La cabeza de la hidra (12 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: La cabeza de la hidra
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El conserje con cara de changuito viejo los había seguido hasta la calle. Se acercó a Licha y le dijo si no quería subír con la señorita que estaba tendida sola en el segundo piso, estaba tan sola y eso era malo para la imagen de la agencia, podían contratarla por hora, había partida para contratar a uno que otro deshalagado.

—Mejor vete al zoológico y contrata a tu pinche madre, Chita —le dijo Licha con una mirada de odio, recogió y se puso el zapato y se fue taconeando rumbo a Insurgentes.

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Félix calculó acertadamente que en las suites de Génova le asignarían el apartamento más difícil de alquilar. Para empezar, el empleado de la recepción observó con disgusto mal disfrazado la extraña cara apenas cicatrizada y los anteojos oscuros que a su vez intentaban disfrazarla. En seguida le dijo que lo sentía mucho pero estaban totalmente llenos. Un segundo empleado le cuchicheó algo en la oreja al primero.

—En efecto, sólo hay una suite libre —dijo el primer empleado, un hombre joven, moreno y flaco con ojos y pelo nadando en aceite.

Al primer empleado Félix hubiera querido preguntarle, ¿de dónde saliste, miserable rotito, que te permites mirarme así, del Palacio de Buckingham o de la Candelaria de los Patos?; y a los dos, ¿cuántas personas han llegado por aquí pidiendo cualquier suite menos la que desocupó dos días antes, con publicidad en la prensa, el cadáver de una mujer degollada?

—¿Su nombre, por favor? ¿Quisiera llenar la tarjeta?

Los empleados de la recepción se miraron con complicidad, como diciendo mira nomás a este payo mientras Félix escribía el nombre Diego Velázquez, Poza Rica, Veracruz, 18 diciembre 39, domicilio 3.a Poniente 82, Puebla Pue., le dije que mezclara siempre la verdad y la mentira, dudó antes de firmar con el nombre del autorretrato al cual ya no se parecía y vio al empleado flaco sacar la llave del casillero marcado 301; chocó contra su gemela de repuesto y el flaco aceitoso acompañó a Félix hasta el tercer piso, le entregó la llave y el botones depositó la valija sobre la silla plegadiza. Félix le entregó un billete de veinte dólares, el empleado flaco se fijó y los dos salieron caravaneando.

Solo, miró alrededor. Si algo quedó allí para significar el de Sara Klein, seguramente la policía lo retiró antes. le aseguraba que aquí murió la mujer sino la alianza de la imaginación y la voluntad. Bastaba. Había regresado al lugar de la muerte de Sara para concluir el homenaje interrumpido por Licha. Pero pensar en la enfermera le obligó a pensar en Simón Ayub y la idea de que el pequeño siriolibanés perfumado pudo ver y tocar el cuerpo desnudo de Sata le irritó primero y luego le produjo un asco espantoso.

Renunció a la voluntad y a la imaginación y se entregó al cansancio. Tomó un largo baño con la mano vendada col. gando fuera de la tima y después se detuvo frente al lavabo y se miró. La cara se le había deshinchado mucho y las cortadas cicatrizaban rápido. Se palpó la piel de las mejillas y las mandíbulas y las sintió menos tiernas. Sólo los párpados seguían morados y gruesos, desfigurándolo y velando las dos puntas de alfiler de la identidad imborrable de los ojos. Se dio cuenta de que el bigote naciente le devolvía el viejo parecido con el autorretrato de Velázquez que era su broma privada con Ruth. Se enjabonó con la mano libre la barba que llevaba cinco días creciendo y se rasuró cuidadosamente, con dificultad y a veces con dolor, pero respetó el crecimiento del bigote.

Pidió un desayuno y no pudo terminarlo, a pesar del hambre. Cayó dormido en la cama ancha. Tampoco tuvo fuerzas para soñar, ni siquiera en el cuerpo desnudo de Sara manoseado por Ayub. Despertó al atardecer, cuando el bullicio vespertino de la Zona Rosa se vuelve insoportable y todos los tarzancitos con coche convertible pasan pitando
La Marsellesa.
Se levantó a cerrar la ventana y bebió una taza de café frío. Miró con indiferencia el mobiliario típico de estos lugares, moderno, bajo, telas mexicanas de colores sólidos y audaces, mucho naranja, mucho azul añil, cortinas de manta. Encendió sin ganas el aparato de televisión; sólo encontró una serie estúpida de telenovelas dichas con voces engoladas en decorados de hoquedad.

Apagó y se dirigió al tocadiscos. Era un pequeño aparato viejo y maltratado, útil sólo para disquitos de
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revoluciones por minuto. Se acercó al estante donde se encontrabas unos cuantos discos metidos en fundas maltratadas y los revisó sin interés. Sinafra,
Strangers in the Night,
Nat «King» Cole,
Our Love (is Here to Stay),
Gilbert Bécaud,
Et Main¡iftattt,
Peggy Lee, dos o tres conjuntos de mariachis, Armando Manzanero y Satchmo, el gran Louis Armstrong, la balada d
e
Mackie, la canción de los veinte años, el cabaret Versalles, Sara en sus brazos, la balada amarga y jocosa de un criminal del Londres Victoriano que se preguntaba qué era peor, fundar un banco o asaltar un banco, Mack the Knife, convertida en la canción de la juventud y el amor de Sara Klein y Félix Maldonado, el ritmo sacudido del Berlín de los años treintas que unía como un puente de miserias los crímenes de entonces y los de ahora, la persecución de la niña y el asesinato de la mujer, la sucesión de asesinos, Mack la Navaja, Himmler el Carnicero, Jack el Destripador.

Era la única funda nueva. Félix tuvo la convicción de que lo había comprado Sara, para oírlo aquí. Para que él lo oyera también. Sacó el disco de la funda aún brillante, sobre todo en comparación con las fundas maltratadas, rotas, opacas de los otros discos; leyó la etiqueta del lugar donde fue adquirido, Dallis, Calle de Amberes, México D.F. Encendió el aparato y colocó el disco que cayó sin ruido, con su boca ancha, desde la torrecilla de plástico beige. Giró y la aguja se insertó sin pena. Félix esperó la trompeta de Satchmo. En vez, oyó la voz de Sara Klein.

21

«Félix. Tengo que ser breve. Sólo tengo cinco minutos de cada lado. Te amé de joven. Creímos que íbamos a vivir juntos. Tuve miedo. Me idealizabas demasiado. No compartías mi amor. Bernstein sí. Se aprovechó para convencerme. Me hizo sentir que mi deber era viajar a Israel y allí incorporarme a la construcción de una patria para mis gentes. Me dijo que no había otra manera de responder al holocausto. A la muerte y a la destrucción contestaríamos con la vida y la creación. Era cierto. Nunca he visto ojos más limpios y felices que los de todos los hombres, mujeres y niños que convertimos ese desierto en una tierra próspera y libre, con ciudades, escuelas y caminos nuevos. Me ofrecieron ser profesora de universidad. Preferí las tareas más humildes para conocer desde la base nuestra experiencia. Me hice maestra de escuela elemental. A veces pensaba en ti. Pero cada vez que lo hacía, te rechazaba, Mi afecto no debía cruzarse en el camino de mi deber. Sólo ahora me doy cuenta de que al dejar de pensar en ti dejé de pensar también en los demás. Me encerré en mi trabajo y te olvidé. El precio fue olvidar, o más bien no ver, que es lo mismo. Todo lo que, rodeándome, no tenía relación directo con mi trabajo.

»Bernstein venía a pasar dos meses al año. Nunca me habló de ti. Ni yo le pregunté. Todo era claro y definido. Mil vida en México quedó atrás. El presente era Israel. Los árabes nos amenazaban por todos lados. Eran nuestros enemigos, querían aplastarnos. Igual que los nazis. Todas mis conversaciones con Bernstein giraban en torno a esto, la amenaza árabe, nuestra supervivencia. Nuestra esperanza era nuestra convicción. Si no logramos sobrevivir esta vez, desapareceremos para siempre. Hablo en plural porque hablo de toda una cultura. Valéry dijo que las civilizaciones son mortales. No es cierto. Son los poderes los que mueren. Mi trabajo de maestra me mantenía viva en la raíz de la esperanza. Aunque cambiaran los poderes, nuestra civilización se salvaría porque yo enseñaba a los niños a conocerla y a amarla. A los niños israelitas y también a los niños palestinos que había en mi clase trataba de enseñarles que deberíamos vivir en paz dentro del nuevo estado, respetando nuestras culturas particulares para hacer una cultura común.

»Claro que conocía la existencia de campos de detención. Pero los justificaba. No exterminamos a los prisioneros de la guerra de seis días, los detuvimos y luego los canjeamos. Y los palestinos prisioneros eran terroristas, culpables de la muerte de personas inocentes. Allí cerraba yo mi expediente. Conocía demasiado lo que nos sucedió en Europa por ser sumisos. Ahora, simplemente, nos defendíamos. La razón moral imperaba, Félix. Ésta era una manera maravillosa de expiar la culpa del holocausto. Purgábamos el pecado ajeno con el esfuerzo propio. Habíamos encontrado un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero lo más importante para mí era pensar que encontramos un lugar donde ser amos sin esclavos.

»El cambio fue para mí muy lento, muy imperceptible. Bernstein me insinuaba su cariño de una manera muy torpe. Conocía mi actitud. Te dejé a ti para seguirlo a él. Pero lo seguí a él para cumplir con el deber que él mismo me señaló. Le era difícil a Bernstein suplantarte, ofrecerse en tu lugar, desvirtuar mi sentido del deber añadiéndole el de un amor distinto al que sacrifiqué, el tuyo, Félix. Entonces quiso confundir las razones del deber con los impulsos del deseo. Empezó a jactarse de lo que había sido y de lo que había hecho, desde su participación juvenil en el ejército secreto judío durante el mandato británico hasta su actuación en el grupo terrorista Irgún y luego todos sus trabajos en el extranjero para reunir fondos para Israel. Fue Bernstein quien me recordó que Israel había empleado la violencia para instalarse en Palestina. Lo acepté como una necesidad, pero me chocó el carácter jactancioso de sus argumentos y la intención patética que había detrás de ellos, la intención de hacerme suya obligándome a confundir mi deber con la personalidad heroica que él trataba de fabricarse. Lo peor de esta situación tan equívoca es que los dos nos vedamos el contraargumento más evidente. Ni él ni yo dijimos, simplemente, que acaso los palestinos tenían tanto derecho al terror como los israelitas para reclamar una patria y que nuestras organizaciones revolucionarias y terroristas, la Hagannah, el Irgún y la banda Stern, tenían por fuerza que convocar sus gemelos históricos, la O.L.P., los Fedayin, el Septiembre Negro.

»La intención sexual de Bernstein se interponía entre esa terrible verdad y mi conciencia de las cosas. Ese vacío fue ocupado por otro: tu ausencia. Entonces vino la guerra del Yom Kippur y mi mundo y sus razones se hicieron pedazos. No de manera abrupta; a mí todo me sucede gradualmente. Una noche Bernstein fue particularmente agresivo en su requerímiento amoroso y como yo me mantuve fría y tranquila, él se avergonzó primero y luego redobló la agresividad de sus argumentos políticos. Habló como un loco sobre los territorios ocupados en 73 y dijo que jamás los abandonaríamos. Ni una pulgada, dijo. Habló del Gush Emonim que él contribuyó a fundar y a financiar para instalarnos de manera irreversible en los territorios ocupados y borrar hasta la última huella de la cultura árabe. Yo entendí que hablaba de todo esto como le hubiese gustado hablar de mí, yo su territorio ocupado, y el Gush Emonim la virilidad misma de Bernstein. Cuando me atreví a decirle que no era territorio lo que nos faltaba, porque ya teníamos algo más que territorio, teníamos nuestro ejemplo de trabajo y dignidad para defendernos y convencer, me volvió a hablar de la seguridad, los territorios eran indispensables para nuestra seguridad. Recordé los discursos de Hitler. Primero la Renania, luego Austria, los Sudetes, el corredor polaco. Al cabo, el mundo. Un mundo, Europa o el Medio Oriente, el espacio vital, la seguridad de las fronteras, el destino superior de un pueblo. ¿No entiendes esto, tú que eres mexicano?

»Decidí pedir mi traslado de Tel Aviv a una de las escuelas de los territorios ocupados. Me fue concedido porque calcularon que sería una muy eficaz enseñante de nuestros valores.

»Ahora debo evitar muchos nombres de gentes y lugares para eludir represalias. En la pequeña escuela donde fui a trabajar conocí a un muchacho palestino, maestro como yo, más joven que yo. Vivía solo con su madre, una mujer de poco más de cuarenta años. Lo llamaré Jamil. El hecho de que diera clases en árabe a los niños palestinos era una prueba de la bondad de la ocupación. Los extremistas como Bernstein no habían logrado imponer sus puntos de vista. Pero pronto supe que para Jamil la escuela era una trinchera. Lo sorprendí un día dando clase con los textos expurgados que antes se usaban en las escuelas árabes, textos llenos de odio contra Israel. Le hice notar que estaba promoviendo el odio. Me dijo que no era cierto. Había copiado a mano los viejos textos, pero sólo para que permaneciera todo lo que, junto con el odio a Israel, habían eliminado nuestras autoridades: la existencia de una identidad y una cultura palestinas, la existencia de un pueblo que exigía una patria, igual que nosotros. Leí el texto copiado por la mano de Jamil. Era cierto. Este muchacho buscaba lo mismo que yo, mantener vivas las dos culturas. Sólo que hasta ese momento yo me había reservado esa virtud, no la había extendido a ellos.

»Jamil me dijo que seguramente lo delataría pero que no me preocupara. Pertenecíamos a campos diferentes y quizás él haría lo mismo en mi lugar. En ese instante me di cuenta de que nos habíamos combatido tanto tiempo que ya no nos reconocíamos. No dije nada. Jamil siguió enseñando con sus cuadernos copiados a mano. Nos hicimos amigos. Una tarde caminamos hasta una colina. Allí, Jamil me preguntó: "¿Cuántos pueden pararse aquí como tú y yo, mirar esta tierra y decir es mi país?" Esa noche nos acostamos juntos. Con Jamil desaparecieron todas las fronteras de mi vida. Dejé de ser una niña alemana judía perseguida, pasada por el exilio en México e integrada después al estado de Israel. Me convertí, con Jamil, en una ciudadana de la tierra que pisaba, de todas sus contradicciones, sus combates y sus sueños, sus cosechas pródigas y sus frutos amargos. Vi a Palestina como lo que era, una tierra que sólo podía ser de todos, nunca de nadie o de unos cuantos…»

Terminó la primera cara del disco y Félix automáticamente lo volteó y colocó la aguja sobre la segunda.

22

«Un día, Jamil desapareció. Su madre y yo pasamos semanas sin saber de él. Entendí a esa mujer apegada a una vida simple, feudal, tradicionalista, y me pregunté si sus valores eran los del atraso y los nuestros los del progreso. Viajé a Jerusalén y agoté los recursos oficiales. No sé si me hice desde sospechosa; alegué simplemente que el muchacho era mi colega en la escuela y me extrañaba su desaparición. Nadie | sabía nada. Jamil se había esfumado. Contacté a una abogada judía comunista, la llamaré Beata. Era la única que se atrevería a ir al fondo del asunto. Entiende mis contradicciones angustiosas, Félix. Me repugna el comunismo, pero aquí sólo una comunista tenía el valor de exponerse por mí y por Jamil en nombre de la justicia. Temía una injusticia cometida contra mi amante, pero en Israel contaba con los medios para desafiarla por la vía legal. No sé si esto sería posible en los países árabes.

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