La carta esférica (13 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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—¿Cómo ves nuestras posibilidades?

Coy parpadeó, como si acabara de regresar en ese instante de la cubierta del bergantín. Tánger lo miraba con atención, esperando una respuesta. Era evidente que ella misma lo había considerado todo del derecho y del revés, pero deseaba escucharlo de su boca. Él encogió los hombros:

—El primer problema es que los tripulantes del
Dei Gloria
se situaron sobre esta carta, no sobre las cartas modernas. Y nosotros tenemos que situarnos con cartas modernas, aunque usemos ésta como punto de partida… Convendría calcular las diferencias entre el Urrutia y las cartas actuales. Medir los grados exactos y todo eso. Ya sabemos que el cabo de Palos está en el Urrutia un par de minutos más al sur —indicó la carta con el lápiz—… Como puedes ver, toda la línea de la costa desde cabo de Agua fue dibujada creyéndola casi horizontal, cuando en realidad sube un poco oblicuamente, así, hacia el nordeste. Fíjate en dónde está el bajo de la Hormiga en el Urrutia, y dónde en la carta moderna.

Cogió el compás de puntas, obtuvo la distancia de cabo de Palos al paralelo más próximo, y luego llevó el compás sobre la escala vertical a la izquierda de la carta, para medirla en millas. Ella seguía sus movimientos con atención, inmóvil su mano sobre la mesa, muy cerca del brazo de Coy. El cabello rubio y lacio pendía de nuevo sobre su rostro, rozándole la barbilla.

—Vamos a calcular exactamente…—Coy anotaba las cifras con lápiz en una hoja del cuaderno—.

¿Ves?… Los 37º 35’ del Urrutia se nos convierten… Eso es. 37º 38’ de latitud real. En realidad, 37º 37’ y unos treinta o cuarenta segundos, que expresado en cifras para una carta náutica moderna, donde los segundos figuran como una fracción decimal añadida a los minutos, resulta 37º 37,5’. Lo que hace dos millas y media de error aquí, en la punta del cabo de Palos. Quizás hasta una milla en cabo Tiñoso. Esa diferencia es fundamental si se trata de un pecio… De un barco hundido. Puede situarlo cerca de la costa, a veinte o treinta metros, donde resulta fácil acceder a él, o demasiado lejos, con sondas que van aumentando y pasan a cien, doscientos o más metros, haciendo imposible descender o localizarlo siquiera.

Se detuvo, mirándola. Observaba, todavía inclinado el rostro, los números de sonda marcados en la carta. Era obvio que Tánger sabía de sobra todo aquello. Quizá necesita que alguien se lo confirme en voz alta, pensó Coy. Tal vez pretende que le digan que es posible hacerlo. La cuestión sigue siendo por qué yo.

—¿Crees que puedes bajar hasta cincuenta metros? —preguntó ella.

—Supongo que sí. Llegué algo más abajo de los sesenta, aunque el límite de seguridad son cuarenta. Pero entonces tenía veinte años menos… El problema es que a esa profundidad puedes estar muy poco tiempo abajo, al menos con equipos normales de aire comprimido… ¿Tú no buceas?

—No. Me da horror. Y sin embargo…

Coy seguía adujando cabos. Marino. Buzo. Conocimientos de navegación a vela. Estaba clarísimo, se dijo, que ella no lo tenía allí porque la fascinara su conversación. Así que no te hagas ilusiones, chico. No le interesa tu cara bonita. Suponiendo que tu cara haya sido bonita alguna vez.

—¿Hasta dónde calculas que podrías llegar? —quiso saber Tánger.

—¿Vas a dejar que baje solo, sin ver lo que hago?

—Confío en ti.

—Eso es lo que me mosquea. Que confíes tanto en mí.

Al decir confío en ti se había vuelto por fin hacia él. Maldita, pensó. Se diría que pasa las noches planificando cada gesto. Observó la cadena de plata que desaparecía en el cuello de la camiseta blanca, hacia los sugerentes volúmenes que se moldeaban bajo la camisa abierta. No sin esfuerzo, reprimió el impulso de sacársela fuera y echar un vistazo.

—Salvo que utilices equipos especiales, lo que un buceador puede bajar sin problemas no va más allá de ochenta metros explicó él—. Y ésa es mucha profundidad. Además, si trabajas te cansas y consumes más aire, y todo se complica… Hay que usar mezclas, y tablas de descompresión detalladas.

—No es mucha profundidad. Al menos eso creo.

—¿Ya has hecho tus cálculos?

—En la medida de mis posibilidades.

—Pues te veo muy segura.

Coy sonreía. Lo hizo sólo a medias, pero a ella no pareció gustarle esa sonrisa.

—Si estuviera muy segura no te necesitaría.

Él se echó hacia atrás en la silla. El movimiento hizo incorporarse a
Zas
, que le dio un par de afectuosos lametones en el brazo.

—En ese caso —estimó— tal vez haya posibilidad de bajar. Aunque eso de las posiciones siempre es relativo, incluso con cartas modernas y GPS. No es fácil encontrar un barco, o lo que suele quedar de él. Y mucho menos un barco hundido hace dos siglos y medio… Depende de la naturaleza del fondo y de muchas otras cosas. La madera se habrá ido al diablo, o el fango puede cubrir el pecio. Y luego están las corrientes, la mala visibilidad…

Tánger había cogido la cajetilla de tabaco, pero se limitaba a darle vueltas entre los dedos. Contemplaba las facciones de Héroe.

—¿Tienes mucha experiencia como buceador?

—Tengo alguna. Hice un curso en el Centro de Buceo de la Armada, y un par de veranos trabajé limpiando cascos de buques, con un cepillo de alambre y sin ver más allá de mis narices. En vacaciones también sacaba ánforas romanas con Pedro el Piloto.

—¿Quién es Pedro el Piloto?

—El patrón del
Carpanta
. Un amigo.

—Ahora eso está prohibido.

—¿Tener amigos?

—Sacar ánforas.

Había dejado la cajetilla y miraba a Coy. Éste creyó advertir una chispa de especial atención en sus ojos.

—También entonces lo estaba —admitió—. Pero la clandestinidad le ponía emoción. Además, ningún guardia mira tu bolsa cuando vuelves de una inmersión, en un puerto donde eres conocido. Dices hola, él dice hola, sonríes y listo. En aquella época, frente a Cartagena, la costa era un inmenso campo de restos arqueológicos. Yo buscaba sobre todo cuellos de ánfora, que son muy bonitos, y vasijas… Usaba una pala de ping—pong para remover la arena que las cubría. Y llegué a conseguir docenas.

—¿Qué hacías con todo eso?

—Se lo regalaba a mis novias.

No era cierto, o al menos no del todo. Una vez en tierra, sacadas discretamente bajo las narices de los carabineros, esas ánforas las habían vendido el Piloto y Coy a turistas y anticuarios, repartiéndose las ganancias. En cuanto a las novias, Tánger no preguntó si habían sido muchas o pocas. En realidad, de aquel tiempo Coy sólo recordaba con especial afecto a una: se llamaba Eva y era norteamericana, hija de un técnico de la refinería de Escombreras. Una chica sana, rubia y bronceada, de dientes blancos y espaldas de windsurfista, junto a la que pasó un verano cuando él ya era estudiante de náutica. Reía a carcajadas por cualquier cosa, tenía bonitas caderas y era pasiva y tierna haciendo el amor, en calas escondidas entre acantilados de piedra oscura, con el mar lamiéndoles las piernas, en rojos atardeceres rebozados de salitre y arena. Durante un tiempo, Coy retuvo en los dedos y en la boca el sabor de su carne y de su sexo: aromas de sal, yodo, agua secándose sobre una piel caliente bajo los rayos del sol. También guardó algunos años una fotografía: ella junto al mar, el pecho desnudo, el pelo húmedo y echada hacia atrás la cabeza, bebiendo en una bota de vino que le dejaba regueros como de sangre entre los senos menudos, insolentes, de jovencita. Como buena chica gringa, su memoria histórica, reducida a sólo dos o tres centurias, le había planteado dificultades para aceptar, incrédula, que el fragmento de barro con asas regalado por Coy —un elegante cuello de ánfora olearia del siglo I, procedente del pecio del
Capitán
— llevaba dos mil años en el fondo del mar en cuya orilla se amaron aquel verano.

—Conoces bien esas aguas, entonces —dijo Tánger.

No era pregunta, sino reflexión en voz alta. Parecía satisfecha, y él hizo un gesto vago sobre la carta.

—En algunos sitios, sí. Sobre todo entre cabo Tiñoso y cabo de Palos. Incluso visité un par de naufragios… Pero nunca oí hablar del
Dei Gloria
.

—Ni tú ni nadie. Y varias razones explican por qué. En primer lugar, había algún misterio a bordo; como lo prueban los pocos datos obtenidos del pilotín y su extraña desaparición. Además, la situación que dio a las autoridades de marina…

—Suponiendo que fuese auténtica…

—Supongámoslo, puesto que no tenemos otra cosa.

—¿Y si no lo es?

Tánger enarcaba las cejas recostándose en la silla, con un suspiro.

—Entonces tú y yo habremos perdido el tiempo.

De pronto parecía fatigada, como si la apreciación de Coy la hiciera considerar la eventualidad de un fracaso. Fue sólo un momento, durante el que estuvo inclinada hacia atrás y mirando la carta; y luego apoyó una mano firme sobre la mesa, adelantó el mentón y dijo que había otras razones por las que el barco no fue buscado. La posición que dio el pilotín lo situaba en una zona de difícil acceso en 1767. Después la técnica facilitó ese tipo de inmersiones, pero el
Dei Gloria
ya estaba sepultado entre legajos y polvo, y nadie volvió a acordarse de él.

—Hasta que apareciste tú —apuntó Coy.

—Eso es. Pudo ser cualquier otro, pero fui yo. Encontré el documento y me puse a trabajar. ¿Qué otra cosa podía hacer?…—rozó con las yemas de los dedos, casi afectuosa, a Héroe en su paquete de cigarrillos—. Se parecía a eso que a veces sueñas cuando niña. El mar, el tesoro…

—Dijiste que no hay tesoros de por medio.

—Y es cierto; no los hay. Al menos en lingotes de plata, doblones o piezas de a ocho. Pero el encanto persiste… Voy a enseñarte algo.

Parecía distinta, más joven, cuando se levantó y fue hasta los libros del anaquel: tal vez porque se movía con una decisión llena de vigor que hacía flotar los faldones de la camisa militar que llevaba abierta, o porque sus ojos eran más azul marino que nunca y parecían sonreír cuando vino de regreso a la mesa con dos álbums de Tintín en las manos:
El secreto del Unicornio
y
El tesoro de Rackham el Rojo
.

—El otro día me dijiste que no eras tintinófilo, ¿verdad?

Coy movió la cabeza ante la extraña pregunta, y repitió que para nada, que muy por encima. Lo suyo habían sido
La isla del tesoro
,
Jerry en la isla
y otros libros sobre el mar de Stevenson, Veme, Defoe, Marryat y London, antes de pasarse con armas y bagajes a
Moby Dick
. Conrad vino luego, por vía natural, con
La línea de sombra
y con el tiempo.

—¿Es verdad que sólo lees libros sobre el mar?

—Sí.

—¿En serio?

—En serio. Ésos los he leído todos. O casi todos.

—¿Cuál es tu favorito?

—No hay un favorito. No hay libros separados de otros. Todos los libros que hablan del mar, desde la
Odisea
a la última novela de Patrick O.Brian, están interconectados, como una biblioteca.

—La biblioteca de Borges…

Ella sonreía, y Coy encogió los hombros con sencillez.

—No lo sé. Nunca leí nada de ese Borges. Pero es cierto lo que digo: el mar se parece a una biblioteca.

—Los libros que hablan de las cosas de tierra firme también son interesantes.

—Si tú lo dices…

Entonces ella, que abrazaba los dos álbums contra el pecho, se echó a reír, y parecía una mujer muy diferente al hacerlo. Se echó a reír franca, alegremente, y luego dijo: mil millones de mil rayos. Dijo eso ahuecando la voz como lo haría un pirata tuerto y cojo con un loro en el hombro; y mientras el sol que entraba por la ventana le doraba más las puntas asimétricas del cabello, se sentó de nuevo junto a Coy, abrió los tintines y pasó sus páginas. Aquí también hay mar, dijo. Mira. Aquí todavía es posible la aventura. Una puede emborracharse miles de veces con el capitán Haddock —el whisky Loch Lomond, por si no lo sabes, carece de secretos para mí—. También salté en paracaídas sobre la Isla Misteriosa con la bandera verde de la FEIC entre los brazos, crucé innumerables veces la frontera entre Syldavia y Borduria, juré por los bigotes de Pleksy—Gladz, navegué en el
Karaboundjan
, el
Ramona
, el
Spedol Star
, el
Aurora
y el
Sirius
—seguro que más barcos que tú—, busqué el tesoro de Rackham el Rojo, siempre al oeste, y caminé sobre la Luna mientras Hernández y Fernández, con el pelo de colorines, hacían de payasos en el circo de Hiparco. Y cuando estoy sola, Coy, cuando estoy muy sola muy sola muy sola, entonces enciendo un cigarrillo de los de tu amigo Héroe, hago el amor con Sam Spade, y sueño con halcones malteses mientras convoco a mi alrededor, entre el humo, a los viejos amigos: Adballah, Alcázar, Serafín Latón, Chester, Zorrino, Pst, Oliveira de Figueira, y en la minicadena suena el aria de las joyas de
Fausto
en una antigua grabación de Bianca Castafiore…

Había puesto, mientras hablaba, los dos álbums sobre la mesa. Eran ediciones antiguas, con el lomo de tela azul la una y verde la otra. La portada del primero mostraba a Tintín, Milú y al capitán Haddock con un sombrero emplumado, y un galeón navegando velas al viento. En el segundo, Tintín y Milú recorrían el fondo del mar a bordo de un sumergible con forma de tiburón.

—Es el submarino del profesor Tornasol —dijo Tánger—… Cuando era niña, ahorraba para comprar estos libros a base de cumpleaños, santos y aguinaldos navideños como lo habría hecho el mismísimo Scrooge… ¿Sabes quién era Ebenezer Scrooge?

—¿Un marino?

—No. Un tacaño. El jefe del buen Bob Cratchit.

—Ni idea.

—Es igual —prosiguió ella—. Yo reunía moneda a moneda para ir luego a la librería y salir con uno de éstos en las manos, contenido el aliento, gozando del tacto de sus tapas duras de cartón, los colores de las espléndidas portadas… Y luego, a solas, abría sus páginas y respiraba el olor a papel, a tinta fresca bien impresa, antes de zambullirme en su lectura. Así, uno a uno, reuní los veintitrés… De aquello ha pasado muchísimo tiempo; pero todavía, al abrir un Tintín, puedo sentir ese aroma que a partir de entonces asocié con la aventura y la vida. Con el cine de John Ford y John Huston,
Las aventuras de Guillermo
y algunos libros, estos álbums formatearon para siempre el disquete de mi infancia.

Había abierto
El tesoro de Rackham el Rojo
por la página 40. En una gran ilustración central, Tintín, vestido de buzo, se acercaba caminando por el fondo del mar al pecio impresionante del
Unicornio
hundido.

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