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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (36 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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—Pero ¿sabías lo que debías hacer? ¿Podrías haberme curado?

—Eso pensaba. —Le rozó la mejilla con los labios—. Perdona, no tendría que ser así.

—Pero así es, a eso me refiero. —Se quedó unos instantes en silencio; la luz del sol fue adquiriendo tonos aún más ambarinos que relucían sobre la luna en lo alto—. Intento imaginar qué provocará el fin del mundo y cómo un pedazo de cristal azul puede cambiar eso. Me quedo encallado hasta que me acuerdo de aquella avispa que no llegó a ahogarse. Y entonces me parece que todo es posible, hasta que arda el sol, que se derrita el planeta y que despierten dragones que se enfrenten al más maligno de los males. A menos que ese dragón sea el más maligno de los males, en cuyo caso no sería una gran idea liberarlo de su guarida. —Kit la besó en los labios, un beso inocente—. Casi se ha hecho de noche. ¿Vamos a ver el caballo ahora que aún hay luz?

—Vamos.

Stella se apartó para que Kit pudiera levantarse. Primero lo vio él, y luego ella.

—Madre mía...

Era un caballo, un caballo blanco tallado con líneas sencillas y fluidas en una ladera verde que dejaba entrever su sustrato calcáreo blanco. Fue una afortunada coincidencia que el sol y la luna lo iluminaran con su respectiva luz y que el blanco refulgiera como si de fuego líquido se tratara. Un águila ratonera se lanzó en espiral sobre su presa, agazapada en el mismo corazón del caballo; cuando remontó el vuelo sus miradas se cruzaron, los ojos de él con los de ella, tan llenos de vida. Luego el águila se perdió entre aleteos en la enorme bóveda del firmamento.

No era casualidad que el caballo de la colina fuera exacto al dragón del medallón de Cedric Owen. Tenía su misma radiante belleza, salvo por las alas.

—Kit, ¿estás viendo...?

Acercó la mano a sus labios para no dejarla seguir.

—No digas nada. Estamos aquí, en equilibrio entre el día y la noche, y nadie puede arrebatárnoslo. Esto es la perfección. No hables, te lo ruego.

Durante treinta segundos se obligó a permanecer callada a pesar del temporal que azotaba su interior, pero al final no resistió.

—Kit, ¿puedes repetir lo que has dicho? Kit suspiró con fingido enfado.

—Esto es la perfección. No hables...

—No, antes, lo del equilibrio.

Frunció el ceño ante la insistencia que detectó en su tono de voz.

—No me acuerdo.

—«Aquí estamos, en equilibrio entre el día y la noche». Equilibrio. Lo que aparece en el medallón no es el signo de Libra, sino que es realmente una balanza. Y en el dibujo de la vitrina de Bede no está pesando el sol y la luna. ¡Íbamos todos

desencaminados! —Con una mano hurgaba en el interior de su camisa para sacar el medallón y, con la otra, buscaba el móvil en sus bolsillos—. ¿Cómo no lo hemos visto antes? Meredith tenía razón: Owen dejó escritas indicaciones en más de un lugar.

—Stell, no te entiendo.

—Calla un segundo. —Con un gesto de la mano le pidió que esperara. Con el pulgar de la otra llamó al número memorizado de Úrsula.

El teléfono sonó una vez y respondieron.

—Úrsula, ¡es el solsticio de verano! ¡Pasado mañana! —Hablaba atropelladamente. Kit le pidió con un gesto que hablara más despacio.

Stella cogió aire y volvió a intentarlo, separando más las palabras.

—La balanza del vitral y el signo de Libra grabado en el anverso del medallón representan lo mismo. Pesan el día y la noche, no el sol y la luna. El día más largo del año, la luz pesa más que la oscuridad. ¿Esto cuadraría con los perros y los murciélagos?

—Un segundo, voy a comprobarlo.

Esperaron unos instantes tensos, apelotonados, en los que se escuchó el golpeteo del teclado, el repiqueteo amortiguado de un ordenador funcionando y Úrsula que gritaba a Meredith que fuera para allá. Luego, una pausa.

Se oyó la voz ronca de Úrsula.

—9 Oc, 18 Zotz corresponde al 21 de junio de 2007. Es pasado mañana. No entiendo cómo no lo hemos visto antes.

—Da igual, lo importante es que ya lo sabemos. Y además tenemos la hora exacta. La vidriera muestra al dragón alzándose a la aurora del día en el que hay una media luna creciente en Virgo. De modo que el momento indicado es dentro de treinta y seis horas, veinte minutos arriba o abajo. Lo único que nos falta es el lugar.

—¿No es el Caballo Blanco?

—La piedra calavera cree que no es aquí.

—Pues entonces volvemos a estar en un callejón sin salida, porque en el manuscrito no hay ninguna mención, y hemos traducido todo lo que has transcrito.

—Por primera vez percibió el pánico en la voz de Úrsula—. Meredith ha ido a la ciudad a verificar algunos jeroglíficos en los diccionarios de la Biblioteca Bodleiana, pero no me hago muchas ilusiones. En la última parte que hemos traducido, Owen acaba de regresar del Nuevo Mundo a Inglaterra. Ha luchado por media Europa para llegar hasta aquí; bueno, lo ha hecho Aguilar en su nombre. Pero sigue sin saber cuál es el emplazamiento exacto del lugar que anda buscando en Inglaterra. Lo dice con estas mismas palabras.

—Supongo que lo encontraría antes de morir. Aún quedan cuatro tomos. Volvemos ahora mismo y me pongo a traducir lo que queda. Tiene que estar ahí.

* * *

Eran las diez de la noche antes del solsticio y a Stella le quedaba una sola página que transcribir.

Estaba sola en el estudio. Kit se había acostado ya y Úrsula estaba trabajando en el piso de arriba, en su dormitorio, pues a ninguna de las dos les ayudaba estar cerca la una de la otra.

Fuera era de noche. En el horizonte, allá a lo lejos, aparecía la media luna, resplandeciente sobre un manto de estrellas.

La última página titilaba en la pantalla.

12 de marzo de 1589, de Francis Walker, que antaño fue otro hombre, mi más sincero agradecimiento por todo cuanto habéis hecho...

No lograba concentrarse. La piedra calavera reposaba sobre su escritorio donde podía verla; Kit le había pedido que la colocara allí. Sus ojos azules la observaban, asombrosamente limpios, demasiado reales para tranquilizarla. Se dirigió a ella en voz alta:

—Te pareces a mi abuelo.

No era del todo cierto, pero de entre todos sus parientes, el padre de su madre era con quien guardaba un mayor parecido. Durante sesenta años fue pastor de ovejas en Ingleborough Fell, donde sobrevivió a canículas veraniegas y a nieves invernales. Cuando ella era pequeña y él ya muy mayor, le daba la impresión de que el tiempo le había arrebatado la carne y le había dejado la piel morena y arrugada pegada a los pliegues de su cráneo.

Desde el vacío nebuloso de su memoria, oyó hablar a su abuelo: «Tendrías que despertar, pequeña. Ahora no es momento de dormir».

—No estoy durmiendo, estoy trabajando. Solo me siento algo dormida.

«No». La voz había cambiado. Stella volvió a abrir los ojos. Si antes había escuchado a su abuelo, ahora oía a una mujer joven, como ella, y sin embargo distinta, con trenzas negras hasta los codos y la piel más morena que blanca. «Estás soñando, tienes que despertar o todo habrá sido en vano. ¡Despierta!»

Dio una palmada. El ruido sonó como un tablón que cayera al suelo. Stella despertó.

El estudio estaba lleno de humo, que se deslizaba por el suelo y se enroscaba por las patas de la silla. La piedra calavera seguía ahí, en la oscuridad, pero no había luz en sus ojos. La pantalla plana de su ordenador estaba en calma y la máquina también parecía sumida en el sueño.

Stella se desperezó e inspiró hondo. En el rincón azul de su mente despertó también la piedra calavera desde un sueño aún más profundo.

El paralizador amarillo del pánico chocó con la fuerza que le insuflaba el miedo. Agarró el portátil, corrió hacia la puerta, llenó los pulmones y gritó.

—¡Fuego!

Capítulo 24

Trinity Street, Cambridge,

Nochebuena de 1588

El doctor Barnabas Tythe, profesor de medicina y filosofía y vicerrector del Bede's College de Cambridge se deleitaba contemplando las llamas y el crepitar del fuego, solo en la bendita privacidad de sus aposentos, cuando se escuchó un golpe seco en la puerta.

No hizo caso de la llamada, concentrado como estaba en la lectura de una carta. Poco a poco, un sentimiento de soledad había ido apoderándose de él. La muerte de su esposa había ocurrido hacía ya mucho tiempo, pero, de vez en cuando, las noches en las que la ciudad enmudecía y el sueño no corría sus cortinas para permitirle entrar en su seno, revivía aquel acontecimiento.

La pena de la pérdida seguía aún presente. Eloise había sido su amiga, su confidente y su compañera de cama, pero el primer dolor agudo de su ausencia había perdido aquel hiriente filo, se había convertido en algo conocido, formaba parte de su propio tejido, lo llevaba en la carne y en los huesos.

Al principio había lamentado no tener hijos con ella y había barajado la posibilidad de desposar a otra mujer, pero ninguna de las que se le ofrecieron podía rivalizar con el intelecto y la rapidez mental de Eloise, y las que había concluido que podrían resultar soportables acabaron optando por otros hombres de mayor valía o que, cuando menos, poseían fortunas más generosas que aquella a la que podía aspirar un simple profesor universitario. Sea como fuere, había terminado aceptando que profesaba un amor más profundo por su college, que era inmortal, que por cualquier mujer mortal. Se había dedicado en mente y alma a servir a las piedras y al edificio, a los estudiantes y al claustro, y se sentía más feliz de lo que recordaba haberse sentido jamás.

Cuando fue ascendido a vicerrector, hubo quienes despotricaron, porque, según ellos, un hombre no estaba completo si no tenía una esposa que lo aguardara en casa a su regreso. Sin embargo, a esas alturas, y después de tres años en el cargo, las lenguas viperinas habían desviado de él su atención. A falta de una mujer en edad fértil que dirigiera a los criados y organizara los menús, Tythe había regresado a la antigua costumbre de alquilar sus estancias a los alumnos y había descubierto que la compañía de los jóvenes era cada vez más de su agrado, toda vez que sus años de madurez daban paso, a regañadientes, a la edad en la que las sienes se vuelven plateadas.

Con todo, seguía disfrutando de la paz durante sus vacaciones y su hogar no resultaba nada difícil de administrar. Por ello, ese año había concedido permiso a los criados que deseaban visitar a sus parientes con ocasión de las Navidades, para que pudieran pasar un tiempo con sus allegados y dar conjuntamente gracias a Dios porque ese verano las fuerzas inglesas, comandadas por lord Howard y el más conocido sir Francis Drake, hubieran derrotado con semejante ímpetu a la Armada Invencible de Felipe II, el monarca español, liberando así a Inglaterra del ejército invasor del duque de Parma.

A Tythe no le habían llamado a filas para defender el reino. Su posición como uno de los profesores de medicina de mayor renombre del país, amén de su avanzada edad y de una vieja lesión en su rodilla izquierda, fueron suficientes para que no le necesitaran para desenvainar una espada que a duras penas sería capaz de sostener y luchar codo con codo al lado de otros hombres igualmente incapacitados para la contienda. Sus amigos, colegas y estudiantes habían participado en su lugar, habían soportado el calor abrasador de la costa meridional sin contar con armas suficientes ni ninguna formación militar; allí esperaron al sanguinario enemigo que era Parma y a su ejército de sublime formación y perfectamente equipado con el que había logrado aplastar la defensa de los Países Bajos.

Archibald Harling, el estudiante de medicina que se había alojado durante dos años en la antesala del dormitorio de Tythe, también fue, y se llevó con él a su amigo y compañero de habitación, el desdichado Jethro Missul, a quien su hombro deforme había convertido en el blanco de tantos chismorreos durante su infancia que estos le habían provocado un tartamudeo constante. No obstante, sus conocimientos jurídicos eran excepcionales, y Tythe, su tutor, se había opuesto frontalmente a que malgastara todo ese saber contra las lanzas del ejército de Parma.

El hecho de no ser él mismo un espadachín no había contribuido a dar fuerza a su retórica, y finalmente se había visto obligado a reconocer que el derecho, tal como lo conocían y respetaban, no iba a ocupar ningún lugar en una Inglaterra católica gobernada desde España. Por ello, el joven Jethro se marchó con su paso renqueante, dispuesto a envestir la oleada española con su cuerpo, aunque con ello solo consiguiera retrasarlos el tiempo necesario para pasar por encima de su cadáver.

Pero se obró el milagro y el ejército no apareció. Ambos regresaron á Cambridge con el cuerpo entero, aunque con la mente dividida, cargados con historias sobre intoxicaciones alimentarias y episodios de cólera entre los rangos militares, sobre la escasez de comida y agua para los hombres en espera y sobre mujeres, antes castas, que se les ofrecían a plena luz del día para evitar que se escaparan sigilosamente y abandonaran la costa a manos de los españoles, quienes, según atestiguaban los mensajeros de los Países Bajos, resultarían inconmensurablemente más dañinos que una disentería.

Mientras dormían hablaban en sueños del miedo que sentían cuando avistaban los centelleantes y gigantescos cascos de la flota española, surcando en formación los mares con un porte majestuoso jamás visto en aguas inglesas.

Tras ver las dimensiones de las armas españolas, dieron por sentado que les aguardaba la muerte, pero llegó el pirata Drake con sus buques raudos como comadrejas para enfrentarse con los mansos bueyes de Medina-Sidonia, y Dios bendijo a los ingleses con viento favorable. Parecía que la nueva religión puritana gozaba de mayores favores que la Santa Madre Iglesia de los católicos, puesto que el duque de Parma acabó ordenando a su ejército que diera media vuelta y se dispusiera a volver a asesinar a campesinos flamencos. Una armada derrotada y medio en llamas dio sus últimos coletazos navegando hasta Escocia, que se decía que estaba cubierta de hielo todo el año, y bordeando la costa otra vez por el otro lado. Ni siquiera cuando Archie y sus amigos cruzaron el país a caballo hacia la costa occidental para repelerlos, tuvieron la elegancia de recalar y concederles batalla, sino que esperaron a que los vientos del Señor los arrojaran contra las rocas irlandesas, con lo que perdieron aún más barcos.

De los ciento treinta buques españoles restantes, menos de setenta regresaron a trancas y barrancas para enfrentarse a la ira de un monarca que veía cómo su orgullo y su Iglesia habían sido pisoteados ante los ojos de toda la cristiandad.

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