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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (53 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¿Dónde te han criado a ti? —fue la pregunta escueta que añadió a estas indagaciones.

—En Kentucky, amo —dijo Tom, mirando alrededor como en busca de salvación.

—¿Qué has hecho?

—Cuidar de la granja del amo —dijo Tom.

—¡Bonita historia! —dijo el otro bruscamente al seguir adelante. Se detuvo un momento delante de Adolph; después, lanzando un escupitajo de jugo de tabaco sobre sus relucientes botas, siguió su camino con una tosecilla despectiva. Se paró nuevamente ante Susan y Emmeline. Alargó la sucia y pesada mano y acercó la muchacha a él: la pasó por su cuello y su busto, palpó sus brazos, examinó sus dientes y después la empujó contra su madre, cuyo semblante paciente revelaba todo lo que sufría con cada movimiento del repugnante forastero.

La muchacha se asustó y se echó a llorar.

—¡Cállate, descarada! —dijo el vendedor—; nada de lloriqueos, que va a empezar la subasta—. Y cuando llegó el momento, la subasta empezó.

Adolph fue vendido a buen precio al joven caballero que antes había dicho que pensaba comprarlo y los otros criados del lote de los St. Clare fueron vendidos a diferentes compradores.

—Ahora te toca a ti, muchacho, ¿me oyes? —dijo el subastador a Tom.

Tom se subió a la plataforma y echó unas cuantas miradas alrededor; todo parecía mezclarse en un alboroto confuso e indistinto: el parloteo del vendedor gritando sus precios en francés e inglés, el griterío de las pujas en francés y en inglés; y un momento después, el baquetazo final del mazo y el timbre claro de la última sílaba de la palabra dólares, cuando anunció el subastador su precio, y Tom ya estaba vendido. ¡Tenía amo!

Lo empujaron de la tarima; el hombre bajo con cabeza de bala lo agarró rudamente del hombro y lo impelió hacia un lado, diciendo con voz áspera:

—¡Quédate ahí, tú!

Apenas Tom se daba cuenta de nada; aún seguían las pujas, gritos y vocerío, primero en francés, después en inglés. Otra vez el golpe del mazo: ¡han vendido a Susan! Baja de la tarima, se detiene, mira atrás con tristeza… su hija alarga la mano hacia ella. Mira angustiada el rostro del hombre que la ha comprado, un hombre respetable de mediana edad, con una expresión benévola.

—¡Ay, amo, por favor compre a mi hija!

—Ya me gustaría, pero me temo que no puedo permitírmelo —dijo el caballero, que miraba, con un interés dolorido, mientras la muchacha se subió a la tarima y miró a su alrededor con ojos asustados y tímidos.

La sangre se agolpa en las mejillas de su rostro exangüe, sus ojos muestran un fuego febril, y su madre se lamenta al ver que está más hermosa que jamás la haya visto antes. El subastador ve su ventaja y se extiende en su descripción en una mezcla de francés e inglés; las pujas se suceden rápidamente.

—Haré todo lo que pueda —dijo el caballero de aspecto benévolo, acercándose y uniéndose a las pujas. En unos minutos, han pasado del límite de sus posibilidades. Se queda callado; el subastador se entusiasma, pero poco a poco se paran las pujas. El resultado está entre un ciudadano mayor y aristocrático y nuestro conocido de la cabeza de bala. El ciudadano aguanta unas vueltas más, para tantear despectivamente a su rival; pero la cabeza de bala le saca ventaja, tanto en terquedad como en fondos ocultos, y el duelo dura sólo un momento; cae el mazo… ¡tiene a la muchacha, cuerpo y alma, a no ser que Dios la ampare!

Su amo es el señor Legree, que posee una plantación de algodón en el río Rojo. La empujan al mismo lote donde se encuentra Tom y dos hombres más y se marcha llorando.

El caballero benévolo lo siente; pero, ¡ocurre todos los días!
Siempre
se ve llorar a las chicas y a sus madres en estas subastas; no hay remedio; y se aleja con su compra en otra dirección.

Dos días más tarde, el abogado de la firma cristiana B. & Co., de Nueva York, les envía su dinero. En el dorso del documento que han conseguido de esta forma, que escriban las palabras del gran Tesorero al que tendrán que rendir cuentas en el futuro:
Cuando —como vengador de sangre— se acuerde de ellos, no se olvida de los clamores de los oprimidos
[50]
.

Capítulo XXXI

La travesía
[51]

Muy limpio eres tú de ojos para mirar el mal, ver la opresión no puedes. ¿Por qué ves a los traidores y callas cuando el impío traga al que es más justo que él?

Habaduc 1, 13
[52]

En la parte inferior de un barco pequeño y humilde que navegaba por el río Rojo estaba sentado Tom con cadenas en las muñecas, cadenas en los tobillos y un peso mayor que el de las cadenas en el corazón. Se habían desvanecido todas las cosas en su cielo: luna y estrellas; todo había pasado por su lado, tal como pasaban ahora los árboles y la orilla, para no volver más. Su hogar en Kentucky, con su esposa y sus hijos y sus amos indulgentes; su hogar con los St. Clare, con todos sus refinamientos y esplendores; la cabeza dorada de Eva, con sus ojos de santa; St. Clare, orgulloso, alegre, guapo, aparentemente despreocupado y siempre bondadoso; las horas de asueto y de complaciente ocio. ¡Todo se ha ido! Y, ¿qué queda en su lugar?

Una de las cargas más amargas de la suerte del esclavo es que el negro, sensible y moldeable, después de adquirir los gustos y sentimientos característicos del ambiente de una familia refinada, no tiene ninguna garantía de que no vaya a pasar a ser propiedad del hombre más soez y brutal, de la misma manera en que una silla o una mesa, que una vez adornó un espléndido salón, va a caer finalmente, rota y maltrecha, a alguna inmunda taberna o a algún vil antro de vulgar libertinaje. La gran diferencia es que la silla y la mesa no tienen sentimientos y el hombre sí; porque ni siquiera un estatuto legal que dicta que puede ser «tomado, considerado y decretado por ley como bien mueble» es capaz de borrar su alma con su propio mundo particular de recuerdos, esperanzas, amores, miedos y aspiraciones.

El señor Simon Legree, el amo de Tom, había comprado esclavos en diferentes lugares de Nueva Orleáns hasta un total de ocho, y los había conducido, esposados y de dos en dos, al barco de vapor
Pirate
, que se hallaba atracado en el malecón, preparado para subir el río Rojo.

Una vez los hubo embarcado satisfactoriamente y con el barco ya en camino, se aproximó, con el aire de eficiencia que le era habitual, a pasarles revista. Deteniéndose delante de Tom, que iba vestido para la subasta con su mejor traje de velarte, con una camisa bien almidonada y botas relucientes, le habló de la siguiente manera:

—Ponte de pie.

Tom se puso de pie.

—¡Quítate ese corbatín!

Y mientras Tom empezó a hacerlo, impedido por sus grilletes, le ayudó, arrancándolo con rudeza de su cuello y metiéndoselo en el bolsillo.

Después Legree se volvió hacia el baúl de Tom, que acababa de registrar, y sacando unos pantalones viejos y una chaqueta gastada que Tom solía ponerse para trabajar en los establos, quitó las esposas de las manos de Tom y, señalando un hueco entre las cajas, le dijo:

—Métete ahí y ponte esto.

Tom obedeció y volvió después de unos momentos.

—¡Quítate las botas! —dijo el señor Legree.

Así lo hizo Tom.

—Toma —dijo aquél, lanzándole un par de los zapatos recios y bastos que solían llevar los esclavos—, ponte éstos. En su apresurado cambio de ropa, Tom no había olvidado transferir de bolsillo su querida Biblia. Hizo bien porque, tras volver a colocarle los grilletes a Tom, el señor Legree se puso a investigar deliberadamente el contenido de sus bolsillos. Sacó un pañuelo de seda y lo guardó en su propio bolsillo. Examinó varias chucherías, que Tom guardaba sobre todo porque le habían hecho gracia a Eva y, con un gruñido de desprecio, las tiró al río por encima del hombro.

Levantó y escudriñó el himnario metodista de Tom, que éste había olvidado con las prisas.

—¡Bah, beato, desde luego! Así que, como-te-llames, perteneces a la iglesia, ¿eh?

—Sí, amo —dijo Tom con firmeza.

—Pues no tardaré en quitarte esas ideas. No toleraré a ningún negro gritón, rezador o cantarín en mi casa, ¡acuérdate! Así que ten cuidado —dijo con un golpe del pie y una mirada feroz dirigida a Tom con sus ojos grises—. ¡Yo soy tu iglesia ahora! ¿Comprendes? Tienes que comportarte como yo te diga.

Alguna cosa dentro del hombre negro contestó: ¡No! y, como si las recitara una voz invisible oyó las palabras de un pergamino profético que a menudo le leyera Eva: «¡No temas! porque yo te he redimido. Te he llamado por el nombre. ¡Eres Mío!».

Pero Simon Legree no oyó ninguna voz. Él nunca oirá esa voz. Simplemente miró un instante con ira el rostro abatido de Tom y se alejó. Se llevó el baúl de Tom, que contenía un vestuario muy aseado y abundante, al castillo de proa, donde lo rodearon enseguida varios braceros del barco. Entre muchas risas a costa de los negros que pretendían ser caballeros, vendió los artículos a uno y otro, y finalmente subastó el baúl vacío. Era una buena broma, pensaron todos, especialmente ver cómo miraba Tom sus cosas al ir de un lado a otro; y después, la subasta del baúl fue lo más divertido de todo y provocó infinidad de chistes.

Después de este pequeño incidente, Simon se aproximó de nuevo a su propiedad.

—Ahora, Tom, como ves, te he desembarazado del exceso de equipaje. Cuida mucho esa ropa, pues tardarás mucho en conseguir más. Estoy a favor de que los negros seáis cuidadosos; un traje ha de durar un año en mi plantación.

Después Simon se acercó al lugar donde estaba sentada Emmeline, encadenada a otra mujer.

—Bien, querida —dijo, cogiéndole la barbilla—, manténte de buen humor.

No le pasó desapercibida la mirada involuntaria de horror, espanto y aversión que le dedicó la muchacha. Frunció el ceño con fiereza.

—¡Nada de jugarretas, muchacha! Tienes que poner buena cara cuando yo te hablo, ¿te enteras? Y tú, vieja borracha amarillenta —dijo, dando un empujón a la mulata con la que Emmeline estaba encadenada—, ¡no pongas esa cara! ¡Tienes que estar contenta, te digo!

—Oídme todos —dijo, retrocediendo un paso o dos—. ¡Miradme… miradme… directamente a la cara… ahora! —dijo golpeando con el pie en el suelo en cada pausa.

Todos los ojos se dirigieron, como fascinados, a los furiosos ojos gris verdosos de Simon.

—Ahora —dijo, cerrando su enorme puño pesado hasta hacerlo parecer el martillo de un herrero—, ¿veis este puño? ¡Pruébalo! —dijo, haciéndolo caer sobre la mano de Tom—. ¡Mirad estos huesos! Bien, pues sabed que este puño se ha puesto así de duro derribando a negros. Hasta ahora no he conocido a un negro que no fuera capaz de derribar de un puñetazo —dijo, bajando el puño tan cerca de la cara de Tom que éste parpadeó y se echó atrás—. Yo no mantengo a ningún maldito supervisor; yo mismo superviso; y os digo que las cosas se hacen, y bien. Todos tenéis que observar las reglas, os lo advierto; rápidos y directos… en cuanto yo abra la boca. Así estaréis a bien conmigo. No me vais a encontrar ningún punto débil. Así que andad con ojo, ¡porque no tengo piedad!

Las mujeres contuvieron el aliento involuntariamente y toda la cuadrilla se quedó con caras abatidas y tristes. Mientras tanto, Simon se dio la vuelta y se marchó al bar del barco a tomar una copa.

—Así empiezo yo con mis negros —dijo a un hombre con aspecto de caballero que había estado cerca de él durante su discurso.

—¿De veras? —dijo el forastero, mirándolo con la curiosidad de un naturalista que estudia algún espécimen fuera de lo común.

—Ya lo creo. ¡No soy un caballero plantador con los dedos inmaculados, para que me ablande y me tome el pelo algún maldito capataz! ¡Toque usted mis nudillos y mire mi puño! Ya le digo, señor, que la carne de mi puño se ha puesto como una piedra de tanto ejercicio con los negros, ¡tóquelo!

El forastero puso sus dedos sobre la herramienta en cuestión y dijo simplemente:

—Es bastante duro; y supongo —añadió— que el ejercicio le ha endurecido el corazón de igual manera.

—Pues, podría decirse que sí —dijo Simon con una sentida carcajada—. Creo que soy tan poco blando como cualquiera. ¡Le digo que no hay quien me ablande a mí! Los negros nunca me ablandan, ni alborotando ni dándome jabón, y ésa es la verdad.

Tiene usted un buen lote ahí.

—Es verdad —dijo Simon—. Ese Tom, me han dicho que es algo fuera de lo común. He pagado un precio un poco alto por él, con la idea de utilizarlo como conductor y administrador; en cuanto le haga olvidar las nociones que le han enseñado tratándolo como no se debe tratar a los negros, estará perfecto. Me han engañado en el caso de la mujer amarillenta. Creo que está enferma, pero le sacaré todo lo que vale; puede durar un año o dos. No estoy a favor de guardar a los negros. Usarlos y comprar más, ése es mi método; da menos dolores de cabeza y estoy seguro de que sale más barato a la larga —y Simon bebió un sorbo de su copa.

—¿Y cuánto suelen durar? —preguntó el forastero.

—Pues no lo sé; depende de su constitución. Los tipos fuertes duran seis o siete años; los débiles se desgastan en dos o tres. Cuando empecé, solía tomarme bastantes molestias preocupándome por ellos e intentando hacerles durar, llamando al médico cuando enfermaban y dándoles ropa y mantas, y cosas así, para mantenerlos cómodos y bien. Pero, Señor, no servía para nada; perdía dinero con ellos y me daban mucho trabajo. Ahora, ¿sabe usted?, los utilizo de un tirón, enfermos o sanos. Cuando se muere un negro, compro otro; sale más barato y fácil, en todos los sentidos.

El forastero se alejó y fue a sentarse junto a un caballero que había escuchado la conversación con desasosiego contenido.

—No debe usted considerar a ese tipo como típico de los plantadores del sur —dijo.

—Espero que no —dijo el caballero joven enfáticamente.

—¡Es un tipo vil, rastrero y brutal! —dijo el otro.

—Y sin embargo, sus leyes le permiten tener a todos los seres humanos que quiera sometidos a su voluntad absoluta, sin una sombra de protección siquiera; y, por rastrero que sea, usted no puede decir que no haya muchos iguales.

—Bien —dijo el otro—, también hay muchos hombres humanitarios y considerados entre los plantadores.

—De acuerdo —dijo el joven—, pero, en mi opinión, ustedes los humanitarios y considerados son los responsables de toda la brutalidad y ultrajes que infligen estos desgraciados; porque, si no fuera por su aprobación e influencia, el sistema entero no se mantendría en pie ni una hora. Si no hubiera otros plantadores que del tipo de aquél —dijo, señalando con el dedo a Legree, que estaba con la espalda vuelta hacia ellos—, se hundiría todo el asunto como una piedra de molino. Son la respetabilidad y el humanitarismo de ustedes lo que permite y protege su brutalidad.

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