La cabeza de la hidra (20 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: La cabeza de la hidra
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—Y nadie encontrará, si yo muero, el anillo de Bernstein.

—¿Cree usted? —dijo el inglés con una cara más inocente que la de una heroína de Dickens—. Basta reconstruir peldaño por peldaño la escalera que con tanta imprudencia ustéd ha derrumbado. Los actores son perfectamente sustituibles Sobre todo los muertos.

Félix no podía controlar su sangre acelerada, enemiga invisible del rostro rígido. Agradeció las cicatrices que facilitaban el trabajo inmóvil de la máscara. No había tocado a Trevor. Ahora el inglés le palmeó cariñosamente la mano y Félix reconoció la piel sin sudor de los saurios.

—Vamos, no tema. Acepte el juego que le propongo. Llamémoslo, en honor de la santa patrona de su país, la Opera ción Guadalupe. Bonito nombre árabe, Guadalupe. Quiere decir río de lobos.

No le costó a Trevor, sin proponérselo, adquirir una fisonomía vulpina.

—Pero no vamos a hablar de filología, sino de guiones probables. Y acaso brutales. Mezcle los elementos a su antojo, mi querido Maldonado. El pretexto perfectamente calculado de la guerra del Yom Kippur y sus efectos igualmente calculados: el alza acelerada de los precios de petróleo; Europa y Japón puestos de rodillas y de una vez por todas sin pretensiones de independencia; la obtención de créditos del Congreso para el oleoducto de Alaska gracias al pánico petrolero y la multiplicación por millones de las ganancias de las Cinco Hermanas. Admírese: sólo en 1974, los beneficios de la Exxon aumentaron en un 23,6 % contra 1,76 % en los diez años anteriores; y los de la Standard Oil en un 30,92 % contra 0,55 % en la década anterior.

Dejó de palmear la mano de Félix y caminó de vuelta hacia la ventana.

—Mire afuera y vea dónde están los petrodólares. Jugamos a Israel contra los árabes y a los árabes contra Israel. Houston es la capital árabe de los Estados Unidos y Nueva York la capital judía; los petrodólares entran por aquí y salen por allá. ¿Sabe alguien para quién trabaja? Pero no nos salgamos del juego. Todos los guiones son posibles. Incluso —o sobre todo-una nueva guerra. De acuerdo con las circunstancias, podemos cerrar la válvula de Nueva York y asfixiar a Israel o cerrar la válvula de Houston y congelar los fondos árabes. Sígame en nuestro juego, por favor. Imagine a Israel aislado y lanzándose a una guerra de desesperación. Imagine a los árabes dejando de vender petróleo a Occidente. Escoja usted su guión, Maldonado; ¿quiénes intervendrían primero, los soviéticos o los americanos?

—Habla de la confrontación como si fuera algo saludable

—Lo es. La coexistencia actual nació de la confrontación en Cuba. Las situaciones al borde de la guerra son el shock necesario para prolongar la paz armada quince o veinte años más. El tiempo de una generación. El verdadero peligro es la podredumbre de la paz por ausencia de crisis periódicas que la revitalicen. Entramos entonces al reino del azar, la modorra y el accidente. Una crisis bien preparada es manejable, como lo demostró Kissinger a partir de la guerra de octubre. En cambio, el accidente por simple presión material de armas acumuladas que se van volviendo obsoletas es algo incontrolable.

—Es usted un humanista pervertido, Trevor. Y sus guiones ilusorios son sólo los que se fabrican diariamente en las redacciones de los periódicos.

—Pero también en los consejos de las potencias nucleares. Lo importante es tomar en cuenta todas las eventualidades. Ninguna debe ser excluida. Incluyendo, mi querido amigo, la presencia cercana del petróleo mexicano. En más de un guión, aparece como la única solución a mano.

—¿Sin consultar a México?

—Hay colaboracionistas en su país, igual que en Checoslovaquia. Algunos están ya en el poder. No sería difícil instalar a una junta de Quislings en el Palacio Nacional de México, sobre todo en situación de emergencia internacional y en un país sin procesos políticos abiertos. Las cábalas políticas mexicanas son como las amebas: se fusionan, desprenden, subdividen y vuelven a fusionar en la oscuridad palaciega, sin que el pueblo se percate.

—A veces los mexicanos despertamos.

—Pancho Villa no hubiera resistido una lluvia de napalm.

—Pero Juárez sí, igual que Ho Chi Minh.

—Guárdese sus discursos patrióticos, Maldonado. México no puede sentarse eternamente sobre la reserva petrolera más formidable del hemisferio, un verdadero lago de oro negro que va del golfo de California al mar Caribe. Sólo queremos que se beneficie de ella. Por las buenas, de preferencia. Todo esto puede hacerse normalmente, sin tocar la sacrosanta nacionalización del presidente Cárdenas. Se puede desnacionalizar guardando las apariencias, pardiez.

—A la Virgen de Guadalupe no le va a caer en gracia que usen su nombre para este saínete —bromeó Félix.

—No sean tercos, Maldonado. Lo que se juega es mucho más grande que su pobre país corrupto, ahogado por la miseria, el desempleo, la inflación y la ineptitud. Vuelva a mirar hacia afuera. Se lo exijo. Esto fue de ustedes. No les sirvió de nada. Mire en lo que se ha convertido sin ustedes.

—Ya van dos veces que escucho la misma canción. Me empieza a fastidiar.

—Entiéndame claro y repítaselo a sus jefes. Los planes de contingencia del Occidente requieren información precisa sobre la extensión, naturaleza y ubicación de las reservas de petróleo mexicanas. Es indispensable preverlo todo.

—¿Esa es la información que mandaba Bernstein desde Coatzalcoalcos?

Quizá Trevor no iba a responder. En todo caso, no tuvo tiempo de hacerlo. Dolly entró con su carita de gata alterada como si una jauría de bulldogs se le hubieran aparecido en el tejado.

—Oh God, Mr. Mann, a terrible thing, Mr. Mann, a horrible accident, look out the window.
[49]

Félix no tuvo tiempo de consultar las miradas que se cruzaron Trevor/Mann y Rossetti; Dolly abrió la ventana y el aire acondicionado salió huyendo como las palabras momentáneamente congeladas del agente doble; los tres hombres y la mujer lloriqueante se asomaron al aire pegajoso de Houston y Dolly indicó hacia abajo con un dedo de uña medio despintada.

Un enjambre de moscas humanas se reunía en la calle alrededor del cuerpo postrado como un títere de yeso roto. Varios autos de la policía estaban estacionados con sirenas ululantes y una ambulancia se abría paso en la esquina de la Avenida San Jacinto.

Trevor/Mann cerró velozmente la ventana y le dijo a Dolly con acento nasal de medioeste americano:

—Call the copper, stupid. l'm holding tbe dago for the premeditated murder of his wife.
[50]

Mauricio Rossetti abrió la boca pero no pudo emitir sonido alguno. Además, Trevor/Mann le apuntaba directamente al pecho con una automática. Era un gesto innecesario. Rossetti se derrumbó de nuevo sobre el sofá llorando como un niño. Trevor/Mann ni siquiera lo miró. Pero no soltó la pistola. Se veía fea en la mano de piel de lagartija.

—Consuélate, Rossetti. Las autoridades mexicanas pedirán tu extradición y les será concedida. En México no hay pena de muerte y la ley es comprensivamente benigna con los uxoricidas. Y no hablarás, Rossetti, porque prefieres pasar por asesino que por traidor. Medita esto mientras gozas de los lujos de la cárcel de Lecumberri. Y piensa también que te libraste de una temible arpía.

Apuntó hacia Félix Maldonado.

—Puede usted retirarse, señor Maldonado. No me guarde rencor. Después de todo, este round lo ganó usted. El anillo está en su poder. Le repito: no le servirá de nada. Váyase tranquilo y piense que Rossetti sustrajo toda la información poco a poco, parcialmente de las oficinas del Director General, parcialmente de Minatitlán y otros centros de operación de Pemex y se la entregó en bruto a Bernstein. Fue su maestro quien la ordenó y convirtió en mensajes cibernéticos coherentes. —No se preocupe; Rossetti prefiere cargar con la muerta de su domicilio conyugal que con los muertos de sus indiscreciones políticas. En cambio, la infortunada señora Angélica, reunida con sus homónimos, ya no podrá soltar la lengua, como solía hacerlo.

—Y yo, ¿no teme que yo hable? —dijo Félix con la sangre vencida.

Trevor/Mann rió y dijo con su acento británico recuperado:

—By gad, sir, don't push your luck too far.
[51]
Precisamente, lo que deseo es que hable, que lo cuente todo, que transmita nuestras advertencias a quienes emplean sus servicios. Permita que le demuestre mi buena fe. ¿Quiere averiguar quién mató a Sara Klein?

Félix no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, humillado por la suficiencia del hombre con rasgos de senador romano, mechón displicente e interjecciones anacrónicas. Sintió que con sólo mencionarla, Trevor/Mann manoseaba verbalmente a Sara como la manoseó físicamente Simón Ayub en la funeraria.

—Busque a la monja.

Miró a Félix con un velo de cenizas sobre los ojos grises.

—Y otra cosa, señor Maldonado. No intente regresar aquí con malas intenciones. Dentro de unas horas, Wonderland Enterprises habrá desaparecido. No quedará rastro ni de esta oficina, ni de Dolly ni de su servidor, como dicen ustedes con su curiosa cortesía. Buenas tardes, señor Maldonado. O para citar a su autor preferido, recuerde cuando piense en los Rossetti que la ambición debe ser fabricada de tela más resistente y cuando piense en mí que todos somos hombres honorables. Abur.

Hizo una ligera reverencia en dirección de Félix Maldonado.

32

Manejó nuevamente hasta Galveston perseguido por el ángel negro del presentimiento pero también para alejarse lo más posible de la horrible muerte de Angélica. Le aseguraron en las oficinas del puerto que el Emmita atracaría puntualmente en Coatzacoalcos a las cinco de la mañana del jueves 19 de agosto; el capitán H. L. Harding era cronométrico en sus salidas y llegadas. Félix se dio una vuelta por la casita de maderos grises junto a las olas aceitosas y cansadas del Golfo. La puerta estaba abierta. Entró y olió el tabaco, la cerveza chata, los restos de jamón en el basurero. Resistió el deseo de pasar allí la noche, lejos de Houston, Trevor/Mann y los cadáveres, uno inerte y el otro ambulante, de los Rossetti. Temió que su ausencia del Hotel Warwick motivara sospechas y regresó a Houston pasada la medianoche.

Por las mismas razones, decidió pasar todo el día del miércoles en el Warwick. Compró el boleto de regreso a México para el jueves en la tarde, cuando el Emmita ya hubiese llegado a Coatzacoalcos y la parejita de jóvenes, Rosita y Emiliano, hubiesen recibido el anillo de manos de Harding. Tomó una cabaña de la piscina, se asoleó, nadó y comió un club-sandwich con café. Nadó muchas veces para lavarse del recuerdo de Angélica, nadó debajo del agua con los ojos abiertos, temeroso de encontrar el cadáver roto de la señora Rossetti en el fondo de la piscina.

No pasó nada en el hotel y el cuarto de los Rossetti fue vaciado sigilosamente de sus pertenencias y ocupado por otra pareja de desconocidos. Félix los escuchó por el balcón; hablaban inglés y hablaban de sus hijos en Salt Lake City. Era como si Mauricio y Angélica jamás hubiesen puesto un pie en Houston. Félix se sumó al mimetismo ambiente y aprovechó las horas muertas para emprender intentos inmóviles y fútiles de ordenar las cosas en su cabeza.

La tarde del jueves dejó atrás las planicies ardientes y los cielos húmedos de Texas, pronto se disolvieron las tierras yermas del norte de México en picachos secos y pardos y éstos sucumbieron ante los volcanes truncos del centro de la república, indistinguibles de las pirámides antiguas que quizás se ocultaban bajo la lava inmóvil. A las seis de la tarde el jet de la Eastern se precipitó hacia el circo de montañas disueltas por el humo letárgico de la capital mexicana.

Tomó un taxi a las suites de la calle de Génova y allí le preguntaron si deseaba la misma habitación que la vez pasada. Gracias a las memoriosas propinas lo condujeron con zalamerías al apartamento donde fue asesinada Sara Klein. El joven empleado flaco y aceitoso se atrevió a decirle que se veía muy repuesto después de su viaje y Félix confirmó con el espejo del baño, al quitarse el sombrero blanco adquirido en el aeropuerto de Coatzacoalcos, que el pelo le empezaba a crecer espeso y rizado, los párpados ya no estaban hinchados y sólo las cicatrices continuaban desfigurándolo, aunque el bigote ocultaba misteriosamente el recuerdo de la operación y le devolvía un rostro que si no era exactamente el anterior, sí se parecía cada vez más al del tema de su broma privada con Ruth, el autorretrato de Velázquez.

Pensó en Ruth y estuvo a punto de llamarla. La había olvidado durante todo este tiempo de ausencias; tenía que olvidarla para que esa atadura, la más íntima y cotidiana, no le desviara de la misión que le encomendé. Frenó el impulso, además, porque reflexionó que para su esposa, él era un muerto; Ruth había asistido al sepelio organizado por el Director General y Simón Ayub en el Panteón Jardín. La viuda Maldonado llevaba muy poco tiempo acostumbrándose a su nueva situación; igual que ante el cadáver de Sara, Félix debía reservarse para el momento de su aparición física ante Ruth. Una voz desencarnada por el teléfono sería demasiado para una mujer como ella, tan doméstica, que le resolvía los problemas prácticos, le tenía listo el desayuno y planchados los trajes.

Sara era otra cosa, viva o muerta, algo así como la sublimación de la aventura misma, su razón más apasionada pero también la más secreta. Mis instrucciones fueron claras. Ninguna motivación personal debería interponerse en nuestro camino. No existe misión de inteligencia que no convoque, fatalmente, las realidades afectivas de la vida y teja una maraña invisible pero insalvable entre el mundo objetivo que salimos a dominar y el mundo subjetivo que, querámoslo o no, nos domina. ¿Se habría enterado Félix, durante esta extraña semana de su vida, que todos los desplazamientos jamás nos alejan del hospedaje de nosotros mismos y que ningún enemigo externo es peor que el que ya nos habita?

Más tarde me dijo que recordó, mientras marcaba mi número al regresar de Houston, la broma con que me anunció la muerte de Angélica antes de que sucediera: tu hermana está ahogada, Laertes. Eliminé mis sentimientos personales, aunque entonces ignorase el papel desempeñado por Angélica en esta intriga. Por eso, no tuvo que añadir nada sobre ella cuando me telefoneó desde las suites de Genova, no tuvo que encontrar una cita de Shakespeare para decirme que Ofelia, en vez de ahogarse, era una muñeca quebrada sobre el pavimento caliente de una ciudad texana.

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