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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (55 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¡Eh, tú! —dijo Sambo, acercándose a la mujer mulata y tirando una bolsa de maíz en el suelo delante de ella—. ¿Cómo demonios te llamas?

—Lucy —dijo la mujer.

—Bien, Lucy, eres mi mujer ahora. Ve a moler este maíz y hazme la cena, ¿me oyes?

—¡Yo no soy tu mujer y no pienso serlo! —dijo la mujer con un súbito arranque de valor, producto de su desesperación—. ¡Márchate!

—¡Te pegaré una paliza si no! —dijo Sambo, levantando el pie amenazador.

—Me puedes matar si quieres. ¡Cuanto antes, mejor! ¡Ojalá estuviera muerta! —dijo ella.

—Oye, Sambo, si les consientes a los braceros, se lo contaré al amo —dijo Quimbo, que estaba ocupado en el molinillo, de donde había echado a dos o tres mujeres fatigadas que esperaban para moler el maíz.

—¡Y yo le diré que tú no dejas que las mujeres se acerquen al molinillo, asqueroso negrazo! —dijo Sambo—. ¡Ocúpate de tu propia fila!

Tom estaba hambriento después del día viajando y casi desmayado por falta de comida.

—¡Eh, tú! —dijo Quimbo, tirando al suelo una cruda bolsa que contenía una pizca de maíz—. ¡Toma, negro, coge eso; no te va a tocar más esta semana!

Tom esperó hasta tarde para coger un sitio en los molinillos; entonces, conmovido por el avanzado agotamiento de dos mujeres, que vio intentar moler su maíz allí, lo molió por ellas, juntó los rescoldos agonizantes del fuego, donde muchos ya habían cocinado sus tortas, y se puso a preparar su propia cena. Era algo nuevo en el lugar: una obra de caridad, y, aunque era muy poca cosa, despertó una respuesta en el corazón de las mujeres; una expresión de bondad femenina les transformó los rostros endurecidos; le mezclaron la torta ellas y se la asaron; y Tom se sentó junto a la luz de la lumbre y sacó su Biblia, pues necesitaba consuelo.

—¿Qué es eso? —preguntó una de las mujeres.

—Una Biblia —dijo Tom.

—¡Santo Dios! ¡No he visto una desde que estuve en Kentucky!

—¿Te criaste en Kentucky? —preguntó Tom.

—Sí, y me educaron bien; nunca pensé que acabaría así —dijo la mujer con un suspiro.

—¿Pero qué es ese libro, de todas formas? —preguntó la otra mujer.

—Pues es una Biblia.

—¡Vaya por Dios! ¿Y qué es? —preguntó la mujer.

—No me digas que nunca has oído hablar de ella —dijo la otra mujer—. Yo oía a mi ama leerla a veces en Kentucky, pero, ¡Señor! aquí no oímos más que gritos y palabrotas.

—Lee un poco, de todas formas —dijo la primera mujer, con curiosidad al ver cómo la estudiaba Tom.

Tom leyó: «Venid a Mí, todos vosotros que trabajáis y lleváis una pesada carga, y Yo os daré descanso».

—Ésas sí son buenas palabras —dijo la mujer—. ¿Quién las dice?

—El Señor —dijo Tom.

—¡Ojalá supiera dónde encontrarlo! —dijo la mujer—, pues iría allí; tengo la sensación de que nunca más descansaré. Me duelen las carnes y tiemblo todo el día, y Sambo no para de gritarme por no recoger más deprisa; y luego es casi la medianoche antes de que pueda cenar; y luego parece que acabo de darme la vuelta y cerrar los ojos cuando oigo sonar la corneta para levantarme y otra vez es por la mañana. Si supiera dónde está el Señor, se lo contaría.

—Está aquí; está en todas partes —dijo Tom.

—¡Cielos, no me vas a hacer creer eso! Sé que el Señor no está aquí —dijo la mujer—; no sirve para nada hablar, sin embargo; me voy a tumbar y dormir mientras puedo.

Las mujeres se fueron a sus barracones y Tom se quedó solo, junto al fuego agonizante, que le teñía el rostro con llamitas rojas.

La bella luna plateada se alzó en el cielo púrpura y miraba, tranquila y silenciosa, tal como Dios mira los escenarios de miseria y opresión; miró tranquila al hombre negro sentado allí con los brazos cruzados y la Biblia apoyada en sus rodillas.

«¿Está Dios
aquí
?». Ay, ¿cómo es posible que un corazón ignorante mantenga su fe inamovible ante el desorden más absoluto y la injusticia descarada y sin repulsa? Una fiera batalla se libró dentro de ese sencillo corazón; el sentido abrumador de injusticia, la premonición de toda una vida de futuras desgracias, el naufragio de todas las esperanzas pasadas, flotando a la vista del alma, como los cadáveres de mujer, hijos y amigos se presentan, a la deriva sobre las oscuras olas, ante la cara del marinero medio ahogado. ¡Ay! ¿Era fácil creer
aquí
y mantener firme aquella gran consigna de la fe cristiana: «Dios
existe
y
recompensa
a los que lo buscan con diligencia»?

Tom se levantó desconsolado y se metió a trompicones en el barracón que le habían asignado. Muchos cuerpos dormidos yacían ya esparcidos por el suelo y el aire fétido casi lo ahuyentó; pero el rocío nocturno refrescaba y estaba cansado, por lo que se envolvió en una manta raída, su única ropa de cama, se tumbó sobre la paja y se quedó dormido.

En sueños, una suave voz sonó en sus oídos; se hallaba sentado en el musgoso banco del jardín junto al lago Pontchartrain y Eva, con sus serios ojos dirigidos a la Biblia, le leía las siguientes palabras:

«Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te desbordarán; cuando andes por el fuego, no te quemarás, ni las llamas prenderán en ti; porque soy el Señor tu Dios, el Sagrado Dios de Israel, tu Salvador».

Poco a poco las palabras se deshicieron y se desvanecieron, como una música divina; la niña levantó los ojos profundos y los dirigió amorosamente a él, y parecieron emanar de ellos rayos de luz y consuelo que le llegaron hasta el corazón; y, como flotando en la música, ella pareció elevarse con relucientes alas, de las que caía una lluvia de estrellas doradas, y desapareció.

Tom despertó. ¿Había sido un sueño? Digamos que sí. Pero ¿quién puede decir que Dios no permitiría a ese joven espíritu del bien, que luchó en vida por consolar y reconfortar a los oprimidos, cumplir este cometido después de la muerte?

Es un pensamiento hermoso

que sobre nuestras cabezas

vuelan, con alas de ángel,

los espíritus de los muertos.

Capítulo XXXIII

Cassy

Vi el llanto de los oprimidos, sin tener quien los consuele; la violencia de sus verdugos, sin tener quien los vengue.

Eclesiastés 4,1
[54]

Tom tardó poco en familiarizarse con todo lo que podía esperar o temer de su nuevo estilo de vida. Era un trabajador experto y eficiente en todo lo que emprendía, y, tanto por costumbre como por principio, era puntual y cumplidor. Era tranquilo y pacífico por naturaleza, y esperaba evitar, con incesante diligencia, por lo menos parte de los males de su condición. Vio bastantes abusos y miserias para ponerse enfermo, pero decidió seguir adelante con paciencia religiosa, encomendándose a Aquél que juzga con probidad, sin perder del todo la esperanza de encontrar aún alguna vía de escape.

Legree observó en silencio los méritos de Tom. Lo consideraba un bracero de primera; sin embargo, sentía cierta antipatía secreta hacia él, la antipatía del malo por el bueno. Vio claramente que cuando dirigía su violencia y brutalidad, como ocurría a menudo, contra los desvalidos, Tom se percataba de ello, porque la opinión tiene una aureola tan sutil que se hace sentir sin necesidad de palabras; e incluso la opinión de un esclavo puede irritar a un amo. De muchas maneras Tom manifestaba una sensibilidad y una compasión hacia sus compañeros de fatigas que a éstos les resultaban extrañas y nuevas y que Legree vigilaba con recelo. Había comprado a Tom con la idea de convertirlo a la larga en una especie de supervisor a quien podría confiar sus negocios durante cortas ausencias, y, en su opinión, el primero, segundo y tercero de los requisitos para ese cargo eran la dureza. Legree decidió que, como Tom no era lo bastante duro, tendría que endurecerlo inmediatamente; así que cuando Tom llevaba unas semanas en el lugar, decidió iniciar dicho proceso.

Una mañana, cuando los braceros estaban reunidos para salir al campo, Tom observó con sorpresa a una persona recién llegada entre ellos, cuya apariencia despertó su atención. Era una mujer, alta y esbelta de formas, con unas manos y unos pies excepcionalmente delicados, y vestida con una ropa decente y respetable. Por su cara, debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años; era una cara imposible de olvidar una vez vista, pues era uno de esos rostros que parecen transmitirnos a primera vista la idea de una historia romántica, dolorosa y extraña. Tenía una frente alta y unas cejas muy bien delineadas. La nariz recta y bien formada, la boca de bellas proporciones y el grácil contorno de la cabeza y el cuello demostraban que debió de ser muy bella una vez; pero el rostro estaba profundamente surcado con arrugas de dolor y de orgulloso y amargo sufrimiento. El cutis era amarillento y enfermizo, las mejillas delgadas, las facciones afiladas y todo el cuerpo enjuto. Pero su rasgo más notable eran los ojos: tan grandes, tan profundamente negros, sombreados con unas largas pestañas igualmente oscuras y tan alocada y tristemente desesperados. Había fiero orgullo y desafío en cada línea del semblante, en cada curva de los labios flexibles y en cada movimiento del cuerpo; pero en los ojos se veía una honda y arraigada noche de angustia, una expresión tan desamparada y desvalida que contrastaba terriblemente con el desprecio y la altivez del resto de su porte.

Quién era o de dónde venía, Tom no lo sabía. Lo primero que supo fue que estaba allí caminando a su lado, erguida y orgullosa, a la luz grisácea del amanecer. Los de la cuadrilla sí la conocían, sin embargo; pues hubo muchas miradas y cabezas vueltas y un alborozo apreciable aunque reprimido entre las miserables criaturas andrajosas y hambrientas que la rodeaban.

—¡Le ha tocado por fin… me alegro! —dijo uno.

—¡Ji, ji, ji! —dijo otro—. ¡Ahora te vas a enterar, señorita!

—¡Vamos a verla trabajar!

—Me pregunto si la azotarán por la noche, como a los demás.

—¡A mí me gustaría que la zurrasen, ya lo creo! —dijo otro.

La mujer no hizo caso de estas provocaciones sino que siguió caminando con la misma expresión de airado desdén, como si no oyera nada. Tom siempre había vivido entre personas refinadas y cultivadas y se dio cuenta intuitivamente, por su porte y su presencia, de que ella pertenecía a esta clase; pero cómo o por qué había caído en unas circunstancias tan degradantes, no podía imaginar. La mujer ni lo miró ni le habló, aunque se mantuvo junto a él todo el camino hasta el campo.

Tom estaba pronto absorto con su trabajo, pero, como la mujer no estaba muy lejos de él, le echaba un vistazo de vez en cuando para ver cómo trabajaba. Vio enseguida que una destreza y una habilidad innatas le hacían más fácil la tarea a ella que a otros muchos. Recogía rápida y limpiamente y con un aire de displicencia, como si despreciara tanto el trabajo como la vergüenza y humillación de las circunstancias en las que se encontraba.

En el curso del día, Tom trabajaba cerca de la mujer mulata que había sido comprada en el mismo lote que él. Era evidente que sufría mucho, y Tom la oyó rezar muchas veces y la vio tambalearse y temblar, como si se fuera a desmoronar. Al aproximarse a ella, Tom trasladó discretamente varios puñados de algodón de su saco al de ella.

—¡No lo hagas! —dijo la mujer, sorprendida—. ¡Te meterás en un lío!

En ese momento se acercó Sambo. Parecía tener una inquina especial contra esta mujer. Blandiendo el látigo, dijo con un tono brutal y gutural: —¿Qué pasa, Lucy? Perdiendo el tiempo, ¿eh? —y al decirlo, le asestó una patada con su pesado zapato de cuero y golpeó a Tom en la cara con el látigo.

Tom volvió a su tarea en silencio; pero la mujer, ya antes a punto de caer rendida, se desmayó.

—¡Yo la haré volver en sí! —dijo el capataz con una sonrisa brutal—. ¡Yo le daré algo mejor que el alcanfor! —y sacando un alfiler de la manga de su chaqueta, lo hundió hasta la cabeza en su carne. La mujer gimió e hizo ademán de levantarse.

—¡Levántate, pedazo de animal, y trabaja, o te enseñaré algún otro truco!

La mujer pareció estar infundida durante unos instantes de una fuerza sobrenatural, y trabajó con una energía desesperada.

A ver si sigues así —dijo el hombre—, o esta noche querrás estar muerta, seguro.

—¡Ya quisiera! —Tom la oyó decir; y luego—: ¡Señor, cuánto tiempo! ¿Ay, Señor, por qué no nos ayudas?

A riesgo de lo que pudiera ocurrirle, Tom se adelantó de nuevo y trasladó todo el algodón de su saco al de la mujer.

—¡No debes hacerlo! ¡No sabes lo que van a hacerte! —dijo la mujer.

—Lo puedo soportar —dijo Tom— mejor que tú —y volvió a su puesto. Todo sucedió en un instante.

De repente la mujer desconocida que hemos descrito y que estaba trabajando lo bastante cerca como para oír las últimas palabras de Tom, alzó sus profundos ojos negros y los fijó en él durante un segundo; después cogió una porción de algodón de su cesta y la colocó en la de él.

—No sabes nada de este lugar —dijo— o no hubieras hecho eso. Cuando lleves un mes aquí, ya no ayudarás a nadie, pues te será bastante difícil cuidar de tu propio pellejo.

—¡El Señor no lo quiera, señora! —dijo Tom, utilizando instintivamente con su compañera de trabajo el tratamiento respetuoso propio de las personas de alto rango con las que había vivido.

—El Señor no visita estas partes —dijo amargamente la mujer, siguiendo con destreza su tarea; y una vez más la sonrisa desdeñosa se dibujó en su boca.

Pero el capataz había visto la acción de la mujer desde el otro lado del campo; se acercó a ella, chasqueando el látigo.

—¿Cómo, cómo? —dijo a la mujer con un aire de triunfo—. ¡

, haciendo el tonto! Vamos, ya estás bajo mis órdenes. ¡Pórtate bien o te la vas a cargar!

Una mirada como un rayo salió despedida de aquellos ojos negros; dándose la vuelta, con los labios temblorosos y las aletas de la nariz dilatadas, se irguió y fijó los ojos, llameantes de furia y desprecio, en el capataz.

—¡Perro! —dilo—. ¡Tócame a mí, si te atreves! ¡Todavía tengo el poder de hacer que te destrocen los perros, que te quemen vivo, que te azoten hasta casi matarte! ¡Sólo he de decir la palabra!

—Entonces, ¿qué diablos haces aquí? —preguntó el hombre, evidentemente acobardado y retrocediendo hoscamente un paso o dos—. ¡No pretendía molestarla, señorita Cassy!

—¡Manténte a distancia, entonces! —dijo la mujer. Y verdaderamente el hombre parecía tener muchas ganas de atender alguna cosa al otro extremo del campo, pues se dirigió allí deprisa.

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