La canción de Aquiles (5 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

BOOK: La canción de Aquiles
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Era Aquiles, que se hallaba de pie ante mí. Su rostro era serio y había firmeza en sus pupilas verdes mientras me observaba. Sentí una punzada de culpabilidad. Se suponía que no estaba ahí y yo lo sabía.

—Te he estado buscando —anunció. Pronunció esas palabras con reserva, sin el menor indicio que yo pudiera descifrar—. Esta mañana has faltado a la instrucción.

Me puse colorado y tras la culpabilidad empezó a cobrar cuerpo la ira, lenta y sorda. Le asistía el derecho a reprochármelo, pero le odié por ello.

—¿Cómo lo sabes? No estás allí.

—El instructor se ha dado cuenta y se lo ha contado a mi padre.

—Y él te envía a ti. —Quise hacerle sentir mal por ser un factótum.

—No, he venido por mi cuenta —contestó el príncipe con voz helada; pero yo le vi apretar los dientes, aunque solo un poco—. Les oí hablar y he venido a ver si estabas enfermo. —No le respondí y él me examinó durante unos instantes—. Mi padre está considerando castigarte.

Ambos sabíamos lo que eso significaba. El castigo era corporal y por lo general público. Nunca se azotaba a un príncipe, pero yo ya no lo era.

—No estás enfermo.

—No —contesté con un hilo de voz.

—Entonces, eso no va a servirte como excusa.

—¿Qué…? —Estaba tan aterrado que no seguí el hilo de su razonamiento.

—Necesitas una excusa para estar aquí, así evitarás el flagelo. —Su voz tenía una nota de paciencia—. ¿Qué vas a decir?

—No lo sé.

—Pues debes decir algo.

La insistencia de Aquiles atizó el fuego de la ira en mi interior.

—Tú eres el príncipe —le espeté.

Eso le descolocó un poco y ladeó la cabeza ligeramente, como un ave curiosa.

—¿Y…?

—Pues que hables con tu padre y le digas que estaba contigo. Él lo excusará todo —dije con más confianza de la que sentía. Si yo hubiera intercedido ante mi padre por otro chico, él me habría hecho azotar por rencor. Pero yo no era Aquiles.

Torció el gesto de forma casi imperceptible y luego repuso:

—No me gusta mentir.

Los otro chicos se burlaban de ese tipo de comentario inocente y uno no decía esas cosas ni aunque las pensara.

—Bueno, entonces llévame contigo a tus clases y no será una mentira.

Enarcó las cejas y me estudió con la mirada. Se quedó extremadamente quieto, con una inmovilidad que no parecía propia de los humanos. Su acinesia era absoluta, a excepción de la respiración y el pulso; parecía un ciervo alerta al sonar el cuerno del cazador. Yo mismo me descubrí conteniendo la respiración.

Entonces, algo le alteró la expresión del rostro: una decisión.

—Ven —me dijo.

—¿Adónde? —quise saber con cautela, temeroso de sufrir un castigo por haber sugerido un engaño.

—A mi clase de lira. Así no será mentira, como tú dices, y luego hablaremos con mi padre.

—¿Ahora?

—Sí. ¿Por qué no? —Me miró con curiosidad. ¿Por qué no?

Llevaba tanto tiempo sentado sobre la fría piedra que me dolieron las piernas cuando me incorporé para seguirle. En el pecho me aleteaba un sentimiento al que no era capaz de poner nombre, en el mismo se entremezclaban a un tiempo fuga, peligro y esperanza.

Caminamos en silencio a través de corredores sinuosos hasta llegar por último a una salita habilitada para guardar un gran arcón y unos escabeles. Aquiles señaló uno mediante señas y yo me dirigí al mismo, consistente en una sencilla estructura de madera y cuero. Era una silla de músico. Únicamente los veía cuando los rapsodas tocaban en la corte de mi padre, lo cual ocurría de higos a brevas.

Aquiles abrió el arcón, sacó una lira y me la tendió.

—Nunca toco —admití.

Arrugó el ceño al oír eso.

—¿Nunca?

Fue extraño, pero me descubrí intentando no ser una decepción para él.

—A mi padre no le gusta la música.

—¿Y? ¿Está aquí ahora?

Tomé la lira, suave y fría al tacto. Deslicé los dedos sobre las cuerdas y escuché su tañido, era casi una nota, la que le había visto tocar el día de mi llegada. Aquiles se inclinó otra vez, sacó del baúl un segundo instrumento y vino a reunirse conmigo.

Con sumo cuidado, apoyó sobre las rodillas el instrumento de madera y oro. Era la lira de mi madre, la que mi padre había enviado como parte del precio por mí.

Pulsó una cuerda y obtuvo una nota cálida y resonante, era dulzura pura. Mi progenitora siempre situaba su silla cerca de los rapsodas cuando venían a palacio en Opunte, tanto que mi padre ponía cara de pocos amigos y los criados murmuraban. Me vino a la mente de súbito el centelleo de sus ojos verdes a la luz del fuego cuando contemplaba las manos de los intérpretes. Su rostro adquiría un aspecto similar al de los sedientos.

Aquiles punteó otra cuerda y obtuvo una nota aún más honda que la anterior. Alargó la mano hacia una clavija y la hizo girar.

«Es la lira de mi madre», estuve a punto de decir. Tenía esas palabras en la punta de la lengua, y detrás se apelotonaban otras: «Esa lira es mía». Pero no despegué los labios. ¿Qué iba a contestarme él a esa afirmación? Que ahora la lira era suya.

Tragué saliva para aliviar la sequedad de mi garganta y dije:

—Es preciosa.

—Me la ha regalado mi padre —contestó con despreocupación. Solo una cosa detuvo un ataque de ira por mi parte: la delicadeza con que la sostenía entre los dedos. Él no se percató de mis sentimientos y me la ofreció—: Puedes sostenerla si te gusta.

—No. —La respuesta logró salir a través del dolor de mi pecho. «No pienso llorar delante de él».

Empezó a decirme algo, pero en ese momento entró el profesor, un hombre maduro de edad indeterminada. Tenía las manos encallecidas como correspondía a un músico y acudía con su propia lira, hermosamente tallada con madera de nogal.

—¿Quién es este? —inquirió con voz áspera y escandalosa. Era intérprete, pero no cantante.

—Se llama Patroclo. No toca, pero ya aprenderá —contestó Aquiles.

—No con ese instrumento. —El hombre hizo ademán de alargar la mano para quitarme la lira de las manos. Reaccioné por instinto y la sujeté con los dedos. No era la hermosa lira de mi madre, pero era un instrumento muy bonito, y tenía un toque principesco. No quería soltarlo.

Y no tuve que hacerlo. Aquiles cogió la muñeca del profesor en el aire y le sujetó.

—Sí, con ese instrumento si así lo desea.

El hombre se enfadó, pero no dijo nada más. Aquiles le soltó y se sentó, un tanto envarado.

—Comienza —le dijo el profesor.

Aquiles asintió y se inclinó sobre la lira sin darme tiempo siquiera a preguntarme nada sobre su intercesión. Se me desordenaron las ideas cuando sus dedos acariciaron las cuerdas y fluyó un sonido puro y dulce como el agua, brillante como los limones. Jamás había oído una música semejante: calentaba igual que el fuego y tenía un peso y una textura similar a la del marfil pulido; enfervorizaba y tranquilizaba al mismo tiempo. Unos cuantos cabellos sueltos le cayeron sobre los ojos mientras tocaba. Eran tan finos como las cuerdas mismas del arpa, y relucían.

Se detuvo, echó hacia atrás el pelo y se volvió hacia mí.

—Ahora tú.

Negué con la cabeza, desbordado. No podía tocar, ni ahora ni nunca, si en vez de hacerlo podía escucharle a él.

—Toca tú.

Aquiles pulsó otra vez las cuerdas y de ellas brotó otra vez la música. En esta ocasión también cantó, pergeñando un acompañamiento con su clara y rica voz de tiple. Echó la cabeza ligeramente hacia atrás, dejando expuesta la fina piel del cuello, suave como la de un cervato. Una leve sonrisa le aupaba la comisura izquierda de la boca. Me incliné hacia delante casi sin pretenderlo.

Sentí el pecho súbitamente vacío cuando al fin concluyó la pieza. Le observé levantarse para poner las liras en su sitio y cerrar el arcón. Despidió al profesor, que dio media vuelta y se marchó. Me llevó un tiempo volver a mi ser y darme cuenta de que me estaba esperando.

—Ahora iremos a ver a mi padre.

Yo ni siquiera confiaba en ser capaz de hablar, así que asentí y le seguí cuando salió de la sala y tomó unos pasillos serpenteantes para presentarse ante Peleo.

Cinco

A
quiles me detuvo ante las puertas de bronce con tachones del salón real de audiencias y me dijo:

—Espera aquí.

Peleo se hallaba sentado en un sitial de respaldo alto en el extremo opuesto de la sala. Cerca de él se hallaba un hombre viejo a quien había visto antes en compañía del rey. Se hallaba en pie muy cerca del monarca, como si ambos estuvieran conversando. El fuego humeaba bastante, caldeando la estancia y haciendo que el aire fuera demasiado pesado.

Tapices de intensos colores cubrían las paredes y los siervos se afanaban en bruñir las viejas armas a fin de que conservaran su esplendor. Aquiles pasó entre ellos y se arrodilló a los pies del monarca.

—He venido a pedirte perdón, padre.

—¿Qué…? —Peleo alzó una ceja—. Bueno, habla. —Observé el rostro de Peleo desde mi posición; parecía frío y poco complacido. De pronto me asaltó el miedo. Habíamos irrumpido en el salón de audiencias. Aquiles ni siquiera había llamado.

—He apartado a Patroclo de la instrucción. —Mi nombre sonó tan extraño en sus labios que apenas si fui capaz de reconocerlo.

El viejo rey frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Quién…?

—Menoitiades —repuso Aquiles.

Ese era yo: Menoitiades, el hijo de Menecio
[3]
.

—Ah, sí. El chico a quien quería azotar el maestro de armas. —El rey miró hacia mi posición, donde yo hacía todo lo posible por permanecer inmóvil.

—Sí, pero no es culpa suya. Me olvidé decir que le quiero como compañero.

Utilizó la palabra
therapon
[4]
, un hermano de armas consagrado a un príncipe por lazos de sangre, juramento y amor. En la guerra, esos hombres formaban la guardia de honor del rey y en la paz eran sus consejeros más cercanos. Era un puesto de la más alta estima y la otra razón por la cual los muchachos se acercaban al hijo de Peleo: esperaban ser uno de los elegidos.

—Ven aquí, Patroclo —dijo el rey al tiempo que entornaba los ojos.

La alfombra era espesa bajo mis pies. Me arrodillé ligeramente por detrás de Aquiles. Pude sentir el peso de la mirada regia sobre mí.

—Durante muchos años te he propuesto compañeros y tú los has rechazado a todos, Aquiles. ¿Por qué has elegido a este chico?

Yo mismo podría haber formulado esa pregunta. No tenía nada que ofrecer a un príncipe. Entonces, ¿por qué realizaba un acto de altruismo tan grande conmigo? Peleo y yo aguardamos la respuesta con interés.

—Es sorprendente.

Alcé el rostro y crispé un poco el gesto. Si pensaba eso de verdad, debía de ser el único.

—Sorprendente —repitió Peleo.

—Sí. —Aquiles no explicó nada más aun cuando a mí me hubiera gustado que lo hubiera hecho.

Peleo se frotó la nariz con aire pensativo.

—El muchacho es un exiliado y viene con una mácula. No añadirá mucho lustre a tu reputación.

—No lo necesito —repuso Aquiles, pero no lo dijo con orgullo ni en un alarde de fanfarronería. Hablaba con sinceridad.

Peleo así lo reconoció.

—Aun con todo, los demás muchachos van a sentir una gran envidia de que hayas elegido a este. ¿Qué piensas decirles?

—Nada en absoluto. —Pronunció la clara y escueta respuesta sin la menor vacilación—. No es a ellos a quienes debo decirles lo que hago o dejo de hacer.

Se me aceleró el pulso en las venas, temiendo un ataque de ira por parte de Peleo, pero no se produjo. Padre e hijo se miraron el uno al otro hasta que se apreció una imperceptible pincelada de júbilo en las comisuras de la boca del rey.

—Levantaos los dos.

Así lo hice, pero un tanto mareado.

—Dicto sentencia: Aquiles, deberás disculparte con Anfidamas. Patroclo hará lo mismo.

—Sí, padre.

—Eso es todo.

Y por toda despedida se dio la vuelta para hablar con su consejero.

Una vez fuera de la estancia otra vez, Aquiles se mostró enérgico:

—Te veo a la hora de comer —dijo, e hizo ademán de marcharse.

Una hora antes me habría alegrado si me libraba de él, pero ahora, aun cuando resultaba extraño, me molestaba.

—¿Adónde vas?

Se detuvo a responderme:

—A hacer instrucción.

—¿Tú solo?

—Sí, nadie me ve luchar. —Pronunció esas palabras con la fluidez de quien está acostumbrado a decirlas a menudo.

—¿Y eso por qué?

Me miró durante largo tiempo, como si estuviera ponderando algo, antes de contestar a mi pregunta:

—Mi madre lo prohibió a causa de la profecía.

—¿Qué profecía? —Yo no había oído nada a ese respecto.

—La de que seré el mejor guerrero de mi generación.

Daba la impresión de ser una fantasía propia de un niño, pero él lo dijo con la misma sencillez que su nombre.

—¿Y cuándo le dieron ese oráculo?

—Después de mi nacimiento. Ilitía vino y se lo contó a mi madre.

Según se rumoreaba, Ilitía, la diosa de los nacimientos, presidía en persona el nacimiento de los semidioses, aquellos cuya natividad es demasiado importante para dejarla en manos del azar. Lo había olvidado: «Su madre es una diosa».

—¿Y lo sabe la gente? —Estaba probando, no deseaba presionar demasiado.

—Unos sí y otros no. Por eso voy solo. —Pero no se iba. Me observó. Parecía estar esperando.

—Entonces te veo en la comida —le dije por fin.

Él asintió y se marchó.

A mi llegada, ya estaba acodado en mi mesa, rodeado por la habitual cháchara de los chicos. Yo había albergado la esperanza de que no estuviera allí y que todo lo ocurrido durante la mañana hubiera sido un sueño. Busqué sus ojos con la vista al sentarme y luego desvié la mirada. Me sonrojé, estaba seguro. Noté las manos pesadas y torpes mientras tomaba la comida. Vigilaba mucho cada trago, cada gesto de mi rostro. Esa noche la cena era excelente: pescado asado con guarnición de limón, queso fresco y pan. Aquiles comió bien. Los chicos no repararon en mi presencia. Habían dejado de verme hacía mucho.

—Patroclo. —Aquiles no apretujó las sílabas de mi nombre como solía hacer la gente, que las apelotonaba todas juntas, como si quisiera liberarse del nombre. En vez de eso, hizo resonarlas todas. Pa-tro-clo. Los comensales de nuestro alrededor habían terminado de cenar y los siervos estaban retirando los platos. Yo alcé la vista y los chicos callaron, se mostraron a la expectativa y con interés. Por lo general, no solía dirigirse a nosotros usando el nombre—. Esta noche dormirás en mi habitación —anunció.

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