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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (37 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—¡Yo no trafico! —protestó Christmas con vehemencia.

—Lo que hace tu gente es como si lo hicieras tú mismo, esa es la regla —dijo con calma Rothstein, como un simple hombre de negocios.

Christmas lo miraba sin mover un músculo.

—Pero ahora me estás creando problemas que no quiero tener.—De pronto la voz de Rothstein se volvió tajante—. Vas contando que Dasher es quien ha eliminado a cierto carnicero...

—¡Ha sido él!

—No ha sido él. Se lo he preguntado a Happy Maione, que vino a presentarme sus quejas.

—¡Ha sido él!

—¡Tu carnicero me importa una mierda! —gritó Rothstein. Y apretó los ojos y dilató las fosas nasales. Apuntó con un dedo al pecho de Christmas y le aporreó rítmicamente el esternón, mientras hablaba con voz hosca, enronquecida a causa del grito—. Me importa una mierda. Lo que me importa es no tener líos con Happy Maione ni con Frank Abbandando. Puedo aplastarlos cuando me dé la gana... pero siempre que me interese. No quiero problemas porque un pequeño gilipollas al que todos creen uno de los míos va por ahí jodiendo. Happy Maione vino a pedirme permiso para liquidarte. Porque Happy conoce las reglas. Hubiera podido decirle que sí...

Christmas bajó la mirada.

—Eres un personaje extraño. En teoría no tienes un céntimo, y sin embargo todo el mundo jura que siempre te ha visto forrado —continuó Rothstein tras ponerse de pie y darle la espalda—. Cuentan que le aflojas cincuenta dólares diarios a un mocoso lleno de granos que trabaja de dependiente en una tienda de ropa.

—No, señor, eso pasó una sola vez y enseguida los recuperé. Era una cortina de humo.

Rothstein sonrió. No sabía por qué, pero aquel muchacho le gustaba. Habría jurado que se trataba de un jugador.

—Te han visto entregar diez dólares de propina al chófer de un Silver Ghost que todos creían mío.

—Ese dinero también lo recuperé enseguida.

Rothstein rió, mirándolo a los ojos.

—¿Qué eres, un prestidigitador? ¿Un tahúr?

—No, señor. Pero no es tan difícil —dijo Christmas—. La gente ve lo que quiere ver.

—Pues entonces ¿qué eres? —prosiguió divertido Rothstein—. ¿Un timador?

—No, señor —aseguró Christmas. Y de súbito recordó quién había sido. Recordó su vida previa a aquellos dos años de oscuridad. Recordó a Santo, Pep y Lilliput, y la crema para la sarna. Y recordó a Ruth. Y reencontró en su mano, como si nunca hubieran muerto sino solo los hubiera dejado de lado, sus sueños.

—Yo valgo para inventar historias.

Rothstein lo observó con atención durante un instante.

—O sea que cuentas chorradas.

—No, señor, yo...

—Ya me has hartado con tanto «señor» —lo interrumpió Rothstein visiblemente irritado—. ¿Y bien?

—Sé contar historias. Es lo único que me sale bien —dijo Christmas y recuperó su sonrisa. Y supo que si se hubiera mirado en un espejo también habría recuperado su mirada, la que Pep había visto años atrás—. Historias en las que la gente cree. Porque a la gente le gusta soñar.

Rothstein volvió a sentarse y se inclinó hacia Christmas. Tenía una expresión entre incrédula y divertida. Habría jurado que aquel muchacho era un jugador. Y a él le gustaban los jugadores. Él mismo era ante todo un jugador.

—¿Por qué vas contando por ahí que trabajas para mí? —preguntó.

—Ni una sola vez he mencionado su nombre, se lo juro —sonrió Christmas—. Únicamente he dejado que la gente del barrio lo creyese y yo... bueno, sí, nunca he desmentido el rumor... pero ellos solitos lo han fabricado todo.

Rothstein extrajo un cigarrillo de una pitillera de oro y se lo puso entre los labios, pero no lo encendió.

—Ninguno de mis chicos te creería —aseguró.

—Desde luego —replicó al momento Christmas y se inclinó hacia el temible jefazo, con un entusiasmo que suponía extinto—. Sin embargo, puedo conseguir que también ellos crean en cosas que deducen solos porque les agradan, aunque yo no las haya dicho.

—¿Cómo cuáles?

Ya no había oscuridad, pensó Christmas. Se había olvidado de jugar, eso era todo. No sabía ni cómo ni por qué había ocurrido. ¿Quizá porque Ruth había desaparecido de su vida? Le había prometido que la encontraría. Pero ¿cómo iba a encontrarla si él mismo se estaba perdiendo por las calles de Nueva York? Tenía que reencontrarse a sí mismo. Después encontraría a Ruth.

—¿Quiere hacer una apuesta? —le propuso.

Los ojos de Rothstein se iluminaron. Durante un instante. Había abandonado la vida acomodada de Uptown y a su rica familia solo por su afición a las apuestas. Estaba convencido de que aquel muchacho era un jugador. Rothstein jamás se equivocaba al juzgar a las personas.

—¿Qué puede apostar un muerto de hambre? —preguntó Rothstein.

—Cien dólares.

—¿Y de dónde los vas a sacar?

—Me los prestará usted. Apuesto con ese dinero.

Rothstein rió.

—Estás loco —dijo, pero entretanto se sacaba del bolsillo un gran fajo de billetes enrollados, cogía cien dólares y se los tendía a Christmas—. Y yo estoy más loco que tú. Porque si gano recupero mi dinero, y si pierdo te doy el doble —añadio, y de nuevo rió.

—Ahora tiene que ayudarme —dijo entonces Christmas.

—¿Quieres que te ayude también a ganar? —La expresión de Rothstein era cada vez más divertida.

—Me conformo con que no me ponga trabas. Que deje... que me crean.

Sí, aquel muchacho estaba loco. Como todos los jugadores. Y no hacía sino gustarle más. La tarde se estaba poniendo interesante.

—¿Qué debo hacer?

—Nada. Pero yo voy a llamarlo Arnold, como si ya tuviéramos confianza. Como si ya no me quisiera matar.

—En ningún momento pensé en matarte.—Rothstein sonrió.

—Pero sus hombres sí que podrían haberme matado, ¿no es cierto?

—Sí —contestó riendo, como si se tratara de una bobada. Luego se levantó de la silla y se volvió hacia la puerta—. ¡Lepke, Greenie, Gurrah, Monkey!

Los hombres entraron. Tenían sus habituales fachas torvas y los andares firmes de quienes no vacilan. Sin embargo, al ver a Christmas, que ahora estaba con las piernas estiradas sobre la silla que había dejado vacía Rothstein, las manos cruzadas en la nuca, relajado y sonriente a pesar de las marcas de los puñetazos, aminoraron el paso y miraron a su jefe. Pero Rothstein les daba la espalda y estaba otra vez jugando solo al billar.

—Greenie —dijo Christmas—, Arnold me ha dicho que eras mi abogado. Te debo un favor por tu apoyo. Pero ya lo hemos arreglado todo como buenos amigos, ¿verdad, Arnold?

Rothstein se dio la vuelta. Sonreía divertido. No dijo nada. Se limitó a juguetear con una bola. La once, su número preferido. El número de los que ganaban a los dados.

—Relájate tú también, Lepke —añadió Christmas—. Por esta vez, no tienes que matarme.

Rothstein rió estruendosamente.

Los tres gángsteres no sabían qué pensar. Sus ojos fríos, que permanecían impasibles ante ríos de sangre, iban atónitos de Christmas a Rothstein, de Rothstein a Christmas.

—¿Qué pasa, jefe? —preguntó Monkey, el matón con cara de memo.

Rothstein miró a Christmas.

—¿No conoces la primera regla, Monkey? —preguntó Christmas—. Si no entiendes enseguida, entenderás después. Y si tampoco entiendes después, recuerda que siempre hay un motivo —añadio, y devolvió la mirada a Rothstein—. ¿Digo bien, Arnold?

—Te escucho —respondió Rothstein, levantando una ceja—. «Lanza los dados, chico», pensaba.

Christmas le sonrió. Luego se volvió hacia Lepke, Greenie, Gurrah y Monkey y empezó a hablar en términos generales de los irlandeses: dijo que los detestaba, que no había policías más corruptos que ellos, que como delincuentes no valían nada. Seguidamente, sin solución de continuidad, se puso a hablar de su pelo rubio, que había heredado del hijo de perra que había violado a su madre cuando era una niña.

Los cuatro gángsteres lo escuchaban sin dejar de mirar a Rothstein, y sin entender.

—Y cuentan que aquel cabrón... aunque de todas formas me importa una mierda... que el cabrón llevaba siempre en el bolsillo del chaleco un llavero con una pata de conejo.—Christmas bajó las piernas de la silla, se puso de pie, se acercó a los cuatro y susurró—: De conejo... muerto, ¿me explico? —Giró en redondo y volvió a sentarse—. Un gilipollas rubio con un conejo muerto en el bolsillo —dijo débilmente, como hablando para sí.

—¿Era de los Dead Rabbits? —preguntó Gurrah.

—Yo no lo he dicho —contestó Christmas señalando a Gurrah con un dedo—. Yo no lo he dicho, Arnold —le dijo a Rothstein. Volvió a mirar a Gurrah a los ojos—. ¿Lo he dicho yo? —le preguntó.

—No —contestó Gurrah.

—¿Lo he dicho yo? —inquirió a Monkey.

—No, pero...

—Pero, pero, pero... —lo interrumpió Christmas—. Ponéis en mi boca palabras que no he dicho. Yo no tengo nada que ver con cierta gente, que quede claro. Lo único que sé con seguridad es que el cabrón de mi padre... bueno, que me parta un rayo si no era el mejor amigo del amo.

—¿Tu padre era el brazo derecho de...? —comenzó Greenie.

Mas él también fue interrumpido por un gesto seco de Christmas.

—No conozco ni quiero conocer los nombres de esos capullos, Greenie. ¡Lo único que sé es que me dejó en herencia este pelo rubio que hace que me parezca a un irlandés de mierda y que su sangre corre por mis venas, me guste o no! —dijo acalorándose y escupió enfadado al suelo.

Siguió un silencio embarazoso. Lepke miró primero a Rothstein, luego a Christmas, y dijo:

—Tu padre era un irlandés capullo, tienes razón. Y los Dead Rabbits eran unos capullos, como todos los irlandeses. Pero eran tipos duros. Todavía se habla de ellos en las calles de Manhattan. —Entonces se aproximó a Christmas y le dio una palmada en el hombro.

—Me habían dicho que eras un panolis, chaval —dijo Gurrah, dirigiendo una mirada a Greenie—. Pero en cuanto has entrado aquí me he dado cuenta de que tienes las pelotas bien puestas.

—Vete a tomar por culo, Gurrah —bromeó Greenie.

—¡De verdad que lo he pensado! —protestó Gurrah.

—Ya, por supuesto —siguió mofándose Greenie. Luego miró a Christmas—. Me alegro, chaval.

—Siento haberte dado una paliza —dijo entonces Gurrah—. No era nada personal.

—No pasa nada —dijo Christmas. Acto seguido, jugueteando con los cien dólares, miró a Rothstein—. ¿Te parece que terminemos nuestra charla solos, Arnold?

Rothstein hizo un gesto con la cabeza a los cuatro, que enseguida dejaron la habitación.

—No he contado una sola chorrada, señor —dijo Christmas no bien estuvieron solos—. Aparte de la de los irlandeses, contra los cuales en realidad no tengo nada. Todo lo demás, en cambio, es cierto. Mi madre tenía trece años cuando fue violada por un hombre rubio, amigo del amo de la masía de Italia donde vivía mi madre. No era irlandés, solo rubio, que es lo que he contado. Y aquel cabrón tenía una pata de conejo que colgaba de su chaleco, mientras violaba a mi madre. En Italia, la pata de conejo da buena suerte, y el conejo necesariamente tiene que estar muerto. Solo que ellos creen que soy hijo de uno de los Dead Rabbits. Aunque las fechas no coinciden, pues eso tendría que haber pasado hace casi cien años. Pero les gusta pensar así, porque son gángsteres...

Rothstein rió y se sentó delante de Christmas.

—¿He ganado la apuesta, señor? —le preguntó.

—Devuélveme mis cien dólares —le espetó Rothstein.

Christmas se puso tenso y luego le tendió el dinero.

Rothstein lo cogió y a continuación se lo entregó.

—Tienes talento para las chorradas. Y has ganado. Aquí tienes tus cien dólares —dijo riendo.

—¿No había dicho que si perdía, perdía el doble? —apuntó Christmas, sujetando los cien dólares.

—No te pases, chico. Ha sido una buena mano. Confórmate. No me gusta perder.

Christmas sonrió y luego hizo una mueca. El labio le estaba sangrando de nuevo.

Rothstein volvió a reír, como si aquel dolor fuese un pequeño resarcimiento.

—¿Y de qué le sirve a uno el don de inventar historias? —preguntó.

Christmas lo miró, con la boca levemente entornada. Como bloqueado por una imagen. Un paquete. Un paquete que abría Fred y del que salía una radio, de baquelita. Negra. Y le vinieron a la mente las voces y los sonidos. «Tienen que calentarse las válvulas», y luego un zumbido. Y luego la música. Y luego el bastón negro del viejo Saul Isaacson repiqueteando en el suelo. «Si sabes qué podrías ser en la vida, tomarás la elección adecuada.» Y luego ella, Ruth, con la mano vendada y la manchita de sangre en las vendas, a la altura del anular. Y su pelo negro. Como la baquelita. Y su voz. «A mí me gustan los programas en los que hablan.»

—Chico, estás en Babia —dijo Rothstein—.¿De qué te valen tus historias?

—Me gustaría poder contarlas en la radio —dijo entonces Christmas.

Rothstein hizo una mueca e inclinó la cabeza hacia un lado, como si no entendiera.

—¿Por qué?

—Porque a lo mejor cierta chica oiría mi voz —contestó Christmas—. Aunque está muy lejos.

Rothstein se llevó una mano al caballete de la nariz, se lo frotó, y luego, tras abrir despacio el pulgar y el índice, se atusó las cejas. Aquel muchacho le seguía gustando.

—La radio llega lejos —se limitó a decir.

—Sí, señor.

—Arnold —repuso Rothstein—. Entre jugadores nos llamamos por el nombre, Christmas.

—Gracias... Arnold.

Rothstein se levantó de la silla y regresó a la mesa de billar.

—Y deja en paz a Dasher y Happy Maione.

Christmas lo miró en silencio.

—Te puedes ir —dijo Rothstein—. Di al gilipollas de Mugre que tenga cuidado. No me cae bien, como tú. Un consejo: mantente apartado de la calle. Hazme caso. No es para ti.

Christmas echó un vistazo largo e intenso al gángster más temido de Nueva York, después dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.

—Espera —lo detuvo Rothstein—.¿Eso de la radio es otra de tus chorradas?

—No.

Rothstein abrió la boca para decir algo, luego meneó la cabeza, resopló.

—Déjame que piense —masculló. Levantó una mano, pero al momento, con un gesto brusco, la bajó. Como si espantara una mosca—. Lárgate de mi vista, Christmas.

35

Manhattan, 1926

El rumor se propagó enseguida. «Han recogido a Christmas Luminita», dijeron los testigos de Cherry Street. Y cuando se decía que alguien había sido recogido, en el barrio no había muchos que esperaran su regreso. Menos aún si los encargados de la recogida eran Lepke Buchalter y Gurrah Shapiro, dos jefes, ya que si ellos mismos se molestaban en hacerlo, quería decir que se trataba de un trabajo para el Hombre de Uptown. Por consiguiente, las posibilidades de que el recogido volviese disminuían todavía más. El rumor circuló rápidamente. Y en un instante Christmas fue dado por muerto.

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