La canción de Aquiles (11 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

BOOK: La canción de Aquiles
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Todos los días ayudábamos en las comidas y en las cenas: batíamos la espesa leche de cabra para hacer queso o preparar yogur y limpiábamos los peces. Nunca antes se nos había permitido hacer ese trabajo, dada nuestra condición de príncipes, y nos pusimos manos a la obra con verdadera avidez. Seguimos las instrucciones de nuestro maestro y pudimos ver cómo se formaba la mantequilla delante de nuestros ojos igual que vimos chisporrotear y solidificarse unos huevos de faisán sobre unas piedras calentadas previamente en el fuego.

Al cabo de un mes, tras el desayuno, el centauro nos preguntó qué deseábamos aprender.

—El uso de esos… —contesté señalando el instrumental de la pared. «El de cirugía», según sus propias palabras. Los descolgó uno tras otro para que pudiéramos examinarlos.

—Con cuidado. La hoja corta mucho. Se usa cuando la carne se pudre y hay que cortar. Se presiona la piel alrededor de la herida hasta oír un crujido.

Entonces nos hizo seguir con los dedos la forma de nuestros huesos y luego nos servimos de las manos para explorar las vértebras en la espalda del otro. Quirón nos indicaba los puntos del cuerpo donde se hallaba cada órgano.

—Una herida en uno de ellos acabará por ser letal, pero la muerte más rápida está aquí. —Señaló con el dedo la sien de Aquiles. Me quedé helado al verle tocar el parietal de mi amigo, donde su vida estaba tan poco protegida. Me alegré cuando nos pusimos a hablar de otras cosas.

Por la noche nos tumbábamos sobre la suave hierba delante de la cueva y Quirón nos mostraba las estrellas y las constelaciones, y también nos narraba las historias de las mismas: Andrómeda temblaba de miedo ante el monstruo marino Ceto, pero Perseo la rescataba, convirtiéndole en piedra gracias a la cabeza de Medusa, de cuya sangre derramada había nacido Pegaso, el inmortal caballo alado. Nos habló también de las pruebas de Heracles y de su posterior demencia. Esa insania le impidió reconocer a su esposa e hijos y los mató al confundirlos y creerlos enemigos.

—¿Cómo es que no reconoce a su esposa?

—Tal es la naturaleza de la locura —replicó Quirón con voz más grave de lo normal. «Él ha conocido a ese hombre», dije para mí, «y también a su mujer».

—¿Pero por qué enloqueció?

—Los dioses deseaban castigarle —contestó el centauro.

Aquiles sacudió la cabeza con impaciencia.

—Pero ese castigo era mayor para ella. No fue justo para ninguno de los dos.

—Ninguna ley dice que los dioses deban ser justos, Aquiles, y, después de todo, cuando ha muerto el otro, tal vez sea un alivio mayor que para el que sigue en este mundo, ¿no te parece?

—Quizá —admitió Aquiles.

Yo escuchaba sin decir palabra. Los ojos de Aquiles refulgían a la luz de la hoguera. Las sombras parpadeantes le afilaban el rostro, aunque yo le habría reconocido sumido en las penumbras o disfrazado, me dije, e incluso si se hubiera apoderado de mí la locura.

—¿Os he contado alguna vez cómo llegó a conocer Asclepios los secretos de la curación?

En realidad, sí, pero deseábamos escuchar de nuevo la historia de cómo el héroe, hijo de Apolo, salvó la vida a una serpiente y esta, en señal de gratitud, le lamió las orejas para que pudiera oírle contar todos los secretos medicinales de las hierbas.

—Pero el único que en realidad le enseñó a curar fuiste tú —repuso Aquiles.

—Así es.

—¿Y no te importa que la serpiente se lleve todo el mérito?

En medio de la barba oscura de Quirón fue posible entreverle los dientes. Había sonreído.

—No, Aquiles, no me importa.

Luego, Aquiles tocó una pieza para Quirón y para mí con la lira de mi madre, pues la había traído con él.

—Ojalá lo hubiera sabido —le había dicho el primer día cuando me la enseñó—. Estuve a punto de no venir porque no quería dejarla atrás.

—Ahora ya sé cómo conseguir que me sigas a todas partes —repuso él con una sonrisa.

El sol se hundió tras lo alto de la montaña; éramos felices.

 

El tiempo discurría rápido en el monte Pelión y las jornadas transcurrían idílicas. Un día el aire matinal empezó a ser frío en las cumbres cuando nos despertábamos y se calentaba poco y mal gracias a los finos rayos de sol que se filtraban por el dosel de hojas marchitas.

Nuestro maestro nos dio prendas de piel y colgó un dosel a la entrada de la cueva con el fin de mantener cálido el interior. Durante el día recogíamos madera para tener una buena provisión para los días de invierno o hacíamos la salazón de carnes para preservarla. Los animales aún no se habían retirado a sus cubiles, pero no tardarían en hacerlo, nos informó Quirón. Por las mañanas nos maravillábamos al ver la escarcha en las hojas. Habíamos oído hablar de la nieve a los rapsodas y en las historias, pero jamás la habíamos visto.

Al despertarme un día, descubrí que el centauro no estaba allí. Eso no era inusual: solía levantarse antes que nosotros para ordeñar las cabras o recoger frutos silvestres para el desayuno. Abandoné la gruta para dejar dormir a gusto a Aquiles y me senté a esperar a Quirón en el calvero. Las cenizas del último fuego de la noche estaban blancas y frías. Las removí con aire perezoso mientras disfrutaba de los susurros del bosque circundante, donde escuché una codorniz entre la maleza y el zureo matutino de una paloma. También percibí el crujido de la cubierta vegetal, removida por el viento o pisada por un animal poco cuidadoso. Hice intención de ir a por leña y reavivar la fogata.

Como un picor en la piel, sentí que algo extraño sucedía. Primero enmudeció la codorniz y luego la paloma; las hojas dejaron de susurrar y la brisa ya no sopló más; ningún animal se movía en el sotobosque. El silencio tenía una cualidad tan singular que contuve el aliento, como el conejo debajo de la sombra del halcón. El corazón me latía tan fuerte que notaba el golpeteo del pulso contra la piel.

Me recordé a mí mismo que en ocasiones el centauro hacía algo de magia, pequeños trucos propios de las divinidades, como calentar el agua o calmar a los animales.

—¿Quirón? —le llamé. La voz me flaqueó un poco—. ¿Quirón?

—No soy Quirón. —Al darme la vuelta, vi en el borde del claro a Tetis; su piel de un blanco ahuesado y su melena azabache refulgían como la flama del relámpago. Lucía un vestido ceñido al cuerpo que centelleaba igual que las escamas de los peces. Se me formó un nudo en la garganta y fui incapaz de respirar—. Este lugar no es para ti —me dijo con un timbre de voz que recordaba al chirrido del casco de una nave sobre unos bajíos puntiagudos.

La nereida avanzó hacia mí. Toda la hierba pisada por sus pies se consumía. Era una ninfa de mar y las cosas de la tierra no la apreciaban.

—Lo siento —logré farfullar. Mi voz parecía una hoja reseca resonando dentro de la garganta.

—Te advertí. —Tuve la impresión de que sus pupilas negras se me metían en el cuerpo y me anegaban la garganta hasta asfixiarme. No habría podido gritar si me hubiera atrevido.

Escuché un ruido detrás de mí y enseguida se oyó la voz del centauro, que sonó muy alta en medio de aquel silencio sepulcral.

—Hola, Tetis.

Recuperé el aliento y me volvió el calor a la piel. Estuve a punto de echar a correr hacia él, pero la mirada de Tetis me mantuvo allí petrificado. No me cabía duda alguna de que podía alcanzarme si así se lo proponía.

—Estás asustando al muchacho —le advirtió Quirón.

—No pertenece a este lugar —replicó Tetis, cuyos labios eran tan rojos como la sangre recién derramada.

El maestro me puso una mano encima antes de darme una orden:

—Vuelve a la cueva ahora mismo. Ya hablaré contigo luego, Patroclo.

Me puse en pie y le obedecí con andares inseguros.

—Has vivido demasiado tiempo entre mortales —le oí decir a Tetis antes de que la cortina de pieles volviera a su posición después de que yo hubiera pasado. Me recosté contra la pared de la cueva. Tenía la garganta en carne viva y un intenso sabor a sal en la boca.

—Aquiles —le llamé.

Él abrió los ojos y llegó junto a mí antes de que pudiera hablar de nuevo.

—¿Estás bien?

—Tu madre está aquí —le informé.

Los músculos se le tensaron debajo de la piel. Lo vi.

—¿No te ha herido?

Negué con la cabeza y no añadí que tenía la convicción de que deseaba hacerlo. Probablemente lo habría hecho de no haber aparecido el centauro.

—Debo ir, Patroclo.

Se fue entre un frufrú de pieles cuando separó las dos piezas de la cortina, que volvieron a cerrarse tras él.

No conseguí escuchar nada de lo dicho en el calvero. O conversaron en voz muy baja o se marcharon a otro lugar para hablar. Aguardé, trazando espirales en el suelo de tierra de la cueva. Ya no sentía preocupación alguna por mi situación. Quirón había decidido conservarme a su lado y tenía muchos más años que Tetis, el centauro ya era adulto cuando los dioses aún se mecían en sus cunas, cuando ella no era más que un huevo en el útero del mar. Pero había algo más, algo nada fácil de nombrar. Yo temía que su presencia trajera una pérdida o una mengua.

Regresaron casi a mediodía. Lo primero de todo, busqué con la vista a Aquiles, sus ojos, el mohín de su boca, mas no había nada, salvo una cierta fatiga. Se dejó caer en el camastro junto a mí y dijo:

—Tengo hambre.

—Como es natural. Hace mucho que ha pasado la hora de comer —repuso Quirón, que se había puesto a prepararnos la comida. Se movía con gran facilidad en la cueva a pesar de su gran corpulencia.

—Todo está en orden —me aseguró Aquiles, volviéndose hacia mí—. Ella solo quería verme y hablar conmigo.

—Vendrá a verle más veces. Como debe ser —sentenció el centauro, y luego, como si supiera lo que me rondaba por la cabeza, agregó—: Es su madre.

«Pero es una diosa antes que eso», repliqué para mis adentros.

Mis temores se aliviaron mientras comíamos. Me había preocupado que Tetis pudiera contarle al centauro lo ocurrido entre Aquiles y yo el día de la playa, pero Quirón no se comportó de forma diferente con nosotros y Aquiles era el mismo de siempre. Me fui a la cama, no en paz, pero al menos tranquilo.

La nereida vino con frecuencia a partir de ese día, tal y como había anunciado el centauro. Aprendí a anticipar ese momento, escuchaba ese silencio absoluto previo a su llegada, y entonces sabía quedarme cerca de Quirón o dentro de la gruta. La intrusión no era gran cosa y yo me prometí no molestarla, pero me alegraba mucho cuando se iba.

El río se heló al llegar el invierno. Aquiles y yo nos aventuramos a caminar sobre la resbaladiza capa de hielo. Luego, abríamos unos agujeros en forma de círculo y dejábamos caer sedal para pescar. No disponíamos de otra carne, pues los bosques se habían quedado vacíos, a excepción de los ratones y alguna que otra marta.

Al final llegaron las nieves, tal y como nos había prometido el centauro. Nos tendíamos en el suelo y nos dejábamos cubrir por los copos de nieve. Soplábamos hasta derretirlos con la calidez de nuestros alientos. No teníamos capas ni botas ni otras prendas de abrigo que las pieles facilitadas por Quirón, razón por la cual acudíamos muy a gusto al calor de la gruta. Incluso nuestro maestro se puso una pelliza hecha con piel de oso, según nos dijo.

Empezamos a llevar la cuenta de los días transcurridos desde la primera nevada. Los señalábamos con rayas hechas en una piedra.

—El hielo del río empezará a resquebrajarse cuando lleguéis a cincuenta —auguró Quirón y, en efecto, el quincuagésimo día oímos la fractura; fue un sonido extraño, similar al producido por un árbol al caer. Una grieta había rasgado la superficie helada casi de una orilla a otra—. Enseguida vendrá la primavera.

No transcurrió mucho tiempo antes de que empezara a brotar la hierba de nuevo y las ardillas listadas salieran delgadas y famélicas de sus madrigueras. Las seguimos y tomamos el desayuno en el aire primaveral, sazonado por el olor de los nuevos brotes. Fue una de esas mañanas cuando Aquiles le preguntó a Quirón si nos enseñaría a luchar.

No sé qué le hizo pensar en eso. ¿Tal vez todo un invierno encerrado sin hacer ejercicio? ¿La visita de su madre la semana anterior? Quizá nada de eso.

«¿Vas a enseñarnos a luchar?».

Hubo una pausa tan breve que tal vez incluso me la imaginé antes de que el centauro contestase:

—Te enseñaré si es lo que deseas.

Ese día Quirón nos condujo a un claro situado en lo alto de una cresta. Tomó de un arsenal guardado en algún rincón de la cueva dos astiles de lanza y dos espadas de práctica para nosotros y las trajo consigo. Nos pidió una demostración de las habilidades de instrucción que poseíamos. Yo hice una demostración de los bloqueos y de los golpes así como del juego de pies que me habían enseñado en Ftía. Junto a mí, justo donde apenas podía verle por el rabillo del ojo, los miembros de Aquiles eran un borrón de tan deprisa como se movía. Quirón había subido también un escudo rayado de bronce y de vez en cuando se interponía en nuestros movimientos con el fin de provocar un contacto y verificar nuestras reacciones.

La demostración se me hizo eterna y cada vez me dolían más los brazos de tanto dar tajos y puntadas con la espada. Por fin, el centauro nos ordenó parar. Bebimos mucho de nuestros pellejos de agua y nos dejamos caer sobre la hierba. Mi pecho palpitaba sin cesar, el de Aquiles permanecía sereno.

Quirón se plantó delante de nosotros y permaneció en silencio.

—Bueno, ¿qué opinas? —Aquiles se moría de ganas por tener una opinión. Caí en la cuenta entonces de que Quirón era la cuarta persona que le había visto pelear.

No sé qué esperaba oírle decir a nuestro maestro, pero no lo que dijo a continuación, eso seguro.

—Nada hay que pueda enseñarte. Sabes todo lo que sabía Heracles, y aún más. Eres el mejor guerrero de tu generación y también de todas las anteriores.

Aquiles se sonrojó. No supe si de placer o de vergüenza, o ambas cosas a la vez.

—Los hombres oirán de tu habilidad y desearán contar contigo para librar sus guerras. —Hizo una pausa—. ¿Qué vas a responderles?

—No lo sé —admitió Aquiles.

—Esa respuesta vale para el día de hoy, pero más adelante no bastará —le advirtió el centauro.

Entonces se hizo un silencio sepulcral y pude palpar la tensión entre nosotros. El rostro de Aquiles parecía tenso y solemne por vez primera desde nuestra llegada.

—¿Y qué hay de mí?

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