—En enero de 1767 —siguió contando Tánger—, reunido de forma secretísima, el Consejo de Castilla aprobó la expulsión. Y entre la noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril, en una eficaz operación militar, las ciento cuarenta y seis casas de los jesuitas en España fueron rodeadas… Se les embarcó a todos, Roma tuvo que hacerse cargo de ellos, y seis años más tarde Clemente XIV disolvió la Compañía.
Hizo una pausa para terminar su colacao, y luego se enjugó la boca con una mano. Se había vuelto a medias para asistir con indiferencia a la algarabía de niños y palomas, antes de encarar de nuevo a Coy. No me la imagino con niños, se dijo éste. Y sé que, pase lo que pase, nunca envejeceré junto a ella. Sólo puedo imaginarla llegando a vieja entre libros y papeles, delgada y elegante pese a las uñas roídas. Solterona con clase y con arrugas en torno a los ojos, sacando recuerdos del baúl: un guante largo y rojo, una vieja carta náutica, un abanico roto, un collar de azabache, un disco de canciones italianas de los años cincuenta, la foto de un antiguo amante. Mi foto, aventuró. Ojalá esa foto fuera mi foto.
Prestó atención, pues ella seguía hablando. Lo ocurrido tras la expulsión de los jesuitas de los dominios de la corona de España ya no les interesaba ni a ella ni a él, dijo. El período importante era el año transcurrido entre el domingo de Ramos de 1766, día del comienzo del motín de Esquilache, y la noche del 31 de marzo de 1767, en que se aplicó el decreto de expulsión de los ignacianos españoles. En ese tiempo, de un modo que recordaba lo ocurrido con los templarios en el siglo XIV, la Compañía pasó de ser una potencia respetada, temible y poderosa, a proscrita y prisionera…
—¿No te parece interesante?
—Mucho.
Ella lo estudió valorativa, como si hubiera captado la ironía del comentario. Coy mantuvo el rostro impasible. En algún momento, pensaba, terminará por contarme algo que de veras valga la pena. Miró sobre el hombro de Tánger. Los niños volvían sudorosos, vencedores; traían a modo de trofeo plumas de la cola del palomo, que a esas horas, calculó, debía de volar a ciento ochenta kilómetros por hora camino de Ciudad El Cabo. Quizás, se dijo, no todo lo que degolló Herodes fuera inocencia.
Tánger se había callado otra vez, como si considerara si valía la pena seguir hablando. Había inclinado el rostro, y sus dedos se movían en el borde de la mesa, con un repiqueteo que tal vez era impaciente.
—¿De veras te interesa lo que te cuento?
—Claro que me interesa.
Por alguna razón, la irritación que ella mostraba lo reconcilió consigo mismo. Se acomodó un poco en la silla, con gesto de escuchar atento; y Tánger, tras una última duda, prosiguió su relato. Cuando Carlos III había decidido crear el gabinete de la Pesquisa Secreta, puso al frente a Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda: un aragonés de Huesca, dos veces grande de España, que había sido militar y diplomático. Era capitán general de Valencia cuando, en pleno motín de Esquilache, el rey lo llamó a Madrid para confiarle el gobierno, la presidencia del Consejo de Castilla y la capitanía general de Castilla la Nueva. Inteligente, culto, ilustrado, pasó a la historia como masón; aunque jamás pudo probarse su pertenencia a logia alguna, y los historiadores modernos negaban su afiliación. Por el contrario, había constancia de que fue hombre ecléctico; y entre todos los componentes del gabinete secreto, tal vez quien mejor conocía a los ignacianos, con los que se había educado y entre quienes conservaba muchos amigos, incluido un hermano jesuita. Comparado con furibundos antijesuitas como el fiscal Campomanes, el ministro de justicia Roda y José Moñino, futuro conde de Floridablanca, Aranda podía calificarse de moderado en su actitud frente a la Compañía. Pero aun así, aceptó dirigir el gabinete y refrendar sus conclusiones. La pesquisa se inició en Madrid el 8 de junio de 1766, presidida por Aranda. Lo acompañaban Roda, Moñino y otros antijesuitas seguros, o como se decía entonces,
tomistas
, para oponerlos a los proignacianos o
amigos del cuarto voto
. Y la investigación se llevó a cabo con tal cautela que ni siquiera estuvo al corriente el confesor del rey.
—Sin embargo —prosiguió Tánger— había una conexión importante entre un hombre del gabinete secreto y un destacado ignaciano… Paradójicamente, uno de los mejores amigos del conde de Aranda era un jesuita murciano: el padre Nicolás Escobar. Sus relaciones se habían enfriado un poco; pero lo cierto es que, hasta que Aranda dejó la capitanía general de Valencia llamado por el rey, fueron íntimos. Aunque luego Aranda hizo destruir su correspondencia con el padre Escobar, se conservan algunas cartas que prueban esa relación.
—¿Has visto esas cartas?
—Sí. Hay tres, y están en la biblioteca de la universidad de Murcia, firmadas de puño y letra por Aranda. Conseguí copias gracias al catedrático de Cartografía, Néstor Perona, cuando lo consulté por teléfono sobre las correcciones que debíamos aplicar al Urrutia.
Otro seducido, pensó Coy. Imaginaba el efecto de Tánger, incluso vía teléfono, en un catedrático de lo que fuera. Devastador.
—Debo reconocer que has trabajado a fondo.
—Nunca sabrás hasta qué punto. Por eso no estoy dispuesta a que nadie me lo quite de las manos.
Aquello, admitió Coy, empezaba a mostrar indicios interesantes. La historia salía de los manuales, adentrándose en la letra pequeña. Cartas de aquel fulano, Aranda. Quizá después de todo, con su banal historia de gabinetes secretos y reyes implacables, ella realmente lo estaba dirigiendo hacia alguna parte.
—Nicolás Escobar —continuó Tánger— era un jesuita importante, relacionado con los círculos de poder y con el seminario de Nobles, que se movía entre Roma, Madrid, Valencia y Salamanca. Dos décadas atrás había sido director del colegio ignaciano de esa última ciudad, plaza fuerte de la Compañía, en cuyas prensas, y ésta es sólo una de las coincidencias, fue impreso…
Se quedó callada. Adivina la sorpresa, etcétera. Coy no pudo menos que sonreír. Se lo había puesto demasiado fácil, y era imposible decepcionarla. Un equipo, de acuerdo. Tú y yo somos un equipo. Tú lo dices y yo me lo creo.
—El Urrutia —dijo.
Ella asintió, satisfecha.
—Eso es. El
Atlas Marítimo
de Urrutia, impreso en el colegio de los jesuitas de Salamanca en 1751 bajo la protección de otro ministro amigo, el marqués de la Ensenada, impulsor de la marina y los estudios de náutica en España. Y en la época en que se forma el gabinete secreto, el padre Escobar, amigo de marinos ilustres como Jorge Juan y Antonio de Ulloa, se encuentra en Valencia. ¿Adivinas dónde?…
—No. Me temo que esta vez no adivino nada.
—En casa de un viejo conocido tuyo y mío. Sobre todo mío: Luis Fornet Palau,
amigo del cuarto voto
, testaferro de la flota de los jesuitas y armador del
Dei Gloria
.
Se detuvo, complacida por la expresión de Coy. Luego se inclinó hacia él poco a poco, sobre la mesa, mirándolo intensamente a los ojos, y él pudo vislumbrar allí adentro una ambición dura y neta como un trozo de piedra oscura, pulida, muy brillante. El sueño había dejado de serlo hacía tiempo, comprendió. Ahora había una obsesión sólida, concreta. Mientras ella acercaba una mano, poniéndola sobre la suya, buscó desesperadamente el término adecuado para definirla. Sintió el peso de la mano cálida, los dedos que se entrelazaban con los suyos. Tibieza suave, firme, tan segura de sí que el gesto parecía el más natural del mundo. Aquella mano no pretendía consolarse, ni alentar, ni fingir. En ese instante era sincera: compartía. Y la palabra de la obsesión, que él halló por fin, era implacable.
—El
Dei Gloria
, Coy —dijo en voz baja, inclinada sobre la mesa, la mano en la suya—. Estamos hablando del bergantín que sale de Valencia rumbo a América el 2 de octubre, cuando el gabinete secreto lleva tres meses reunido, y regresa a las costas españolas pocas semanas antes de que a los jesuitas se les aseste el golpe final —la presión de sus dedos se hizo más firme—. ¿Atas algunos cabos?… El resto, o sea,
qué
o
quién
pudo viajar a bordo y para qué, te lo contaré camino de Gibraltar. O como decían los viejos folletines, en el próximo capítulo.
Se llama punto de estima a aquel en que resulta se halla la nave por un juicio prudente, o por datos en que cabe mucha incertidumbre.
Gabriel Ciscar.
Curso de navegación
Relucían los pulidos cañoncitos de la plaza. La terraza del Ungry Friar estaba llena de gente, y había grupos de turistas anglosajones fotografiando el relevo de la guardia en el Convento, visiblemente encantados de que Britania aún tuviera colonias desde donde gobernar los mares. Bajo la bandera que ondeaba perezosa en el mástil, un centinela permanecía firme como una estatua, cuadrado con su fusil Enfield en la arcada gótica, fiel a la escena y al decorado, mientras el sargento encargado del relevo le voceaba las órdenes reglamentarias en jerga castrense, a grito pelado, a un palmo de la cara: consigna, santo y seña y cosas así. Hasta la última gota de tu sangre, e Inglaterra espera que cumplas con tu deber, supuso Coy, que los observaba. Después estiró las piernas bajo la mesa antes de inclinarse a apurar el resto de su vaso de cerveza y mirar hacia arriba guiñando los ojos. El sol rondaba su cénit y hacía mucho calor, pero en lo alto del Peñón el penacho de nubes empezaba a deshacerse: el viento había rolado de levante a poniente, y en un par de horas la temperatura sería más soportable. Pagó la cerveza y se puso en pie, cruzando entre la gente que llenaba la plaza, hacia la esquina de Main Street. Sudoroso, enfocado por docenas de cámaras de vídeo y objetivos fotográficos, el sargento seguía dándole tremendas voces marciales al impasible centinela. Mientras se alejaba de allí, Coy hizo una mueca guasona para sus adentros. Esta mañana, se dijo, le ha tocado hacer guardia al sordo.
Anduvo por la calle principal de Gibraltar, con la multitud que deambulaba ante la sucesión de comercios: pijamas chinos, camisetas con imágenes del Peñón y de los monos, mantillas, radios, licores, cámaras fotográficas, perfumes, porcelanas de Lladró y Capodimonte, cabezas reducidas de cerámica Bossom. Coy había amarrado en Gibraltar en otro tiempo, cuando la colonia británica era todavía un puerto convencional, chapado a la antigua, base de contrabandistas de tabaco y de hachís marroquí a través del Estrecho, y aún no se había convertido en colmena turística y retaguardia financiera de los traficantes de droga a gran escala y de los miles de ingleses afincados en la Costa del Sol. En realidad, cualquier sitio próximo al Mediterráneo era, a aquellas alturas, un desafuero turístico; pero en Gibraltar, junto a las hamburgueserías y los restaurantes de comida rápida y bebida en vasos de plástico, los comercios propiedad de hindúes y hebreos alternaban a lo largo de Main Street con fachadas de bancos y casas de discretas chapas atornilladas junto a la puerta, bufetes de abogados, sociedades inmobiliarias, sociedades export—import, sociedades anónimas, sociedades limitadas, sociedades fantasmas —había más de diez mil registradas allí—, donde se blanqueaba dinero español e inglés y se hacía todo tipo de negocios. La bandera azul con estrellas de la Comunidad Europea ondeaba en la frontera, turismo y triquiñuelas de paraíso fiscal habían desplazado al contrabando como fuente principal de ingresos, leguleyos jóvenes que hablaban perfecto inglés con acento andaluz tomaban el relevo a los capos mafiosos locales, y la vieja chusma de toda la vida, lobos de mar con aros de oro en las orejas y brazos tatuados, última escoria pirata del Mediterráneo occidental, languidecía en cárceles españolas o marroquíes, servía hamburguesas en los McDonald.s o haraganeaba en el puerto, mirando con añoranza las quince millas que separaban Europa de África; distancia que una década atrás, en las noches sin luna, cruzaba con fuerabordas de 90 caballos que hacían planear sus Phantom pintadas de negro a cuarenta nudos sobre las olas, entre Punta Carnero y Punta Cires.
Coy caminó por la acera que más sombra ofrecía, con la camisa pegada a la espalda por el sudor, mirando los números de las casas. Tánger había cumplido su palabra, al menos en parte. Entre Cádiz y Gibraltar, mientras él conducía el Renault de alquiler por las vueltas y revueltas de la carretera que remontaba las alturas de Tarifa y los acantilados sobre el Estrecho, ella terminó de contar la historia de los jesuitas y el
Dei Gloria
. O al menos la porción de historia que creía conveniente darle a conocer: por qué el bergantín viajó a América y por qué regresaba de La Habana.
—Querían parar el golpe —resumió.
Después, con los ojos fijos en la carretera, expuso su teoría en honor de Coy. El gabinete de la Pesquisa Secreta no fue tan secreto, después de todo. Hubo una filtración, un indicio de lo que se preparaba. Tal vez los jesuitas tenían allí un informador, o intuyeron la maniobra.
—De todos los miembros del gabinete —explicó Tánger—, sólo uno de ellos no era
tomista
puro: el conde de Aranda podía ser considerado, si no
amigo del cuarto voto
, sí más favorable a los ignacianos que los radicales Roda, Campomanes y los otros. Quizá fue él mismo quien dejó caer las palabras oportunas en el oído de su contertulio, el padre Nicolás Escobar… No debió de pasar de una confidencia, o una palabra. Pero entre aquella gente hecha de astucias y diplomacias, hasta un silencio podía leerse como un mensaje.
Tánger calló unos instantes, dejando a Coy el trabajo de imaginar época y personajes. Su mano izquierda descansaba encima de la rodilla izquierda, sobre la falda de algodón azul, a escasos centímetros del cambio de marchas. Coy la rozaba a veces, al pasar de cuarta a quinta en las rectas, o cuando reducía antes de girar el volante.
—Y entonces —prosiguió ella— la dirección de los jesuitas españoles ideó un plan.
Volvió a callar de nuevo, con aquello en el aire. Debería escribir novelas, pensó él, admirado. Maneja como nadie los puntos suspensivos. Y además, no sé lo que habrá de real en sus certezas, pero nunca vi a nadie afirmarlas con ese aplomo. Sin contar el modo de soltar sedal poco a poco: lo justo de flojo para que no escape el pez, lo justo de tenso para que se mantenga enganchado hasta clavarle un arpón en las agallas.
—Un plan arriesgado —continuó al fin Tánger que ni siquiera garantizaba el éxito… Pero que se basaba en el conocimiento de la condición humana y de la situación política española. Por supuesto, también en el conocimiento de Pedro Pablo Abarca, duque de Aranda.