Se me ha ocurrido algo, dijo por fin ella. Se me ha ocurrido algo que quizá te interese. Tengo una proposición que hacerte. Y he pensado que tal vez puedas venir a mi casa, ahora.
Una vez, navegando de tercer oficial, Coy se había cruzado con una mujer en un barco. El encuentro duró un par de minutos, el tiempo exacto que el yate —ella tomaba el sol en la popa— tardó en pasar junto al
Otago
, un buque en cuyo alerón Coy miraba el mar. Por toda la cubierta se oía el repiqueteo monótono de los marineros martilleando el casco para quitar el óxido antes de repasar con minio y pintura. El mercante estaba fondeado entre Malamocco y Punta Sabbioni; al otro lado del Lido podía ver el resplandor del sol en la laguna veneciana, y al fondo, a tres millas de distancia, el Campanile y las cúpulas de San Marcos, y los tejados de la ciudad oscilantes en la reverberación de la luz y de la arena. Soplaba un poniente suave, de ocho o diez nudos, que rizaba un poco la mar llana haciendo bornear las proas de los barcos en dirección a las playas punteadas de sombrillas y casetas multicolores de los bañistas; y esa misma brisa trajo del canal la goleta, amurada a estribor con toda la blanca elegancia de sus velas desplegadas arriba, haciéndola deslizarse a medio cable de Coy. Requirió éste los prismáticos para verla mejor, admirando la finura de líneas del casco de madera barnizada, el lanzamiento de la proa, la jarcia y los herrajes relucientes bajo el sol. Había un hombre a la caña, y tras él, junto al coronamiento de popa, una mujer sentada leía un libro. Dirigió hacia ella los prismáticos: era rubia, con el pelo recogido sobre la nuca, y su aspecto evocaba a mujeres vestidas de blanco que uno podía imaginar fácilmente en ese mismo lugar o en la Riviera francesa, a principios de siglo. Mujeres bellas e indolentes, protegidas bajo el ala amplia de un sombrero o una sombrilla. Esfinges que entornaban los ojos contemplando el mar azul, leían o callaban. Coy siguió con avidez aquel rostro a través del doble círculo de las lentes Zeiss, estudiando el perfil, el mentón inclinado, los ojos bajos concentrados en la lectura, el cabello tirante en las sienes. En otro tiempo, pensó, los hombres mataban o arruinaban sus fortunas, vidas y reputación por mujeres como ésa. Quiso ver las facciones de quien tal vez la merecía, y buscó al que iba al timón; pero éste se encontraba vuelto hacia la otra borda, y sólo pudo apreciar un confuso escorzo, un cabello gris y una piel bronceada. La goleta se alejaba; y temeroso de perder los últimos instantes, volvió a encuadrar a la mujer. Un segundo más tarde ella alzó el rostro y miró directamente a través de los prismáticos, a Coy, a través de las lentes y la distancia, clavando sus ojos en los de él. Le dirigió una mirada ni fugaz ni detenida, ni curiosa ni indiferente. Tan serena y segura de sí que no parecía humana. Y Coy se preguntó cuántas generaciones de mujeres eran necesarias para mirar de ese modo. En aquel momento sintió una confusión terrible y bajó los prismáticos, azorado, por estar observándola tan de cerca; hasta que, ya a simple vista, comprobó que la mujer se hallaba demasiado lejos para mirarlo a él, y que aquellos ojos que había sentido penetrar hasta sus entrañas no eran sino un vistazo casual, distraído, que ella dirigía de paso al buque fondeado que la goleta dejaba atrás, adentrándose en el Adriático. Y Coy se quedó allí, acodado en el alerón viéndola irse. Y cuando por fin reaccionó y volvió a enfocar los prismáticos, sólo pudo ver ya el espejo de popa y el nombre de la embarcación pintado con letras negras en un listón de teca:
Riddle
. Enigma.
Coy no era en extremo inteligente. Leía mucho; pero sólo del mar. Sin embargo, había pasado su infancia entre abuelas, tías y primas, a orillas de otro mar cerrado y viejo, en una de esas ciudades mediterráneas donde durante miles de años las mujeres enlutadas se reunían al atardecer para hablar en voz baja y observar a los hombres en silencio. Todo eso le había dejado cierto fatalismo atávico, un par de razonamientos y muchas intuiciones. Y ahora, frente a Tánger Soto, pensaba en la mujer de la goleta. A fin de cuentas, se dijo, tal vez una y otra eran la misma, y la vida de los hombres gira siempre en torno a una sola mujer: aquella donde se resumen todas las mujeres del mundo, vértice de todos los misterios y clave de todas las respuestas. La que maneja el silencio como nadie, tal vez porque ése es un lenguaje que habla a la perfección desde hace siglos. La que posee la lucidez sabia de mañanas luminosas, atardeceres rojos y mares azul cobalto, templada de estoicismo, tristeza infinita y fatiga para las que —Coy tenía esa extraña certeza— no basta una sola existencia. Era necesario, además y sobre todo, ser hembra, mujer, para mirar con semejante mezcla de hastío, sabiduría y cansancio. Para disponer de aquella penetración aguda como una hoja de acero, imposible de aprender o imitar, nacida de una larga memoria genética de vidas innumerables, viajando como botín en la cala de naves cóncavas y negras, con los muslos ensangrentados entre ruinas humeantes y cadáveres, tejiendo y destejiendo tapices durante innumerables inviernos, pariendo hombres para nuevas Troyas y aguardando el retorno de héroes exhaustos; de dioses con pies de barro a los que a veces amaba, a menudo temía y casi siempre, tarde o temprano, despreciaba.
—¿Quieres más hielo? —preguntó ella.
Negó con la cabeza. Hay mujeres, concluyó casi asustado, que ya miran así desde que nacen. Que miran como en ese momento lo miraban a él en el pequeño salón de la casa, cuyas ventanas se abrían al paseo Infanta Isabel y al edificio iluminado de ladrillo y cristal de la estación de Atocha. Voy a contarte una historia, había dicho ella apenas abrió la puerta, cerrándola a su espalda antes de conducirlo al cuarto de estar escoltado por un perro labrador de pelo corto y dorado que ahora estaba cerca, fijos en Coy los ojos oscuros y tristes. Voy a contarte una historia de naufragios y barcos perdidos —estoy segura de que te gusta ese tipo de historias—, y tú no vas a abrir la boca hasta que termine de contártela. No vas a preguntarme si es real o inventada o ninguna otra cosa, y vas a estar todo el tiempo callado, bebiéndote esta tónica sola porque lamento comunicarte que no tengo ginebra en mi casa, ni azul ni de ningún otro color. Después haré tres preguntas, a las que responderás sí o no. Luego te dejaré hacerme una pregunta, una sola, que bastará por esta noche, antes de que regreses a tu hostal a dormir… Y eso será todo. ¿Hay trato?
Coy había respondido sin titubear, hay trato, quizás un poco desconcertado pero encajando el asunto con razonable sangre fría. Luego fue a sentarse donde ella le indicó: un sofá tapizado en tela beige sobre una alfombra de buen aspecto, en el salón de paredes blancas ocupado por una cómoda, una mesita moruna bajo una lámpara, un televisor con vídeo, un par de sillas, un marco con una fotografía, una mesa con ordenador junto a un aparador lleno de libros y papeles, y una minicadena de sonido en cuyos altavoces Pavarotti —a lo mejor no era Pavarotti— cantaba algo parecido a
Caruso
. Echó una ojeada a los lomos de algunos libros:
Los jesuitas y el motín de Esquilache
.
Historia del arte y ciencia de navegar
.
Los ministros de Carlos III
.
Aplicaciones de Cartografía Histórica
.
Mediterranean Spain Pilot
.
Espejos de una biblioteca
.
Navegantes y naufragios
.
Catálogo de Cartografía Histórica de España del Museo Naval
.
Derrotero de las costas de España en el Mediterráneo…
También había novelas y literatura en general: Isak Dinesen, Lampedusa, Nabokov, Lawrence Durrell —el del
Cuarteto
de la cuesta Moyano—, algo llamado
Fuego verde
, de un tal Peter W. Rainer,
El espejo del mar
de Joseph Conrad, y varios más. Coy no había leído absolutamente nada de aquello, salvo lo de Conrad. Le llamó la atención un libro en inglés titulado igual que la película:
The Maltese Falcon
. Era un ejemplar usado, viejo, y en la cubierta amarilla había un halcón negro y una mano de mujer mostrando monedas y joyas.
—Es la primera edición —dijo Tánger, al ver que se detenía en ella—… Publicada en Estados Unidos el día de San Valentín de 1930, al precio de dos dólares.
Coy tocó el libro.
By Dashiell Hammet
, decía en la cubierta.
Author of The Dain Curse
.
—Vi la película.
—Claro que la viste. Todo el mundo la ha visto —Tánger señaló un anaquel—. Sam Spade tuvo la culpa de que por primera vez yo fuese infiel al capitán Haddock.
En el anaquel, un poco aparte del resto, estaba lo que parecía una colección completa de
Las aventuras de Tintín
. Junto a los lomos de tela de los volúmenes, estrechos y altos, vio una pequeña copa de plata abollada, y una postal. Reconoció el puerto de Amberes, con la catedral a lo lejos. A la copa le faltaba un asa.
—¿Los leíste de niño?…
Él seguía mirando la copa de plata.
Trofeo de natación infantil, 19…
Era difícil leer la fecha.
—No —dijo—. Los conozco, y tal vez hojeé alguno, me parece. Un aerolito que cae en el mar.
—
La estrella misteriosa
.
—Será ése.
El piso no era lujoso pero andaba por encima de la media, con cojines de cuero de buena calidad y un cuadro auténtico en la pared, un óleo antiguo en marco ovalado con un paisaje de un río y una barca bastante aceptable —pese a llevar, estimó, poca vela para aquel río y aquel viento—, y cortinas de buen gusto en las dos ventanas que daban a la calle; y la cocina de la que ella había traído la tónica y el hielo y un par de vasos tenía aspecto limpio y luminoso, con un microondas a la vista, un frigorífico, una mesa y taburetes de madera oscura. Iba vestida casi como por la mañana, suéter de algodón ligero en vez de blusa, y no llevaba zapatos. Los pies, enfundados en las medias negras, se movían silenciosos por la casa, como los de una bailarina, con el labrador pendiente de cada paso. La gente no aprende a moverse así, pensó Coy. Eso no puede aprenderse de modo consciente, nunca. Uno se mueve, o no se mueve, de un modo o de otro. Una mujer se sienta, habla, camina, inclina la cabeza o enciende un cigarrillo de tal o cual forma. Unas formas se aprenden, y otras no. Modos y modos. Nadie puede superar determinados límites aunque se lo proponga, si no lo lleva dentro. Modales determinados. Gestos. Maneras.
—¿Sabes algo de naufragios?
La pregunta cambió sus pensamientos y lo hizo reír sordamente, la nariz dentro del vaso.
—No he naufragado nunca del todo, si a eso te refieres… Pero dame tiempo.
Ella fruncía el ceño, ajena a la ironía.
—Hablo de naufragios antiguos —seguía mirándolo a los ojos—. De barcos hundidos hace tiempo.
Se tocó la nariz antes de responder que no mucho. Había leído cosas, claro. Y buceado junto a alguno de ellos. También conocía la clase de historias que suelen contarse entre marinos.
—¿Alguna vez has oído hablar del
Dei Gloria
?
Hizo memoria un instante. El nombre le era desconocido.
—Un barco de vela de diez cañones —apuntó ella . Se hundió frente a la costa sudeste española el 4 de febrero de 1767.
Coy dejó el vaso en la mesita baja, y el movimiento hizo que el perro viniera a lamerle la mano.
—Ven aquí,
Zas
—dijo Tánger—. No molestes.
El perro ni se inmutó. Siguió junto a Coy, dándole lametones, arf, arf, y ella creyó necesario disculparse. En realidad no era suyo, dijo. Era de una amiga con la que compartía piso; pero la amiga tuvo que irse a otra ciudad dos meses atrás, por motivos de trabajo, y ahora viajaba todo el tiempo. Tánger había heredado su media casa y a
Zas
.
—No importa —medió Coy—. Me gustan los perros.
Era cierto. En especial los de caza, que solían ser leales y silenciosos. Durante un tiempo, en su infancia, poseyó un setter color canela que miraba igual que ése; y también hubo un chucho que había subido al
Daggoo IV
en Málaga, quedándose a bordo hasta que se lo llevó un golpe de mar a la altura de cabo Bojador. Acarició a
Zas
tras las orejas, distraído, y el perro se mantuvo cerca de su mano, moviendo alegremente el rabo. Arf.
Entonces Tánger contó la historia del barco perdido.
Se llamaba
Dei Gloria
, y era un bergantín. Había salido de La Habana el 1 de enero de 1767, con veintinueve tripulantes y dos pasajeros. El manifiesto de carga declaraba algodón, tabaco y azúcar con destino al puerto de Valencia. Aunque oficialmente pertenecía a un armador llamado Luis Fornet Palau, el
Dei Gloria
era propiedad de la Compañía de Jesús. Según se comprobó más tarde, aquel Fornet Palau era testaferro de los jesuitas, que dirigían por su mediación una pequeña flotilla mercante encargada de asegurar el tráfico de personas y el comercio que la Compañía, muy poderosa entonces, mantenía con sus misiones, reducciones e intereses en las colonias. El
Dei Gloria
era el mejor barco de esa flota: el más rápido y el mejor armado para un tráfico amenazado por los corsarios ingleses y argelinos. Lo mandaba un capitán de confianza llamado Juan Bautista Elezcano: vizcaino, experimentado, cercano a los jesuitas hasta el punto de que su hermano, el padre Salvador Elezcano, era uno de los principales asistentes del general de la Orden, en Roma.
Tras avanzar los primeros días dando bordos contra un viento contrario del este, el bergantín encontró pronto los del tercer y cuarto cuadrante, que lo ayudaron a cruzar el Atlántico entre fuertes rachas y chubascos. El viento refrescó al sudoeste de las Azores hasta convertirse en temporal que causó daños en la arboladura, e hizo que las bombas de achique trabajaran sin descanso. De ese modo el
Dei Gloria
alcanzó el paralelo 35º y siguió navegando sin otra novedad hacia el este. Luego dio una bordada en dirección al golfo de Cádiz a fin de resguardarse de los levantes del Estrecho, y sin tocar ningún puerto se halló al otro lado de Gibraltar el 2 de febrero. Al día siguiente dobló el cabo de Gata, navegando hacia el norte a la vista de la costa.
A partir de ese punto empezaron a complicarse las cosas. La tarde del 3 de febrero se había avistado una vela por la popa del bergantín. Avanzaba con rapidez aprovechando el viento sudoeste, y pronto fue identificada como un jabeque que les daba alcance. El capitán Elezcano mantuvo el andar del
Dei Gloria
, que navegaba con foque y velas bajas; pero hallándose el jabeque a poco más de una milla observó algo sospechoso en su comportamiento, por lo que hizo largar más vela. En ese momento el otro arrió la bandera española, y revelándose como corsario prosiguió sin disimulo la caza. Era un barco con patente argelina, habitual de esos parajes, que de vez en cuando cambiaba de pabellón y utilizaba Gibraltar como base. Según pudo establecerse más tarde, su nombre era
Chergui
, y lo mandaba un antiguo oficial de la Armada británica, un tal Slyne, también conocido por capitán Mizen, o Misián.