La calle de los sueños (39 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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A Christmas le pareció más flaco, más pálido, más marcado.

—Seguimos siendo amigos, ¿no? —dijo Joey, procurando sonreír, y el tono de su voz sonaba a ruego.

—Joey... —empezó a decir Christmas moviendo la cabeza.

—No, espera, espera —lo interrumpió Joey, agitado, y de nuevo intentó sonreír, pero la tensión le cortaba el aliento—. Espera, coño. Sé qué quieres decir. Ya lo sé... vale, escúchame, olvidemos la droga. Echemos tierra sobre eso. Se acabó la droga, que los drogadictos se vayan a la mierda, que Rothstein se vaya a la mierda. ¿Así te parece bien?

Christmas suspiró.

—Joey...

Joey le agarró un brazo, con la blandura de quien se sujeta. De quien se está ahogando.

—Coño, Diamond...

Christmas le clavó la mirada en silencio.

—Tú y yo somos socios —afirmó Joey y volvió a mirarlo con sus ojos hundidos y débiles—. Los dos somos los Diamond Dogs... —A continuación se metió una mano en el bolsillo, con apremio, y extrajo unos billetes. Los contó y tendió una parte a Christmas.

—Toma tu tajada. Justo la mitad. Tenemos negocios, ¿no?

Christmas observó los billetes sin moverse.

—Anda, cógelos —dijo Joey, con la mano vibrando en el aire—. Cógelos.—Escudriñó la mirada de Christmas—. Eres mi único amigo.—En sus ojos, un miedo que no podía contener—. Por favor...

—Quiero cambiar de vida, Joey —dijo Christmas con voz tranquila y decidida.

—Sí, vale, yo también... —respondió Joey sin siquiera pensarlo. Con énfasis. Con una luz de asustada esperanza en las pupilas—. De acuerdo, a tomar por culo, centraremos la cabeza.—Joey rió y pegó un palmotazo con el dinero sobre el pecho de Christmas—. Pero poco a poco, ¿eh? Solo para sacar algunos dólares hasta que encontremos un trabajo decente... Coño, Diamond... no me pidas que venda cordones de zapatos, como Abe el Tonto. Eso no me lo puedes pedir ni tú. Tenemos que encontrar un trabajo que esté a nuestra altura.¿Qué me dices? —y le dio una palmada en el hombro. Después lo cogió del brazo y empezó a andar—. ¿Adónde vamos? Hay que celebrarlo. Anda, coge este dinero, Diamond...

—No, Joey —dijo Christmas—. Ya te lo he dicho, quiero cambiar de vida.

Joey miró el dinero y luego se lo metió en el bolsillo.

—Ay, coño, vale. Te lo guardaré, por si cambias de opinión, ¿de acuerdo? Pero es tuyo —y volvió a reír, disgustado, sin parar un solo segundo de hablar—. Y bien, ¿adónde vamos a celebrarlo? Ah, he oído que han abierto un bar clandestino nuevo en Broome Street, ¿te lo puedes creer? Un local de mierda, un sótano debajo de un edificio, pero... ¿qué te parece? Así vemos si tienen tragaperras y a lo mejor les sacamos unas monedas. No irán a creerse que pueden hacer negocios sin entregar algo a los Diamond Dogs.

—Joey...

—¡Anda, estoy bromeando!

36

Los Ángeles, 1926

Cuando Bill llegó a California —tras un viaje que duró una semana— se quedó con la boca abierta. Y pensó que era aún más bonita de como la describía continuamente Liv, en los días de Detroit. Lo primero que le sorprendió fue el clima. Bill se había criado en Nueva York, donde en invierno hacía un frío de perros y el verano era asfixiante, húmedo y bochornoso. En cambio, en California el clima era suave y seco, fresco. Lo segundo que le sorprendió fue la luz. El cielo oscuro y bajo de Nueva York, salpicado de rascacielos, en California estaba formado por una bóveda azul, límpida, alta, estrellada de noche. Una luz pura, resplandeciente. Que descubría un horizonte infinito, tanto por el lado del Pacífico como hacia Sierra Nevada y su fértil valle del Edén. Y el mismo océano tenía un azul intenso, cautivador, no el turbio, opaco mar que se mezclaba con las aguas del East River o del Hudson. Cada color de California, ya fuese el rojo, el verde o el azul, era intenso, vivo, radiante. Pero cada color debía inclinarse ante el dominador indiscutible de aquel mundo: el amarillo. No había nada en California que no poseyese un poco de amarillo. El amarillo del oro que habían encontrado los buscadores de pepitas, el amarillo del sol que calentaba cada rincón, el amarillo claro, casi blanco, de las playas que miraban hacia el océano. No las siniestras, húmedas, viscosas dársenas neoyorquinas, sino amplias y profundas franjas de arena caliente, brillante, que invadía las dunas yermas tras las cuales pasaba la carretera costera. Y toda la naturaleza parecía adaptarse a aquella explosión de sol, haciendo florecer amapolas amarillas que se multiplicaban rápidamente, naciendo de la noche a la mañana, colonizando la tierra seca y bien drenada, contando una vida veloz, desenfrenada, sin pensamientos, sin remordimientos, sin incertidumbres, sin reflexiones sobre el futuro. Era la vida como debía ser. Alegre. Y la gente, como las amapolas californianas, vestía camisetas chillonas, corría por las playas, reía, hacía el amor como si no se preocupara del mañana.

Eso había visto Bill, tres años antes, al llegar a California. Y había pensado: «Esta es mi casa». Y había creído que en aquel reino encantado podría ser feliz.

Tras pasar San Francisco llegó a Los Ángeles. Nunca se había imaginado que pudiera haber un aglomerado tan extenso. Durmió en el primer hotel que encontró en la carretera y le pidió al dueño que le indicara un rascacielos donde alquilaran un piso. Quería contemplar el cielo desde lo alto, quería estar lo más cerca posible del sol. El dueño del hotel le dijo que su prima alquilaba apartamentos en Cahuenga Boulevard. En la planta baja. En un apartotel muy decente pero barato. Bill se rió en su cara.

—Soy rico —dijo, palpándose el bolsillo repleto de casi cuatro mil quinientos dólares.

—En Los Ángeles, el dinero se acaba pronto —le advirtió el hotelero.

Bill rió de nuevo. Se sentía como una amapola californiana. Había florecido y quería disfrutar del sol, nada más. No había un mañana que temer. Solo un hoy que celebrar.

Sin embargo, dos meses después Bill comprendió que la maravillosa vista panorámica de su piso lo dejaría sin blanca en poco tiempo. Así que recogió sus escasas pertenencias y regresó al hotel.

—¿Dónde está ese apartotel de Cahuenga Boulevard? —le preguntó al hotelero.

Y aquella misma noche tomó posesión de su apartamento en el apartotel de estilo español de la señora Beverly Ciccone, una mujer de cincuenta años, oronda y de pelo oxigenado, que había heredado la propiedad de su segundo y difunto marido, Tony Ciccone, fallecido a los ochenta y tres años, un siciliano que había plantado un naranjal en el Valley y luego vendido a una fábrica de zumo de frutas. Y ahora que era viuda, como ella misma había querido aclarar, la señora Ciccone debía tener cuidado con los cazadores de dote, pues en Los Ángeles abundaban —según afirmaba la propia señora—, y por un sitio como el Palermo Apartment House se encaprichaba mucha gente.

—Como me encapriché yo —rió la mujer, haciendo que sus enormes tetas se bambolearan.

Luego condujo a Bill hacia su nueva casa.

El Palermo Apartment House era un edificio en forma de herradura que daba a Cahuenga Boulevard y al que se accedía subiendo tres escalones de piedra rojiza y pasando bajo un arco que recordaba a las viviendas mexicanas que Bill había visto en alguna película del Oeste. En el centro había una vereda de losas cuadradas de grava con cemento y, en los flancos, la señora Ciccone había plantado rosas. Un caminito de gravilla llegaba hasta el portal de cada apartamento. Los veinte apartamentos —siete en cada uno de los dos lados largos, dos haciendo esquina y cuatro al fondo— se componían de un saloncito, al que daba la puerta de entrada, un cuarto de baño y una cocina americana equipada. En el salón había un sofá-cama de dos plazas, un pequeño sillón, una esterilla y una mesa con dos sillas. Al lado del sofá-cama, un mueble bajo que hacía las veces de mesilla de noche y un armario empotrado de dos puertas.

—Si desea un espejo en el cuarto de baño, tiene que pagarme cinco dólares por adelantado —dijo la viuda Ciccone—. El inquilino anterior me lo rompió y se fue sin pagármelo. No puedo salir perdiendo.

—¿Y por qué debo salir perdiendo yo? —le preguntó Bill.

—De acuerdo —dijo entonces la oronda oxigenada—. Que cada uno pague la mitad y así zanjamos el asunto. Dos dólares cincuenta.

Bill introdujo una mano en el bolsillo y extrajo su fajo enrollado de dinero. Le pagó cuatro semanas por adelantado y la mitad del espejo. La viuda Ciccone no podía apartar los ojos del rollo de dólares. Cuando volvió con el espejo, Bill advirtió que se había retocado el carmín de los labios, haciendo en ellos un trazo en forma de corazón, y que se había abierto dos botones de la blusa rosada, que dejaban entrever sus enormes tetas color de leche ceñidas en un sostén del mismo color de la blusa. Y las zapatillas desgastadas que antes calzaba las había reemplazado por un par de zapatos puntiagudos de tacón alto.

—¿Es actor, míster Fennore? —le preguntó, pasándose una mano por los rizos oxigenados.

—No —contestó Bill.

—Pero trabaja en el cine, ¿verdad?

—No.

—¡Qué raro! —comentó la viuda Ciccone.

—¿Por qué?

—Porque en Los Ángeles todo el mundo quiere hacer cine.

—Yo no.

—Lástima... tiene buena planta —sonrió la mujer—. Puede llamarme Beverly, si lo desea, míster Fennore. O simplemente Bev.

—Vale.

—Pues entonces yo te llamaré Cochrann —dijo—. O quizá sea más fácil... Cock —y rió maliciosamente, llevándose una mano a la boca.

Bill no rió. No le hacían ninguna gracia las mujeres que se comportaban como zorras.

—¿Dónde hay un banco? —le preguntó.

—A dos manzanas de aquí. El director es amigo mío... o sea, que me conoce. Dile que vas de mi parte, Cock —dijo la viuda y salió del apartamento meneando su gran trasero que tal vez había sido una de las causas de la prematura muerte de Tony Ciccone.

Bill cerró la puerta y se puso a inspeccionar con calma su apartamento. Las paredes estaban sucias y había manchas rectangulares que resaltaban entre bordes más oscuros, donde en otro momento seguramente había habido grabados colgados.

A la mañana siguiente hizo un depósito de dos mil dólares en el American Saving Bank, se quedó con setenta y siete dólares en el bolsillo y compró una brocha y dos botes de pintura blanca. Después regresó al Palermo y pintó las paredes. Aquella noche el olor en el apartamento era insoportable y Bill durmió con las ventanas abiertas y oyó los ruidos de Los Ángeles tumbado en la cama.

Casi todos los huéspedes del Palermo Apartment House soñaban con el cine. La muchacha del apartamento número cinco, enfrente del de Bill, tenía largos rizos castaños que cuidaba con mucho mimo desde que muriera Olive Thomas, en 1920. La muchacha, Leslie Bizzard —«Aunque mi nombre artístico es Leslie Bizz», le había confiado a Bill—, estaba convencida de que Hollywood tenía que encontrar a una actriz para sustituir a la reina de belleza de
The Flapper
, que se había suicidado en París con una dosis letal de veneno —«bicloruro de mercurio en gránulos», había especificado— tras verse envuelta en un escándalo de drogas. Habían pasado seis años desde la desaparición de Olive Thomas, pese a lo cual Leslie jamás había dejado de cuidar sus rizos castaños, que, según ella, hacían que se pareciese de forma increíble a la estrella fallecida y le garantizarían el éxito. «De lo que se trata es de tener paciencia», le había dicho a Bill. Entretanto, trabajaba de dependienta en una tienda de ropa. Y esperaba.

En el número siete vivía Alan Ruth, un viejo artrítico al que todos los inquilinos respetaban porque había sido figurante en dos superproducciones de Cecil B. DeMille.

En el número ocho había un chico efébico, Sean Lefebre. Un bailarín de segunda fila que trabajaba en el teatro y, de vez en cuando, en el cine. Bill sintió una repulsión inmediata hacia aquel petimetre enclenque. Y comprendió el motivo tras verlo una noche entrar en su apartamento abrazado a otro hombre con el que se manoseaba efusivamente. Al día siguiente denunció al homosexual a la dueña del Palermo Apartment House, manifestando su enfado. Sin embargo, la viuda Ciccone se rió en su cara.

—Los Ángeles está lleno de putos, cariño —le dijo—. Acostúmbrate, Cock.

En el catorce vivía un hombre gordo y grosero, Trevor Lavender, utilero en la Fox Film Corporation, que despreciaba a los «artistas». A todos, sin excepción. Porque eran gente débil, decía.

En el apartamento número dieciséis vivía Clarisse Horton, una mujer de cuarenta años que trabajaba de peluquera en los estudios de la Paramount y que criaba sola a su hijo Jack —que contaba siete años en la época de la llegada de Bill—, fruto de una aventura ocasional con una misteriosa estrella del cine cuyo nombre Clarisse no había querido revelar jamás. Jack, según su madre, se convertiría en una estrella de los musicales, razón por la cual practicaba canto, interpretando continuamente siempre la misma patética canción que hablaba de un niño cuya madre había huido de noche y abandonado. Jack extendía los brazos, la cara tonta y triste vuelta hacia el horizonte, siguiendo el imaginario viaje de la madre, preguntándose —como decía la canción— adónde podía haberse ido y respondiéndose que bien podía ser que hubiera coincidido con todas las madres que habían abandonado a sus niños, que se hubiera arrepentido, y que luego todas juntas decidieran regresar a casa. «En busca de felicidad», rezaba la última estrofa de la canción.

Pero Bill, a medida que transcurría el tiempo, no encontraba rastro de felicidad. Ni en él ni en los demás. Todo era humo en los ojos.

Bill pasaba cada vez más horas durmiendo. Ruth ya no lo atormentaba. Las pesadillas habían desaparecido. El sueño de Bill se iba volviendo letárgico, espeso, pesado. Se despertaba más cansado y somnoliento que cuando se había dormido. Bostezaba sin parar, muchas veces se quedaba en pijama varios días seguidos, no se afeitaba, no se aseaba. Al principio creyó que lo hacía porque siempre se había imaginado que así era la vida de los ricos. Una vida sin ocupaciones, sin horarios, sin un despertar obligado. Una vida de total holgazanería. Y en los primeros tiempos había experimentado, si no felicidad, una especie de satisfacción. Pero después, con el paso de los días, dicha costumbre se transformó en apatía. Y la apatía acarreó consigo una forma de depresión. La insatisfacción —una insatisfacción subterránea, aún no metabolizada— lo inducía a mirar sin interés todo el mundo que lo rodeaba y lo retenía más tiempo en el sofá-cama, que ya nunca cerraba. Su cuenta en el American Saving Bank iba mermando, semana tras semana. Y Bill postergaba, semana tras semana, el problema. Pero ya sabía que no era rico. Tenía que ahorrar en todo. Empezando por la comida. Al principio iba a comer siempre a un pequeño restaurante mexicano en La Brea. Luego pasó a un quiosco de bocadillos ubicado al final de Pico Boulevard, aparcaba su Ford en la esquina con la vía rápida y se echaba sobre la arena tibia, donde comía con la mirada borrosa sobre el océano. Mas pronto tuvo que renunciar también a los bocadillos de Pico y usaba cada vez menos su Tin Lizzie, pues debía ahorrar en gasolina. Empezó a comprar la comida en una pequeña tienda para hispanos y a guisarla por su cuenta. Bill se dio cuenta de que la viuda Ciccone ya no se comportaba como una zorra. Y dejó de llamarlo Cock.

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