madres, hermanas e hijos, vistos por última vez y, aunque «los que los maltrataban les exigían alegría», no eran capaces de mostrarla.

Tengo esposa —dijo la mercancía designada como «John, 30 años», poniendo la mano esposada en la rodilla de Tom— que no sabe una palabra de esto, pobrecita.

—¿Dónde vive? —preguntó Tom.

—En una taberna un poco más abajo —dijo John—. ¡Ojalá pudiera verla una vez más en este mundo! —añadió.

¡Pobre John! Su pena era natural, y las lágrimas que caían mientras hablaba acudían con tanta naturalidad como si fuese blanco. Tom soltó un profundo suspiro desde el fondo de su corazón e intentó consolarlo a su torpe manera.

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