—Imbéciles —dijo Trevor entre sus dos labios igualmente tiesos—, debí escoger traidores más capaces. La culpa es mía. La señora se deja arrebatar el anillo mientras imita a Esther Williams. El señor no se atreve a pegarme porque piensa cobrar por partida triple y eso vale más que el honor.
Rosseti se sentó de nuevo junto a Angélica, pálido y tembloroso; intentó abrazar a su esposa; ella lo rechazó con un movimiento irritado. Trevor miró a Félix como si se dispusiese a invitarlo a una partida de cricket.
—Mi amigo, ese anillo no tiene valor alguno para usted. Le doy mi palabra de honor.
—Creo tanto en la palabra de un caballero inglés como en la de un caballero latino —comentó Félix con la contrapartida mexicana de la flema inglesa: la fatalidad india.
—Evitaremos muchas escenas desagradables si me lo de vuelve cuanto antes.
—No se imaginará que lo traigo conmigo.
—No; pero sabe dónde está. Confío en su inteligencia, procure devolvérmelo.
—¿Cuánto valdrá mi vida si lo hago?
—Pregúntele a la parejita. Ellos saben que yo pago mejor que los otros.
—Las apuestas pueden ascender —logró decir con sarcasmo lastimado Rossetti.
Trevor lo miró con desdén asombrado.
—¿Crees que puedes cobrar cuatro veces? ¡Avorazado!
Félix se volteó con curiosidad hacia el secretario privado del Director General.
—Seguro, Rossetti. Cóbrale al Director General porque le hiciste creer que lo servías a él para informarle sobre las actividades de Bernstein, cóbrale a Bernstein porque le hiciste creer que eras su cómplice revelándole los planes del Director General, cóbrale a Trevor porque lo sirves a él contra tus otros dos patrones. Y si quieres, yo te pago más que los tres juntos para que abras el pico. ¿O esperas regresar a México, delatarnos a todos y salirte con la lana y el honor intactos?
—Cabrón, para qué te cruzaste en nuestro camino —dijo Angélica sin interrogaciones.
—¿Qué valor tiene el famoso anillo? —preguntó Félix con el mismo tono neutro de la mujer de Rossetti.
Fue el funcionario quien le contestó, nuevamente tranquilo y con el ánimo de congraciarse con Félix, como si descubriese un poder hasta entonces oculto en el oscuro jefe del Departamento de Análisis de Precios:
—No sé, sólo sé que Bernstein dispuso todo en Coatzacoalcos para que Angélica pudiera viajar con él a los Estados Unidos.
—Y en vez de entregárselo al cómplice de Bernstein, lo traicionaste para traérselo a Trevor —dijo Félix.
—En efecto —intervino Trevor antes de que los Rossetti pudiesen hablar de nuevo—, mis amigos los Rossetti, ¿cómo le diré?, desviaron el curso de las cosas para traerme el anillo. Alas, usted se nos interpuso. De todos modos, el destinatario de Bernstein debe estarse mordiendo las uñas en otra parte de este vasto continente, esperando la llegada de la señora Angélica en otro tanquero fantasma que convendremos en llamar, para no salirnos de las alusiones aceptadas, The Red Queen. ¿Sabe usted? La que pedía la cabeza del valet de corazones por robarse la tarta de fresas. Le voy a rogar que nos conduzca al anillo perdido, señor Maldonado.
—Le repito que no lo tengo.
—Ya lo sé. ¿Dónde está?
—Viaja, lento pero seguro como la tortuga burlona de Alicia.
—¿A dónde, Maldonado? —dijo Trevor con fierro en vez de dientes.
—Paradójicamente, rumbo al mismo destinatario que la esperaba por instrucciones de Bernstein —dijo Félix sin parpadear.
—Te dije, Trevor —dijo con histeria gutural Angélica—, Félix es judío converso, por algo soy íntima de Ruth, tenía que acabar alineado con los judíos, es viejo alumno de Bernstein, conoce a Mann, le ha mandado el anillo, ya sabe que Bernstein no mató a Sara…
Trevor fingió que se resignaba al parloteo de Angélica. Rossetti calmó a su mujer como pudo.
—No hables más de lo necesario. Por favor sé más prudente, amor. Tenemos que regresar a México…
—Con lo de Bernstein y lo de Trevor tenemos para irnos a vivir fuera de ese país de pulgas amaestradas —dijo la incontrolable Angélica.
—Te prometí que nos iríamos a donde quisieras, amor —dijo con voz cada vez más compasiva Rossetti, aunque más de la mitad de esa compasión la reservaba para sí.
—¡Estoy harta de verte ascender un peldañito burocrático cada seis años! ¿Dónde estarás dentro de doce? ¿Director de cuentas, comisario de un fideicomiso lechero, que?
—Angélica, debemos dejar pasar unos meses…
—¿No te has cansado de vivir de mi dinero, padrote?
—Te digo que unos meses, para que todo vuelva a la normalidad, es por prudencia, Angélica, dinero no nos va a faltar más…
—¿Y quién me va a pagar la cachetada de Trevor, güevón? —aulló Angélica arrancándose los anteojos negros para revelar los ojos inflamados de venas rojas.
—Yo, con tal de que te calles —dijo Félix y clavó un derechazo en el vientre de Rossetti en el momento en que el secretario privado sacó la navaja de bolsillo y apretó el botón para que saltara el acero afilado.
La mirada de enajenado de Rossetti contenía todas las amenazas imaginables cuando cayó doblado sobre el sofá, mugiendo. Félix recogió la navaja y volvió a acomodarla entre la lima para las uñas y un sacacorchos diminuto.
—Perfecto —sonrió Trevor—. Tecnología napolitana, uñas limpias para la bella figura y método seguro parar abrir botellitas en los aviones sin temor a morir envenenado. Nuestro amigo Rossetti se pinta solo. ¿Qué cree usted, Maldonado? ¿Iba a degollar a Angélica o me iba a exigir que le entregara el dinero prometido?
—Me iba a clavar como a una mariposa —dijo fríamente Félix.
—¿Ah, sí? —arqueó las cejas Trevor—. ¿Se puede saber por qué?
—Primero, porque fui testigo de que su mujer lo humilló.
—Yo también.
—Usted no es latino. Esto es asunto de clan,
—¿Y segundo?
—Porque soy el único que puede delatarlo. Los demás, usted, Bernstein, el Director, Angélica, tienen razones para guardar secretos.
—¿Está seguro? No importa. Debemos agradecerle a nuestros amigos su edificante escena conyugal.
—¿Usted es soltero? —sonrió Félix.
—¿No ve mi buena salud? —le devolvió la sonrisa Trevor.
—Es marica —escupió Angélica.
—La política no tiene sexo, señora, y por creer lo contrario ustedes se enredan en pasiones inútiles. Al grano, Maldonado. Si me miente, pierde su tiempo. Ese anillo les será inútil a ustedes. En primer lugar, porque se requiere algo más que tecnología napolitana o azteca para emplearlo. Por más vueltas que le den, el anillo no les dirá nada. Y si lo desmontan, destruirán automáticamente la información que contiene. Y en seguida, porque esa información ustedes ya la poseen.
—Entonces no importa que se destruya —dijo Félix preguntándose por qué Trevor le daba todos estos datos.
—¿No les interesa saber qué nos interesa saber de ustedes? —le proporcionó la respuesta el inglés—. No sea tan elemental, mi querido Maldonado.
—El anillo será recibido por Mann —dijo Félix agarrándose al descuido verbal de Angélica.
—¡Cáspita! —exclamó Trevor con otra de sus expresiones de comedia de Arniches. ¿Por quién?
—Por Mann, el cómplice de Bernstein —repitió Félix.
Trevor rió forzadamente:
—Man quiere decir hombre. Pero usted sabe inglés.
—No te dejes engañar, Félix, Bernstein nos dijo que le lleváramos el anillo a Mann a Nueva York —gritó Angélica totalmente extraviada en sus alianzas, dividida en sus actitudes nerviosas entre la amenaza y la alarma, la compasión y el desprecio hacia su marido, el chantaje mal orientado hacia Trevor y la creencia confusa de que Félix la había vengado de la cachetada de Trevor golpeando a Rossetti. Félix conjuró la idea de Angélica encerrada en un manicomio; les daría miedo admitirla.
—Está bien —dijo Trevor moviéndose rígidamente de lado, como un alfil de ajedrez, antes de que Angélica recuperase el habla—. La señora quiere ser pagada y marcharse, ¿eso es?
—¡Eso es! —gritó Angélica.
Todos se miraron en silencio. Trevor apretó un botón y Dolly apareció.
—Dolly, the lady is leaving. I hope her husband will follow her. They are very tiresome.
[48]
—Se los regalo —dijo Angélica señalando hacia el bulto quejumbroso de Rossetti. El dinero me lo llevo yo.
—Pero no me cumplieron, Angélica —dijo con acento contrito Trevor—. No tengo el anillo.
—¿Y los peligros que corrimos? Por poco muero ahogada. Nos prometiste el dinero pasara lo que pasara, lo prometiste, Trevor, los peligros lo ameritaban, eso nos dijiste.
—Tienes razón, Angélica.
Abrió un cajón, sacó un sobre gordo y se lo entregó a la señora Rossetti.
—Cuéntalos bien. Luego no quiero reclamaciones.
Angélica manoseó golosamente los billetes verdes, contando con los labios articulados en silencio.
—Está bien, Trevor. Los negocios son los negocios.
—¿Y tu marido?
—Consigúele chamba en una pizzería —dijo Angélica y salió con toda su arrogancia natural recuperada, siguiendo a Dolly.
—Bien —respiró hondo Trevor—, ahora podemos hablar en serio.
—¿Y ése? —meneó la cabeza Félix en dirección de Rossetti.
—¿No se ha preguntado usted, Maldonado, quién es el culpable de todo? —suspiró Trevor.
—Las culpas me parecen lo mejor repartido de este asunto —dijo sin humor Félix.
—No, no me entiende usted. Reúnalas todas, las mías y las suyas, las del Director General, las de Bernstein y su criado el tal Ayub, las de la señora que acaba de abandonarnos. Son muchas culpas, ¿no es cierto?
Rossetti comenzó a levantarse, trémulo.
—No, Trevor, no…
—Lo sano, lo limpio es reunirlas en una sola cabeza. La estoy mirando. ¿Usted también la mira?
—Me da igual —dijo Félix—. Pero hay una culpa que no le cargará usted a Rossetti.
Trevor tomó suavemente del hombro a Rossetti y lo obligó a reunirse de nuevo con el sofá.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Angélica, Angélica —murmuró grotescamente Rossetti con la cara escondida entre las manos.
—La muerte de Sara Klein —dijo Félix—. De eso me encargo yo.
—Concedido. Ahora escúcheme. Mire fuera de las ventanas. Houston no es ciudad bonita. Es algo mejor: una ciudad poderosa. Mire ese rascacielos de vidrios azules. Es la sede de la más grande empresa mundial de tecnología petrolera. Pertenece a los árabes y les costó quinientos millones de dólares. Mire la enseña del Gulf Commerce Bank. El ochenta por ciento de sus transacciones consiste en manejar petrodólares para sus clientes árabes. ¿Vio los nombres de los bufetes legales en este edificio? Todos trabajan para el dinero árabe. Le invito a darse una vuelta por todas y cada una de las compañías que trabajan en este edificio. Están ocupadísimas en un solo propósito, participar en los programas de desarrollo de los países árabes; se juegan doscientos mil millones de dólares. Deja de tartamudear incoherencias, Rossetti. Debería interesarte lo que estoy contando.
—Angélica… —dijo otra vez Rossetti.
—Ya te reunirás con ella. Espera. Antes vas a justificar el dinero que le entregué. La mitad de todas las transacciones comerciales entre el sector privado americano y el mundo árabe se realizan en Houston: cuatro mil millones de dólares anuales. De aquí salen las tuberías, las plantas de gas líquido, la tecnología petroquímica, el know-how agrícola y hasta los profesores universitarios para el mundo árabe. Una sola firma de arquitectos texanos ha concluido contratos por seis mil millones de dólares de exportaciones anuales de los Estados Unidos a los países árabes.
Trevor cruzó los brazos detrás de la espalda impecablemente trajeada y contempló la fisonomía de Houston bajo el cielo nuevamente encapotado, sucio, caluroso, como si observase un campo de hongos de cemento alimentados por una lluvia negra.
—Aquí mismo, donde estamos parados, este edificio, es propiedad de los saudís. ¿No le aburro con mis estadísticas? —volteó con su sonrisa tiesa dirigida a Félix.
—Si quiere impresionarme con su audacia, acepto que lo está logrando —dijo Félix.
—¿Audacia? —inquirió sarcásticamente Trevor.
—Ya lo dijo usted —contestó Maldonado—. Los verdaderos secretos son los que no se esconden. Houston es el sitio ideal para un agente secreto de los árabes.
Trevor y Rossetti rieron juntos. Los dos miraron a Félix como una pareja de lobos mira a un cordero.
—Dile la verdad, Rossetti —ordenó Trevor más parecido que nunca a un senador romano.
—Bernstein me pidió que le entregara el anillo a Trevor —dijo Rossetti cada vez más seguro de sí mismo—. Mann no existe. Fue una treta convenida.
—Madame Rosseti se ganó en buena ley su fajo de dólares —sonrió Trevor—. El anillo, pues, no va rumbo al mítico Mr. Mann en Nueva York.
—Cómo se aprenden cosas —dijo Félix con voz amodorrada pero con un relojito interno cada vez más acelerado—. No sabía que el País de las Maravillas tenía su capital en Jerusalén.
—Presto mis servicios profesionales —dijo con voz de terciopelo Trevor.
—¿Al mejor postor?
Trevor extendió los brazos con un gesto expansivo, raro en él, como si quisiera abarcar este despacho, el edificio, la ciudad de Houston entera.
—No hay misterio. En esta ocasión y en este lugar, represento intereses árabes.
—Pero Bernstein le envió el anillo.
—No recrimine a su antiguo profesor. Me ha conocido como agente israelita y me hizo destinatario del anillo con toda buena fe. No sabe que practico las virtudes de la simultaneidad de alianzas. ¿Podría usted distinguir a Tweedledum de Tweedledee?
—Bastaría aplastar a uno para que el otro se quebrara como Humpty Dumpty.
—Sólo que en esta ocasión los hombres del rey se encargarían de juntar los pedazos y reconstituirme. Le soy demasiado valioso a ambas partes. No intente romper el huevo, Maldonado, o será usted el que termine como omelette. Recuerde que, si yo lo quisiera, usted no saldría vivo de aquí —dijo Trevor moviéndose como un gato sobre la gruesa alfombra del despacho.
—Usted no me puede matar —dijo Félix.
—Córcholis. ¿Será usted inmortal, mi querida liebre?
—No. Ya estoy muerto y enterrado. Visite un día el Panteón Jardín en México y lo confirmará.
—¿Se da cuenta de que me propone la situación ideal para matarlo sin dejar trazas? Nadie buscará a un muerto que ya está muerto.