Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
seguridad asombrosa que Owen no había visto jamás en una mujer, ni siquiera en la reina Médicis de Francia.
Observada más de cerca, su musculatura no tenía nada que envidiar a la de cualquier luchador; sencillamente tenía las caderas más anchas y una tenue curvatura en su vientre, de la que carece un hombre, y unos pechos... En su opinión profesional, había alumbrado al menos a tres hijos.
Intentó aprovechar la luz de la puesta de sol para adivinar su edad con más precisión. A primera vista, fruto de su desconcierto, pensó que tenía su misma edad, que superaba por poco la treintena. Cuando ella se le acercó para que pudiera examinarla mejor, Owen observó no solo la asombrosa desfiguración que las cicatrices provocadas por un jaguar daban a su rostro, sino las líneas que elegantemente partían de la piel morena de sus ojos y, la más gruesa, de su garganta, como también el cabello plateado de las sienes cubierto por la corona de cabeza de jaguar. Al final juzgó que rayaba la cuarentena, más que la veintena, pero llegar a esa conclusión no restaba nada a su belleza ni a su terrorífico aspecto.
Sus ojos la miraban con poco decoro. Cerró la boca y apartó la vista. Ella le cogió por la barbilla y le obligó a alzar la cara.
—¿No me conoces?
—Lo lamento, pero no, señora. —La incomodidad le hacía hablar con extrema formalidad; se inclinó con rigidez debido a la presión de su mano y se ruborizó al oír que ella se reía a carcajadas—. He venido aquí en busca de ayuda para mi amigo, que se está muriendo.
—¿Solo por eso?
«... donde conoceréis a los que son sabedores... del corazón y el alma de vuestra piedra azul. Os confiarán la mejor forma de desvelar sus secretos y ponerlos a buen recaudo por siempre jamás».
—No, señora. También he venido para averiguar cómo recuperar lo que se perdió: los conocimientos necesarios para hacer buen uso de la piedra corazón azul. Me atrevo a pensar que hallaré ambas respuestas en una, la curación de mi compañero y los secretos de mi piedra, que antaño mi familia conocía pero que perdió tiempo ha.
Con una ceja arqueada, la mujer jaguar dio un paso adelante para observarle mejor, como había hecho él antes. Su mirada arisca causaba la misma turbación que cualquiera de sus acciones. A Owen se le encogió el corazón en el pecho. No quería por nada del mundo decepcionar a aquella mujer. Optó por decirle:
—No tengo aún el honor de conoceros, si bien vos me conocéis íntimamente. ¿Os parece que equilibremos tal situación?
—Cedric Owen, noveno con ese nombre.
Se relamía los dientes en un gesto que a él le inspiró terror y deseo a partes iguales. Notó una desafortunada presión en la entrepierna y rezó para que ella no se percatara.
Ella le hizo el favor de no bajar la vista.
—Te conozco desde antes de que nacieras —fue su respuesta—. Te conozco desde antes de que murieras por última vez, cuando no eras Cedric Owen, y de antes también, y de antes. Sé quién serás la próxima vez que pises esta tierra.
No había nada que él pudiera decir. Algo en su silencio la impulsó a decidirse;
inclinó la cabeza ante él, devolviéndole su anterior gesto, aunque con más elegancia.
—Soy Najakmul. Pero puedes llamarme Dolores, si te resulta más sencillo. Es el nombre que me dio el sacerdote español cuando aún creía que bañándome en agua fría me acercaría más a su hombre dios.
El nombre de Dolores le pegaba tan poco como poco le pegaba a Diego el suyo.
—Prefiero llamaros Najakmul —dijo Owen.
Ella asintió. Parecía que su escrutinio había perdido cierta mordacidad.
—El tiempo apremia. ¿Estás preparado?
—No lo sé.
—¿Mis hijos no te han contado qué necesitamos?
—¿Cómo que vuestros hijos? —Owen se dio la vuelta con toda la fuerza de un orgullo ofendido y pisoteado—. ¡Diego!
El indígena con la cara cortada se encogió de hombros, avergonzado.
—¿Qué podría haberos dicho para que me creyerais? Entre vuestra gente, las mujeres carecen de poder. Ellas no pueden hablar con el dios de los curas de sotana negra, ni con los reyes o los generales del ejército. Incluso entre mi propia gente, los que residen en Zamá y en Mérida, las mujeres gozaban de peor consideración mucho antes de que llegaran los hombres de España. Tan solo aquellos que seguimos viviendo en la selva y mantenemos las costumbres sabemos que la hembra del jaguar es la más poderosa, que el águila hembra es la más imponente, que la serpiente hembra es la más mortífera.
—¿Y vuestra madre?
—Ella es todas a la vez. —Sus dientes blancos resplandecieron al sonreír. El amor, el respeto y un profundo asombro hablaban en el rostro de Diego mucho más elocuentemente de lo que su voz podría llegar a hacerlo—. Cuando ella habla, escuchamos. Lo que nos pide, se lo damos.
—Por supuesto —asintió Owen.
Diego se volvió hacia Najakmul, se quitó un sombrero imaginario e hizo una reverencia. Fernando de Aguilar no lo habría hecho con más elegancia. El español resollaba con esfuerzo a sus pies. Owen se arrodilló y levantó la mano del dormido para recordar a los presentes el cometido de su viaje.
—En ese caso, ¿podríais confiarme qué es necesario para la curación de mi amigo?
Con un movimiento felino, la mujer jaguar trazó tres círculos a su alrededor y se arrodilló al otro lado de Aguilar arrimando su cara a la suya. Los ojos de la mujer brillaban con la luz de la luna y le cegaban.
—¿Puedes encender un fuego, Cedric Owen, guardián de la piedra corazón azul? Al menos a eso sí sabía qué contestar.
—Llevo encendiendo hogueras desde que cumplí seis años.
—Entonces, adelante.
—Diego, ya ha...
Ella negó con la cabeza y sonrió con brutalidad. Apenas se había dado la vuelta cuando vio que Diego pisoteaba la anterior hoguera, reducida a cenizas y ascuas.
—Eres el guardián de la piedra corazón. El fuego debes encenderlo tú.
Najakmul vio cómo sacaba el pedernal y la yesca y una vez más le indicó que no con la cabeza; le ofreció un arco combado y una vara carbonizada que los indígenas utilizaban con suma habilidad pero que Cedric Owen jamás había usado.
—Aquí no, ahí —le indicó Najakmul con un gesto—. En el círculo de fuego del mosaico. Allí encenderás tu fuego corazón.
* * *
Ante la mirada de Najakmul y de sus tres hijos, Owen, empapado a causa del calor, se puso en cuclillas y dobló la espalda para deslizar el extremo ennegrecido de la vara en el agujero. Después intentó imitar la habilidad con la que Diego frotaba el arco.
Nadie se rió, cosa que agradeció. Sudó, blasfemó, se pilló los dedos en la cuerda del arco y soltó algún que otro improperio.
Pero poco a poco, mientras el sol del atardecer aguzaba su luz al besar la arista afilada de la pirámide, logró arrancar un hilo de humo, observó cómo tomaba cuerpo un resplandor rojizo en la yesca, lo alimentó con sus propios cabellos, con pequeños fragmentos de musgo y con hierbajos secos y sintió una satisfacción que lo pilló desprevenido. Hacía tiempo que había olvidado la alegría sin límites del niño que realiza una tarea por primera vez.
El humo desprendía las fragancias de la selva. A Owen se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Diego y sus hermanos le observaban a su espalda, de donde soplaba una suave brisa. En el indulgente cobijo de sus cuerpos, la llama se convirtió en dos, y esas dos en muchas más. Las losetas de un amarillo mantecoso del mosaico absorbieron el fulgor de las llamas, que empezaron a brillar en sus corazones; luego el fuego ardió hacia las entrañas de la tierra con la misma fuerza con la que se alzaba hacia los cielos del crepúsculo.
En determinado momento, cuando las llamas ardían con la misma intensidad que el sol poniente, Diego se le acercó por detrás y le dio un manojo de hojas y hierbas frescas.
—Quemadlas. Inhalad su humo.
El haz de hierbas ardió formando una llama azul larguísima del mismo tono que su piedra calavera. El humo era delgado, picante, y resbaló por su garganta hasta henchirle el corazón y penetrar en sus pulmones, dándole calor, luz y una liviandad que le elevó hasta el paraíso. Inhaló y, al terminar, lamentó no tener que inhalar más.
—Levantaos. Mirad. Escuchad.
Se levantó. Miró. Escuchó un mundo en el que descubrió el aliento de todas las criaturas de la selva, como si sus oídos hubieran estado obturados con algodón toda su vida y acabaran de liberárselos.
A su alrededor, los gritos de los pájaros engalanados se desplegaron ante él como notas independientes, nítidas como el tintineo del cristal. Allá en lo alto, a su izquierda, las alas de una mariposa que pasaba rasgaron el aire. Escuchó el roce de las escamas de una serpiente por la corteza desconchada de un árbol.
Sus ojos padecieron una mutación semejante. Antes pensaba que la selva era una iridiscencia cegadora, pero ahora distinguía los colores dentro de los mismos colores y se quedó deslumbrado. Podría haberse perdido en la mancha de luz del ojo de un quetzal o en las nervaduras de una hoja colgante o en el tendido de losetas del mosaico, que ya no estaban separadas, sino que fluían en armonía y formaban una imagen viva del instante previo al Final de los Tiempos.
Se puso de rodillas, aún medio aturdido, para observar más de cerca la flor azul arrancada de entre los guijarros turquesa en el prado de la Inocencia.
No lograba mantener el equilibrio. Unas manos lo sostuvieron con ternura y le inclinaron la cabeza hacia el cielo. La voz de Diego sonaba ligera y enérgica:
—No miréis abajo aún, Cedric Owen, no queremos que os perdáis para siempre en otros tiempos.
Asustado, dejó que orientaran su mirada hacia el oeste, hacia la puesta de sol y el azulado cielo abierto en el que estaban pintados los colores de la noche que se acercaba.
Podría haberse arrojado hacia la extensión de amarillo azafrán y oscuros rojos ciruela que resplandecían en la esfera solar y dejar a un lado los frágiles límites de su cuerpo, pero Fernando de Aguilar tosió; fue un sonido caótico, hendido por cortantes escarlata, blancos y negros.
Owen escuchó el burbujeo de las inspiraciones que siguieron y entendió su gravedad, y la de los charcos de agua en sus pulmones, y la de la tensión de la sangre en los grandes vasos pulmonares que mermaba por momentos.
Alargó una mano para asir la muñeca de su amigo, la encontró y leyó la verdad en sus tres pulsos.
—Se muere. ¡Debemos actuar ahora mismo!
Su voz osciló y rebotó contra los árboles. Najakmul le respondió desde el otro lado de la hoguera.
—En ese caso, mírame, Cedric Owen, guardián de la piedra corazón. Ha llegado el momento.
Estaba sentada en la sombra. De sus manos salían dos rayos de luz como si hubiera alcanzado el cielo y hubiera tirado dos veces de las amarras del sol para acercarlo e iluminarlo.
Ante semejante fulgor, Owen entrecerró los ojos y observó el espacio entre los dedos enjutos de la mujer jaguar. Lentamente, tomó cuerpo una forma: el perfil plateado de un cráneo de jaguar tallado en una piedra inmaculada, exenta de color, que absorbía el resplandor oscilante de las llamas y el halo de una lejana luz de luna oculta por la selva; con ellas fabricaba dos haces de luz plateada que entonaban una canción tan pura que a punto estuvo de conducirle a la locura.
Y así fue, en el latido de la noche, con sus sentidos aguzados más allá de lo que un humano sería capaz de soportar, cómo Owen contempló por primera vez en su vida otra calavera labrada de piedra y modelada por manos que conocían los secretos de las estrellas, casi tan perfecta como la suya. Casi.
Najakmul le habló en voz baja:
—Resulta extraño contemplar otra distinta, ¿verdad?
—Me rompe el corazón.
Owen sintió que el alma se apoderaba de sus ojos; tuvo una sensación de desnudez desconocida.
—¿Qué me habéis hecho?
—He abierto los ojos y los oídos de tu corazón. Ahora puedes ver lo que nosotros vemos, escuchar lo que escuchamos, sentir lo que sentimos. De esta forma estás preparado para salvar la distancia que separa los mundos, para unir las cuatro piedras criatura y agrupar las nueve piedras de las razas de los hombres.
Se le apareció una sombra medio olvidada procedente del mosaico, acompañada de un comentario al azar del sacerdote.
«En el Final de los Tiempos... los cuatro se fundirán en uno solo para formar la criatura. ¿Os imagináis, señor, qué puede surgir de la unión de los cuatro?»
A pesar de la cálida noche, se le pusieron los cabellos de punta como gélidas escarpias. Su pregunta rezumaba miedo.
—¿Queréis que despierte al dragón Kukulcán, la serpiente arco iris? El Final de los
Tiempos aún no ha llegado, ¿verdad?
Najakmul negó con la cabeza.
—No, aún no. Sin embargo, en tiempos venideros la suma de las partes formará el todo. Las nueve piedras de los hombres se agruparán en el cerco que circundará la tierra. Si se nos pidiera actuar ahora, fracasaríamos, pues nos falta una pieza en nuestro haber. Pieza que tan solo tú serás capaz de hallar. Cuando se te revele, las cuatro criaturas se fundirán en una.
Najakmul se acercó más al fuego. Un tupido humo le rodeó la cabeza, pero no tosió.
—¿Me creerás, Cedric Owen, si te digo que el tiempo es un camino por el que puedes transitar si abrimos las puertas y te pedimos que partas para llevar a cabo tu andadura?
Algo en sus ojos oscuros le puso en guardia y le recordó una pregunta de
Nostradamus.
—¿La muerte aguarda a los que lo intentan? —preguntó.
—La muerte aguarda a todas las cosas.
—Pero, si tengo éxito en mi misión, ¿la muerte que aguarda a Fernando de Aguilar se apartará de su camino para que pueda seguir viviendo?
Ella movió la cabeza en un asentimiento que rayaba en la reverencia.
—Si lo logras, es posible que tu amigo sane. De lo contrario, la muerte no tan solo se cernirá sobre vosotros dos, pues tendrá lugar la última división y la Desolación se extenderá por la faz de la tierra sin otra esperanza de redención. ¿Te sientes preparado para esta misión? ¿Estás dispuesto a arriesgarlo todo para salvar la vida de aquel que tanto te preocupa?
—Lo estoy.
El aplomo con el que respondió los cogió a ambos por sorpresa. Escuchó la suave risa de Najakmul entre el remolino de la humareda.
—En ese caso, baja la vista, Cedric Owen, y observa por fin el mundo a tus pies.