La calle de los sueños (45 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Grabamos —refunfuñó la voz del técnico de sonido por el interfono de la sala de Conciertos, devolviendo a Christmas al presente.

—¿En qué estabas pensando? —preguntó María a Christmas, en voz baja.

—Escuchaba tus pensamientos —le dijo Christmas a un oído.

María sonrió.

—Mentiroso.

—María, dale tú la entrada —dijo el técnico de sonido.

María se puso los auriculares y otra vez movió la mano en el aire, hacia el músico. Luego le dio la entrada. El corneta empezó a tiempo. María se volvió entonces hacia Christmas, tras quitarse los auriculares.

—Ahora tenemos que guardar silencio —le susurró.

Christmas le sonrió, luego se acercó las manos juntas a la boca y se las sopló, mirando a María.

La mujer arrugó las cejas, en una pregunta muda.

Christmas se puso un dedo sobre los labios, pidiéndole silencio, e inclinó la cabeza, de manera que el mechón rubio le tapase un ojo.

—Ahora tengo las manos calientes —le susurró.

María arrugó de nuevo las cejas.

—Te he dicho que he escuchado tus pensamientos —añadió Christmas.

María se volvió a mirar al técnico de sonido, preocupada.

—Tenemos que guardar silencio, en serio —volvió a decirle.

Christmas le sonrió. Y en silenció alargó una mano y acarició la suya. Sensualmente, desplazando las yemas sobre el dorso y luego por los dedos. María se puso tensa durante un instante. De nuevo se volvió hacia el técnico de sonido y luego miró al músico. Pero no retiró la mano. Entonces Christmas deslizó las yemas por la muñeca y subió por el antebrazo. Y luego pasó a la pierna. Y lentamente llegó a la rodilla y comenzó a remangarle la falda. María le paró la mano, pero no se la apartó. Christmas permaneció quieto unos segundos, luego siguió subiéndole la falda. Y entonces María le soltó la mano. Cuando Christmas palpó la orla de la falda, la separó y empezó a deslizar los dedos por las medias resbaladizas; a continuación, muy despacio, sin prisa, fue ascendiendo por el interior del muslo, acariciando la piel tersa hasta más arriba del portaligas. Y antes de alcanzar su meta, donde las piernas de María se juntaban, las delicadas yemas de Christmas se demoraron, aproximándose y alejándose, a fin de retrasar el momento y poder así fantasear, desear, temer. Cuando apartó el borde de las bragas e introdujo los dedos, tras desenredar un tupido vello, Christmas encontró a María caliente y húmeda. Dispuesta. Abierta. Sumisa. Incitante. Rendida.

Al contacto, María se estremeció.

—Tenemos que guardar silencio —le susurró Christmas al oído.

Por toda respuesta, obtuvo un jadeo desfalleciente.

Christmas buscó entonces el centro del deseo —aquella pequeña protuberancia blanda y a la vez dura que la camarera, en los días de su aprendizaje, le había enseñado e ilustrado para que se familiarizase con el placer de las mujeres— y comenzó a acariciarlo despacio, con pausados movimientos circulares, pero no geométricos ni repetitivos, siempre variados, hasta que sintió —coincidiendo con un agudo del corneta que estaba grabando su pieza— que las piernas de María presionaban, cada vez con más fuerza. Y la mano de la muchacha lo asía de un brazo y se lo apretaba, frenéticamente. En ese instante Christmas aumentó el ritmo y solo cuando sintió que María le clavaba las uñas en el brazo y se quedaba sin aliento, procurando en vano no abrir la boca, se detuvo, lentamente, para guiarla en el descenso, sin desgarros, sin sacudidas.

—Me parece buena —dijo el técnico de sonido una vez que el músico concluyó el último compás—. ¿Qué opinas, María?

—Sí...

—¿Quieres hacer otra? —preguntó el técnico de sonido.

—No... no, vale así. Gracias —respondió apresuradamente María, poniéndose de pie—. Tengo que irme, Ted —dijo al técnico de sonido hacia el otro lado del cristal—. Gracias, ha estado sensacional —felicitó al músico—. Acto seguido tironeó a Christmas del bajo de la chaqueta y salió de la sala de Conciertos. Miró alrededor, avanzó a grandes zancadas hasta el fondo del pasillo, abrió una puerta y miró dentro. Enseguida hizo pasar a Christmas, cerró con llave y lo besó apasionadamente. Christmas la levantó por las axilas y la colocó en el canto del lavabo, que crujió peligrosamente.

—Date prisa —dijo María.

Christmas le subió la falda, con el ímpetu que María se esperaba, y entró en ella. María le aferró el pelo, con furia, besándolo y ciñéndolo para que se introdujera más en su interior, gimiendo en silencio. Poco después empezaron a jadear al unísono hasta el momento culminante, cuando cayeron al suelo al mismo tiempo que la pica del lavabo, que se había desprendido de la pared.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Christmas.

—No —contestó María riéndose—. Pero salgamos deprisa, si no, nos lo harán pagar—. María se rió de nuevo.

—Me gustan las mujeres que ríen —dijo Christmas.

Aquella noche, al volver a casa, vio a Santo en la acera de enfrente paseando de la mano con una chica feúcha, baja y gordita. Se detuvo y los observó. Santo, como si hubiese advertido a sus espaldas la mirada de su amigo, se dio la vuelta y sus ojos se cruzaron con los de Christmas. A la luz de la farola, Christmas vio que Santo se ruborizaba, que bajaba la mirada al suelo, y que luego seguía su camino como si no hubiese reparado en él. Christmas sonrió y entró en el portal desconchado del 320 de Monroe Street. Comenzó a bajar las escaleras silbando alegremente la tonada de jazz que había interpretado ese día el corneta, en la sala de Conciertos. Sin embargo, una vez que llegó al semisótano, paró y prestó atención, pues había oído un vocerío acalorado en la planta baja.

—Mira, este es el padre de Carmelina —oyó gritar al padre de Santo en el umbral de su casa, dirigiéndose a su mujer, que llevaba tres años postrada en la cama, sin morir, pese a lo que le habían diagnosticado los médicos—. Antonio es mi colega en el muelle trece desde... ¿desde hace cuántos años descargamos mercancías, Tony?

—No echemos cuentas, por favor, que eso nos hace todavía más viejos —respondió el otro estibador—. Pensemos en nuestros hijos, que son jóvenes. Y confiemos en que el suyo sea un matrimonio feliz como el nuestro.

—Es verdad —dijo su colega—. Pasa y brindemos por tu Carmelina y por mi Santo.

Christmas oyó que la puerta del piso de los Filesi se cerraba. Entonces se asomó al ventanuco del semisótano que daba a Monroe Street. Y vio que Santo, en una esquina oscura de la calle, se arrimaba a Carmelina, su novia feúcha, y la besaba, rodeándole los hombros con los brazos, torpemente.

—Demasiado ardor, Santo —río quedamente Christmas, mirando a su amigo. Luego, al alejarse, se puso de nuevo a silbar la tonada de jazz. Pero experimentaba una leve melancolía. Porque lo único que lo había hecho sentirse vivo en los últimos años eran las mujeres.

Pero había perdido a Ruth.

—Te encontraré —dijo.

40

Newhall, Los Ángeles, 1926-1927

El domingo, su padre y su madre la visitaban. Su padre apenas la saludaba; la besaba en una mejilla, apresuradamente, y luego se quedaba en un rincón. Ruth y su madre se sentaban en el patio. Observaban merodear a los otros fantasmas por el jardín, seguidos por la atenta mirada de los enfermeros en bata blanca. La madre hablaba. Pero sin decir nada. Hablaba simplemente porque había que hacerlo. Al cabo de una hora, se marchaban. «Es tarde», decía su madre. «Es tarde», decía su padre. «Hasta el próximo domingo», decía su madre. Su padre ya estaba en el coche, con la puerta abierta. No el Hispano-Suiza H6C. Ni el Pierre-Arrow. Otro coche. Más viejo. Menos brillante. Sin chófer.

Sin embargo, aquel domingo su madre le habló de algo.

—El fracasado de tu padre ha perdido casi todo nuestro dinero con el Phonofilm. No lo quiere nadie en Hollywood. La Warner Brothers usa el Vitaphone. William Fox usa el Movietone. Y la Paramount usa el Photophone. Nadie quiere el Phonofilm y DeForest ha quebrado. Y nosotros con él... prácticamente...

—Déjalo —intervino el padre, por primera vez desde que la iban a ver—.¿Cómo pretendes que le interese eso en el estado... en el estado...?

—Tiene que saber —prosiguió la madre.

—¿No ves que ni te oye? —dijo el padre meneando la cabeza.

—Tiene que saber —repitió la madre, gélida como siempre.

—Déjalo —insistió el padre. Con voz severa. Casi fuerte. Casi firme.

Y entonces se volvió por primera vez a mirarlo.

Y el padre casi le sonrió.

Y durante un instante a Ruth le pareció que se parecía a su abuelo.

—Es tarde —dijo su madre, levantándose y poniéndose los guantes.

—Voy enseguida. Espérame en el coche —añadió su padre, rompiendo la liturgia dominical, sin dejar de cruzarse miradas con su hija.

—Es tarde —insistió su madre, poniéndose tensa y dirigiéndose hacia el automóvil, aparcado en la grava del paseo.

Entonces su padre se sentó al lado de Ruth. Por primera vez en esos meses. Sacó de su bolsillo una caja de cartón duro, negro. La abrió y extrajo una pequeña cámara fotográfica.

—Es una Leica I —empezó a decir, como cualquier padre en cualquier situación, girando la cámara entre sus manos—. Es alemana. Tiene un carrete. Y un objetivo de cincuenta milímetros. Y un telémetro... aquí, ¿lo ves? Sirve para enfocar, para medir las distancias.—Tendió la cámara fotográfica a su hija—. Tienes que poner el ojo en este visor. Lo que ves es lo que fotografías. Solo hay que apretar este botón. Pero antes se tiene que calcular el tiempo de apertura del diafragma. A menor luz, mayor es el tiempo que se le debe dar.

Ruth permanecía inmóvil, con la mirada gacha sobre las manos del padre que sostenían la cámara fotográfica. Sin cogerla. La voz inesperadamente dulce de su padre vibraba en sus oídos. Y se dijo que se parecía un poco a la de su abuelo.

—Una vez que hayas hecho la foto —continuó su padre—, tienes que cargar el fotograma siguiente girando esta rueda, así... en este sentido.

Ruth no se movió.

Entonces su padre le puso la cámara fotográfica sobre su regazo y se quedó unos segundos en silencio.

—Lo que ha dicho tu madre es verdad —prosiguió al fin, pero con una voz distinta, cansada, derrotada. Débil—. Lo hemos perdido casi todo. Estamos vendiendo las cosas valiosas. Pero es como si te olfatearan, ¿sabes? Son buitres. Me ofrecen cifras ridículas a sabiendas de que no puedo negarme. Y he tenido que poner en venta también la mansión de Holmby Hills... —y calló, como si no tuviese fuerzas para seguir.

Ruth se volvió a mirarlo. En silencio.

Su padre tenía la cabeza agachada, hundida entre los hombros. Alzó la vista hacia su hija.

—Procura restablecerte pronto, cariño —dijo. Su voz era otra vez dulce—. No sé cuánto tiempo más podré mantenerte aquí. —Bajó de nuevo la cabeza, como en un gesto automático. Estiró una mano y acarició con suavidad la pierna de su hija.

Ruth le miró la mano. Los nudillos se le empezaban a abultar. Como los del abuelo. Y ya tenía las primeras manchas en el dorso de la mano. Como las del abuelo.

—Lo siento... —dijo su padre al tiempo que se ponía de pie y se dirigía hacia el automóvil.

Ruth oyó el ruido de las puertas al cerrarse. Y el del motor al ser arrancado. Y el del coche al ponerse en marcha. Y el de las ruedas que crujían en la grava. Sin levantar la cabeza. Con la mirada clavada en aquella caricia que aún le daba calor a la pierna.

Y entonces, sin saber siquiera por qué, cogió la cámara fotográfica y miró por el visor el automóvil en el que iban sus padres. Y luego tomó una foto.

Su primera foto.

Y cuando la hizo revelar, vio el automóvil y la verja en blanco y negro. Y en blanco y negro figuraba el letrero NEWHALL SPIRIT RESORT FOR WOMEN de la clínica para enfermedades nerviosas en la que la habían ingresado.

Y sintió que había conquistado una pequeña porción de paz.

La señora Bailey tenía unos sesenta años y desde hacía más de diez estaba internada en la Newhall Spirit Resort for Women. Pasaba la mayor parte del tiempo sentada en un rincón de la sala común reservada a las pacientes consideradas «no molestas». Las otras, las «molestas», estaban encerradas en celdas acolchadas y casi nunca se las veía. Las no molestas eran las pacientes, como la señora Bailey y Ruth, que reaccionaban bien a los tratamientos farmacéuticos, que en realidad consistían en la administración de tranquilizantes que debían producir un efecto sedante. Las molestas eran las pacientes ingresadas por motivos de alcoholismo, drogadicción y esquizofrenia, peligrosas para sí mismas y para los demás. Se las sometía a frecuentes baños helados y confinaba en celdas, donde se reducía al mínimo la probabilidad de que pudieran causar daño. Ello no impedía que los robustos enfermeros, con el consentimiento de los médicos, las pegaran y maltrataran. Ya que la violencia, unida a la forzada abstinencia, era en realidad la única terapia que se aplicaba. Y la única diferencia entre la Newhall Spirit Resort for Women y los hospitales psiquiátricos donde eran olvidados los enfermos de las clases menos pudientes consistía en la comida, las mantas, los colchones, las sábanas; en resumen, en la fachada exterior de la estructura que debía librar de sentimientos de culpa a las familias que se desembarazaban de sus hijas, esposas, madres. Aunque la mayor diferencia, por supuesto, residía en la cifra que había que desembolsar por los tratamientos, o, dicho de otro modo, por cerrar los ojos.

A Ruth —superficialmente clasificada como candidata a suicida y mantenida en aislamiento durante un breve período de observación—, una vez que los médicos se convencieron de que no era molesta y de que no constituía un peligro para las otras internas, se le había asignado una habitación doble. La otra cama la ocupaba la señora Bailey. A la señora Bailey se le había diagnosticado un tipo de esquizofrenia que fluctuaba entre la hebefrénica y la catatónica. Además de la mayoría de los síntomas de pensamiento disonativo de la primera, también sufría algunos de los trastornos de la voluntad y el desajuste conductual de la segunda. Al principio, Ruth había tenido miedo de la señora Bailey y de su profundo silencio.

Desde el primer día de convivencia había notado que la señora Bailey no aguantaba los zapatos. En cuanto podía, se los quitaba. Y, una vez sin ellos, montaba los dedos gordos sobre los contiguos. En ese instante el rostro de la mujer se relajaba. Y adquiría una expresión de distraída serenidad.

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