La Calavera de Cristal (34 page)

Read La Calavera de Cristal Online

Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
9.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Basta.

Najakmul se recostó. Alzó los brazos, le asió la cara con ambas manos, hizo que se aproximara y le besó en la frente. Su tacto hizo que le temblaran las entrañas. Notó que se ruborizaba con la alegría de un niño y el placer de un hombre.

—Ahora calla, tendrías que dormir. El lugar que has visitado y lo que has presenciado no son nimiedades.

Ya estaba medio adormilado. Acudían a él los recuerdos, etéreos como sueños.

—En ese tiempo que aún debe acontecer vi a una mujer en el túmulo. Llevaba consigo una piedra azul, pero no logré ver si la depositó en su receptáculo. Me envolvió una neblina que me arrebató la visión. No volví a verla —dijo pensativo.

Najakmul se mordisqueó el labio asintiendo lentamente.

—Entonces, no sabemos si lo logrará. No tenemos más remedio que hacer todo lo posible para que así sea, porque de ello depende el despertar de Kukulcán.

Recogió una rama y asestó un buen golpe a la hoguera, de modo que el fresco cielo azul se manchó de pequeñas chispas.

—Has logrado tu misión con suma pericia y aquellos que te hemos acompañado en este camino nos sentimos orgullosos. Según el tiempo que nos rige, has luchado sin respiro cuatro días con sus cuatro noches y has vuelto con el alma de tu amigo. Ninguno de nosotros lo habría hecho mejor.

—¿Cuatro días?

—Con sus cuatro noches. Por eso te has alejado tanto y debemos alimentarte para ayudarte a regresar.

Le ofreció otra tira de carne y, mientras masticaba, preguntó:

—¿Habéis estado sentada conmigo todo este tiempo?

A ella se le escapó una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes.

—Esa fue mi misión al nacer. Acompañarte y llevarte de regreso a casa cuando llegara la hora. Duerme y disfruta del enlace entre tu corazón y tu piedra. Llevaban mucho tiempo esperando y ahora debes reflexionar.

La siguiente vez lo despertó la presión en su vejiga. El sol se había retirado, con lo que llegó a la conclusión de que había dormido al menos una noche y parte del día siguiente.

Estaba solo, recostado sobre un lecho de hierbas, y tenía una calabaza llena de agua a su lado. Bebió, se levantó y se alejó para vaciar la vejiga.

Najakmul ya no le vigilaba en su lugar; Diego y sus hermanos alborotaban con sus mulas a poca distancia. Aguilar andaba cerca, vestido con la camisa blanca de lino que Owen le había llevado; la manga vacía iba finamente sujeta con agujas. Había cortado una rama larga y practicaba movimientos de esgrima con su mano izquierda. Vio a Owen, arrojó la vara a un lado y fue a sentarse cerca de la hoguera, en la entrada del refugio.

—Bienvenido. Creía que ibais a dormir hasta la llegada de las nieves. ¿Os apetece comer? Puedo prepararos tortitas de maíz en un santiamén.

—Pues sí, gracias. ¿Llegan hasta aquí las nieves?

—No me sorprendería. Allá en la cima de la montaña se ve algo de nieve.

Aguilar preparó con la mano izquierda unas tortitas para los dos. Se movía con la aparente soltura que solo da la práctica.

—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? —le preguntó Owen.

—Quizá es mejor que no preguntéis. Lo que habéis hecho es algo portentoso, por mucho que no logre comprenderlo.

—Mientras estaba allí no me lo parecía.

—En ese caso, no os volverá arrogante, eso es bueno. No soportaría quedar en deuda con un altanero.

Los ojos de Aguilar reflejaban una tranquilidad renovada mientras daba la vuelta a la tortita y se la ofrecía. Owen lo advirtió.

—Se os ve distinto.

—He visto la muerte y he pasado de largo. Poco me queda por temer a estas alturas.

—¿Qué haréis?

—Lo que vos me pidáis. Seré vuestro espadachín. No... —levantó la mano—, no podéis negaros, iré a donde indiquéis y haré cuanto solicitéis, pero no me iré, podéis suplicármelo hasta la saciedad, de modo que ahorradnos a ambos el apuro y no me lo pidáis.

A Aguilar se le veía calmado pero lleno de vida, como se había sentido él cierta noche oscura después de un ataque. Era una visión formidable.

Owen sintió la cálida presión del dragón de bronce en su pecho. Lo agarró y lo frotó con el pulgar.

—Supongo que deberíamos regresar a Inglaterra y buscar el círculo de piedra.

Se frotó la cara con las manos. Añoraba Inglaterra, pero no le apetecía en absoluto decir adiós a todo cuanto había descubierto en la selva de los jaguares.

Circunspecto, Aguilar preguntó:

—¿Deseáis regresar a vuestra patria como hombre rico o pobre?

—¿Puedo elegir?

—Eso creo. Se ha requerido la presencia de Najakmul en la selva para asistir a una mujer en el parto, pero me ha dado a entender... que, en vuestros trances, os había encanecido el pelo, ¿es cierto?

—En efecto. Mi cabello era plateado como el peltre. La verdad es que se me hacía extraño verme de ese modo.

—Eso mismo comentó ella. Parece ser que, si bien la piedra os exige mucho, también os concede un gran don. Se nos ha otorgado un período de gracia para descansar y disfrutar mutuamente de nuestra compañía, de este paraje y de sus gentes antes de regresar a Inglaterra para cumplir con nuestro destino.

—¿Un período de gracia? ¿Cuánto tiempo? ¿Una semana, un mes, una estación?

—Hasta que la nieve platee vuestra sien, amigo. —Aguilar se le acercó, apartó un mechón de su cabello y estudió las raíces con un interés exagerado—. A no ser que os sorprenda algún imprevisto, yo diría que unos treinta años...

—¿Treinta...? —Owen se quedó mirándolo y se echó a reír. Reía sin parar, consciente de que era ridículo, pero saboreaba esa sensación, como saboreaba el temblor de las hojas, los aromas de la selva y los susurros de Diego y sus hermanos

cuando acallaban las mulas, sobresaltadas por los arranques de aquel botarate inglés

—. ¿Media vida aquí y después regresaréis conmigo a Inglaterra? ¿Es así?

Aguilar se quedó impasible unos momentos, pero acabó permitiendo que una sonrisa amplia y pausada se extendiera hasta más allá de sus ojos.

—A Inglaterra, donde mi rey, gracia incorrupta donde las haya, ha desposado a vuestra reina, esa raposa cochambrosa. Insisto, así será, pero todavía no. Antes viviremos lo mejor de nuestra vida en el paraíso mientras amasamos nuestras fortunas.

Capítulo 23

Finca Lower Hayworth,

Oxfordshire, junio de 2007

En el portátil que tenía Stella ante sus ojos faltaban dos líneas más de texto para concluir la página.

3 de julio de 1586, de Jan de Groot, comerciante, por estiba de tres buques, carga de Sisal Resistente de cabo sin trenzar y un buque de cuerda trenzada: diamantes por valor de 100 £ (cien libras).

3 de julio de 1586, también de meinheer De Groot, una espada para hombre zurdo, fabricada con gran pericia por los hermanos Gallucci de Turín, Italia, por valor de 5 £, obsequio.

La transcripción de los registros se había convertido en su obsesión, y se sentía feliz. Seleccionaba una línea y la dibujaba, y lo mismo con la siguiente; a continuación formaba los jeroglíficos con el teclado, se recostaba y se masajeaba los hombros mientras surtía efecto la magia de la tecnología.

Trabajaba en el estudio de Úrsula Walker, un espacio de vigas altas de madera de roble y yeso encalado. En la parte trasera había dos puertas cristaleras que daban a un jardín de flores y especias que había permanecido intacto desde la época medieval.

Úrsula estaba fuera, trabajando a la sombra de los manzanos. Se le veían las piernas, que asomaban sobre la hierba. En los prados más lejanos reinaba el silencio. Los cuadrantes marrones que habían alojado los tenderetes prácticamente habían recuperado su verdor.

Desde la entrada a la cocina se oyeron unos pasos arrastrados. Stella volvió a inclinar la cabeza hacia el portátil.

—¿Café? —le ofreció Kit.

—Gracias. —Ella no levantó la cabeza—. ¿Qué hora es?

—Las cinco y media; llevas once horas trabajando. Es el momento de una pausa.

—Un poco más, casi he terminado.

—Por cierto, ha llamado Gordon. Ha finalizado el análisis del corte de caliza. Cree que la calavera fue depositada en la cueva en la primavera de 1589, después de que muriera Cedric Owen.

—En ese caso, seguimos sin saber de quién es el esqueleto. ¿Cómo va la traducción?

—Despacio.

Kit se balanceaba apoyado en las dos muletas. Había hecho lo indecible para dejar la silla de ruedas y había conseguido andar mejor, pero aún tenía dificultades. Todavía dependía de Stella para que le ayudara a vestirse y a desnudarse, y cada vez actuaba con menos cortesía.

Decidió apoyar la espalda en la pared para estabilizarse.

—Tenemos a Cedric Owen en tierras mayas, inhalando humo en la selva con una mujer que a la vez es un jaguar. Me parece que hemos olvidado lo opaca que puede resultar la escritura isabelina, y no digamos cuando ha sido distorsionada por antiguos jeroglíficos mayas. Úrsula ha pedido a Meredith Lawrence que nos eche una mano.

—Lo sé, ha pasado a saludarme al llegar. Tú estabas.

—Es verdad, lo había olvidado.

Se trataban como desconocidos, no podían evitarlo. Habían pasado cuatro días desde que ella había intentado curarlo con la piedra calavera, y la pequeña hendidura que los separaba se había convertido en un abismo, un abismo insalvable. Hablaban solo lo indispensable y con frases entrecortadas, ensayando gestos amables y amistosos.

Lo que más asombraba a Stella era la facilidad y la velocidad con la que se habían alejado. Recordaba haberle querido, pero no sabía cómo ni por qué. La mirada gélida de Kit se había vuelto un muro de acero y había dejado de fingir que le daba permiso para franquearlo.

Tampoco hacía ningún esfuerzo por ocultar su desprecio hacia la piedra calavera azul. Stella la había sacado de su bolsa cuando llegó Meredith, y Kit se marchó para no verla. No habría vuelto a entrar en el estudio si no la hubiera guardado en la mochila y la tuviera debajo del escritorio.

No les quedaba nada más que decir. Stella pulsó una tecla para abrir otra página y empezó a dibujar las líneas que solo ella era capaz de ver. Al oír que Kit salía, se sintió más aliviada que apenada.

* * *

Meredith Lawrence se le acercó un poco más tarde, cuando Stella ya llevaba medio tomo. Sacó la cabeza por el marco de la puerta cristalera, relajado, arremangado y sin corbata.

—¿Puedes descansar un ratito?

—Si me das un buen motivo...

—No es lo que esperas. —Sonrió a modo de disculpa—. No tengo ni el momento ni el lugar, pero a lo mejor sí un par de pistas que nos despejen el camino. Si nos acompañas a tomar un té helado, te mostraremos lo que tenemos.

El jardín era pequeño y estaba descuidado; la hierba estaba mal cortada, con arriates repletos de especias y tomateras atadas caóticamente a los troncos de unos manzanos silvestres. Úrsula estaba trabajando sobre una manta escocesa bajo un paraguas de manzanas tardías. Estaba rodeada de papeles con pequeñas piedras encima para evitar que se los llevara el viento.

Cuando Stella se acercó, Úrsula se incorporó y le dejó un sitio.

—Lo siento, es un poco rústico, pero perdí la costumbre de trabajar en un escritorio cuando vivía en las tierras de los renos, con Ki'kaame, y nunca la he recuperado. ¿Prefieres una silla?

—La manta está bien. Al final, me quedaré pegada a la silla.

Stella se tendió bajo el sol sobre la tela escocesa roja y negra y dobló el antebrazo a modo de visera. No se veía a Kit por ninguna parte; mejor así.

Al cabo de un rato le pasó por encima la sombra de Meredith, que les llevaba el té. Para aquel entonces ya había entrado en calor, se había relajado un poco y no tenía intención de levantarse. Le formuló la pregunta aún protegiéndose los ojos con el brazo.

—¿Qué nos traes? —Su voz tenía un dejo irlandés, una influencia de Kit de la que todavía no se había librado.

—Un perro y un murciélago —respondió Úrsula—. Bueno, más concretamente, un par de jeroglíficos recurrentes que no tienen ninguna relación directa con los acontecimientos narrados. Uno representa la cabeza de un perro, el perfil izquierdo, y el otro es un murciélago que vuela hacia nosotros. Por separado, podrían simbolizar cualquier cosa: la lealtad, la caza, algún sueño o un miembro específico de una dinastía maya clásica encabezada por Dos Jaguares. Conjuntamente, es casi seguro que representan a Oc y a Zotz, que forman parte de una fecha dentro de la Cuenta Larga de los años.

Stella apartó el brazo de los ojos.

—Muy bien, ahora ¿me lo traduces, por favor?

Por fin pudo observar a Meredith sin inclinar la vista. El abrió las manos.

—Si lo supiéramos, habría ido a darte las noticias con otra expresión.

—Sin números, los jeroglíficos no significan nada. —La voz de Úrsula flotó en el sol del atardecer—. Es como decir que hoy es un martes de junio. Si no te digo que hoy es martes, 19 de junio del año 2007, no te sirve para nada.

—¿Y hasta aquí hemos llegado?

—Hasta aquí, de momento. Estamos en ello.

—Muy bien —Stella rodó sobre el suelo para quedar boca abajo—, hemos dedicado cuatro días de trabajo para llegar a un martes de junio. ¿Por qué Owen no nos dio directamente la fecha, escrita tal cual?

—No sabía qué calendario utilizar —siguió Meredith, y anticipándose a la pregunta de Stella, añadió—: Owen acababa de experimentar el caos administrativo resultante de la transición del calendario juliano al gregoriano. Algunos países católicos europeos, no todos, habían recortado nueve días de sus calendarios, mientras que los protestantes, Inglaterra incluida, decidieron hacer caso omiso de las veleidades de un papa católico. Media Europa no sabía en qué día vivía y nadie estaba en condiciones de predecir cuál sería la versión que acabarían utilizando al cabo de cinco siglos, ni si sería alguna de ellas. No le quedó otro remedio que usar un sistema que sabía que era preciso.

—Y la desviación del calendario maya es solo de 0,0007 fracciones de segundo cada dieciséis mil años... Yo también creería que me curaba en salud.

La que así habló fue Stella; Davy Law se lo había explicado. Aun así, tanto Úrsula como Meredith se quedaron impresionados, así que por un momento se recreó, orgullosa.

—Y, a partir de aquí, ¿qué? —preguntó cuando el silencio ya se había prolongado bastante.

—Ahora tendremos que pensar como Owen.

Other books

Crack the Whip by Holt, Desiree
Dinosaur Trouble by Dick King-Smith
Alice in Love and War by Ann Turnbull
Apartment Building E by Malachi King
Out to Canaan by Jan Karon