—Ve a dormir —me dijo.
Y me dejó.
Pero antes de acostarme dediqué una oración de agradecimiento a Artemisa. La diosa virgen me había escuchado: el hombre que me había tomado como botín no era aficionado a las mujeres. Estaba a salvo. ¿Por qué parte de mi tristeza no se debía a mi querido padre?
Por la mañana arrastraron la nave insignia hasta las aguas y marinos y guerreros se apresuraron por cubierta y por los bancos de remos llenando el ambiente de risas y maldiciones escogidas. Era evidente que estaban muy satisfechos de dejar la sombría y destruida Adramiteo; quizá podrán oír los reproches de las sombras de miles de inocentes sacrificados.
El sensible Patroclo se coló graciosamente entre el atestado centro de la nave y subió los escasos peldaños que lo separaban de la avanzadilla de proa, donde yo estaba observando.
—¿Estás bien esta mañana, señora?
—Sí, gracias.
Me volví pero él permaneció a mi lado, al parecer satisfecho pese a mi frialdad.
—Con el tiempo te acostumbrarás a la situación —dijo.
—Es imposible imaginar una observación más necia —repuse mirándolo—. ¿Acaso tú te acostumbrarías a verte obligado a vivir en la casa del hombre responsable de la muerte de tu padre y de la destrucción de tu hogar?
—Probablemente no —repuso sonrojándose—. Pero es la guerra y eres una mujer.
—La guerra es una actividad masculina —respondí con amargura—. Las mujeres somos las víctimas como lo somos también de los hombres.
—La guerra —replicó divertido— predominaba por igual cuando las mujeres gobernaban bajo la égida de la Madre. Las grandes soberanas eran tan codiciosas y ambiciosas como cualquier hombre. La guerra no tiene características sexuales. Forma parte intrínseca de la raza.
Como era un argumento indiscutible cambié de tema.
—¿Por qué tú, un joven tan sensible y perspicaz, amas a un hombre tan duro y cruel como Aquiles? — le pregunté.
Me miró sorprendido.
—¡Aquiles no es duro ni cruel! —repuso tajante.
—No lo creo.
—No es lo que parece —repuso su perro fiel.
—¿Qué es entonces?
Movió apesadumbrado la cabeza.
—Eso deberás descubrirlo por ti misma, Briseida.
—¿Tiene esposa?
¿Por qué siempre hemos de hacer tal pregunta?
—Sí, es la única hija del rey Licomedes de Esciro. Tiene un hijo de dieciséis años, Neoptólemo, y él es también hijo único de Peleo y heredero del gran reino de Tesalia.
—Nada de eso muda mi opinión sobre él.
Con gran sorpresa por mi parte, Patroclo me cogió la mano y la besó. A continuación se marchó.
Permanecí en la popa hasta que el último vestigio de tierra se perdió de vista en el horizonte. Debajo de mí estaba el mar, nunca podría regresar. Ya no podía huir de mi destino. Estaba destinada a dedicarme a la música, yo, que había esperado casarme con un rey. Ya debería estar casada si los griegos no se hubieran presentado y aquellos que en otros tiempos habrían venido a negociar mi enlace no se hubiesen visto de pronto demasiado ocupados para pensar en alianzas matrimoniales.
El agua murmuraba bajo el casco, rompía en blanca espuma y se estrellaba con el golpeteo de los remos con un sonido firme y relajante que inundaba mi cerebro sutilmente. Transcurrió largo rato hasta que comprendí que había decidido lo que debía hacer. La borda no presentaba dificultad alguna, me subí a ella y me dispuse a saltar.
Alguien me hizo descender bruscamente. Era Patroclo.
—¡Déjame! ¡Olvida que me has visto! —grité.
—¡Nunca más! — exclamó muy pálido.
—¡No soy importante, Patroclo, no significo nada para nadie! ¡Déjame, déjame!
—¡No! ¡Nunca más! Tu destino le importa a él. ¡Nunca más!
¡Cuánto misterio! ¿A qué se referiría? ¿A quién? ¿Qué significaba «nunca más»?
Tardamos siete dias en llegar a Aso. En cuanto rodeamos la punta de la península que se hallaba frente a Lesbos los remos resultaron inútiles, los vientos soplaban de manera intermitente y nos impulsaban a la vista de la playa y luego volvían a apartarnos de ella. La mayor parte del tiempo lo pasé sentada a solas tras un reducto separado por una cortina en la avanzadilla de popa y, siempre que salía, Patroclo dejaba lo que estaba haciendo y se acercaba a mí apresuradamente. No vi ni rastro de Aquiles y por fin me enteré de que se hallaba a bordo de la nave de un tal Automedonte.
Llegamos a la playa la mañana del octavo día. Me envolví en mi capa para protegerme del crudo viento y observé fascinada las operaciones, pues no había visto nada similar en mi vida. Nuestra nave fue la segunda que fue colocada sobre calzos, precedida por la de Agamenón. En cuanto dispusieron la escalerilla, me permitieron descender a la playa. Aquiles pasó a escasos codos de distancia de mí y erguí el mentón dispuesta para la lucha, pero él no pareció advertir mi presencia.
Poco después se presentó el ama de llaves, una anciana corpulenta y animada llamada Laodica, que me condujo a la casa de Aquiles.
—Eres un ser privilegiado, palomita —graznó la mujer—. Dispondrás de una habitación propia en la casa del amo, algo que ni yo, ni mucho menos las demás, podemos permitirnos.
—¿No tiene cientos de mujeres?
—Sí, pero no viven con él.
—Debe de vivir con Patroclo —repuse al tiempo que emprendía la marcha.
—¿Con Patroclo? —dijo ella con una sonrisa—. Así era hasta que se hicieron amantes. Luego, al cabo de pocos meses, Aquiles le hizo construir su propia casa.
—¿Por qué? Eso no tiene sentido.
—¡Oh, sí lo tiene si conocieras al amo! ¡Quiere ser dueño de sí mismo!
Hum. Bien, quizá no conocía a Aquiles, pero aprendía con rapidez. ¿Le gusta realmente ser dueño de sí mismo? Las piezas del rompecabezas estaban disponibles, como cuando yo era una niña. El verdadero problema radicaba en colocarlas debidamente.
Eso me mantuvo ocupada durante todo aquel largo invierno, prisionera del frío. Aquiles iba y venía constantemente, con frecuencia cenaba en otros lugares y a veces dormía también fuera de casa, según yo suponía, con Patroclo, el cual, pobre hombre, parecía más atormentado que dichoso por su amor. Las restantes mujeres estaban dispuestas a odiarme porque vivía en la casa del amo, pero no lo hicieron porque soy muy hábil para enfrentarme a mis congéneres, por lo que en breve mantuvimos excelentes relaciones y me pusieron al corriente de todas las habladurías que circulaban acerca de Aquiles.
Éste sufría períodos de enfermedad que culminaban con una especie de hechizo (lo habían oído referirse a ello); a veces se mostraba muy reservado; su madre era una diosa, una criatura marina llamada Tetis, capaz de mudar su forma física con tal rapidez como el sol cuando asoma y desaparece tras las nubes: sepia, ballena, pececillo, cangrejo, estrella de mar, erizo marino, tiburón; su abuelo paterno era el propio Zeus; había sido instruido por un centauro, un ser extraordinariamente fabuloso con cabeza, torso y brazos humanos, aunque el resto de su cuerpo era el propio de un caballo; el gigantesco Áyax era primo hermano y gran amigo suyo. Vivía para la lucha, no para el amor. No, a Aquiles no lo creían aficionado a los hombres, pese a las relaciones que mantenía con su primo Patroclo. Pero tampoco les parecía interesado por las mujeres.
De vez en cuando me llamaba para que tocase y cantase, lo que yo realizaba agradecida, pues mi existencia era muy monótona. Y él permanecía sentado, pensativo, escuchando a medias, mientras por otra parte se hallaba ausente en algún lugar que nada tenía que ver con la música ni conmigo. Nunca advertía en él destellos de deseo ni señal alguna de las motivaciones por las que me mantenía a su lado. Tampoco llegué a descubrir qué escondían las palabras que Patroclo me había dicho cuando traté de lanzarme a las aguas del mar. «¡Nunca más!» ¿De quién se trataría? ¿Qué había sucedido para anular los deseos de Aquiles?
Con gran pesar por mi parte descubrí que Lirneso y mi padre se diluían gradualmente del lugar privilegiado de mis pensamientos. Cada vez me interesaba más lo que sucedía en Aso que lo que había ocurrido en Dardania. En tres ocasiones Aquiles cenó solo en su casa y en todas ellas ordenó que yo le sirviera y que ninguna otra mujer se hallase presente. La necia Laodica me acicaló y perfumó, convencida de que por fin iba a ser suya, pero él nada dijo ni hizo.
A fines del invierno nos trasladamos de Aso a Troya. Fénix realizó múltiples idas y venidas y de manera gradual fueron vaciados todos los almacenes, graneros y barracones y, por último, el propio ejército zarpó hacia el norte.
Troya. Incluso en Lirneso regía Troya porque era el centro de nuestro mundo. Algo que no era del agrado del rey Anquises ni de Eneas, pero no obstante una realidad. Entonces, por vez primera, yo veía Troya. El incansable viento barría su llanura y la despejaba de nieve; sus torres y cumbres, engalanadas de hielo, resplandecían al sol. Era como un palacio del Olimpo: remota, fría, hermosa. Allí residía Eneas en compañía de su padre, su esposa y su hijo.
El traslado a Troya me abrumó de un modo que no acertaba a comprender; me volví proclive a accesos depresivos y estallidos de llanto y a un irrazonable mal humor.
Era el décimo año de la guerra y todos los oráculos anunciaban que se aproximaba el fin. ¿Sería aquélla la razón de que me sintiera deprimida? ¿Saber que cuando aquello hubiera concluido Aquiles me llevaría consigo a Yolco? ¿O temer que pretendiera venderme como una música excelente? Al parecer no lo complacía de ningún otro modo.
A principios de la primavera comenzaron a salir de la ciudad grupos de soldados que efectuaban ataques por sorpresa. Puesto que todos los griegos se hallaban concentrados en un enorme campamento, tenían que procurar que se prolongaran las reservas de los alimentos que se almacenaban en grandes cantidades. Héctor estaba al acecho, a la espera de las expediciones de asalto, mientras que los griegos como Aquiles y Áyax acechaban a la espera de Héctor. Por entonces yo ya sabía cuánto deseaba Aquiles enfrentarse a Héctor; las mujeres comentaban que el deseo de matar al heredero troyano casi lo consumía. Durante todo el día y parte de la noche en la casa resonaban voces masculinas. Acabé por conocer a los otros cabecillas por su nombre.
La primavera impregnó el ambiente con húmedos y embriagadores aromas, la tierra estaba salpicada de florecillas blancas y las aguas del Helesponto intensificaron su azul. Casi cada día se producían pequeñas escaramuzas y Aquiles estaba cada vez más ansioso de enfrentarse a Héctor. Sin embargo, su mala suerte no dejaba de perseguirlo: nunca lograba encontrarse con el esquivo heredero, como tampoco Áyax.
Aunque Laodica me consideraba de cuna demasiado noble para emplearme en trabajos serviles, yo me entregaba a ellos con todo mi entusiasmo cuando ella desaparecía. El trabajo era mejor que dedicarse a cualquier inútil labor de bordado con aguja, una tarea aburrida y de escaso aliciente.
Una de las anécdotas más intrigantes que circulaban sobre Aquiles se refería a cómo había aceptado finalmente a Patroclo como amante tras tantos años de una amistad que nada tenía que ver con los placeres del cuerpo. Según Laodica, la transformación se había producido durante uno de los hechizos de Tetis. Según me dijo, en tales ocasiones, nuestro amo era en especial susceptible a los deseos y ansias ajenas y Patroclo había aprovechado la ocasión. Pensé que era una explicación demasiado manida, sencillamente porque no había advertido nada en Patroclo que indicara tal falta de escrúpulos. Pero los caminos de la diosa del amor son bastante extraños. ¿Quién hubiera podido predecir que también yo sufriría el hechizo? Tal vez lo cierto fuera que Aquiles se blindaba de manera tan efectiva que no ofrecía grietas vulnerables en ninguna otra circunstancia.
Sucedió un día en que me escabullí para realizar el trabajo que más me agradaba: pulir la armadura que se guardaba en una habitación especial. Y allí fui sorprendida por la llegada de Aquiles. Sus pasos eran más lentos que de costumbre y no me vio, aunque yo me hallaba bien visible con un trapo en la mano y dispuesta a presentarle mis disculpas. Su rostro estaba tenso y con expresión de fatiga y tenía sangre en el brazo derecho. Me tranquilicé al comprobar que no era suya. Le cayó el casco al suelo y se llevó las manos a la cabeza como si le doliera. Me asusté y comencé a temblar mientras él se soltaba torpemente las ataduras de su coraza y conseguía liberarse de ella y del resto de su parafernalia. Me pregunté dónde estaría Patroclo.
Cubierto con la prenda acolchada que llevaba debajo de aquellos metales, avanzó tambaleándose hacia un asiento y volvió hacia mí su rostro palidísimo. Pero en lugar de dejarse caer en la silla se desplomó en el suelo, comenzó a agitarse y a retorcerse, a babear copiosamente y a murmurar palabras ininteligibles. Luego puso los ojos en blanco, se quedó rígido, con los miembros extendidos, y sufrió sacudidas. De su boca surgieron grandes gotas de espuma y se le ennegreció el rostro.
Yo no podía hacer nada mientras él se agitaba con tanta violencia, pero cuando aquello cesó me arrodillé a su lado.
—¡Aquiles, Aquiles! —exclamé.
No me oyó. Yacía con el rostro grisáceo en el suelo y movía los brazos inconscientemente. Al tropezar conmigo me tanteó hasta conseguir tocarme la cabeza y me la agitó suavemente.
—¡Déjame tranquilo, madre! —exclamó.
Su voz era tan confusa y alterada que apenas la reconocí. Me eché a llorar, asustada ante el estado en que se encontraba.
—¡Soy Briseida, Aquiles! ¡Briseida!
—¿Por qué me atormentas? —preguntaba, aunque no a mí—. ¿Por qué tienes que recordarme que debo morir? ¿Acaso no tengo bastantes pesadumbres sin ti…? ¿No puedes conformarte con Ingenia? ¡Déjame tranquilo, déjame!
A continuación se sumergió en un estado de aturdimiento. Hui de la habitación en busca de Laodica.
—¿Está preparado el baño del amo? —pregunté jadeante.
Ella confundió mi estado de angustia por el de expectación y comenzó a proferir risitas y a pellizcarme.
—¡Ya era hora, necia! Sí, está preparado. Puedes bañarlo tú, yo estoy ocupada. ¡Je, je!
Lo bañé, aunque no me distinguió de Laodica. Eso me permitió contemplarlo libremente y me obligó a reconocer lo que me había negado a admitir: cuán hermoso era y lo mucho que lo deseaba. La habitación estaba caliente, mi túnica dárdana se me pegaba al cuerpo por causa del sudor y maldije mi propia necedad. Briseida se había incorporado a las filas. Como sus restantes mujeres, me había enamorado de él. Enamorado de un hombre que no se inclinaba por los hombres ni por las mujeres. Un hombre que sólo vivía con un objetivo, para un combate mortal.