Tánger se quedó con él. Mecida por el balanceo del barco, las manos en los bolsillos del chaquetón del Piloto, el cuello subido, miraba las luces que a veces aparecían lejos punteando la costa de Almería, cuyo perfil escarpado podía adivinarse en la breve claridad del cielo de poniente. Al rato expresó su extrañeza al ver tan pocas luces, y Coy le dijo que aquel sector, del cabo de Gata al cabo de Palos, era el único del litoral mediterráneo español no invadido aún por la lepra de cemento de las urbanizaciones turísticas. Demasiadas montañas, costa rocosa y pocas carreteras obraban el milagro de mantenerlo casi virgen. De momento.
Mar adentro, por la banda opuesta a la de tierra, pequeños puntos de claridad tras el horizonte delataban la presencia de mercantes que seguían rumbos paralelos al
Carpanta
. Sus derrotas más abiertas que la del velero los mantenían lejos; pero Coy procuraba no perderlos de vista, y a intervalos tomaba marcaciones mentales de sus posiciones respectivas: demora constante y distancia acortándose, según el viejo principio marino, significaba colisión segura. Se inclinó sobre la bitácora para comprobar rumbo y corredera. El
Carpanta
navegaba con la proa apuntando a los 40º del compás, a cuatro nudos. Impulsado por el lebeche bonancible, con el rumor del agua a lo largo del casco, el barco se deslizaba muy a gusto sobre el mar rizado, bajo la bóveda oscura donde ya podían reconocerse las estrellas. La Polar estaba en su sitio, centinela inmutable del norte, en la vertical de la amura de babor. Tánger siguió su mirada hacia lo alto.
—¿Cuántas estrellas conoces? —preguntó.
Coy encogió los hombros antes de responder que conocía treinta o cuarenta. Las imprescindibles para su trabajo. Aquélla era la estrella maestra; la Polar, dijo. A su izquierda podía verse la Osa Mayor, con su forma de cometa invertida, y un poco por encima estaba Cefeo. El grupo en forma de W era Casiopea. W de whisky.
—¿Y cómo puedes localizarlas, entre tantas?
—A cierta hora, y según las épocas del año, unas son más visibles que otras… Si tomas la Polar como punto de partida y vas trazando líneas y triángulos imaginarios, puedes identificar las principales.
Tánger miraba arriba, interesada, apenas iluminado el rostro por la claridad rojiza que salía del tambucho. La luz de las estrellas se reflejaba en sus ojos, y Coy recordó una tonada de su juventud:
A cantar a una niña
yo la enseñaba…
Sonrió en la penumbra. Quién se lo hubiera dicho, veintitantos años atrás.
—Si formas un triángulo —dijo— con las dos estrellas bajas de la Osa Mayor y la Polar, en el tercer vértice, ¿ves?… encuentras Capella. Allí, sobre el horizonte. A esta hora todavía se la ve muy abajo, aunque luego ascenderá, porque esas estrellas giran hacia poniente alrededor de la Polar.
—¿Y aquel montoncito luminoso?… Parece un racimo de uvas.
—Son las Pléyades. Brillarán más cuando estén arriba.
Ella repitió ‘las Pléyades’ en voz baja, contemplándolas largo rato. Aquellas lucecitas en las pupilas, pensó Coy, la hacían parecer sorprendentemente joven. De nuevo la foto en el marco, la copa abollada, vagaron por su memoria, envueltas en la vieja canción:
Nombres de las estrellas
saber quería.
—Ésa tan luminosa es Andrómeda —indicó—. Está junto al cuadrado de Pegaso, que los antiguos astrónomos imaginaban como un caballo alado visto al revés… Y allí mismo, si te fijas, un poco a la derecha, está la Nebulosa… ¿La ves?
—Sí… La veo.
Había una suave excitación en su voz; el descubrimiento de algo nuevo. De algo inútil, inesperado y hermoso.
Qué noche aquella,
en que le di mil nombres
a cada estrella.
Canturreaba Coy entre dientes, muy bajito. El balanceo del barco, la noche cada vez más intensa, la cercana presencia de ella lo sumían en un estado muy próximo a la felicidad. Uno va al mar, pensaba, para vivir momentos así. Le había pasado los prismáticos de 7X50 y Tánger observaba el cielo, las Pléyades, la Nebulosa, buscando puntos luminosos que él iba señalando con el dedo.
—Todavía no puede verse Orión, que es mi favorita… Orión es el Cazador, con su escudo, su cinturón y la vaina de su espada… Tiene unos hombros que se llaman Betelgeuse y Bellatrix y un pie que se llama Rigel.
—¿Por qué es tu favorita?
—Resulta lo más impresionante que hay allá arriba. Más que la Vía Láctea. Y una vez me salvó la vida.
—Vaya. Cuéntame eso.
—No hay mucho que contar. Yo tendría trece o catorce años y había salido a pescar, con un botecito de vela. Se levantó mal tiempo, muy cerrado, y me pilló la noche en el mar. No llevaba brújula y no podía orientarme… De pronto se abrieron un poco las nubes y reconocí Orión. Puse rumbo y llegué a puerto.
Tánger se quedó un rato callada. Tal vez me imagina, aventuró Coy. Un niño perdido en el mar, buscando una estrella.
—El Cazador, el caballo Pegaso —ella volvía a recorrer el cielo—… ¿De veras eres capaz de ver todas esas figuras allá arriba?
—Claro. Resulta fácil cuando miras durante años y años… De cualquier modo, pronto las estrellas brillarán inútilmente sobre el mar, porque los hombres ya no las necesitan para buscar su camino.
—¿Eso es malo?
—No sé si es malo. Sé que es triste.
Había una luz muy lejos frente a la proa, por la amura de estribor, que aparecía y desaparecía bajo la sombra oscura de la vela. Coy le echó un vistazo atento. Tal vez era un pesquero, o un mercante que navegaba cerca de la costa. Tánger miraba el cielo y él se quedó un rato pensando sobre luces: blancas, rojas, verdes, azules o de cualquier otro color, nadie ajeno al mar podía sospechar lo que significaban para un marino. La intensidad de su lenguaje de peligro, de aviso, de esperanza. Lo que suponía su búsqueda e identificación en noches difíciles, entre olas de temporal, en arribadas calmas, prismáticos pegados a la cara, intentando distinguir el centelleo de un faro o una baliza entre miles de odiosas, estúpidas, absurdas luces encendidas en tierra. Existían luces amigas y luces asesinas, e incluso luces vinculadas al remordimiento; como cierta vez que Coy, segundo oficial a bordo del petrolero
Palestine
, en ruta de Singapur al Pérsico, creyó ver a las tres de la madrugada dos bengalas rojas lanzadas muy lejos. Pese a no estar completamente seguro de que fueran señales de socorro, había despertado al capitán. Éste subió al puente a medio vestir, soñoliento, para echar un vistazo. Pero no hubo más bengalas, y el capitán, un guipuzcoano seco y eficiente llamado Etxegárate, no consideró oportuno desviarse de la ruta; ya habían perdido, dijo, demasiado tiempo dejando atrás el faro Raffles y el estrecho de Malaca con su tráfico endiablado. Aquella noche, Coy pasó el resto de la guardia atento al canal 16 de la radio, por si captaba la llamada de un barco en apuros. No hubo nada; pero nunca pudo olvidar las dos bengalas rojas, tal vez la provisión de emergencia que un marino angustiado disparaba en la oscuridad, a modo de última esperanza.
—Cuéntame —dijo Tánger— cómo fue aquella noche a bordo del
Dei Gloria
.
—Creí que lo sabías de sobra.
—Hay cosas que yo no puedo saber.
El tono de su voz no tenía nada que ver con el de otras veces. Para su sorpresa comprobó que sonaba muy próximo; casi dulce. Eso lo hizo removerse incómodo en el banco de teca, y al principio no supo qué responder. Ella aguardaba, paciente.
—Bueno —dijo él por fin—. Si el viento era el mismo que tenemos nosotros, casi en popa redonda, lo lógico es que el capitán…
—El capitán Elezcano —apuntó ella.
—Sí… Eso es… Que el capitán Elezcano hiciera arriar los foques y las velas de estay, si las llevaba. Seguramente dejaría también sin lona el palo mayor, para que la gran vela cangreja no forzase el timón ni le tapara el viento al velacho y la trinquete; o tal vez se limitó a quitar la cangreja, dejando desplegada la gavia. También pudo largar alas o rastreras, aunque dudo que lo hiciera de noche… Lo seguro es que, conociendo su barco, lo puso en disposición de correr lo más posible, sin que un exceso de lona le partiese un palo.
El viento refrescaba un poco, siempre por la popa, levantando marejadilla. Dedicó una ojeada al anemómetro y luego observó la enorme sombra de la vela. Puso la manivela en el alvéolo del winche de estribor, cazó un poco la escota y el
Carpanta
escoró unos pocos grados, ganando medio nudo.
—Según me contaste —prosiguió tras poner la manivela en su sitio y adujar el chicote de la escota—, el viento debía de ser algo más fuerte que el que nosotros tenemos ahora. Hay dieciséis nudos de viento real, lo que es fuerza 4 en la escala de Beaufort… Ellos posiblemente tendrían entre veinte y veintitantos nudos, lo que supone fuerza 5 a 6. Algo para hacerles correr, desde luego. Irían más rápidos que nosotros, ligeramente escorados a estribor, con el viento llegándoles igual, muy largo, desde popa.
—¿Qué hacían los hombres?
—Dormirían poco; en especial tus dos frailes. Seguramente estaban todos atentos al perseguidor, al que apenas podrían distinguir en la noche. Si a esa hora había luna, quizá de vez en cuando avistaran la sombra de su vela por la popa… Uno y otro irían sin luces, para no delatar su posición. Los hombres de la guardia estarían agrupados al pie de los palos, dormitando un poco o mirando preocupados por la borda, a la espera de que les ordenasen subir otra vez para ajustar la lona… El resto, junto a los cañones; prevenidos por si de pronto el corsario se echaba encima. El capitán, en la toldilla todo el tiempo; atento atrás y a los crujidos de la arboladura y al gualdrapeo de las velas en lo alto. Un timonel a la caña, manteniendo el rumbo… Sin duda esa noche gobernaba el mejor timonel.
—¿Y el pilotín?
—Cerca del capitán y del piloto, atento a sus órdenes. Anotando en el libro de a bordo las incidencias, las horas, la maniobra… Era un chico joven, ¿verdad?
—Quince años.
Advirtió una nota de conmiseración en la voz de Tánger. Casi un niño, quería decir. Al menos, pensó, había vivido para contarlo.
—En aquel tiempo se embarcaban ya desde los diez o los doce para aprender el oficio… Supongo que estaría excitado por la aventura. A esa edad no se asusta uno fácilmente. Y aquel muchacho ya era veterano. Al menos había cruzado una vez el Atlántico en ambas direcciones.
—Su relato fue muy preciso. Era un jovencito listo… Gracias a él podemos reconstruir aproximadamente lo que pasó. Y gracias a ti.
Coy hizo una mueca.
—Yo sólo puedo imaginar cómo sucedió lo que tú me cuentas.
La luz rojiza que salía por el tambucho le seguía iluminando a Tánger el rostro. Escuchaba con avidez las explicaciones de Coy, con una atención que éste nunca la había visto dedicarle en tierra.
—¿Y el corsario? —preguntó ella.
Coy intentó evocar la situación a bordo del jabeque. Cazadores profesionales en plena faena.
—Con este rumbo y este viento —aventuró—, tal vez tenía la ventaja de su gran vela latina en el trinquete. Era un barco diseñado para navegar por el Mediterráneo, adaptándose a los cambios de viento y a que éste soplara escaso… Aquella noche, esa vela a proa lo hizo sin duda ir muy rápido. Su aparejo de polacra le permitiría, además, llevar desplegada alguna gavia, y tal vez el juanete del mayor. Creo que llevaría un rumbo que lo situase poco a poco entre el
Dei Gloria
y la costa, para cortarle al bergantín la posibilidad de refugiarse en Águilas cuando roló el viento al amanecer.
—Tuvo que ser angustioso.
—Claro que lo fue.
Miró la línea algo más sombría de la costa, tras la que se ocultaba ya la luz del faro de Gata. Por el través, una punta de tierra sombría empezaba a descubrir la ensenada luminosa de San José. Con esas dos referencias hizo un par de enfilaciones mentales, situándose sobre una carta imaginaria. Pensó en la tripulación del bergantín subiendo a tientas a los palos, aferrando o largando vela según el viento y las necesidades de la maniobra, la áspera lona en los dedos entumecidos, el estómago apoyado en las vergas, oscilantes los pies en el vacío con el único apoyo de los marchapiés.
—Creo que sucedió más o menos así —concluyó—. Y la esperanza del capitán Elezcano de dejar atrás al jabeque duró toda la noche. Quizá intentó alguna maniobra evasiva, como cambiar de rumbo e intentar despistarlo en la oscuridad, pero ese tal Misián debía de sabérselas todas… Al hacerse de día, los tripulantes del
Dei Gloria
debieron de descorazonarse cuando vieron al
Chergui
todavía allí, entre ellos y tierra, acortando distancia… Tal vez entonces, mientras el piloto se encargaba de calcular la posición, el capitán del bergantín tomó una decisión desesperada: más lona arriba, desplegando juanetes. Entonces se rompió el mastelero, y el corsario se les vino encima.
Y hablando de venirse encima, observó Coy, la luz a proa que el génova ocultaba de vez en cuando parecía hallarse más cerca, en la misma posición que antes. Así que cogió los prismáticos Steiner y anduvo por la banda de barlovento, agarrándose a los obenques, hasta el balcón de proa, junto al ancla trincada en su roldana. La luz tenía una forma extraña, demasiada para un simple pesquero, pero no lograba identificarla con una forma definida. Si fuese un barco navegando de vuelta encontrada, tal vez un mercante por la cantidad y el tamaño de las luces, debería divisar su roja de babor o la verde de estribor, o las dos en caso de que el otro les apuntara con su proa. Pero no lograba ver nada de eso. Y sin embargo, decidió inquieto, parecía demasiado cerca.
Navegar de noche era una puñetera mierda, se dijo con fastidio, regresando a la bañera. Tánger lo miraba inquisitiva.
—Ponte el chaleco salvavidas —dijo él.
Algo no iba bien, y su instinto de marino empezaba a tocar zafarrancho. Bajó a la camareta, puso a funcionar el radar que se hallaba en espera, y en la pantalla verde apareció un eco negro. Tomó distancia y marcación, comprobando que estaba a dos millas y que venía directamente hacia ellos. Un eco grande y amenazador.
—¡Piloto! —llamó.
No sabía qué diablos era aquello, pero en poco tiempo iban a tenerlo encima. Mientras subía por la escala del tambucho hizo cálculos rápidos. En las inmediaciones del cabo de Gata, el dispositivo de separación del tráfico ordenaba a los mercantes en ruta hacia el sur mantenerse a cinco millas de la costa. El
Carpanta
navegaba cerca de ese límite, así que podía tratarse de un buque navegando más pegado a tierra de la derrota habitual. Su velocidad sería de unos quince nudos; sumados a los cinco del
Carpanta
, eso hacía veinte millas recorridas en sesenta minutos. Dos millas en seis: ése era el tiempo de que disponían para que uno u otro maniobrasen, antes de la colisión. Seis minutos. Tal vez menos.