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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (3 page)

BOOK: La canción de la espada
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—¡Cuídamelo, chico! —dije, al tiempo que dejaba a
Hálito-de-Serpiente
en manos de la mujer que tanto chillaba—. ¡Lava la hoja en el río —le ordené— y sécala con la capa de alguno de los muertos!

Le entregué el escudo a Sihtric, estiré los brazos cuanto pude y alcé la cara al sol de la mañana.

Cincuenta y cuatro habían sido los saqueadores; aún quedaban dieciséis con vida. Eran nuestros prisioneros. Ninguno había logrado escabullirse de los hombres de Finan. Empuñé
Aguijón-de-avispa,
mi espada corta, más efectiva en la lucha de un muro de escudos, cuando los rivales se hallan tan cerca como las parejas de enamorados.

—Si alguna de vosotras —dije mirando a las mujeres— quiere matar al hombre que la haya forzado, ¡ahora tiene ocasión de hacerlo!

Dos mujeres clamaban venganza, así que puse en sus manos a
Aguijón-de-avispa.
Ambas descuartizaron a sus agresores. Una la hundió repetidas veces; la otra cortó; los dos tardaron en morir. Uno de los catorce hombres que quedaban no llevaba malla. Era el timonel del barco enemigo. Un hombre de pelo canoso, barba corta y ojos castaños, que me miraba con odio.

—¿De dónde habéis zarpado? —le pregunté.

En un primer momento, pensé que no iba a responderme, pero recapacitó y dijo:

—De Beamfleot.

—¿Y Lundene? —continué—. ¿Sigue la vieja ciudad en manos de los daneses?

—Sí.

—Sí, mi señor —le corregí.

—Sí, mi señor —repitió.

—En ese caso —le ordené—, irás a Lundene y, desde allí, a Beamfleot o a cualquier otro sitio, y les dirás a los hombres del norte que Uhtred de Bebbanburg es el señor del río Temes. Y les advertirás de que serán recibidos como les corresponde cuando lo deseen.

Aquel hombre conservó la vida. Le corté la mano derecha antes de dejarlo marchar para que nunca más pudiera blandir una espada. Encendí una hoguera y metí el muñón sanguinolento en las ascuas para cauterizar la herida. Se portó como un valiente. Pareció acobardarse en un primer momento, pero no se quejó al ver cómo le hervía la sangre mientras crepitaba la carne. Le envolví el brazo amputado en un trozo de tela que arranqué del jubón de uno de los muertos.

—Ahora, vete —le dije, señalando hacia donde fluía el río—, vete —y echó a andar hacia el este: si todo iba bien, sobreviviría al viaje y hablaría a todo el mundo de mi crueldad.

Matamos a todos los demás.

—¿Por qué los mataste? —me preguntó una vez mi nueva esposa, con una voz que revelaba el disgusto que le producía una descripción tan minuciosa de los hechos.

—Para que aprendiesen lo que es tener miedo, faltaría más —repuse.

—Los muertos no tienen miedo —replicó.

—Un barco zarpó de Beamfleot —le expliqué, armándome de paciencia— y nunca regresó. Otros hombres que pretendían saquear Wessex se enteraron de la suerte que había corrido aquella embarcación, y decidieron ir en busca de pelea a otro sitio. Maté a la tripulación de la nave para no tener que matar a cientos de daneses.

—Nuestro Señor Jesús te hubiera pedido que te mostraras compasivo —me respondió, con unos ojos abiertos como platos.

Es tonta.

Finan acompañó a los habitantes de la localidad de vuelta a sus hogares arrasados, donde cavaron tumbas para sus muertos, mientras los míos colgaban los cadáveres de nuestros enemigos de unos árboles cercanos al río. Desgarramos las ropas que llevaban puestas y, con ellas, hicimos cuerdas. Les quitamos las cotas de malla, las armas y los brazaletes. Les cortamos sus largos cabellos, porque quería calafatear los tablones de mis naves con el pelo de los enemigos muertos; luego, los colgamos, y sus pálidos cuerpos desnudos se mecieron al aire mientras los cuervos se daban un festín con sus ojos apagados.

Cincuenta y tres cuerpos pendían a la orilla del río. Una advertencia para quienes pretendieran imitarlos. Cincuenta y tres señales de que otros saqueadores podían encontrar la muerte si se aventuraban Temes arriba.

Después, regresamos a casa, llevándonos el barco de nuestros enemigos.

Mientras,
Hálito-de-Serpiente
se adormeció en la vaina.

PRIMERA PARTE
L
A DESPOSADA
C
APÍTULO
I

—Los muertos hablan —me dijo Æthelwold. Por una vez en su vida, estaba sobrio, sereno, asustado y serio. Aquella noche soplaba un viento que parecía que iba a llevarse la casa; las velas de sebo dejaban escapar chispas rojas, que arrastraban las corrientes invernales que se colaban por la lumbrera, las puertas y las contraventanas.

—¿Cómo es eso? —le pregunté.

—Un cadáver sale de la tumba y habla —me respondió Æthelwold. Reparó en la mirada de asombro que le dirigí, y afirmó con la cabeza para que supiera que era verdad lo que decía. Estaba inclinado hacia mí, con las manos apretadas y nerviosas entre las rodillas—. Yo he sido testigo.

—¿De que un cadáver hable? —le insistí.

—De que abandone la tumba —y alzó una mano para recalcar sus palabras.

—¿El muerto?

—Eso es. Sale del sepulcro y habla —repuso, sin dejar de observarme con gesto contrariado—. Es verdad —añadió en un tono de voz que permitía adivinar que se daba cuenta de que no le creía.

Acerqué el asiento al hogar. Esta conversación tenía lugar, mientras una lluvia heladora golpeaba la techumbre de paja y venía a estrellarse contra las ventanas cerradas, diez días después de que hubiera matado a aquellos saqueadores y colgado sus cadáveres a la orilla del río. Dos de mis podencos se habían acomodado frente al fuego; uno de ellos me dirigió una mirada cargada de rencor cuando arrimé el banco y dejó caer la cabeza de nuevo. Era una casa que había sido construida en tiempos de los romanos, lo que significaba que disponía de baldosas en el suelo y que las paredes eran de piedra, aunque la techumbre había corrido de mi cuenta. La lluvia se colaba por el conducto del humo.

—¿Qué dice el hombre muerto? —le preguntó Gisela, esposa y madre de mis dos hijos.

Æthelwold no respondió de inmediato, quizá porque pensaba que una mujer no debía de participar en una conversación seria, pero mi silencio le indicó que tenía a bien que Gisela hablase en su propia casa, y él estaba demasiado nervioso como para insistir en que la despidiera.

—Dice que yo tendría que ser rey —dijo, con voz queda, sin dejar de mirarme, como si temiera mi reacción.

—¿Rey de qué? —pregunté, con escaso interés.

—De Wessex, claro —contestó.

—Vaya, de Wessex —repuse, como si nunca hubiera oído hablar de aquella región.

—¡Y debería serlo! —afirmó—. Mi padre lo fue.

—Pero resulta que ahora el rey es el hermano de tu padre —dije—, y sus súbditos dicen que es un buen rey.

—¿Y tú estás de su parte? —me preguntó en tono desafiante.

No contesté. Todo el mundo estaba al tanto de lo poco que me gustaba el rey y de que Alfredo tampoco sentía ninguna simpatía por mí, pero eso no quería decir que Æthelwold, el sobrino de Alfredo, fuera a ser mejor rey. Al igual que yo, Æthelwold rondaba ya los treinta años, y tenía fama de bebedor y lascivo. Pero mantenía sus aspiraciones al trono de Wessex. Por supuesto que su padre había sido rey y, si Alfredo hubiese tenido dos dedos de frente, le habría cortado el cuello a su sobrino. En lugar de eso, Alfredo se conformaba con saciar la sed de cerveza de Æthelwold para mantenerlo apaciguado.

—¿Dónde has visto a ese cadáver viviente? —le pregunté, en vez de responder a la cuestión que me había planteado.

—Al otro lado del camino —dijo, señalando la fachada norte de la casa—, justo enfrente.

—¿En Waeclingastraet?

Dijo que sí con la cabeza. De modo que hablaba con los daneses, igual que con el hombre muerto. Waeclingastraet es un camino que recorre Lundene de norte a oeste, que discurre a lo largo de Britania hasta llegar al mar de Irlanda, al norte de Gales: todo lo que quedaba al sur de ese camino era territorio sajón; todo lo que se situaba al norte estaba en manos de los daneses. Pero en el año 885 aún había paz, una tregua preñada de escaramuzas y de odio.

—¿Es el cadáver de un danés? —le pregunté.

—Se llama Björn —dijo Æthelwold, haciendo un gesto afirmativo— y era bardo en la corte de Guthrum. Como se negó a convertirse al cristianismo, Guthrum ordenó su muerte. Si le llaman, acude desde la tumba. Lo he visto con mis propios ojos.

Eché una mirada a Gisela. Ella era danesa, y la magia de que hablaba Æthelwold no tenía nada que ver con la que practicaban mis compatriotas sajones. Gisela se encogió de hombros, como dando a entender que aquellas prácticas le resultaban tan extrañas como a mí.

—¿Quién invoca al hombre muerto? —le preguntó mi esposa.

—Un muerto reciente —repuso Æthelwold.

—¿Alguien que acaba de morir? —insistí yo.

—Hay que enviar a alguien al reino de los muertos —nos dijo, sin más explicaciones— para que encuentre a Björn y lo traiga de vuelta.

—De modo que matan a alguien —continuó Gisela.

—¿Cómo, si no, podrían enviar un mensajero al reino de los muertos? —preguntó Æthelwold, contrariado.

—¿Y ese Björn habla inglés? —le pregunté, porque sabía que Æthelwold no sabía casi ni una palabra de danés.

—Así es —contestó Æthelwold, de malas maneras; no le gustaba que le llevasen la contraria.

—¿Quién te llevó hasta él? —quise saber.

—Unos daneses —respondió, sin más explicaciones.

—¿Así que unos daneses —le dije en son de burla— se presentaron y te comunicaron que un bardo muerto querían hablar contigo y consentiste en acompañarlos al territorio de Guthrum?

—Me dieron oro a cambio —replicó a la defensiva; Æthelwold siempre tenía deudas.

—¿Y por qué nos lo dicen a nosotros? —le insistí, pero Æthelwold no dijo nada; se puso nervioso y miró a Gisela, que devanaba una madeja de lana en la rueca—. Fuiste a los dominios de Guthrum —volví a la carga—, hablaste con el hombre muerto y ahora vienes a verme. ¿Por qué?

—Porque Björn aseguró que tú también serás rey —me contestó Æthelwold.

Aunque no lo dijo en voz muy alta, le indiqué con un dedo que guardara silencio y miré con preocupación a la puerta de la estancia, como si esperase descubrir algún espía que estuviese escuchándonos en la penumbra de la habitación contigua. Estaba convencido de que Alfredo había enviado informadores a mi casa y pensaba que sabía quiénes eran, pero no estaba completamente seguro de haberlos identificado a todos. Por eso, había preferido que todos los criados se mantuvieran lejos del aposento en el que Æthelwold y yo estábamos hablando. Con todo, no era prudente decir esas cosas en voz alta.

Gisela dejó de cardar la lana y se quedó mirando a Æthelwold. Lo mismo que yo.

—¿Que dijo qué? —le pregunté.

—Que tú, Uhtred —continuó Æthelwold, en voz baja— serás coronado rey de Mercia.

—¿Has estado bebiendo? —le dije.

—No; sólo cerveza —me contestó, al tiempo que se inclinaba hacia mí—. Björn el muerto también desea hablar contigo y contarte el destino que te aguarda. Uhtred, tú y yo seremos reyes y vecinos. Es la voluntad de los dioses, que han enviado a un muerto para advertírmelo —Æthelwold temblaba ligeramente y sudaba, pero no estaba ebrio; algo le había asustado en estado sobrio, y eso me convenció de que estaba diciendo la verdad—. Quieren saber si deseas hablar con el muerto —añadió—; si es así, vendrán a buscarte.

Busqué con los ojos a Gisela, que se limitó a devolverme la mirada, con gesto inexpresivo. La miré de nuevo, no porque esperase una respuesta de su parte, sino porque era tan hermosa, tan bella. Mi danesa de pelo negro, mi preciosa Gisela, mi compañera, mi amor. Debió de darse cuenta de lo que estaba pensando, porque su cara, seria y alargada, se transformó con una lenta sonrisa.

—¿De modo que Uhtred será rey? —preguntó, quebrando el silencio y mirando a Æthelwold.

—Eso dice el muerto —repuso éste, en tono desafiante— que asegura que lo oyó de boca de las tres hermanas —se refería a las Parcas, a las Hilanderas, a las tres hermanas que tejen nuestros destinos.

—¿Y que Uhtred será rey de Mercia? —insistió Gisela, con voz dubitativa.

—Y tú serás reina —replicó Æthelwold.

Gisela clavó sus ojos en mí, con mirada burlona, pero ni siquiera traté de responder a lo que sabía que estaba pensando. Muy al contrario: pensaba que no había rey en Mercia. El último de todos, un perro sajón fiel a los daneses, había muerto sin heredero, por lo que el reino se lo habían dividido entre daneses y sajones. El hermano de mi madre había sido
ealdorman
de Mercia antes de morir a manos de los galeses, así que por mis venas corría sangre de Mercia. Y no había rey en Mercia.

—Creo que harías bien en escuchar lo que tiene que decir el hombre muerto —comentó Gisela muy seria.

—Si vienen en mi busca, así lo haré —le prometí, pensando que si un muerto hablaba y quería hacerme rey, iría a verlo.

* * *

Alfredo se presentó una semana más tarde. Era un día luminoso, de cielo azul pálido. El sol del mediodía esparcía sus rayos bajos sobre una tierra helada. Se habían formado carámbanos en los perezosos canales por los que discurría el río Temes entre Sceaftes Eye y Wodenes Eye. Fochas, pollas de agua y somormujos brincaban por las gélidas orillas mientras, en el lodo ya deshelado de Sceaftes Eye, una bandada de zorzales y de mirlos escarbaban en busca de gusanos y caracoles.

Estaba en mis tierras. Llevaba dos años viviendo en aquellos parajes, situados en Coccham, en los límites de Wessex, donde el Temes iniciaba su andadura hacia Lundene y el mar. Porque yo, Uhtred, un señor de Northumbria, proscrito y guerrero, había levantado una casa, me había hecho comerciante y había sido padre. Estaba al servicio de Alfredo, rey de Wessex, no porque lo desease, sino porque le había prestado juramento de lealtad.

Alfredo me había ordenado que erigiese una ciudadela en Coccham. Una ciudadela es un pueblo que hace las veces de fortaleza. Estaba dispuesto a delimitar su reino con plazas fortificadas. En todas las fronteras de Wessex, en las que daban al mar, a los ríos, y a los páramos que nos separaban de los salvajes habitantes de Cornualles, se habían levantado esas fortificaciones. Un ejército de daneses podía llevar a cabo una invasión entre dos de esas fortalezas; pero, caso de adentrarse en los dominios de Alfredo, no tardarían en darse de bruces con otras plazas fuertes similares, con sus correspondientes guarniciones. En uno de sus escasos momentos de desaforada satisfacción, Alfredo había descrito aquellos pueblos fortificados como avisperos de los que saldrían enjambres de hombres para hostigar a los belicosos daneses. Había plazas fortificadas en Exanceaster y Werham, en Cisseceastre y Hastengas, en Æscengum y Oxnaforda, en Cracgelad y en Waeced, y en muchos otros lugares entre esas ciudadelas. Muros y empalizadas custodiados por hombres armados con lanzas y escudos. Wessex se estaba convirtiendo en un territorio sembrado de fortalezas, y yo era el encargado de erigir uno de esos bastiones en el villorrio de Coccham.

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