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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (20 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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Y encima de sus cabezas, en la cubierta superior, estaban sentados padres y madres con sus hijos alegres revoloteando a su alrededor como mariposas; todo sucedía con naturalidad y llaneza.

—Eh, mamá —dijo un niño que acababa de subir desde el piso inferior—, hay un tratante de negros a bordo que tiene tres o cuatro esclavos allí abajo.

—¡Pobres criaturas! —dijo la madre en un tono entre apenado e indignado.

—¿Qué ocurre? —preguntó otra dama.

—Hay algunos pobres esclavos abajo —dijo la madre.

—Y llevan cadenas —dijo el niño.

—¡Es una vergüenza para nuestro país que se vean semejantes espectáculos! —dijo otra señora.

—Pues hay mucho que decir a favor y en contra del tema —dijo una mujer refinada, que estaba sentada cosiendo a la puerta de su camarote mientras sus hijos jugaban cerca—. Yo he estado en el Sur, y he de decir que creo que los negros están mejor que si estuvieran libres.

—En algunos aspectos algunos de ellos están bien, se lo concedo —dijo la señora a quien había contestado la anterior—. Lo más terrible de la esclavitud, a mi modo de ver, son los ultrajes cometidos contra los sentimientos y los afectos, como separar a las familias, por ejemplo.

—Ése es un mal asunto, desde luego —dijo la otra señora, levantando un vestido de bebé que acababa de terminar y examinando con atención los perifollos—, pero me imagino que no ocurre con frecuencia.

—Ya lo creo que sí —dijo la primera con impaciencia—; he vivido muchos años en Kentucky y Virginia y he visto lo bastante para asquear a cualquiera. ¿Qué sentiría, señora, si se llevaran a sus dos hijos para venderlos?

—No podemos comparar nuestros sentimientos con los de esa clase de personas —dijo la otra señora, ordenando en su regazo unas prendas de estambre.

—Desde luego, señora, no puede saber usted nada de ellos si habla de esa forma —contestó la primera con indignación—. Yo nací y me crié entre ellos. Sé que sienten igual de profundamente, o quizás incluso más, que nosotros.

La dama respondió: —¿De veras? —bostezó, miró por la ventana del camarote y finalmente repitió, como broche de oro, el comentario con el que había empezado—: Después de todo, creo que están mejor que si estuvieran libres.

—No hay duda de que la Providencia dispone que los de la raza africana sean sirvientes, que se mantengan en baja condición —dijo un caballero de aspecto serio vestido de negro, un clérigo, sentado junto a la puerta del camarote— «¡Maldito sea Canaán! ¡Siervo de siervos sea para tus hermanos!
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», dicen las Sagradas Escrituras.

—Vaya, forastero, ¿es eso lo que significa ese texto? —preguntó un hombre alto, que se encontraba de pie cerca.

—Sin duda. La Providencia quiso, por algún motivo inescrutable, condenar a esa raza a la esclavitud hace muchísimo tiempo; nosotros no debemos oponernos.

—Pues entonces todos compraremos negros —dijo el hombre— si es lo que quiere la Providencia, ¿verdad, caballero? —dijo, volviéndose hacia Haley, que estaba de pie junto a la estufa con las manos en los bolsillos, escuchando la conversación con interés.

—Sí —prosiguió el hombre alto—, todos debemos resignamos a los mandatos de la Providencia. Hay que vender a los negros, llevarlos de un lado para otro y someterlos; para eso los han hecho. Parece ser que esta opinión le conviene, ¿verdad, forastero? —dijo a Haley.

—Nunca lo había pensado —dijo Haley—. Yo no lo hubiese dicho, pues no soy instruido. Me metí en el negocio sólo para ganarme la vida; si no está bien, pensaba arrepentirme con el tiempo, ¿comprende usted?

—Y ahora no tiene por qué molestarse, ¿eh? —dijo el hombre alto—. Ya ve usted lo útil que es conocer las Sagradas Escrituras. Si hubiera estudiado la Biblia, como este buen hombre, lo habría sabido antes y se habría ahorrado muchas molestias. Podría decir simplemente: «Maldito… ¿cómo se llama?», y todo hubiera estado bien y el forastero, que no era otro que el honrado ganadero que presentamos a nuestros lectores en la taberna de Kentucky, se sentó y se puso a fumar con una extraña sonrisa en su rostro largo y enjuto.

En este punto intervino un joven alto y esbelto con una expresión de sensibilidad e inteligencia, repitiendo las palabras: «Todo lo que quisierais que os hicieran los hombres a vosotros, eso es lo que deberíais hacer vosotros a ellos». Creo —añadió— que esto es de las Sagradas Escrituras igual que «Maldito Canaán».

—Bien, parece ser un texto igual de sencillo —dijo el ganadero John— para unos pobres tipos como nosotros —y siguió echando humo como un volcán.

El joven se detuvo como si fuera a decir algo más, pero de repente se paró el barco y los presentes se precipitaron, al estilo habitual de los barcos de vapor, para ver dónde tocaban tierra.

—¿Esos dos son clérigos? —preguntó John a uno de los hombres mientras salían.

El hombre asintió con la cabeza.

Al detenerse el barco, una mujer negra subió corriendo alocada por la plancha, se abalanzó entre la multitud, y se precipitó al lugar donde se hallaba la cuadrilla de esclavos, rodeando con los brazos a la desgraciada mercancía nombrada anteriormente: «John, 30 años», llamándola marido, entre sollozos, gemidos y lágrimas.

Pero no hace falta contar la historia demasiadas veces contada, incluso a diario, de corazones rotos y destrozados, ¡de seres débiles rotos y destrozados para beneficio y provecho de los fuertes! No hace falta contarla; se cuenta a diario, y se cuenta al oído de Uno que no es sordo, aunque hace mucho tiempo que está callado.

El joven que antes había defendido la causa de la humanidad y de Dios se quedó con los brazos cruzados mirando esta escena. Se volvió a Haley, que se encontraba a su lado.

—Amigo —dijo con voz gruesa— ¿cómo puede, cómo se atreve a llevar semejante negocio? ¡Mire a estas pobres criaturas! Aquí estoy yo, alegrándome el corazón de que voy a casa con mi esposa y mi hijo; y la misma campana que es la señal que hará que me lleven más cerca de ellos, separará a este pobre hombre de su esposa para siempre. No lo dude usted, Dios le hará responder de esto.

El tratante volvió la cabeza en silencio.

—Vaya, vaya —dijo el ganadero, tocándole el codo—, hay diferencias entre los clérigos, ¿verdad? Maldito Canaán no parece ser el lema de éste, ¿eh?

Haley gruñó inquieto.

—Y eso no es lo peor —dijo John—; quizás no sea el lema del Señor tampoco, a la hora de rendirle cuentas, un día de éstos, como todos hemos de hacer, me parece.

Haley se aproximó reflexivamente al otro extremo del barco.

«Si gano un buen pico con el próximo par de cuadrillas», pensó, «creo que acabaré con esto; se está haciendo peligroso». Y sacó la libreta y empezó a hacer cuentas, procedimiento que para muchos caballeros además del señor Haley ha resultado ser un buen remedio para una conciencia intranquila.

El barco se alejó majestuosamente de la orilla y todas las cosas continuaron alegremente, igual que antes. Los hombres charlaban, holgazaneaban, leían y fumaban. Las mujeres cosían, los niños jugaban y el barco seguía su camino.

Un día, cuando el barco estaba atracado un rato en un pequeño pueblo de Kentucky, Haley se acercó a éste por un asunto de negocios.

Tom, cuyos grilletes no impedían que diera un modesto paseo, se había aproximado a la borda del barco y estaba mirando apático por encima de la barandilla. Un rato después, vio volver al tratante a paso ligero, acompañado de una mujer negra con un niño pequeño en brazos. Vestía de forma respetable y la iba siguiendo un hombre negro, portando un pequeño baúl. La mujer avanzaba alegremente, hablando con el hombre que llevaba su baúl, y de esta manera subió la plancha hasta el barco. Sonó la campana, la rueda zumbó, la máquina gruñó y tosió y el barco se fue río abajo.

La mujer se adelantó entre las cajas y las balas de la cubierta inferior y, sentándose, se puso a hacerle carantoñas al niño.

Haley dio un par de vueltas al barco y después se acercó a ella, se sentó y empezó a decirle algo con voz baja e indiferente.

Tom vio cómo una pesada nube se posó pronto en la frente de la mujer y cómo contestó deprisa y con gran vehemencia.

—¡No me lo creo, no quiero creerlo! —la oyó decir—. ¡Me está tomando el pelo!

—Si no te lo crees, mira aquí —dijo el hombre, sacando un papel—; éste es el contrato de venta y aquí está el nombre de tu amo; y yo he pagado un buen dinero en efectivo, te lo aseguro, así que, ¡ya está!

—¡No puedo creer que el amo me engañara de esa manera, no puede ser verdad! —dijo la mujer, cada vez más agitada.

—Puedes preguntárselo a cualquiera de los hombres que están aquí que sepan leer. ¡Oiga! —dijo a un hombre que pasaba— lea usted esto, ¿quiere? Esta muchacha no me cree cuando le digo lo que es.

—Pues es un contrato de venta, firmado por John Fosdick —dijo el hombre—, cediéndole a usted la propiedad de la muchacha Lucy y su hijo. Está todo bastante claro, por lo que puedo ver.

Las exclamaciones apasionadas de la mujer atrajeron a una multitud de personas, que se reunieron a su alrededor y el tratante les explicó brevemente el motivo del altercado.

—Me dijo que me mandaba a Louisville para trabajar de cocinera en la misma taberna donde trabaja mi marido, eso es lo que me dijo mi amo en persona, y no me puedo creer que me mintiera —dijo la mujer.

—Pero te ha vendido, pobre mujer, de eso no hay duda —dijo un hombre con aspecto de bondadoso tras examinar los papeles—; lo ha hecho, desde luego.

—Entonces no sirve de nada hablar —dijo la mujer, tranquilizándose de repente; y, cogiendo más fuerte a su hijo en los brazos, se sentó en su baúl, les volvió la espalda y se puso a mirar el río con apatía.

—Se lo va a tomar con calma, después de todo —dijo el tratante—. ¡La muchacha tiene coraje!

La mujer tenía un aspecto tranquilo mientras avanzaba el barco; una brisa estival dulce y suave pasaba por encima de su cabeza como un espíritu compasivo, la brisa benigna que nunca pregunta si es clara u oscura la frente que acaricia. Y vio la luz del sol reflejada en rizos dorados en el agua y oyó voces alegres, contentas de ocio y placer, hablando a su alrededor; pero el corazón le pesaba como si le hubiese caído encima una gran losa. Su hijito se alzó en sus brazos y le acarició la mejilla con sus manitas; daba saltitos, gorjeaba, canturreaba y parecía empeñado en animarla. Ella lo abrazó muy fuerte de repente y una lágrima tras otra empezaron a caer sobre la carita inconsciente y sorprendida; después, pareció sosegarse poco a poco y se ocupó en atender al niño y darle de mamar.

El bebé, un niño de diez meses, era más grande y fuerte de lo normal para su edad y de extremidades muy vigorosas. No se paraba ni un momento y mantenía a su madre ocupada sujetándolo y frenando sus constantes saltos.

—¡Qué muchacho tan guapo! —dijo un hombre, parando frente al niño con las manos en los bolsillos—. ¿Qué edad tiene?

—Diez meses y medio —dijo la madre.

El hombre silbó al niño y le ofreció un trozo de caramelo, que éste agarró con entusiasmo y colocó enseguida en el almacén general de todos los niños, es decir, la boca.

—¡Qué listo! —dijo el hombre—. ¡Sabe lo que se hace! —silbó y se marchó. Cuando llegó al otro lado del barco, se encontró con Haley, que fumaba encima de un montón de ajas.

El forastero sacó una cerilla y encendió un puro, diciendo al mismo tiempo:

—Guapa muchacha la que tiene usted ahí, forastero.

—Pues, supongo que es bastante guapa —dijo Haley, expeliendo el humo por la boca.

—¿La lleva usted al sur? —preguntó el hombre.

Haley asintió y siguió fumando.

—¿Para trabajar en una plantación? —preguntó el hombre.

—Bien —dijo Haley—, estoy reuniendo el pedido de una plantación y creo que la incluiré. Me han dicho que es buena cocinera, así que pueden usarla para eso o para recoger algodón. Tiene los dedos adecuados para eso: los he mirado. La venderé bien, en cualquier caso y Haley volvió a fumar.

—No querrán al niño en la plantación —dijo el hombre.

—Lo venderé a la primera oportunidad —dijo Haley, encendiendo otro cigarro.

—Supongo que lo venderá bastante barato —dijo el forastero, encaramándose en la pila de cajas y sentándose cómodamente.

—Pues no lo sé —dijo Haley—; es un chiquillo muy listo, bien formado, gordo y fuerte; tiene la carne prieta como un ladrillo.

—Es verdad, pero están la molestia y el gasto de criarlo.

—¡Tonterías! —dijo Haley—. Éstos se crían tan fácilmente como cualquier otra criatura; no dan más guerra que los cachorros. Este pequeñito estará correteando por ahí dentro de un mes.

—Yo tengo un buen sitio para criarlos y estaba pensando en coger más género —dijo el hombre—. Una cocinera perdió a un hijo la semana pasada, se ahogó en la palangana de la colada mientras ella tendía la ropa, y creo que sería buena idea ponerla a criar a éste.

Haley y el forastero fumaron un rato en silencio, ya que ninguno de los dos aparentaba querer tocar el tema principal de la conversación. Finalmente el hombre prosiguió:

—No se le ocurrirá pedir más de diez dólares por ese niño, ya que tiene usted que deshacerse de él, ¿verdad?

Haley negó con la cabeza y escupió de forma impresionante.

—No es suficiente, en absoluto —dijo, y comenzó a fumar de nuevo.

—Bien, forastero, ¿cuánto quiere?

—Bien —dijo Haley—, yo mismo podría criar a ese pequeño o mandarlo criar; es muy fuerte y sano y le sacaré cien dólares de aquí a seis meses; y en un año o dos, doscientos, si lo coloco en el lugar adecuado; así que no aceptaré un centavo menos de cincuenta por él ahora.

—Vaya, forastero, ¡es totalmente ridículo! —dijo el hombre.

—Pero es así! —dijo Haley, moviendo la cabeza con decisión.

—Le daré treinta por él —dijo el forastero—, pero ni un centavo más.

—Ahora, le diré lo que voy a hacer —dijo Haley, escupiendo otra vez con renovada decisión—. Partiremos la diferencia y diremos cuarenta y cinco; es lo mejor que puedo ofrecerle.

—De acuerdo —dijo el hombre después de una pausa.

—¡Hecho! —dijo Haley—. ¿Dónde va a desembarcar?

—En Louisville —dijo el hombre.

—¿Louisville? —dijo Haley—. Muy bien, llegaremos al anochecer. Estará durmiendo el chiquillo… bien, bien… lo bajaremos tranquilamente, sin escándalos… viene muy bien… me gusta hacer las cosas tranquilamente… odio la agitación y los alborotos —así, después de la transferencia de algunos billetes de la cartera del hombre a la del tratante, volvió a su cigarro.

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