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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (29 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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—¿Tú les crees? —preguntó Stella. El sonrió con pesar.

—No creo en las amenazas de Rosita Chancellor ni en que se derretirá el mundo entero, pero no cabe duda que vamos de cabeza hacia la autodestrucción. Somos una cultura adicta al petróleo que habita un planeta que se está quedando sin él a marchas forzadas. Parece que las opciones son contaminarnos con los productos derivados de nuestro salvaje consumismo hasta morir o volar todos en pedazos tóxicos por culpa de guerras iniciadas para apoderarse de los últimos petroleros llenos de oro negro. Sea como sea, no quedarán muchos para salvar el tinglado.

—Esta mañana he escuchado a alguien que decía lo mismo: que los mayas lograron destruirse en un lapso de cincuenta años y que nosotros vamos por el mismo camino.

—Cierto, y ellos vivían en ciudades de medio millón de habitantes en una época en la que Londres a duras penas albergaba a veinte mil. Pero no fueron tan solo los mayas, todas las civilizaciones han acabado agotando sus recursos naturales desde que Gilgamés talara los cedros del Líbano y convirtiera esas tierras en un desierto. Lo

que queda claro es que poco hemos aprendido de nuestra historia. Si lo piensas, es bastante descorazonador. Sin embargo, esto... —Meredith frotó el medallón con el pulgar— es, pura y simplemente, lo más interesante que he visto en mucho tiempo. Esto de aquí es Libra, ¿verdad? Y el sol pesa más que la luna, lo cual evidentemente es cierto, por mucho que para futuros académicos siga siendo un misterio que Owen lo supiera en aquel entonces. Y este dragón es realmente fascinante, a pesar de su simplicidad. Mejor aún que el de la vidriera, diría; con subtextos más sutiles.

Se lo devolvió como si fuera un huevo o un frágil pajarito.

—¿Te ves capaz de confiarme dónde encontraste este medallón?

—Lo encontré en una cueva, en Yorkshire. Lo llevaba un esqueleto colgando del cuello. Pedí permiso a la policía y me dijeron que podía quedármelo —contestó Stella inmediatamente.

Lo que Ceri Jones había dicho era que debía quedárselo, de modo que se acercó bastante.

—Aja.

Meredith se frotó una aleta de la nariz. Stella observó cómo acudían a su mente preguntas obvias y cómo, con cierto control, iba apartándolas a un lado. Miró a sus espaldas, al gentío que no paraba de moverse y al pequeño grupo de mirones, que aumentaba cada vez más, apostados delante de tres chicos, con el torso desnudo y tatuados de la clavícula al ombligo, que ilustraban con pantomimas las distintas formas de destrucción del mundo.

En un extremo de la muchedumbre se veía un hueco y, en su interior, una silla de ruedas. Por efecto de la luz, y por un momento, pareció que Kit estuviera partido en dos: un instante era una figura pletórica sentada en una silla, carcajeándose hasta caerle las lágrimas, y luego una presencia más sombría, de pie, cargada de ira y resentimiento para aplastarlos a los dos. Aquella lúgubre destrucción que había advertido a su alrededor cuando Kit apareció en la entrada del laboratorio de Davy Law seguía allí.

Parpadeó y la imagen desapareció. Su intención era no darle más vueltas, pero

Meredith Lawrence dijo con calma:

—Un hombre joven que libra una batalla consigo mismo.

—Ha perdido su equilibrio interior. —El día se había enfriado. Pensó que venía al caso, por lo que mencionó—: Yo soy astrónoma, no creo en la astrología, pero Kit es Libra y necesita el equilibrio como el aire que respira. Si sigue así, esto le matará.

—A él o a ti.

—O a mí. —Miró hacia otro lado—. No sé cómo lograr que vuelva a encontrarse.

—Eso no puede conseguirlo nadie más que él. —Meredith dobló la imagen del dragón y la dejó a un lado—. Pero a lo mejor sí puedes hacer algo para ti misma. Como observador imparcial, me da la sensación de que tú también tienes tu propio

desequilibrio interno y que quizá conviene que le des respuesta antes de que nuestro amigo Libra alcance el suyo.

Le vino a la memoria la voz de Kit, tajante pero prudente: «Si voy contigo no es porque sienta celos de una piedra». Y, antes de eso: «Tú corres más peligro; tú te has obsesionado con la piedra». En ese momento volvió a observarlo. Entre tantas payasadas se había quedado dormido.

—No digo que no.

A lo lejos, en algún lugar, las campanas de una iglesia daban la hora. Su sonido se filtró entre el barullo del festival. Stella se levantó sin pensarlo.

—Tendría que ir a rescatar a Kit antes de que lo conviertan en atrezo de los mimos. Gracias. Ha sido... interesante.

Meredith se levantó con ella y le extendió una mano para despedirse con toda formalidad. El tono de sus palabras era un tanto jocoso, aunque no por ella sino por él mismo.

—Esto es como un proceso de aprendizaje: los próximos días serán más fáciles. Toda empresa despierta la esperanza. La fe y la esperanza mueven montañas, o como mínimo, montoncitos de tierra. No lo olvides. Lo superaréis, no me cabe la menor duda.

Capítulo 19

Instituto Walker, finca Lower Hayworth, Oxfordshire,

junio de 2007

—Este es el lugar donde se encontraron los registros de Cedric Owen. Una

antepasada mía los descubrió un siglo después de que muriera Owen. Estaban tapiados en el horno que hay al lado de la chimenea, junto con los diamantes que hicieron rico al Bede's College. Su hijo escribió la primera tesis sobre su contenido en

1698. Es una obsesión que ha compartido toda la familia desde entonces. Sentaos, iré a buscar algo de beber y así nos olvidaremos del bullicio de fuera, como si no hubiera existido.

La cocina de Úrsula Walker era un remanso de paz y frescor; una estancia espaciosa, con techos altos, suelos de piedra embaldosados, un fregadero de cerámica que en su día había sido blanco y paredes de piedra de más de un metro de ancho que resguardaban del calor del día.

Stella se sentó a la gigantesca mesa de madera de roble en la que podían acomodarse doce comensales holgadamente. Kit dormía en su silla de ruedas delante de ella. Las ventanas de la cocina estaban abiertas para luchar contra el calor. En el exterior, el volumen del ruido iba cambiando a medida que setecientos hombres, mujeres y niños desarmaban los tenderetes para marcharse.

Úrsula recorría la cocina preparando tranquilamente una bandeja con bebida casera de bayas de saúco y bollos. Echó cubitos en tres vasos, los llenó de limonada, colocó los vasos chatos sobre la enorme mesa de roble y se sentó con ellos en una esquina, entre Stella y Kit.

Hacía menos de cinco minutos que se había quitado la chaqueta de lino color crema y, con ella, la formalidad de la mujer que había organizado el festival. Un rayo de luz que le iluminó la cara le quitó diez años de encima. Se levantó las gafas al hablar:

—Me parece que un festival como este no ha sido la mejor manera de conocernos.

¿Corremos un tupido velo y empezamos de nuevo?

—También puedes contarnos por qué lo has organizado; no parece que encajes en este estilo.

—No todo ha sido tan horrible como Rosita Chancellor. Algunas cosas tenían una base real. —Úrsula hizo girar los hielos de su vaso—. Esta mañana he moderado un coloquio entre dos antropólogos y un arqueólogo. Es verdad que durante diez minutos acaparó la atención un elemento discordante que quería debatir si la calavera perdida de Cedric Owen era, en realidad, la calavera azul de Albión. Como todo el mundo sabe (o quizá no), la calavera de Albión fue enterrada con el rey Arturo en Avalon y regresará cuando lo haga él, al frente de la cuadrilla de cazadores míticos que rescatará a Inglaterra de la ruina. Aparte de eso, todo se ha desarrollado dentro de los límites del consenso científico.

—¿Y qué se supone que estabais debatiendo? —preguntó Stella.

—Las conexiones en todo el planeta entre las distintas leyendas sobre calaveras de cristal y su relevancia en relación con la fecha final de 2012.

Stella soltó una risotada.

—¿Eso es antropología?

—Yo creo que sí—respondió Úrsula—. Existen demasiadas leyendas sobre calaveras de cristal en el mundo para que no encontremos un reducto de verdad, y todas apuntan a 2012 como la fecha final, no tan solo los mayas. Las tribus indígenas de todo el continente americano se están preparando para algo importante que sucederá dentro de cuatro o cinco años. Los hopis llevan tres años congregando a su gente para que se reúnan en esa fecha. Conozco publicaciones científicas de contrastada seriedad que harán públicos estudios sobre este fenómeno.

Se escarbó un diente con la uña del pulgar.

—Cuesta más que se den cuenta de las cosas que están sucediendo en nuestra sociedad, pero yo he dedicado mi vida a entender todo lo que hizo Cedric Owen motivado por la calavera de cristal azul, de modo que también es mi motivación. Si lo que me estás pidiendo es una razón que explique por qué me he convertido en lo que soy, la respuesta es la calavera azul de Owen.

—¿Hasta el punto de beber orines de reno?

Úrsula Walker se quedó mirando un instante su limonada, se inclinó y alargó un brazo por detrás de Kit hasta una estantería que cubría la pared. Eligió un cuaderno pequeñito del que sacó, a su vez, una fotografía impresa en formato DIN A4. La dejó sobre la mesa, tapándola con las manos.

—Fui hasta Laponia para formular una pregunta. La gente que vive allí tiene unas prioridades distintas de las nuestras y existen ciertos rituales que deben seguirse para poder formular preguntas así. Además, las ceremonias que describí en mi artículo me resultaban necesarias para entender la respuesta. Yo soy científica, y a veces me cuesta creer que lo que me han dicho es imposible. Por ejemplo, las distintas propiedades de esta...

Apartó las manos de la fotografía y se la pasó a Stella por encima de la mesa.

Úrsula Walker aparecía en la imagen sentada en el fondo, medio oculta por las pieles de reno con las que se tapaba y con el cielo estrellado por encima del hombro izquierdo, pero ella no era el centro de la foto ni fue en lo que se fijó Stella.

A primera vista (y, transcurrido un buen rato, seguía siendo así) lo único que importaba era la piedra calavera, de un cristal blanco impoluto, que sostenía en sus manos un hombre tan anciano que su rostro estaba estriado como una corteza de roble y lucía el mismo marrón. Vestía pieles de reno y una suerte de cornamenta roma y forrada de terciopelo. Su nariz era la proa de un barco que le hendía los planos de la cara. Los ojos eran del blanco de las cataratas, del mismo blanco que el de la piedra que llevaba en las manos, y tenía la mirada clavada en el objetivo y, por extensión, en Stella.

La piedra proyectaba una luz blanca por las cuencas de sus ojos, una luz que traspasaba a Stella y que conducía a la mochila que tenía a sus pies, y de la que ni siquiera había hablado todavía a Úrsula Walker.

—Esa es la piedra espíritu blanca de los samis —explicó Úrsula—. A mí no me permitieron sostenerla, pero me pidieron que me llevara esta única foto y la mostrara a la guardiana de la piedra corazón azul; de ese modo ella reconocería el rostro del guardián de la piedra blanca si en algún momento se encontraban. Se llama Ki'kaame y es una de las personas con más poder que he tenido el privilegio de conocer. Vi cómo curaba a un niño con los rayos de luz de los ojos de la piedra calavera. ¿Alguna vez has probado algo así con la tuya?

Se hizo un largo silencio. Stella bajó la vista hacia su vaso. La limonada olía un poco a orina de gato, pero su sabor era bueno y fresco. En la superficie flotaban pétalos blancos de saúco, del mismo blanco que la piedra calavera de la foto. Al volver a mirarla, la luz de las cuencas la iluminaban. Su propia piedra permanecía muda en la mochila que tenía a los pies, pero en un estado de intensa alerta que la ayudaba a aguzar la mente, por lo que los sonidos se volvían más densos, y los colores, más saturados.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó. Úrsula se encogió de hombros.

—Me he aventurado y he tenido suerte. —Chasqueó los dedos—. Eres de Bede, estás casada con Kit O'Connor, que es una de las estrellas más brillantes del firmamento universitario y que lleva husmeando en los orígenes de la piedra corazón desde que supo de su existencia. Me llamas un día de repente y me cuentas que has descubierto unos jeroglíficos mayas en los registros. Y luego, cuando anoche llamé a Tony Bookless para averiguar quién eras (por cierto, por cómo te halagó, tienes en él a todo un admirador), me pidió que hiciera cuanto estuviera en mis manos para convencerte de que destruyas el objeto que tienes en tu poder desde hace poco. Meredith fue el primero que lo adivinó, si eso ayuda. Tiene una mente muy aguda.

Se recostó y levantó su vaso sin dejar de observar a Stella.

—¿Ibas a contármelo?

Stella también se reclinó en su silla y exhaló el aire que llevaba rato conteniendo. Miró hacia arriba y contó dos veces las vigas del techo. Había nueve a cada lado de la viga central.

—Alguien ha intentado matar a Kit, al menos una vez —respondió con cautela—. La misma gente, u otros, entraron ayer en su dormitorio y robaron el ordenador. Todo hace pensar que, de haber estado allí, no nos habrían dejado con vida. Que yo sepa, todo aquel que ha visto la piedra corazón azul de Cedric Owen ha querido poseerla o destruirla. Por lo tanto, me parece sensato no ir enseñándola por ahí. Además, la cara de la calavera es la mía; imagina hasta qué punto me asusta.

Pensó que Úrsula le preguntaría cómo lo sabía, pero no lo hizo.

—Bien. En ese caso tú eres la auténtica guardiana de la piedra y los demás tenemos la obligación de garantizar tu seguridad hasta que puedas hacer lo necesario.

—Y en concreto, ¿qué es? Úrsula hizo girar los cubitos.

—Según los samis, deberás colocar la piedra en el corazón de la tierra en el momento en el que salga el sol el Día del Despertar; en ese instante, se unirá a las demás doce piedras que cada guardián colocará en su lugar. Una vez se fundan en una, darán vida al dragón de las nieves invernales, liberándolo para que se enfrente a la fuente de todo mal y ponga fin a los padecimientos de la humanidad y del planeta.

—¿El dragón de las nieves invernales? —Stella soltó una risotada burlona—. ¿Eso también entra en los «límites del consenso científico»?

Úrsula se relamió los dientes, pero no era fácil saber si estaba enfadada, ofendida o divertida.

—Puedes llamarlo el uróboros, Quetzalcóatl o la serpiente emplumada, la serpiente del arco iris, el dragón escandinavo Jörmungandr, el dragón de Albión del rey Arturo, el dragón de fuego chino o el dragón de agua de los hindúes que rodea los elefantes que sostienen el mundo. Y sí, los estudios culturales comparados sobre esta cuestión lo describen con todo lujo de detalles en múltiples revistas avaladas por expertos. Para los samis forma parte de una leyenda oral que ha permanecido intacta durante cuatrocientas ochenta y siete generaciones. Al principio de la ceremonia, Ki'kaame invocó a cada uno de los antiguos custodios de la piedra espíritu por su nombre, recorriendo así todo el linaje desde que fueron creadas. A menos que lo veas con tus propios ojos, es imposible hacerse una idea de la fuerza que transmite.

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