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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (10 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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Aquiles se volvió para mirarme. Sonreía de oreja a oreja.

Subimos a mayor altura todavía, y el centauro sacudía su gran cola negra para espantar a las moscas de todos nosotros.

Quirón se detuvo de forma tan repentina que me encontré estampado contra la espalda de Aquiles. Habíamos llegado a un pequeño calvero en medio de un bosquecillo rodeado en parte por un afloramiento rocoso. Todavía no nos hallábamos en la cima, pero estábamos cerca, y sobre nuestras cabezas refulgía un cielo azulísimo.

—Hemos llegado.

Quirón se arrodilló para facilitarnos la bajada. Saltamos de su lomo con cierta inseguridad.

Nos hallábamos delante de una cueva, pero ese nombre no le hacía justicia, pues no era de piedra oscura, sino de pálido cuarzo rosa.

—Venid —invitó el centauro.

Le seguimos al otro lado de la boca de la gruta, lo bastante alta como para que no tuviera que agacharse. Bizqueamos un poco, pues en el interior reinaba la penumbra, aunque no era tan intensa como debería haberlo sido gracias a las paredes de cristal. En uno de los confines manaba una fontana cuyo curso parecía desaguar en la misma piedra.

En las paredes colgaban una serie de instrumentos de bronce extraños que no reconocí. Sobre el techo de la gruta podían verse líneas y manchas de colores conformando las constelaciones y representando el movimiento de los astros. Los anaqueles tallados en piedra contenían docenas de jarras de cerámica adornadas con marcas inclinadas. En un rincón atisbé colgadas liras y flautas, y junto a ellas, utensilios de cocina.

Había una gruesa yacija de dimensiones humanas acolchada con pieles de animal. Quirón la había preparado para Aquiles, pero yo no pude ver dónde se acostaba el centauro. Tal vez no dormía.

—Sentaos ya —nos ordenó. Dentro de la gruta imperaba un frescor de lo más agradable después de haber pasado tantas horas bajo el sol. Me dejé caer sobre uno de los cojines señalados por nuestro anfitrión—. Mañana estarás dolorido y agotado, pero será más llevadero si comes algo —me aseguró.

Se valió de un cucharón para servirnos un guiso espeso de verduras y carne preparado en un perol puesto a hervir en un pequeño fuego al fondo de la gruta. También había fruta: unas redondas bayas rojas que guardaba en el interior ahuecado de un afloramiento rocoso. Comí con fruición, sorprendido de lo hambriento que estaba. Miré otra vez a Aquiles. Notaba un hormigueo y me encontraba en las nubes de puro alivio. «He escapado», me felicité.

Mi recién cobrada audacia me hizo señalar varios de los instrumentos de bronce colgados en la pared.

—¿Qué son?

—Instrumental de cirugía —me contestó, sentándose delante de nosotros con las patas de caballo dobladas.

—¿Cirugía? —pregunté. No conocía esa palabra.

—Sanación. A veces olvido la barbarie de los países del llano —repuso con voz neutral, calmada y objetiva—. A veces resulta necesario amputar un miembro. Eso de ahí se usa para el corte, y eso otro, para la sutura. La amputación de un miembro permite la salvación del resto del cuerpo. —Se hizo cargo de la fijeza con que miraba esos utensilios, asimilando la finalidad de los afilados bordes dentados de los mismos—. ¿Te gustaría aprender medicina?

Me sonrojé.

—No sé nada de nada.

—Respondes a una pregunta diferente a la que te he hecho.

—Lo siento, maestro Quirón. —No deseaba enfadarle. «No sea que me mande de vuelta».

—No hay razón para disculparse. Limítate a responder a la pregunta.

—S-sí, me en-encantaría a-aprender —tartamudeé un poco—. Parece bastante útil, ¿a que sí?

—Lo es, y mucho —convino Quirón antes de volverse hacia Aquiles, que había seguido el hilo de nuestra conversación—. Y tú, Pelida, ¿también piensas que la medicina es útil?

—Por supuesto —respondió Aquiles—, pero, por favor, no me llames Pelida. Aquí… soy solo Aquiles.

Los ojos oscuros del centauro chispearon durante unos instantes con un destello que era casi de diversión.

—Muy bien. ¿Ves algo aquí que te gustaría aprender?

—Eso. —Aquiles señaló los instrumentos musicales, las liras, las flautas y una cítara de siete cuerdas—. ¿Tocas?

—Sí —respondió Quirón, cuya mirada volvía a ser formal.

—Como yo —repuso Aquiles—. He oído decir que enseñaste a Heracles y a Teseo a pesar del gran grosor de sus dedos. ¿Es cierto?

—Sí.

Me invadió una sensación momentánea de irrealidad. Había conocido a Heracles y a Teseo, los había conocido… de niños.

—Me gustaría que me enseñaras.

El rostro severo del centauro se suavizó.

—Para eso te han enviado aquí: para que pueda enseñarte lo que sé.

Quirón nos guió por las inmediaciones de la cueva con las últimas luces de la tarde. Nos enseñó dónde tenían su cubil los leones de la montaña y nos mostró por dónde fluía el río de aguas lentas y caldeadas por el sol a fin de que pudiéramos bañarnos.

—Podrías bañarte… si te place. —Me miraba a mí mientras lo decía. Había olvidado mi desaseo, con manchas de sudor y polvo del camino. Al pasar una mano entre los cabellos sentí la arenilla en los dedos.

—Y yo —dijo Aquiles. Se quitó la túnica y se zambulló. Le seguí un instante después.

El agua estaba fría en la zona honda, pero no de un modo desagradable. Quirón siguió enseñándonos desde la orilla.

—Mirad, lochas, ¿las veis? Y también percas. Esa de ahí es una vimba. No vais a encontrar ninguna tan al sur. Podréis reconocerla por la boca respingona y el vientre plateado.

Las palabras del centauro se entremezclaban con el correteo de las aguas sobre las rocas, suavizando cualquier posible extrañeza que pudiera haber entre Aquiles y yo. Había algo en el rostro de Quirón, firme, tranquilo e imbuido de autoridad, que nos hacía niños de nuevo, sin nada más en el mundo, salvo aquel momento de juego y la cena de la noche. Resultaba difícil recordar lo sucedido aquel día en la playa mientras él rondara cerca de nosotros. Nos sentíamos más pequeños al lado del corpulento centauro. ¿Cómo se nos podía haber ocurrido pensar que éramos adultos?

Salimos de la dulce agua clara y sacudimos los cabellos bajo los últimos rayos del sol. Me arrodillé junto a la orilla y me serví de piedras para restregar mi túnica y sacar de la tela las manchas de polvo y sudor. Habría permanecido desnudo hasta que se hubiera secado la prenda, pero la influencia de Quirón era tal que ni siquiera se me pasó por la imaginación.

Seguimos a nuestro anfitrión de vuelta a la gruta con las túnicas arrugadas y retorcidas después de haberlas escurrido. El centauro se detenía de vez en cuando y señalaba los rastros de liebres, codornices y ciervos. Nos explicó que les daríamos caza en días venideros y nos enseñaría a batir el terreno. Le escuchábamos y le preguntábamos con avidez. Nuestros únicos interlocutores en Ftía eran el adusto maestro de lira y el propio rey, medio dormido la mayoría de las veces que hablaba con nosotros. No sabíamos nada del bosque ni de las habilidades mencionadas por Quirón. Mi mente vagó de vuelta al instrumental colgado en las paredes de la cueva, a las hierbas y otras herramientas de sanación. Cirugía, como él había dicho.

Era casi de noche cuando entramos otra vez en la caverna. Quirón nos asignó tareas fáciles: recoger madera y alimentar el fuego del claro, situado en la boca de la cueva. Nos demoramos junto a las llamas al terminar, agradecidos de calentar el cuerpo en un aire cada vez más frío. Estábamos agradablemente cansados. Nos pesaban brazos y piernas de tanto andar y nos sentamos, entrelazando cómodamente nuestros pies. Hablamos de lo que íbamos a hacer al día siguiente, pero lo hacíamos con pereza. Se nos llenaba la boca al hablar y lo hacíamos despacio a causa de la satisfacción. Cenamos más guiso acompañado de un tipo de pan fino que Quirón cocinó en una lámina de bronce puesta sobre el fuego. Tomamos bayas con miel silvestre de la montaña como postre.

Había cerrado los ojos y estaba ya en un duermevela cuando el fuego se redujo a rescoldos. Estaba caliente y el musgo y las hojas caídas suavizaban el suelo de debajo. No podía creer que aquella mañana me hubiera despertado en la residencia de Peleo. El pequeño claro y la cueva de paredes centelleantes eran más vívidas de lo que jamás serían las pálidas paredes blancas de palacio.

Me sobresaltó la voz serena de Quirón cuando dijo:

—Voy a decirte una cosa, Aquiles: tu madre me ha enviado un mensaje.

Aquiles tenía apoyado el brazo sobre mí, por eso noté cómo se le tensaban los músculos. A mí se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Ah, sí? ¿Y qué dice? —repuso mi amigo con tono neutro, eligiendo las palabras con cuidado.

—Que en caso de que te siguiera el hijo exiliado de Menecio, debo impedirle que esté en tu compañía.

Toda la modorra se me pasó repentinamente y me incorporé de golpe. La voz de Aquiles sonó despreocupada en la oscuridad cuando repuso:

—¿Y dijo por qué?

—No lo hizo. —Cerré los ojos. Al menos no iba a ser humillado delante de Quirón con la historia de la playa, aunque era un magro consuelo. El centauro añadió—: Infiero que tú conoces su manera de pensar en este tema. No me gusta que me engañen.

Agradecí la penumbra al sentir mi sonrojo cuando percibí una nota de mayor dureza en la voz de nuestro anfitrión. Carraspeé para aclararme la garganta, afónica de no hablar, y repentinamente seca.

—Lo siento —me oí decir a mí mismo—. No es culpa de Aquiles. He venido por mi propia cuenta. Él no sabía que iba a venir. No pensé… —Me detuve y rectifiqué—. Esperaba que ella no se diera cuenta.

—Eso fue una tontería por tu parte. —El rostro de Quirón estaba oculto por las sombras.

—Quirón —empezó Aquiles con bravura, pero el centauro alzó la mano.

—El mensaje llegó esta mañana, antes de que vinierais ninguno de los dos, así que, en realidad, no me habéis engañado a pesar de vuestra bobería.

—¿Lo sabías? —Fue Aquiles quien habló; yo jamás me habría atrevido a encararme con el centauro en ese tono tan audaz—. Entonces, ¿qué has decidido? ¿Vas a ignorar ese mensaje?

—Tetis es una diosa, y también es tu madre —repuso Quirón con una nota de malcontento en la voz—. ¿En tan poco valoras sus deseos?

—La honro, pero en esto se equivoca.

Aquiles apretaba los puños con tanta fuerza que se le marcaban todos los tendones, pude verlo a pesar de la tenue luz.

—¿Y por qué se equivoca, Pelida?

Se me hizo un nudo en el estómago y escruté la oscuridad, no muy seguro de la respuesta de Aquiles.

—Ella cree que… —La voz le flaqueó y casi no pude respirar, pero luego dijo—: Patroclo no es inmortal y, por tanto, tampoco un compañero adecuado.

—¿Y a tu juicio lo es? —quiso saber el centauro, sin dejar apreciar en el tono de voz la respuesta que le gustaría oír.

—Sí.

Se me pusieron coloradas las mejillas. Aquiles había apretado los dientes y había contestado sin la menor sombra de duda.

—Ya veo. —El centauro se volvió hacia mí—. Y tú, Patroclo, ¿eres digno?

Tragué saliva.

—Eso no lo sé, pero deseo quedarme. —Hice una pausa, tragué saliva de nuevo y añadí—: Por favor.

Se hizo el silencio hasta que habló nuestro anfitrión.

—Aún no había tomado una decisión cuando os traje aquí. Tetis ve demasiados fallos, algunos reales y otros no tanto. —La voz de Quirón volvió a ser inescrutable. La esperanza y la desesperación aparecían y desaparecían—. Ella también es joven y actúa con los prejuicios de los de su clase. Yo tengo más edad y me congratula decir que soy capaz de evaluar a los hombres con mayor claridad. No tengo objeción alguna a que Patroclo sea tu compañero. Esto no va a gustarle, pero ya he arrostrado antes la ira de los dioses. —Hizo una pausa—. Se hace tarde, es hora de que durmáis.

—Gracias, maestro Quirón —agradeció Aquiles con fervor y voz firme.

Nos pusimos en pie, pero yo vacilé.

—Yo quería… —Y señalé con dedos crispados al centauro.

Aquiles entendió mi intención y desapareció en las sombras de la cueva. Me volví hacia nuestro maestro.

—Me iré si mi presencia llegara a ser un problema.

Hubo un silencio prolongado y casi pensé que no me había escuchado hasta que al fin me contestó:

—No pienso dejar que se pierda tan fácilmente lo que habéis ganado en este día.

Me dio las buenas noches y yo me reuní con Aquiles en la cueva.

Nueve

A
la mañana siguiente me despertó el suave cacharrear de Quirón mientras preparaba el desayuno. Yacía sobre un lecho mullido y había dormido muy bien. Me estiré, pero me llevé un pequeño susto al chocar con el cuerpo de Aquiles, aún dormido a mi lado. Me detuve un momento a observar sus mejillas sonrosadas y la cadencia de su respiración. Algo se agitó en mi interior, debajo de mi piel, pero quedó olvidado cuando el centauro me saludó con una mano al otro lado de la cueva y yo le respondí con un tímido ademán.

Después del almuerzo tomamos parte en las tareas de nuestro maestro. Fue algo agradable. Recoger bayas, pescar peces para la comida, preparar trampas para las codornices. Tal fue el comienzo de nuestros estudios si es que pueden llamarse así, pues Quirón no enseñaba en función de lecciones establecidas, sino por una cuestión de oportunidad. Cuando enfermaron las cabras que solían ramonear por los alrededores, aprendimos a preparar unas purgas para aliviar sus estómagos, y cuando se recuperaron, nos enseñó a prepararles unos emplastos para las garrapatas. Al caerme por un barranco me rompí un brazo y me hice una brecha en la rodilla, entonces aprendimos a entablillar un miembro, limpiar heridas y administrar las hierbas adecuadas para prevenir una infección.

Espantamos sin querer a un guion de codornices en su nido en el transcurso de una cacería. Él aprovechó para enseñarnos a movernos con sigilo y también a leer las huellas; y cuando nos encontrábamos con el animal, nos explicó cómo usar el arco o la honda para darle una muerte rápida.

Si nos entraba sed y no teníamos a mano un pellejo con agua, Quirón nos informaba sobre las plantas donde era posible encontrar gotas de rocío. Aprendíamos algo de carpintería cada vez que se venía abajo un fresno de montaña: descortezábamos el tronco, lo pulíamos y le dábamos forma. Yo hice un mango de hacha y Aquiles labró el astil de una lanza. El centauro nos aseguró que pronto aprenderíamos a forjar las hojas para esas empuñaduras.

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