Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Billy tuvo que hablar con todas las familias de sus compañeros muertos: Joey Ponti, Jones el Profeta, Llewellyn el Manchas y los demás. Se reencontró con Tommy Griffiths, a quien había visto por última vez en Ufa, Rusia. El padre de Tommy, Len, el ateo, estaba demacrado por culpa del cáncer.
Billy iba a bajar de nuevo a la mina el lunes, y todos los mineros querían explicarle los cambios que había habido bajo tierra desde que se había ido: se habían abierto nuevos túneles que se ahondaban aún más en la mina, había más luces eléctricas y mejores medidas de seguridad.
Tommy se subió a una silla y pronunció un discurso de bienvenida, y luego tomó la palabra Billy.
—La guerra nos ha cambiado a todos —dijo—. Recuerdo cuando la gente decía que Dios había puesto a los ricos en la tierra para gobernarnos a nosotros, a la gente inferior. —La frase fue recibida con risas de desdén—. Muchos hombres dejaron de llamarse a engaño cuando tuvieron que luchar bajo las órdenes de unos oficiales de clase alta a los que ni tan siquiera se les debería confiar la organización de una excursión de domingo de un grupo de catequesis. —Los demás veteranos asintieron en un gesto cómplice—. La guerra se ganó gracias a hombres como nosotros, hombres de a pie, sin educación pero no estúpidos.
Todos se mostraron de acuerdo, y se oyeron varios «tiene razón» y «sí».
—Ahora podemos votar, y también una parte de las mujeres, aunque no todas, tal y como os dirá enseguida mi hermana Eth. —Hubo una pequeña ovación por parte de las mujeres—. Este es nuestro país, y debemos tomar el control de él, tal y como han hecho los bolcheviques en Rusia y los socialdemócratas en Alemania. —Los hombres lo vitorearon—. Tenemos un partido de la clase trabajadora, el Partido Laborista, y somos suficientes para lograr que nuestro partido forme gobierno. Lloyd George nos jugó una mala pasada en las últimas elecciones, pero no volverá a salirse con la suya.
Alguien gritó:
—¡No!
—Ahora voy a deciros por qué he vuelto. Los días de Perceval Jones como parlamentario por Aberowen están a punto de llegar a su fin. —Hubo una ovación—. ¡Quiero ver que un candidato laborista nos represente en la Cámara de los Comunes! —Billy miró a su padre, que estaba rebosante de alegría—. Gracias por vuestra fantástica bienvenida. —Bajó de la silla y todo el mundo aplaudió con entusiasmo.
—Buen discurso, Billy —lo felicitó Tommy Griffiths—. Pero ¿quién va a ser el candidato laborista?
—¿Sabes qué, Tommy? —dijo Billy—. Te doy tres oportunidades para que lo adivines.
IV
El filósofo Bertrand Russell fue a Rusia ese año y escribió un breve libro titulado
Teoría y práctica del bolchevismo
, que estuvo a punto de provocar el divorcio de los Leckwith.
Russell se mostró en contra de los bolcheviques con gran vehemencia. Y, lo que es peor aún, lo hizo desde un punto de vista de izquierdas. A diferencia de los críticos conservadores, él no afirmaba que el pueblo ruso no tuviera derecho a deponer al zar, a repartir las tierras de los nobles entre los campesinos y a dirigir sus propias fábricas. Al contrario, se mostraba conforme con todo aquello. Sin embargo, atacó a los bolcheviques, no por tener los ideales equivocados, sino por tener los ideales correctos pero ser incapaces de vivir de acuerdo con ellos. De modo que sus conclusiones no podían desecharse de plano por ser propaganda.
Bernie lo leyó primero. Como todos los bibliotecarios, no soportaba que la gente escribiera en los libros, pero en este caso hizo una excepción, y garabateó las páginas con comentarios iracundos, subrayó frases y escribió «¡Sandeces!» o «¡Argumento inválido!» con lápiz en los márgenes.
Ethel lo leyó con el bebé en brazos, que ya había cumplido un año. Le pusieron Mildred, pero siempre la llamaban Millie. La Mildred mayor se había trasladado a Aberowen con Billy y ya estaba embarazada del primer hijo de ambos. Ethel la echaba de menos, aunque se alegraba de poder utilizar las habitaciones del piso de arriba de la casa. La pequeña Millie tenía el pelo rizado y, a pesar de su corta edad, una mirada coqueta que recordaba a Ethel a todo el mundo.
Ethel disfrutó del libro. Russell era un escritor ingenioso. Con su aristocrática indiferencia, le había pedido una entrevista a Lenin, y había pasado una hora con el gran hombre. Hablaron en inglés. Lenin le dijo que lord Northcliffe era su mejor propagandista: las historias de terror que el
Daily Mail
contaba sobre el modo en que los rusos habían saqueado a los aristócratas tal vez aterraban a los burgueses, pero tendrían el efecto contrario en la clase trabajadora británica.
Sin embargo, Russell dejó muy claro que los bolcheviques eran totalmente antidemocráticos. La dictadura del proletariado era una verdadera dictadura, dijo, pero los gobernantes eran intelectuales de clase media como Lenin y Trotski, que solo permitían la ayuda de los proletarios que estaban de acuerdo con sus opiniones.
—Creo que esto es muy preocupante —comentó Ethel cuando acabó el libro.
—¡Bertrand Russell es un aristócrata! —exclamó Bernie, furioso—. ¡Es el tercer conde!
—Eso no implica que sea una mala persona. —Millie dejó de mamar y se quedó dormida. Ethel le acarició sus suaves mejillas con la punta de los dedos—. Russell es socialista. Se queja de que los bolcheviques no están poniendo en práctica el socialismo.
—¿Cómo puede decir algo así? Han aplastado a la nobleza.
—Pero también a la prensa que estaba en su contra.
—Es una necesidad temporal…
—¿Hasta cuándo? ¡La Revolución rusa ya tiene tres años!
—Quien algo quiere, algo le cuesta.
—Dice que hay detenciones y ejecuciones arbitrarias, y que la policía secreta tiene más poder ahora que cuando mandaba el zar.
—Pero actúan para detener a contrarrevolucionarios, no a socialistas.
—El socialismo significa libertad, incluso para los contrarrevolucionarios.
—¡No es cierto!
—Para mí sí.
Sus gritos despertaron a Millie. La niña, que sintió la ira que reinaba en la habitación, se puso a llorar.
—¿Ves? —dijo Ethel con resentimiento—. Mira lo que has hecho.
V
Cuando Grigori regresó a casa de la guerra civil, se fue al confortable apartamento en el que vivían Katerina, Vladímir y Anna, situado en el enclave del gobierno en el antiguo fuerte del Kremlin. Para su gusto, tenía demasiadas comodidades. El país entero sufría escasez de comida y combustible, pero en las tiendas del Kremlin había de sobra. En el complejo disponían de tres restaurantes con cocineros de escuela francesa y, para consternación de Grigori, los camareros daban un taconazo ante los bolcheviques, tal y como habían hecho con los antiguos nobles. Katerina dejaba a los niños en la guardería mientras iba a la peluquería. Por la noche, los miembros del Comité Central iban a la ópera en coches con chófer.
—Espero que no nos estemos convirtiendo en la nueva nobleza —le dijo una noche a Katerina en la cama.
Su mujer soltó una risa de desdén.
—Si lo somos, ¿dónde están mis diamantes?
—Bueno, ya sabes, organizamos banquetes, viajamos en primera clase en el ferrocarril, etcétera.
—Los aristócratas nunca hicieron nada útil. Todos vosotros trabajáis doce, quince, dieciocho horas al día. No se puede esperar que hurguéis en la basura en busca de ramas para quemarlas y no moriros de frío, como hacen los pobres.
—Pero entonces siempre hay una excusa para que la élite tenga sus privilegios especiales.
—Ven aquí —dijo ella—. Voy a darte un privilegio especial.
Después de hacer el amor, Grigori permaneció despierto. A pesar de sus dudas, no podía reprimir un sentimiento de secreta satisfacción al ver que su familia vivía tan bien. Katerina había engordado. Cuando la conoció era una chica de veinte años voluptuosa; ahora era una madre rolliza de veintiséis. Vladímir tenía cinco años y estaba aprendiendo a leer y a escribir en la escuela, junto con los hijos de los demás nuevos gobernantes de Rusia; Anna, a la que llamaban Ania, era una niña traviesa de tres años con el cabello rizado. Su hogar había pertenecido a una de las damas de honor de la zarina. Era un piso cálido, seco y espacioso, que tenía un dormitorio para los niños y también cocina y sala de estar; en el pasado, en Petrogrado, habría servido de alojamiento para veinte personas. Había cortinas en las ventanas, tazas de porcelana para el té, una alfombra frente al fuego y un óleo del lago Baikal sobre la chimenea.
Al final Grigori se durmió y se despertó a las seis cuando alguien llamó a la puerta. La abrió y encontró a una mujer esquelética, vestida con harapos, que le resultaba familiar.
—Siento molestarlo tan pronto, excelencia —dijo, utilizando la forma antigua y respetuosa de tratamiento.
La reconoció enseguida, era la mujer de Konstantín.
—¡Magda! —exclamó, asombrado—. Estás muy distinta, ¡pasa! ¿Qué sucede? ¿Vives en Moscú ahora?
—Sí, nos hemos trasladado aquí, excelencia.
—No me llames así, por el amor de Dios. ¿Dónde está Konstantín?
—En la cárcel.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Por contrarrevolucionario.
—¡Es imposible! —dijo Grigori—. Deben de haber cometido un grave error.
—Sí, señor.
—¿Quién lo ha detenido?
—La Cheka.
—La policía secreta. Bueno, trabajan para nosotros. Averiguaré lo que ha sucedido. Lo investigaré inmediatamente después del desayuno.
—Por favor, excelencia, se lo suplico, haga algo ahora. Van a fusilarlo dentro de una hora.
—¡Diablos! —exclamó Grigori—. Espera mientras me visto.
Se puso el uniforme. Aunque no tenía insignias de rango, era de mucha mejor calidad que el de los soldados rasos, y lo distinguía claramente como comandante.
Al cabo de unos minutos, Magda y él abandonaron el complejo del Kremlin. Estaba nevando. Recorrieron la corta distancia que los separaba de la plaza Lubianka. El cuartel de la Cheka era un enorme edificio barroco de ladrillo amarillo, que antiguamente habían sido las oficinas de una compañía aseguradora. El guardia de la puerta hizo el saludo militar a Grigori, que empezó a gritar en cuanto puso un pie en el edificio.
—¿Quién manda aquí? ¡Traedme al oficial de servicio! Soy el camarada Grigori Peshkov, miembro del Comité Central Bolchevique. Deseo ver al prisionero Konstantín Vorotsintsev de inmediato. ¿A qué esperáis? ¡Poneos manos a la obra! —Había descubierto que aquella era la forma más rápida de hacer las cosas, aunque le traía a la mente el horrible recuerdo del comportamiento irascible de un noble malcriado.
Los guardias echaron a correr, presas del pánico, y entonces Grigori se llevó una gran sorpresa. El oficial de servicio bajó al vestíbulo. Grigori lo conocía. Era Mijaíl Pinski.
Grigori se horrorizó. Pinski había sido un matón y un animal que había pertenecido a la policía zarista: ¿era ahora un matón y un animal al servicio de la revolución?
Pinski esbozó una sonrisa empalagosa.
—Camarada Peshkov —dijo—. Qué honor.
—No dijiste eso cuando te di un puñetazo por molestar a una pobre campesina —replicó Grigori.
—Cómo han cambiado las cosas, camarada… para todos.
—¿Por qué habéis detenido a Konstantín Vorotsintsev?
—Por llevar a cabo actividades contrarrevolucionarias.
—Eso es absurdo. Era el moderador del grupo de discusión bolchevique de la fábrica Putílov en 1914. Fue uno de los primeros representantes del Sóviet de Petrogrado. ¡Es más bolchevique que yo!
—¿Es eso cierto? —preguntó Pinski, con un deje de amenaza.
Grigori no le hizo caso.
—Traédmelo.
—Ahora mismo, camarada.
Al cabo de unos minutos apareció Konstantín. Estaba sucio, sin afeitar y olía a pocilga. Magda rompió a llorar y lo abrazó.
—Tengo que hablar con el prisionero en privado —le dijo Grigori a Pinski—. Llévanos a tu despacho.
Pinski negó con la cabeza.
—Mi humilde oficina…
—No discutas —dijo Grigori—. A tu despacho. —Era una forma de realzar su poder. Tenía que mantener dominado a Pinski.
Subieron a una oficina del piso superior con vistas al patio interior. Pinski se apresuró a guardar un puño de acero en un cajón.
Grigori miró por la ventana y vio que amanecía.
—Espera fuera —le ordenó a Pinski.
Se sentaron y Grigori le preguntó a Konstantín:
—¿Qué demonios está sucediendo?
—Vinimos a Moscú cuando se trasladó el gobierno —le explicó su amigo—. Creía que me nombrarían comisario político. Pero fue un error. Aquí no tengo apoyo político.
—Entonces, ¿qué has hecho hasta ahora?
—Busqué un trabajo normal. Estoy en la fábrica Tod, haciendo partes de motores, ruedas dentadas, pistones y cojinetes.
—Pero ¿por qué cree la policía que eres un contrarrevolucionario?
—La fábrica elige a un representante para el Sóviet de Moscú. Uno de los ingenieros anunció que se presentaría como candidato menchevique. Organizó un mitin y fui a escucharlo. Solo asistieron una docena de personas. No hablé, me fui a la mitad y no lo voté. Ganó el candidato bolchevique, por supuesto. Pero, después de las elecciones, todos los que asistimos al mitin menchevique fuimos despedidos. Entonces, la semana pasada, nos detuvieron.
—No podemos hacer esto —dijo Grigori, con desesperación—. Ni tan siquiera en nombre de la revolución. No podemos detener a trabajadores por el mero hecho de que escuchen un punto de vista distinto.
Konstantín lo miró extrañado.
—¿Has estado fuera?
—Por supuesto —respondió Grigori—. Luchando contra los ejércitos contrarrevolucionarios.
—Entonces por eso no sabes lo que está sucediendo.
—¿Te refieres a que ya ha ocurrido antes?
—Grishka, sucede a diario.
—No puedo creerlo.
—Anoche recibí un mensaje —intervino Magda—, de una amiga que está casada con un policía, en el que me decía que Konstantín y los demás serían fusilados a las ocho en punto de la mañana.
Grigori miró su reloj de pulsera del ejército. Ya eran casi las ocho.
—¡Pinski! —gritó.
El policía entró.
—Detén la ejecución.
—Me temo que es demasiado tarde, camarada.
—¿Quieres decir que esos hombres ya han sido fusilados?
—Aún no. —Pinski se acercó a la ventana.
Grigori hizo lo mismo. Konstantín y Magda permanecieron a su lado.