Eso no era nada, pues nada había dicho ni hecho todavía, salvo acercarse a la dársena con mucho cuidado, las máquinas en avante poca, mientras esperaba que el práctico subiese a bordo. No era nada, y Tánger Soto lo sabía tan bien como él.
—Vaya —dijo ella.
Estaba apoyada en el borde de la mesa de su despacho, cruzados los brazos, y seguía mirándolo reflexiva, con la misma fijeza que antes; pero ahora también sonreía un poco, como si quisiera gratificar su esfuerzo, o su calma, o su manera de encararla sin esquivarle los ojos, sin alardes presuntuosos ni evasivas forzadas. Como si apreciara aquel modo de ponerse ante ella, pronunciar las palabras imprescindibles para justificar su presencia, y luego quedarse quieto con la mirada y la sonrisa limpias, sin pretender engañarla ni engañarse, aguardando el veredicto.
Y ahora fue ella la que habló. Lo hizo sin apartar sus ojos de los de él, interesada en comprobar el efecto de las palabras, o tal vez del tono en que iba pronunciándolas una tras otra. Habló con naturalidad y un vago reflejo de afecto, o de agradecimiento, rozándole los labios. Habló de la extraña noche de Barcelona, del placer que le causaba verlo de nuevo. Y al fin se quedaron observándose, dicho todo cuanto era posible decir hasta ese momento. Y Coy supo otra vez que había llegado el momento de irse, o de buscar un tema, un pretexto, alguna maldita cosa que le permitiera prolongar la situación. O de que ella lo acompañara a la puerta dándole las gracias por la visita, o le dijese que no se fuera todavía. De modo que se puso lentamente en pie.
—Espero que no volviera a molestarte aquel individuo.
—¿Quién?
Había tardado un segundo más de lo necesario en responder, y él se dio cuenta.
—El de la coleta y los ojos bicolores —alzó dos dedos hasta la cara, señalándose los suyos—. El dálmata.
—Ah, ése.
No aclaró nada más de momento, pero Coy vio endurecerse las líneas de su boca.
—Ése —repitió ella.
Lo mismo podía estar reflexionando sobre aquel individuo, que ganando tiempo para salir por la tangente. Coy metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó un vistazo alrededor. El despacho era pequeño y luminoso, con un pequeño rótulo junto a la puerta:
Sección IV. T. Soto. Investigación y adquisiciones
. Había un grabado antiguo con paisaje marino colgado en la pared, y un gran tablero en un caballete con grabados, planos y cartas náuticas. También un armario acristalado lleno de libros y archivadores, carpetas con documentos sobre la mesa de trabajo, y un ordenador cuya pantalla estaba rodeada de pequeñas hojas autoadhesivas, anotadas con escritura redonda, de colegiala aplicada, que Coy identificó fácilmente —llevaba su tarjeta en el bolsillo— por los grandes círculos que puntuaban las íes.
—No ha vuelto a molestarme —concluyó por fin ella, como si hubiera necesitado hacer memoria.
—No parecía resignarse a perder el Urrutia.
Observó que entornaba los ojos. Su boca todavía era dura.
—Ya encontrará otro.
Coy le miraba la línea del cuello, que descendía hacia la camisa abierta de color hueso. La cadena de plata seguía reluciendo allí adentro, y él se preguntó qué pendía a su extremo. Si se trata de metal, pensó, estará endiabladamente cálido.
—Todavía no sé —dijo— si el atlas era para el museo, o para ti. La verdad es que aquella subasta fue…
Se calló de pronto, pues había visto el Urrutia. Estaba con otros libros de gran formato, dentro del armario acristalado. Reconoció con facilidad sus tapas de piel con adornos dorados.
—Era para el museo —respondió ella; y al cabo de un segundo añadió—: Naturalmente.
Había seguido la dirección de los ojos de Coy y también miraba ahora el atlas. La luz de la ventana contorneaba su perfil moteado.
—¿A eso te dedicas?… ¿A conseguir cosas?
Observó cómo se inclinaba un poco hacia adelante, oscilándole las puntas del cabello. Llevaba sobre la camisa un chaleco de lana gris, desabotonado, y bajo la falda, amplia y oscura, zapatos negros de tacón muy bajo y medias también negras que la hacían parecer aún más delgada y alta de lo que era. Una chica de buena casta, confirmó él, cayendo en la cuenta de que la veía con luz natural por primera vez. Manos fuertes y voz educada. Sana, correcta. Tranquila. Al menos en apariencia, pensó al mirarle los bordes romos e irregulares de las uñas.
—En cierto modo ése es mi trabajo —asintió ella tras un instante. Mirar catálogos de subastas, controlar el comercio de antigüedades, visitar otros museos y viajar cuando aparece algo interesante… Después hago un informe y mis superiores deciden. El patronato dispone de un fondo muy limitado para investigación y nuevas adquisiciones, y yo procuro que se invierta de modo conveniente.
Coy hizo una mueca. Recordaba el áspero duelo en la subasta de Claymore.
—Pues tu amigo el dálmata murió matando. El Urrutia os salió por un ojo de la cara…
Vio que suspiraba, el aire entre fatalista y divertido, y luego asentía con la cabeza, volviendo las palmas de las manos hacia arriba para indicar que había volado hasta el último céntimo. Con el gesto, Coy reparó de nuevo en el insólito reloj de acero masculino que llevaba en la muñeca derecha. No había nada más, ni anillos ni pulseras. Ni siquiera llevaba los pequeños pendientes de oro de tres días antes, en Barcelona.
—Nos costó carísimo. No solemos gastar tanto… Sobre todo porque en este museo tenemos ya mucha cartografía del siglo XVIII.
—¿Tan importante es?
De nuevo se inclinó ella desde el borde de la mesa, y por un brevísimo instante permaneció así, cabizbaja, antes de alzar el rostro con una expresión distinta. La luz matizó otra vez las marcas doradas de su rostro; y Coy pensó que si daba un paso adelante podría, tal vez, descifrar el aroma de aquella geografía salpicada y enigmática.
—Lo imprimió en 1751 el geógrafo y marino Ignacio Urrutia Salcedo —explicaba ella ahora—, después de cinco años de trabajos. Fue la mejor ayuda para los navegantes hasta la aparición del
Atlas Hidrográfico
de Tofiño, mucho más preciso, en 1789. Quedan pocos ejemplares en buen estado, y el Museo Naval no tenía ninguno.
Abrió la puerta acristalada del armario, extrajo el pesado volumen y lo puso abierto sobre la mesa. Coy se acercó y lo estudiaron juntos, y pudo confirmar lo que había intuido desde el primer momento. No había rastro, estableció, de colonia ni perfume. Olía sólo a carne limpia y tibia.
—Es un buen ejemplar —dijo ella—. Entre los libreros de viejo y los anticuarios abunda la gente sin escrúpulos, y cuando dan con uno lo destrozan para vender sus láminas sueltas. Pero éste se encuentra intacto.
Pasaba las grandes páginas con cuidado, y crujía entre sus dedos el papel, grueso, blanco y bien conservado pese a los dos siglos y medio transcurridos desde su impresión.
Atlas Marítimo de las Costas de España
, leyó Coy en el frontispicio minuciosamente grabado con un paisaje marino, un león entre las columnas con la leyenda
Plus Ultra
y diversos instrumentos náuticos:
Dividido en dieciséis cartas esféricas y doce planos, desde Bayona en Francia hasta el cabo de Creux…
Se trataba de un conjunto de cartas de navegación y planos de puertos, impreso todo en gran formato y encuadernado para facilitar su conservación y manejo. El volumen estaba abierto por la carta que abarcaba el sector entre el cabo de San Vicente y Gibraltar, trazado con detalle, que incluía sondas medidas en brazas y una minuciosa señalización de indicaciones, referencias y peligros. Coy siguió con el dedo el perfil de la costa entre Ceuta y cabo Espartel, deteniéndose en el lugar marcado con el nombre de la mujer que tenía al lado. Luego subió al norte, hasta la Punta de Tarifa, y prosiguió hacia el noroeste para detenerse de nuevo en el bajo de la Aceitera, mucho mejor definido, con sus crucecitas marcando peligros, que el paso entre los islotes Terson y Mowett Grave en los levantamientos modernos del Almirantazgo británico. Conocía bien las cartas del estrecho de Gibraltar; casi todo coincidía con bastante exactitud, y no pudo menos que admirar lo riguroso del trazado, más que razonable para los trabajos hidrográficos de la época: tan lejos todavía de la imagen por satélite, e incluso de los avances técnicos de finales del XVIII. Observó que cada carta tenía las escalas de latitud y longitud detalladas en grados y minutos, la primera a derecha e izquierda del grabado y la segunda graduada cuatro veces en relación a cuatro meridianos diferentes: París y Tenerife en la parte superior, Cádiz y Cartagena en la inferior. En aquel tiempo, recordó, aún no se había adoptado como referencia universal de longitud el meridiano de Greenwich.
—Está muy bien conservado —se admiró.
—Está perfecto. Nadie navegó con este ejemplar a bordo.
Coy pasó unas páginas:
Carta esférica de la costa de España que comprende desde Águilas y el monte Cope hasta la torre Herradora u Horadada con todos sus bajos, puntos y ensenadas…
También conocía de memoria aquel escenario, que era el de su infancia: una costa escarpada, hostil, de estrechas calas rocosas con escollos entre pequeños acantilados. Recorrió las distancias sobre el recio papel: cabo Tiñoso, Escombreras, cabo de Agua… El trazado resultaba casi tan perfecto como en la carta del Estrecho.
—Hay un error —dijo de pronto.
Lo miró, más interesada que sorprendida.
—¿Estás seguro?
—Claro.
—¿Conoces esa costa?
—Nací allí. Hasta buceé en ella, sacando ánforas y cosas del fondo.
—¿También eres buzo?
Coy chasqueó la lengua, negando con la cabeza.
—Nada profesional —sonreía un poco, a modo de disculpa—. Sólo trabajos de verano y vacaciones.
—Pero tienes experiencia…
—Bueno…—encogió los hombros—. De joven, quizás. Pero hace mucho que no me tiro al agua.
Ella tenía inclinada la cabeza a un lado, observándolo pensativa. Luego volvió a fijar la vista en el punto de la carta que todavía señalaba con el dedo.
—¿Y cuál es el error?
Se lo dijo. El levantamiento de Urrutia situaba el cabo de Palos dos o tres minutos de meridiano más al sur de lo que estaba en realidad; Coy había doblado tantas veces aquella punta que recordaba muy bien su situación en las cartas. Los 37º 38’ de latitud real —no podía precisar en ese momento los segundos exactos— se convertían en la carta en 37º 36’, más o menos. Sin duda se había ido corrigiendo en trazados posteriores, más detallados y con mejores instrumentos, hasta llegar a la precisión actual. De cualquier modo, añadió, un par de millas náuticas de diferencia no suponían nada importante en una carta esférica de 1751.
Ella guardaba silencio, los ojos fijos en el grabado. Coy se encogió de hombros:
—Supongo que esas imprecisiones le dan encanto… ¿Tenías un tope para pujar en Barcelona, o podías seguir sin límite?
Seguía apoyada con las dos manos en la mesa, a su lado, mirando la carta. Parecía absorta, y tardó en responder a la pregunta.
—Había un tope, por supuesto —dijo al fin—. El Museo Naval no es el Banco de España… Por suerte el precio entraba en lo posible.
Coy rió un poco, quedo, y ella alzó los ojos inquisitiva.
—En la subasta —dijo él— pensé que lo tuyo era algo personal… Me refiero a la tenacidad con que pujaste.
—Claro que era personal —ahora parecía irritada. Volvía a mirar la carta como si algo allí retuviera su atención—. Éste es mi trabajo —sacudió ligeramente la cabeza, para alejar algún pensamiento que no expresó en voz alta—. La adquisición del Urrutia la recomendé yo.
—¿Y qué haréis con él?
—Una vez lo haya revisado del todo y catalogado, obtendré unas reproducciones para uso interno. Luego pasará a la biblioteca histórica del museo, como todo lo demás.
Sonaron unos golpecitos discretos en el marco de la puerta, y Coy vio al capitán de fragata con quien se había cruzado antes en una sala. Tánger Soto se disculpó, fue al pasillo y estuvo unos instantes hablando con él en voz baja. El recién llegado era maduro y apuesto, y los botones dorados y los galones le daban aspecto distinguido. De vez en cuando se volvía para observar a Coy, con curiosidad no exenta de recelo. A éste no le gustaban esas miradas, ni la sonrisa excesiva con que aderezaba la conversación. Así que suspiró amargamente para sus adentros. Como buena parte de los marinos mercantes, no apreciaba a los de guerra: le parecían demasiado estirados, practicaban la endogamia casándose con hijas de otros marinos de guerra, atiborraban la iglesia los domingos y solían tener demasiados hijos. Además, ya no hacían abordajes ni batallas ni nada, y se quedaban en casa con mal tiempo.
—Tengo que dejarte unos minutos —dijo ella—. No te vayas.
Se fue por el pasillo en compañía del capitán de fragata, que antes de irse dirigió a Coy un último y silencioso vistazo. Permaneció éste en el despacho, mirando alrededor, primero otra vez la carta del Urrutia y luego los objetos que había sobre la mesa, el grabado de la pared —
Vista 4ª del combate de Tolón
— y el contenido del armario. Iba a sentarse cuando le llamó la atención el gran caballete con documentos, planos y fotografías que estaba junto a la mesa. Se acercó, sin otra intención que matar el tiempo, descubriendo que bajo unas láminas puestas en la parte superior asomaban planos de barcos de vela: todos eran bergantines, comprobó tras echar una ojeada a las arboladuras. Debajo había fotos aéreas de lugares costeros, reproducciones de cartas náuticas antiguas y también una moderna: la número 463A del Instituto Hidrográfico de la Marina —de cabo de Gata a cabo de Palos—, que correspondía en parte con la que estaba en el atlas abierto sobre la mesa.
La coincidencia hizo sonreír a Coy.
Un minuto más tarde ella estaba de vuelta, disculpándose con una mueca resignada. Mi jefe, dijo. Consultas de alto nivel sobre los turnos de vacaciones. Todo muy top secret.
—Así que trabajas para la Armada.
—Ya lo ves.
La observó, divertido.
—Eres una especie de soldado, entonces.
—Nada de eso —el cabello dorado se le movía a un lado y a otro al negar con la cabeza—. Mi rango es de funcionaria civil… Después de licenciarme en Historia hice una oposición. Estoy aquí desde hace cuatro años.
Tras decir aquello se quedó pensativa, mirando por la ventana. De nuevo entornaba los ojos. Después, muy despacio, como si tuviera algo en la cabeza que no terminaba por írsele del todo, volvió a la mesa, cerró el atlas y fue a meterlo en el armario.