La canción de Aquiles (27 page)

Read La canción de Aquiles Online

Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

BOOK: La canción de Aquiles
3.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

A diferencia de los encuentros habidos en Áulide, pomposos, erráticos e interminables, en aquella reunión se habló exclusivamente del asedio: letrinas, vituallas y estrategia. Los reyes se dividieron entre los partidarios de atacar y los defensores de la diplomacia. ¿No debíamos intentar mostrarnos civilizados primero? Por increíble que pudiera parecer, Menelao fue la voz más firme a favor de parlamentar.

—Yo mismo iré gustosamente a tratar con ellos —se ofreció—, es mi trabajo.

—Si tenías intención de hablar de rendición, ¿para qué hemos venido hasta tan lejos? —se quejó Diomedes—. Podría haberme quedado en casa.

—No somos salvajes —se empecinó Menelao—, tal vez quieran atenerse a razones.

—Pero no es probable que lo hagan. ¿Por qué perder el tiempo?

—Porque no pareceremos los villanos de esta historia si primero hay un poco de diplomacia y alguna tregua. —Ese era Ulises—. Y eso implica que las ciudades de Anatolia no van a sentirse en la obligación de acudir en ayuda de Troya.

—Entonces, ¿estás a favor de eso, itacense? —quiso saber Agamenón.

—Hay muchas formas de iniciar una guerra, mi querido rey de Argos —respondió Ulises con un encogimiento de hombros—. Soy de la opinión de que las razias son un buen comienzo. Consiguen prácticamente los mismos logros que la diplomacia, pero con un mayor beneficio.

—¡Sí, una razia! —cacareó Néstor—. Lo primero de todo debemos hacer una demostración de fuerza.

Agamenón se frotó el mentón y paseó la mirada por las sillas de los reyes.

—Creo que Néstor y Ulises están en lo cierto: hagamos primero una razia; tal vez enviemos una embajada más adelante. Empezaremos mañana.

No necesitó añadir instrucciones ulteriores. La razia era un clásico de la poliorcética: no se ataca la ciudad, sino las tierras circundantes que la abastecen de grano y carne. Se asesina a quienes ofrecen resistencia y se esclaviza a quienes se rinden. De ese modo, los asediadores consiguen toda la comida así como a las esposas e hijas de esos hombres, que pasan a ser las garantes de su lealtad. Quienes lograban escapar al ataque se acogían a la protección de la ciudad, cuyos distritos se llenaban de gente con el consabido resultado de motines y alguna enfermedad. Al final, la urbe se veía obligada a abrir las puertas, por desesperación o por honor.

Albergué la esperanza de que tal vez Aquiles pusiera alguna objeción, pues no había gloria alguna en degollar granjeros, pero él se limitó a asentir como si hubiera tomado parte en cien cercos y en su vida no hubiera hecho otra cosa que asediar ciudades.

—Una última cosa. No quiero caos ni confusión en caso de ser atacados. Debemos formar en líneas y compañías. —Agamenón se removió en su asiento, casi parecía nervioso, y bien podría estarlo, pues nuestros reyes eran quisquillosos y difíciles, y aquella era la primera distribución de los puestos de mérito: la posición en las filas. Si iba a producirse alguna rebelión contra la autoridad de los dos Atridas, se produciría entonces. La simple idea de una revuelta parecía enfurecerle y habló con voz aún más ronca. Ese era uno de los fallos más reiterados de Agamenón: se volvía más desagradable cuanto más precaria era su posición—. Menelao y yo ocuparemos el centro, por supuesto.

Una pequeña marejada de descontento atravesó las filas de los reyes, pero Ulises reaccionó rápido y habló para hacerse oír por encima de los murmullos.

—Muy sabio por tu parte, rey de Micenas. Los emisarios podrán encontrarte con suma facilidad.

—Por eso mismo, itacense —convino Agamenón, asintiendo con brusquedad, como si esa fuera en verdad la razón—. A la izquierda de mi hermano estará el príncipe de Ftía y a mi derecha, Ulises. En las alas se situarán Diomedes y Áyax. —Todas aquellas posiciones eran las más peligrosas, las que el enemigo intentaría flanquear o atravesar. Había que defenderlas a toda costa y por eso eran las de mayor prestigio—. Los demás puestos se determinarán por sorteo. —El general aguardó a que se acallara el murmullo para concluir—: Está decidido. Empezamos mañana con una razia en cuanto amanezca.

El sol se ponía cuando echamos a andar de camino a nuestro acuartelamiento de la playa. Aquiles se hallaba muy complacido: se había hecho con uno de los puestos de primacía, y sin luchar. Era demasiado pronto para cenar, así que subimos por la pradera que alfombraba la ladera de la colina situada detrás de nuestro campamento y nos detuvimos en lo alto durante un instante con el fin de inspeccionar la nueva posición. La luz mortecina iluminaba los dorados cabellos de Aquiles, cuyo semblante se dulcificó con el crepúsculo.

Una pregunta me había consumido las entrañas desde que tuvo lugar el combate del desembarco, pero no había tenido tiempo de formularla hasta ese momento.

—¿Piensas en ellos como si fueran animales? Como te aconsejó tu padre…

Él negó con la cabeza.

—No pienso en nada.

Las gaviotas estridentes volaban en círculos por encima de nuestras cabezas. Intenté imaginarle cubierto de sangre y con aspecto mortífero después de la primera razia del día siguiente.

—¿Tienes miedo? —quise saber. En los árboles situados detrás de nosotros sonó la primera llamada de los ruiseñores.

—No, he nacido para esto.

Me despertó el chapaleteo de las olas contra la costa de Troya. Aquiles aún se hallaba adormilado junto a mí, así que me deslicé fuera de la tienda para dejarle dormir. La jornada se presentaba como la del día anterior: un cielo despejado, un sol brillante y caluroso, el mar convertido en un espejo que proyectaba grandes destellos luminosos. En cuanto me senté, noté en la piel las gotas de sudor, que enseguida empezaron a acumularse para formar regueros.

La razia daría comienzo en menos de una hora. Me había adormecido con esa idea y me desperté con el mismo pensamiento. Nosotros ya lo habíamos hablado y yo no iba a participar, como la mayoría de los hombres. Era una expedición realizada por reyes y se elegía a los mejores guerreros para asegurar los primeros honores. Aquiles mataría a un hombre de verdad.

Sí, estaban los hombres abatidos en la playa el día anterior, pero eso había sucedido en la distancia, sin verter una sangre que todos pudieran ver. Los troyanos alanceados se habían desplomado de forma casi cómica, demasiado lejos para que pudiéramos verles las caras o apreciar su dolor.

Aquiles salió ya vestido de la tienda, se sentó junto a mí y tomó el desayuno preparado para él. Hablamos poco.

No había palabras que yo pudiera pronunciar para explicar cómo me sentía. El nuestro era un mundo de sangre y solo la reputación lo conquistaba. Los cobardes no combatían. Un príncipe ni siquiera tenía elección: guerreaba y ganaba o guerreaba y moría. Incluso Quirón le había enviado una lanza.

Fénix ya se había levantado y había reunido a los mirmidones que iban a acompañarle. Era la primera escaramuza y todos querían ser la voz e imagen de su señor. Aquiles se levantó y le vi encaminarse hacia ellos. Por la forma en que centelleaban las hebillas de la túnica y el modo en que su capa de oscuro color púrpura realzaba el color de sus cabellos dorados por el sol, se parecía muchísimo a un héroe. Apenas fui capaz de acordarme de que aquella misma noche nos habíamos estado escupiendo huesos de aceituna por encima de la bandeja de quesos que nos había dejado Fénix y habíamos proferido gritos de júbilo cuando uno me había caído en la oreja, todavía con trozos de fruta colgando.

Alzó una lanza mientras los arengaba y agitó la punta de un gris oscuro como una piedra o aguas agitadas por la tormenta. Sentí lástima por los reyes que debían luchar por imponer su autoridad o que la sobrellevaban a duras penas; hacían gestos toscos y bastos. En cambio, Aquiles estaba lleno de gracia, como una bendición, y los hombres alzaban los rostros hacia él como los fieles se orientan hacia un sacerdote.

A renglón seguido vino a despedirse de mí. Volvía a ser mortal y sostenía la lanza sin apretar, casi con pereza.

—¿Me ayudas a ponerme el resto de la armadura?

Asentí y le seguí al frescor de la tienda, detrás de la pesada puerta de tela cuya caída y cierre tenía un efecto similar a que alguien hubiera apagado la luz. Le entregué piezas de cuero y metal conforme me las iba pidiendo mediante gestos y con ellas cubría los muslos, los brazos, el vientre. Se las anudó una tras otra; las rígidas tiras de cuero se hundieron en la suave piel cuyos contornos yo había seguido con el dedo aquella misma noche. Las manos me temblaron, ávidas de deshacer las tensas correas y liberarle, pero no lo hice. Los hombres le aguardaban.

Le entregué la última pieza: un deslumbrante casco con cola de caballo. Se lo encajó hasta dejar solo una nimia franja de rostro a la vista. Se inclinó hacia mí, envuelto en bronce, oliendo a sudor, cuero y metal. Cerré los ojos al sentir sobre mis labios los suyos, la única parte aún suave de Aquiles. Después se marchó.

Sin su presencia, el pabellón parecía de pronto mucho más pequeño y cerrado, y olía más a las pieles colgadas por las paredes. Me tumbé en nuestro lecho y escuché sus órdenes impartidas a voz en grito, los pasos de marcha, el piafar de los caballos y, por último, el chirriar de las ruedas del carro en el que se alejaba. Al menos no temía por su seguridad: no podía morir mientras viviera Héctor. Cerré los ojos y me dormí.

Me desadormeció la presión de su nariz sobre la mía; no dejó de insistir cuando me aferré a las hebras de mis sueños. Olía de forma extraña y penetrante y por un momento casi me repugnó aquella criatura que frotaba su rostro con el mío, pero se echó hacia atrás para sentarse y volvió a ser Aquiles, con el pelo húmedo y ennegrecido, como si de sus cabellos hubiera desaparecido todo el sol de la mañana, que sí incidía en su rostro y en las orejas, aplanadas y húmedas tras el encierro del casco.

Estaba cubierto de sangre y algunas de las salpicaduras más intensas aún estaban sin secar. Mi primera sensación fue de pánico: le habían alcanzado e iba a morir desangrado.

—¿Estás herido? —quise saber.

—No pueden acercarse lo suficiente para tocarme —respondió con una triunfal nota de asombro en la voz—. No sabía que iba a ser tan fácil. Es como si nada. Tendrías que haberlo visto. Después, los hombres me vitorearon. —Hablaba con un aire soñador—. No podía perdérmelo. Me gustaría que lo hubieras visto.

—¿Cuántos…?

—Doce —me contestó.

Doce inocentes sin relación alguna con Paris, Helena o alguno de nosotros.

—¿Eran granjeros…? —pregunté con un amargor en la voz que pareció hacerle volver a su ser.

—Iban armados. No mato a hombres indefensos.

—¿Y a cuántos crees que vas a matar mañana?

Advirtió el tono hiriente de mis palabras y desvió la mirada. El dolor de su semblante fue un gran golpe para mí, me sentí avergonzado. ¿Dónde había quedado mi promesa de perdonarle? Ese era su destino, yo lo sabía y, de todos modos, había elegido venir a Troya. Era demasiado tarde para poner objeciones por el simple hecho de que mi conciencia hubiera comenzado a irritarse.

—Lo siento —me disculpé.

Luego le pedí que me describiera lo sucedido, que me lo contara absolutamente todo, tal y como había sucedido siempre entre nosotros. Y así lo hizo, me refirió la historia con detalle: la primera lanza penetró en el carrillo de un hombre, llevándose toda la carne cuando salió por el otro lado; la segunda había atravesado el pecho de otro, donde quedó atascada, como pudo comprobar cuando intentó retirarla. El hedor de la aldea era terrible cuando se marcharon dejando un olor a metal y lodo. Las moscas empezaban ya a posarse.

Yo escuché hasta la última palabra, imaginando que solo era un relato, como si hablara de siluetas oscuras dibujadas sobre una cerámica en vez de hombres.

Agamenón apostó centinelas para vigilar la ciudad las veinticuatro horas del día. Todos nos mantuvimos a la espera de un ataque, una embajada o una demostración de poder, pero Troya mantuvo las puertas cerradas a cal y canto, así que prosiguieron las razias. Aprendí a dormir de día con el fin de no estar cansado a su regreso, pues Aquiles siempre necesitaba hablar y contarme hasta el último detalle de los semblantes, las heridas y los movimientos de los hombres. Y yo deseaba ser capaz de escuchar para asimilar las sangrientas imágenes y pintarlas luego vulgares y corrientes en el vaso de la posteridad, y para liberarle de ellas y conseguir que volviera a ser Aquiles.

Veintiuno

C
on las razias llegó el reparto. Era nuestra costumbre otorgar trofeos y reclamar los despojos de guerra. Todos los hombres podían quedarse aquello que habían ganado personalmente, como la armadura arrebatada a un soldado muerto o una joya arrancada del cuello de la viuda, pero todo lo demás, aguamaniles, alfombras y cráteras, se llevaba a la tarima y se apilaba para la distribución posterior.

La importancia de la misma no guardaba relación con el valor de los objetos en sí mismos, sino con la reputación. La parte recibida por cada uno equivalía a la posición en el ejército. La primera adjudicación se destinaba por lo general al mejor soldado, pero Agamenón se designó a sí mismo primero y al príncipe de Ftía segundo. Me sorprendió que Aquiles se limitara a encogerse de hombros.

—Todo el mundo sabe que soy el mejor. Esto solo hace que Agamenón parezca más rapaz.

Estaba en lo cierto, por supuesto. Y todo fue aún más agradable cuando todos nos ovacionaron a nosotros cuando pasamos al trote, cargando con la pila de tesoros que nos correspondía, y no a Agamenón, solo aplaudido por su propia gente, los micénicos.

A Aquiles le siguió Áyax, y luego Diomedes, y después Ulises, y así fueron pasando los líderes hasta llegar a Cebriones, a quien solo le quedaron unos cascos de madera y unas copas baratas. Empero, a veces el general podía recompensar a un hombre con un comportamiento sobresaliente en el campo de batalla con algo de mucho valor, incluso por delante del lote del primer hombre. De ese modo, incluso Cebriones albergaba esperanzas de obtener buen botín.

En la tercera semana de asedio, entre aceros, oro y finas alfombras, había una jovencita sobre la tarima. Era una belleza de tez bronceada y refulgente melena negra. Un morado se extendía por la mejilla hasta llegar al pómulo, donde la habían golpeado. También presentaba sendos moratones en los ojos, que a la luz del crepúsculo parecían como si estuvieran pintados con kohl egipcio. El vestido manchado de sangre estaba roto a la altura de uno de los hombros. Tenía las manos atadas.

Other books

Lovers & Players by Jackie Collins
Black Diamond by Dixon, Ja'Nese
Kiss of Pride by Sandra Hill
Tiny Dancer by Anthony Flacco
The Merchant Emperor by Elizabeth Haydon
Creatura by Cab, Nely