Alzó unos milímetros la mano, como si fuera a tocarse la cara, pero detuvo el gesto apenas iniciado.
—Y en cuanto a usted…
Ahora el ojo pardo encerraba rencor, y el verde amenaza. Pero aquello duró sólo un instante.
—Escuche —prosiguió—. Todo esto se ha desbordado de un modo absurdo. Estamos llegando demasiado lejos, ¿vale?… Todos. Ella. Yo mismo, tal vez.
Hasta Horacio mata perros, que ya es… Por Dios. El colmo. Y usted, desde luego. Usted…
El buscador de naufragios se quedó de nuevo en suspenso, intentando dar con un término que definiese el papel de Coy en aquel embrollo.
—Mire —había cogido una llave y abierto un cajón, sacando de él una moneda reluciente de plata que arrojó sobre la mesa—. ¿Sabe qué es eso?… Lo que en mi oficio llamamos un columnario: ocho reales de plata acuñados en Potosí en 1739 por orden del rey Felipe V… Tiene delante… Fíjese. Es una de las famosas ‘piezas de a ocho’ protagonistas de todas las historias de piratas y tesoros…
Sacó otra diferente, más grande, arrojándola junto a la anterior. Esta vez se trataba de una medalla conmemorativa: tres figuras, una de ellas arrodillada, con la inscripción:
The pride of Spain humbled by A. Vernon
. El orgullo de España humillado, tradujo Coy, tomándola entre los dedos. En el anverso, varios navíos y otra inscripción:
They took Carthagena April 1741
. Tomaron Cartagena—de Indias, —supuso Coy— en abril, etcétera. Puso la medalla en la mesa, junto a la pieza de a ocho.
—Era un farol, porque no la llegaron a tomar —explicó Palermo—. El almirante Vernon se retiró derrotado sin poder saquear la ciudad como pretendía… El supuesto arrodillado de la medalla es el español Blas de Lezo, que nunca llegó a arrodillarse, entre otras cosas porque era manco y cojo. Aun así defendió la ciudad con uñas y dientes, haciéndoles perder a los ingleses seis barcos y nueve mil hombres… Las medallas que Vernon traía ya acuñadas para el acontecimiento hubo que hacerlas desaparecer… Salvo las que se hundieron en la bahía. Difíciles de encontrar.
Metió la mano en el cajón y extrajo un puñado de monedas diversas, que sopesó antes de dejarlas caer otra vez con tintineo metálico. El oro y la plata relucían al derramarse entre sus dedos cargados de anillos.
—Yo saqué ésa de un barco inglés hundido —dijo el cazador de tesoros—… Ésa, éstas y muchas otras: piezas de plata de cuatro y ocho reales, columnarios, macuquinas, doblones de oro, lingotes, joyas… Soy un profesional, ¿comprende?… Conozco palmo a palmo los nueve kilómetros de estanterías que tiene el Archivo de Indias, y también los archivos del Almirantazgo inglés, el palacio de la Inquisición de Cartagena de Indias, Simancas, Viso del Marqués, Medina Sidonia… Y no estoy dispuesto a tolerar que un par de aficionados me… Por Dios. Revienten el trabajo de toda mi vida…
Cogió la pieza de a ocho y la medalla de Vernon, devolviéndolas al cajón. Su sonrisa era tan simpática como la de un tiburón blanco al que acabaran de contarle un chiste de náufragos.
—Por eso voy a ir hasta el final —anunció por fin—. Sin piedad y sin reparos. Voy a ir hasta… Se lo juro. Y cuando termine con esto, esa mujer… Ya verá. En cuanto a usted, debe de estar loco —cerró el cajón y se metió la llave en el bolsillo—. No tiene ni la más remota idea de las consecuencias.
Coy se rascó la cara sin afeitar.
—¿Mandó a ese enano cabrón hasta Cádiz para hacernos venir y decirnos eso?
—No. Los hice llamar para proponerles un último arreglo. La última posibilidad. Pero usted…
Dejó sin terminar la frase, aunque estaba clara. No lo consideraba cualificado para esa negociación. Tampoco Coy se consideraba a sí mismo, y eso lo sabían ambos.
—Sólo he venido para ver cómo están las cosas —dijo—. Ella acepta que se vean.
Palermo entornó los ojos. Una luz de interés relucía tras sus párpados al acecho.
—¿Cuándo y dónde?
—Aquí en Gibraltar le parece bien. Pero no vendrá a la oficina. Prefiere un terreno neutral.
La escueta sonrisa mostró ahora un par de dientes muy sanos y blancos. El tiburón nadaba enaguas propias, pensó Coy. Olfateando.
—¿Y qué entiende ésa por terreno neutral?
—El mirador del Peñón que da sobre el aeropuerto estaría bien.
Palermo reflexionaba.
—¿Old Willis?… Por qué no. ¿A qué hora?
—Hoy, a las nueve.
El otro le echó un vistazo al reloj y meditó un poco más. La sonrisa cruel empezó a despuntar de nuevo.
—Dígale que estaré allí… ¿También irá usted?
—Lo sabrá cuando vaya.
Los ojos poco amistosos estudiaron a Coy de arriba abajo, y el cazador de tesoros se rió de formades agradable. No parecía impresionado en absoluto.
—Te crees un muchacho duro, ¿no es cierto?… —el brusco tuteo hacía el tono mucho más desagradable—. Por Dios. Eres un títere, como todos. Eso es lo que eres. Ellas nos usan como… Usar y tirar, eso es. Así lo hacen. Y tú… Conozco tu situación. Tengo medios para investigar… Bueno. Ya me entiendes. Conozco tu problema. Después de Madrid me ocupé de averiguarlo. Aquel barco en el Índico. Dos años de suspensión es mucho tiempo, ¿verdad? Yo, sin embargo… Quiero decir que tengo amigos con barcos que necesitan oficiales. Podría ayudarte.
Coy frunció el ceño. Todo aquello le causaba la impresión de un intruso revolviendo sus cajones. Volverse hacia la ventana y comprobar que alguien está allí, espiando.
—No necesito ayuda.
—Hum. Ya veo —Palermo lo observaba con mucha atención—. Pero no engañas a nadie, ¿sabes?… Debes de creerte un tipo original, pero… Por Dios. Te he visto ya cien veces antes. Entérate. A ver si te crees el único que leyó libros y fue al cine. Pero éstos no son los puertos de Asia, ni tú eres… Ni siquiera valdrías para una película mediocre. Peter O. Toole tenía mucha más clase. Y cuando ella… Bueno. Te dejará al garete, como esos barcos fantasmas saqueados y sin tripulantes… En esta novela no hay segundas oportunidades, a ver si te enteras. En este misterio del barco perdido, el capitán pierde el título definitivamente. Y la chica… Joder. Esa perra le escupe a la cara… No, no me mires así. No tengo dotes de adivino. Sólo ocurre que lo tuyo es tan elemental que da risa.
No se rió, sin embargo. Estaba sombrío, todavía en el borde de la mesa, con una mano a cada lado. Los ojos pardo y verde apuntaban más allá de Coy, absortos.
—Las conozco bien —dijo—. Zorras.
Ahora movía la cabeza. Estuvo así un poco, sin abrir la boca. Luego miró alrededor, como reconociendo el lugar en donde estaba. Su propio despacho.
—Juegan con armas —añadió— que nosotros incluso ignoramos que existen. Y son… Por Dios. Son mucho más listas que nosotros. Mientras pasábamos siglos hablando en voz alta y bebiendo cerveza, yéndonos a las Cruzadas o al fútbol con los amigotes, ellas estaban allí atrás, cosiendo, cocinando, observando…
El oro le tintineó mientras iba hasta un armarito y sacaba una botella de Cutty Sark y dos vasos anchos y chatos, de pesado cristal. Puso hielo de una cubitera, echó una generosa porción de whisky encada uno y volvió con ellos.
—Yo comprendo lo que te pasa —dijo.
Conservó un vaso en la mano y puso el otro en la mesa, ante Coy.
—Han sido y son todavía nuestros rehenes, ¿comprendes? —bebió un trago y luego otro, sin dejar de observarlo por encima del vaso—… Eso hace que su moral y la nuestra sean… No sé. Distintas. Tú y yo podemos ser crueles por ambición, por lujuria, por estupidez o ignorancia… Para ellas, sin embargo… Llámalo cálculo, si quieres. O necesidad… Un arma defensiva, a ver si me entiendes. Son malas porque se la juegan, y necesitan sobrevivir. Por eso pelean a muerte, cuando lo hacen. Esas putas no tienen retaguardia.
Había recuperado la sonrisa de escualo. Se apuntó una muñeca con el índice de la otra mano.
—Imagínate un reloj… Un reloj que sea preciso detener. Tú y yo lo pararíamos como cualquier hombre: dándole martillazos. La mujer no. Cuando tiene la oportunidad, lo que hace es desmontarte pieza a pieza. Sacarlo todo a la luz, de modo que nadie vuelva a ser capaz de recomponerlo. Que no vuelva a dar la hora jamás… Por Dios. Las he visto… Sí. Desmontan para siempre el mecanismo de hombres hechos y derechos con un gesto, una mirada o una simple palabra.
Bebió de nuevo, y torcía la boca al hacerlo. Una tintorera rencorosa. Sedienta.
—Ellas te matan y sigues andando y no sabes que estás muerto.
Coy reprimió el impulso de alargar la mano hacia el vaso que seguía intacto sobre la mesa. No por el simple hecho de beber, que era lo de menos, sino para hacerlo con el hombre que tenía delante. La Tripulación Sanders estaba demasiado lejos, el viejo ritual masculino lo tentaba, y después de todo, reflexionó, resultaba lógico que así fuera. En ese momento añoraba otra vez, desesperadamente, bares llenos de tipos que pronunciaban palabras incoherentes con la lengua entumecida por el alcohol, botellas vacías boca abajo en los cubos de hielo, mujeres que no soñaban con barcos hundidos o habían dejado de creer en ellos. Rubias que no eran jóvenes pero sí audaces, como en la canción del Marinero y el Capitán, bailando solas sin que les importara que se las echaran a suertes. Refugios y olvidos a tanto la hora. Mujeres sin fotos de niñas en marcos de plata, cuando la tierra firme se convertía en lugar habitable durante un rato, a modo de escala, esperando el momento de regresar, entre las grúas y los tinglados grises por la madrugada, hasta cualquier barco apunto de largar amarras, mientras los gatos y las ratas jugaban a las cuatro esquinas en el muelle. Bajé a tierra, había dicho una vez en Veracruz el Torpedero Tucumán. Bajé a tierra y sólo llegué hasta el primer bar.
—A las nueve, en el mirador —dijo Coy.
Albergaba una furia desolada, incómoda, dirigida contra sí mismo. Apretó los dientes, sintiendo endurecérsele los músculos de las mandíbulas. Entonces giró sobre sus talones, encaminándose a la puerta.
—¿Crees que te miento? —preguntó Palermo a su espalda—… Por Dios. Pronto verás… Maldita sea. Debiste seguir en el mar. Éste no es sitio para ti. Y lo pagarás, naturalmente —ahora su voz sonaba exasperada—. Todos pagamos tarde o temprano, y te llegará el turno. Pagarás por lo del Palace, y pagarás por no haber querido escucharme. Pagarás por haber creído en esa puta embustera. Y entonces ya no será cuestión de encontrar barco, sino de encontrar un agujero donde meterte… Cuando ella por su parte, y yo por la mía, hayamos terminado contigo.
Coy abrió la puerta. Sólo hay un viaje que harás gratis, recordó. El bereber estaba allí quieto y amenazador, cortándole el paso. La secretaria atisbaba curiosa desde su mesa, y al fondo, sentado en la silla, Kiskoros se pulía las uñas como si nada de aquello fuese con él. Tras consultar a su jefe, inquisitivo y silencioso, el bereber se hizo a un lado. Mientras cruzaba el vestíbulo camino de la calle, Coy todavía oyó las últimas palabras del cazador de tesoros:
—Sigues sin creerme, ¿verdad?… Pues pregúntale por las esmeraldas del
Dei Gloria
. So imbécil.
Punto de estima, decían los manuales de navegación, era cuando todos los instrumentos de a bordo se iban al diablo, y no había sextante, ni luna, ni estrellas, y era preciso situar la posición del barco mediante la última posición conocida, el compás, la velocidad y las millas recorridas. Dic Sand, el capitán de quince años ideado por Julio Verne, había tenido que gobernar de ese modo la goleta
Pilgrim
en el transcurso de su accidentado viaje de Auckland a Valparaíso. Pero el traidor Negoro colocó un trozo de hierro en la bitácora, desviando la aguja; y de ese modo el joven Dick, entre furiosos temporales, había pasado junto al cabo de Hornos sin verlo, y confundiendo Tristán da Cunha con la isla de Pascua, terminaba encallado en la costa de Angola creyendo estar en Bolivia. Un error de estima semejante no conocía parangón en los anales del mar; y Julio Verne, había decidido Coy cuando leyó aquel libro siendo alumno de náutica, no tenía ni la más remota idea de la práctica dela navegación. Pero el recuerdo lejano de esa lectura le vino ahora a la cabeza con la fuerza de una advertencia. Navegar a ciegas, basándose en la estima, no planteaba demasiados problemas si el Piloto era capaz de situarse a partir de la distancia recorrida, el abatimiento y la deriva, llevándolos a la carta para establecer el lugar supuesto en que uno se hallaba. El problema, relativo en alta mar, se convertía en grave a la hora de acercarse a tierra: la recalada. Aveces los barcos se perdían en el mar, pero mucho más a menudo los barcos y los hombres se perdían entierra. Uno colocaba el lápiz sobre un punto de la carta, decía estoy aquí, y en realidad estaba allí, sobre un bajo, unos arrecifes, una costa a sotavento, y de pronto escuchaba el crujido del casco abriéndose bajo sus pies. Crac. Y allí terminaba todo.
Por supuesto, había un traidora bordo. Ella había colocado un trozo de hierro en la bitácora, y una vez más él se había encontrado calculando mal los indicios de que disponía. Pero lo que antes tenía menos importancia, e incluso daba emoción al juego, ahora, en la incertidumbre de la recalada próxima, parecía inquietante. Todas las luces de alarma parpadeaban, rojas, en el instinto marino de Coy mientras caminaba por el pantalán de Marina Bay, entre los yates amarrados en las cercanías de la pista del aeropuerto. Había una brisa de levante que corría sobre el istmo y campanilleaba contra los mástiles en las drizas de los veleros, poniendo fondo a la voz tranquila de Tánger. Ella hablaba de esmeraldas, y lo hacía con una serenidad increíble, tan fría como si aquél fuese un tema corriente que hubieran estado sacando a colación a cada momento. Había escuchado las recriminaciones de Coy en silencio, sin responder a los sarcasmos que éste preparó en la caminata desde la oficina de Nino Palermo hasta el puerto deportivo donde ella aguardaba noticias. Después, cuando él hubo agotado sus argumentos y se quedó mirándola apenas contenido y muy furioso, en demanda de una explicación que le impidiera liar el petate y largarse de allí en el acto, Tánger se había puesto a hablar de esmeraldas con la mayor naturalidad del mundo, como si durante aquellos días sólo hubiera estado esperando la pregunta de Coy para contárselo todo. Aunque vete a saber, pensaba él, si aquel
todo
era esta vez realmente
todo
.
—Esmeraldas —había dicho a modo de introducción, reflexiva, como si la palabra le recordase algo. Y luego estuvo un rato callada, contemplando el mar que se extendía como un semicírculo de ese mismo color por la bahía de Algeciras. Después, antes de que Col blasfemara por tercera vez, se había puesto a hablar de la más preciosa y la más delicada de las piedras. La más frágil y la que con más dificultad reunía los atributos necesarios: color, limpieza, brillo y tamaño. Aún tuvo tiempo de explicar que con el diamante, el zafiro y el rubí constituía el grupo de las cuatro principales piedras preciosas, y que era, como las otras, carbón convertido en formaciones de cristal inalterable; pero mientras el diamante tenía color blanco, y el zafiro azul, y el rubí rojo, el color de la esmeralda era un verde tan extraordinario y singular que para definirlo era preciso recurrir a su propio nombre.