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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (48 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¡Ay, Tom, muchacho, el mundo entero está tan vacío como una cáscara de huevo!

—Lo sé, amo, lo sé —dijo Tom—; pero, ¡ay, si el amo pudiera ver allá arriba, donde está la señorita Eva, donde está el Señor Jesús!

—Ay, Tom, yo miro, pero el problema es que no veo nada. ¡Ojalá pudiera!

Tom suspiró pesadamente.

—Parece ser un don de los niños y de los tipos pobres y honrados como tú ver lo que no vemos los demás —dijo St. Clare—. ¿Por qué es así?

—Te has ocultado a los sabios y a los prudentes y te has mostrado a los infantes —murmuró Tom—, es así, Padre, porque a tus ojos parecía bueno.

—Tom, no creo, no consigo creer… tengo la costumbre de dudar —dijo St. Clare—. Quiero creer en esta Biblia y no puedo.

—Querido amo, rece al buen Señor. «Señor, yo creo; remedia mi descreimiento».

—¿Quién sabe nada sobre nada? —dijo St. Clare para sí con los ojos vagando soñadores—. Todo ese amor y esa fe hermosa ¿eran sólo una de las fases siempre cambiantes del sentimiento humano, sin ninguna base real, que desaparecen al menor soplido? ¿No hay más Eva…? ¿No hay cielo…? ¿No hay Cristo…? ¿No hay nada?

—¡Ay, querido amo, sí hay, lo sé! —dijo Tom, arrodillándose—. ¡Por favor, por favor, amo, créaselo!

—¿Cómo sabes que existe Jesucristo, Tom? Tú nunca has visto al Señor.

—Lo he sentido en el alma, amo, cuando me separaron de mi vieja y mis hijos. Estaba casi destrozado del todo. Sentía que no quedaba nada. Y entonces, el buen Señor se puso a mi lado y me dijo: «No tengas miedo, Tom» y trajo luz y alegría a mi alma, y paz; y me siento tan feliz y amo a todo el mundo y estoy dispuesto a pertenecer solamente al Señor y hacer su voluntad y ponerme donde Él quiera. Sé que eso no nace de mí, pues soy un pobre hombre quejumbroso; sale del Señor, y sé que Él está dispuesto a hacer lo mismo por el amo.

Tom habló con una voz ahogada por las lágrimas, que caían a chorro. St. Clare apoyó la cabeza en su hombro y le retorció la negra mano callosa y fiel.

—Tom, tú me quieres —dijo.

—Estaría dispuesto a dar mi vida hoy mismo con tal que el amo se hiciese cristiano.

—¡Pobre tonto! —dijo St. Clare, incorporándose a medias—. No merezco el amor de un corazón bondadoso y honrado como el tuyo.

Ay, amo, no soy el único que le quiere; el santísimo Señor Jesús le quiere también.

—¿Cómo sabes eso, Tom? —preguntó St. Clare.

—Lo siento dentro del alma. ¡Oh, amo!, «el amor de Cristo que supera el conocimiento».

—Es curioso —dijo St. Clare, dándose la vuelta— que la historia de un hombre que vivió y murió hace mil ochocientos años pueda aún afectar a la gente de esta manera. Pero no era un hombre —añadió de pronto—. ¡Ningún hombre ha tenido tanto poder viviente durante tanto tiempo! ¡Ojalá pudiera creer lo que me enseñaba mi madre, y rezar como cuando era niño!

—Si el amo quiere —dijo Tom—, la señorita Eva leía esto tan maravillosamente, me gustaría que me hiciera el favor de leerlo. No leo casi nada ahora que se ha ido la señorita Eva.

Era el capítulo once de Juan, la historia conmovedora de la resurrección de Lázaro. St. Clare lo leyó en voz alta, deteniéndose a menudo para luchar con los sentimientos que despertaba el patetismo del relato. Tom estaba arrodillado delante de él con las manos unidas y una expresión absorta de cariño, confianza y adoración en su pacífico rostro.

—¡Tom —dijo su amo—, todo esto es real para ti!

—Casi puedo verlo, amo —dijo Tom.

—Quisiera tener tus ojos, Tom.

—¡Ojalá los tuviera el amo!

—Pero, Tom, tú sabes que sé mucho más que tú; ¿y si te digo que no creo en esta Biblia?

—¡Ay, amo! —dijo Tom, alzando las manos en un gesto disculpador.

—¿No haría tambalear tu fe, Tom?

—Ni un ápice —dijo Tom.

—¡Pero, Tom, tú sabes que yo sé más que tú!

—Oh, amo, ¿no acaba usted de leer cómo Él se oculta a los sabios y los prudentes mientras que se revela a los infantes? Pero el amo no hablaba en seno, ¿verdad? —preguntó Tom ansiosamente.

—No, Tom. No es que no crea. Pienso que hay motivos para creer, pero no lo consigo. Es una costumbre molesta que he adquirido, Tom.

—Pero si el amo quisiera rezar…

—¿Cómo sabes que no lo hago, Tom?

—¿Lo hace?

—Lo haría, Tom, si hubiera alguien allí cuando rezo; pero es como hablar con la nada. Pero reza tú, Tom, y enséñame cómo.

El corazón de Tom estaba repleto; lo vació rezando, como si fuera agua que se ha retenido durante mucho tiempo. Una cosa estaba bastante clara: Tom sí creía que había alguien escuchando, fuera verdad o no. De hecho, St. Clare se sintió transportado por la marea de su fe y sus sentimientos casi a las puertas del cielo que parecía ver con tanta claridad. Parecía acercarle más a Eva.

—Gracias, muchacho —dijo St. Clare, cuando Tom se levantó—. Me gusta escucharte, Tom, pero márchate ahora y déjame solo; en otra ocasión te hablaré más.

Tom salió de la habitación en silencio.

Capítulo XXVIII

Reencuentro

Fueron pasando las semanas en la mansión de los St. Clare y las olas de la vida volvieron a su ritmo acostumbrado tras el hundimiento de la pequeña nave. Porque el curso duro, frío y aburrido de las realidades cotidianas sigue imperiosamente adelante haciendo caso omiso de nuestros sentimientos. Aún debemos comer, beber, dormir y despertar; aún debemos regatear, comprar, vender, preguntar y responder, en otras palabras, perseguir mil sombras aunque haya desaparecido todo nuestro interés por ellas; el frío y mecánico hábito de vivir permanece aunque hayamos perdido el incentivo vital.

Todos los incentivos y esperanzas de la vida de St. Clare se habían concentrado de manera inconsciente en torno a su hija. Por Eva dirigía su hacienda; por Eva organizaba su horario; y llevaba tanto tiempo haciendo esto y aquello por Eva —comprando, mejorando, modificando, preparando o disponiendo alguna cosa por ella—, que ahora que se había ido, parecía no tener nada que pensar y nada que hacer.

Era verdad que había otra vida, una vida que, una vez que creemos en ella, representa una figura solemne y significativa entre las cifras del tiempo que sin ella no tienen sentido, elevándolas a sistemas de valores misteriosos y desconocidos. St. Clare sabía bien esto; y, con frecuencia, en momentos de fatiga, oía la tenue voz infantil que lo llamaba desde el cielo y veía la pequeña mano que le señalaba el camino de la vida; pero pesaba sobre él un letargo doloroso que no le permitía levantarse. Tenía una de las naturalezas que conciben mejor las cuestiones religiosas desde sus propias percepciones e instintos que muchos cristianos prácticos y practicantes. El don para apreciar los matices más sutiles de las cuestiones morales y la sensibilidad para sentirlos a menudo son el atributo de aquellas personas cuya vida entera muestra una despreocupada negligencia hacia ellos. De ahí que Moore, Byron y Goethe a menudo utilicen palabras que describen con más sabiduría el verdadero sentimiento religioso que otro cuya vida es regida por él. Para tales mentalidades, la negligencia hacia la religión es una traición más terrible, un pecado más mortal.

St. Clare nunca había fingido someterse a ninguna obligación religiosa; y cierta nobleza de espíritu le hacía ver de forma instintiva el alcance tan tremendo de las exigencias del cristianismo que rehuía de antemano lo que consideraba serían los imperativos de su propia conciencia si se decidía a adoptarlas. Porque la naturaleza humana es tan inconsistente que considera que es mejor no emprender una cosa que emprenderla y fracasar.

Sin embargo, en muchos aspectos St. Clare era un hombre diferente. Leía la Biblia de su pequeña Eva seria y sinceramente; pensaba más serena y prácticamente en sus relaciones con los criados, de modo que se sintió extremadamente insatisfecho con su comportamiento pasado y actual; e hizo una cosa, poco después de su regreso a Nueva Orleáns, que fue emprender los pasos legales necesarios para la emancipación de Tom, que se completaría en cuanto se cumplieran las formalidades exigidas. Mientras tanto, se iba encariñando cada día más con Tom. No había otra cosa en el mundo entero que le recordase tanto a Eva; y se empeñaba en tenerlo siempre cerca y, a pesar de lo quisquilloso y esquivo que era en cuanto a sus sentimientos íntimos, con Tom casi pensaba en voz alta. Y esto no podría sorprender a nadie que hubiera visto la expresión de cariño y devoción con la que Tom seguía a su joven amo.

—Bien, Tom —dijo St. Clare el día después de iniciar las gestiones legales para su manumisión—, voy a convertirte en un hombre libre, así que haz tu baúl y prepárate para salir hacia Kentucky.

El súbito brillo de alegría del semblante de Tom al alzar las manos hacia el cielo y sus enfáticas palabras: «¡Bendito sea el Señor!» más bien perturbaron a St. Clare; no le gustaba que Tom estuviese tan dispuesto a dejarlo.

—No lo has pasado tan mal aquí para que des semejantes muestras de éxtasis, Tom —dijo secamente.

—¡No, no, amo, no es eso! ¡Es ser un hombre libre! Por eso me alegro.

—Pero, Tom, ¿no crees que, en lo que a ti concierne, has estado mejor que si hubieras estado libre?

—¡
Desde luego que no
, señorito St. Clare! —dijo Tom con un arranque de energía—. ¡Desde luego que no!

—Pero, Tom, no hubieras podido ganar, con tu trabajo, la ropa y la vida que yo te he proporcionado.

—Sé todo eso, señorito St. Clare; el amo ha sido demasiado bueno; pero, amo, prefiero tener ropas pobres, una casa pobre y todo pobre pero mío, que tener lo mejor y que sea de otro hombre. Lo prefiero, amo, y creo que es natural.

—Supongo que sí, Tom, y vas a dejarme como si nada dentro de un mes —añadió, algo descontento—, aunque ningún mortal podría decir nada en contra —dijo con un tono más alegre; después se levantó y se puso a pasear de un lado a otro.

—No me iré mientras el amo tenga problemas —dijo Tom—. Me quedaré con el amo todo el tiempo que quiera, si puedo serle útil.

—¿No mientras tenga problemas, Tom? —dijo St. Clare—. ¿Y cuándo se acabarán mis problemas?

—Cuando el señorito St. Clare se haga cristiano —dijo Tom.

—¿Y tú de verdad te vas a quedar hasta ese día? —preguntó St. Clare con media sonrisa, volviéndose desde la ventana y apoyando la mano en el hombro de Tom—. ¡Ay, Tom, muchacho tonto y sentimental! No te retendré hasta ese día. Vete a casa con tu esposa y tus hijos y dales recuerdos de mi parte.

Tengo fe en que ese día vendrá —dijo Tom, serio y con lágrimas en los ojos—; el Señor tiene una misión para el amo.

—Conque una misión, ¿eh? —dijo St. Clare—, vamos, Tom, dame tu opinión sobre qué clase de misión es, cuéntamelo.

—Pues, incluso un pobre hombre como yo tiene una misión del Señor, y el señorito St. Clare, que tiene educación y riqueza y amigos, ¡cuántas cosas podría hacer por el Señor!

—Tom, pareces pensar que el Señor necesita que le hagan muchísimas cosas —dijo St. Clare con una sonrisa.

—Hacemos por el Señor lo que hacemos por sus criaturas —dijo Tom.

—Buena teología, Tom, mejor de lo que predica el Reverendo B., me atrevo a afirmar —dijo St. Clare.

El anuncio de una visita interrumpió su conversación en este punto.

Marie St. Clare sentía la pérdida de Eva tanto como era capaz de sentir cualquier cosa; y, como era una mujer que tenía la facultad de contagiar su infelicidad a todos los demás, sus asistentes más directos tenían aun más motivos para lamentar la muerte de su joven ama, cuyas maneras cautivadoras y amables intercesiones habían servido tantas veces de escudo entre ellos y las exigencias tiránicas y egoístas de su madre. La pobre Mammy, sobre todo, cuyo corazón, apartado de todos sus lazos domésticos naturales, había encontrado consuelo en ese hermoso ser, estaba desconsolada. Lloraba día y noche y el exceso de pena la hacía menos diestra y alerta que de costumbre en sus cuidados de su ama, lo que atraía un tormento constante de insultos sobre su cabeza indefensa.

La señorita Ophelia sentía su falta, pero su pena dio frutos en su corazón bondadoso y honrado preparándola para la vida eterna. Estaba más suave, más afectuosa y, aunque era igual de perseverante en sus obligaciones, las realizaba con un aire purificado y sereno, como alguien que saca buen provecho de lo que le dicta el corazón. Ponía más esmero en la instrucción de Topsy, enseñándole principalmente con la Biblia. Ya no rehuía el contacto con ella ni manifestaba una repugnancia mal reprimida, puesto que no la sentía. La miraba ahora a través del filtro suavizante que la mano de Eva puso ante sus ojos por primera vez, y ahora sólo la veía como una criatura inmortal que Dios le había enviado para que la guiara hasta la gloria y la virtud. Topsy no se convirtió en santa inmediatamente; pero la vida y la muerte de Eva obraron un profundo cambio en ella. Había desaparecido su tenaz indiferencia, dando lugar a la sensibilidad, la esperanza, el deseo y la búsqueda del bien, una búsqueda irregular, interrumpida y a menuda suspendida, pero luego renovada.

Un día, cuando la señorita Ophelia mandó llamar a Topsy, acudió guardando algo apresuradamente en su seno.

—¿Qué haces, sinvergüenza? Has robado algo, estoy segura —dijo la imperiosa Rosa, que había ido a buscarla, cogiéndole rudamente del brazo.

—¡Márchate, señorita Rosa! —dijo Topsy, librándose—; no es asunto tuyo.

—¡No me contestes! —dijo Rosa—. Te he visto ocultar algo; conozco tus tretas —y Rosa le agarró del brazo e intentó meter la mano en su corpiño, mientras Topsy, enfurecida, pataleaba y luchaba valientemente por lo que consideraba eran sus derechos. El estruendo y la confusión de la batalla atrajeron a la señorita Ophelia y a St. Clare al lugar.

—¡Ha robado! —dijo Rosa.

—¡No es cierto! —vociferó Topsy, sollozando con pasión.

—¡Dame eso, sea lo que sea! —dijo la señorita Ophelia con decisión.

Topsy vaciló; pero, a la segunda orden, sacó del corpiño un pequeño paquete envuelto en el pie de una vieja media. La señorita Ophelia lo abrió. Era un libro pequeño que Eva había regalado a Topsy, que contenía un solo versículo de las Sagradas Escrituras para cada día del año, y, envuelto en un papel, el rizo que le había entregado el día inolvidable en el que se había despedido para siempre.

A St. Clare le afectó mucho verlo; el libro estaba envuelto en una larga tira de crespón negro, arrancada del crespón de luto del funeral.

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