—¿Qué ocurre? —preguntó Tánger.
—Problemas.
Comprobó que ella se había puesto el chaleco salvavidas autoinflable, provisto de una luz estroboscópica que se encendía al contacto con el agua. Se puso el suyo a medias, cogió la linterna y volvió a la proa, iluminado al pasar por la luz roja de babor situada en los obenques. Las otras luces, amenazadoras, se hallaban cada vez más cerca, sin alterar el rumbo. Encendió la linterna, haciendo señales intermitentes hacia ellas, y luego repitió lo mismo alumbrando la gran vela desplegada del
Carpanta
. Cualquier marino en el puente de un mercante debía ver aquello. Iluminó un instante la esfera del reloj. Doce menos cinco. Aquélla era la peor hora del mundo. A bordo del barco que se aproximaba estaría a punto de cambiar la guardia. Seguramente, confiado en el radar, el oficial se encontraba sentado en la mesa de cartas, escribiendo las incidencias en el libro de a bordo antes de ser relevado; y el responsable del siguiente cuarto no estaba todavía en el puente. Tal vez hubiera un adormilado timonel filipino, ucraniano o indio holgazaneando en alguna parte, o en el retrete. Los muy canallas.
Regresó apresuradamente a la bañera. El Piloto ya estaba allí, preguntando qué pasaba. Coy señaló las luces a proa.
—Jesús —murmuró el Piloto.
Tánger los observaba desconcertada, con la gruesa banda roja del chaleco salvavidas ajustada sobre el chaquetón.
—¿Es un barco?
—Es un hijo de puta y viene derecho.
Ella tenía el mosquetón del arnés de seguridad en la mano, y miraba a uno y otro como si no supiera qué hacer. A Coy le pareció insólitamente indefensa.
—No te enganches a nada —aconsejó—. Por si acaso.
No era bueno estar amarrado a un barco que pueda ser partido en dos. Volvió a meterse por el tambucho y se pegó a la pantalla de radar. Navegaban a vela y tenían teórica preferencia de paso, pero eso y nada era lo mismo. Por otra parte, estaban ya demasiado cerca para maniobrar alejándose de la derrota del otro. Y de lo que no cabía duda era de que se trataba de un barco grande. Demasiado grande. Maldecía de sí mismo por el descuido, por no haber previsto antes el peligro. Seguía sin ver luces rojas ni verdes, y sin embargo el mercante estaba allí, en línea recta hacia ellos, a una milla escasa. Sintió temblar el motor del
Carpanta
al ponerse en marcha. El Piloto acababa de encenderlo. Salió de nuevo afuera.
—No nos ve —dijo.
Y sin embargo llevaban sus luces de navegación encendidas, le habían hecho señales luminosas, y el
Carpanta
arbolaba en lo alto del palo un buen repetidor de señales de radar. Coy terminó de ajustarse el chaleco salvavidas. Estaba furioso y confundido. Furioso consigo mismo por haberse distraído con las estrellas y la conversación, y no prever el peligro. Confundido porque seguía sin ver las luces roja y verde de lo que se les venía encima.
—¿No podéis avisarlo por radio? —preguntó Tánger.
—Ya no hay tiempo.
El Piloto había desconectado el automático y gobernaba a mano, pero Coy sabía cuál era el problema. La maniobra evasiva más lógica era a estribor, porque si el mercante los avistaba en el último momento, también él debería meter timón a su estribor. El problema era que, navegando tan cerca de la costa, el estribor de éste podría llevarlo demasiado cerca de tierra; y era posible que, en vista de eso, el oficial del puente hiciera la maniobra contraria, buscando su babor y mar abierto. LPPP: Ley de lo Peor que Puede Pasar. Así, al querer apartarse de la ruta del otro, el
Carpanta
terminaría exactamente en medio de ésta.
Tenían que hacerse ver. Coy cogió una de las bengalas blancas que había en la bañera y volvió a la proa. Las luces parecían una verbena, luces por todas partes, una claridad que debía de estar ya a menos de media milla. Del mar llegaba ahora un rumor sordo, constante y siniestro: el ruido de las máquinas del mercante. Se agarró al balcón de proa y echó un último vistazo, intentando comprender al menos lo que estaba ocurriendo, antes de que el otro les pasara por encima. Y entonces, a sólo dos cables de distancia, recortada como un fantasma sombrío en el resplandor de su propia luz, alcanzó a distinguir una masa negra, alta y terrible: la proa del mercante. Ahora sus luces permitían distinguir numerosos contenedores apilados en cubierta; y de pronto, por fin, Coy comprendió lo que había ocurrido. De lejos, las luces roja y verde habían quedado ocultas por las otras, más fuertes. De cerca, desde la posición baja del velero, era la misma proa y el ancho casco del mercante lo que impedía verlas.
Quedaba menos de un minuto. Sujetándose con las rodillas contra el balcón de proa, sacando el cuerpo por delante del estay del génova, quitó la tapa superior de la bengala, hizo girar la base, la apartó bien del cuerpo extendiendo el brazo lo más a sotavento que pudo, y golpeó fuerte con la palma de la otra mano el disparador. Con tal de que no esté caducada, pensó. Entonces hubo un fuerte soplido, una humareda saltó de la bengala, y una claridad cegadora iluminó a Coy, la vela y una buena porción de mar alrededor del
Carpanta
. Agarrado al estay y con la otra mano en alto, deslumbrado por el intenso resplandor, vio cómo la proa del mercante aún mantenía unos instantes el rumbo y luego empezaba a virar a estribor, a menos de cien metros; y a la luz ya agonizante de la bengala advirtió la enorme ola del barco: una cresta blanca que se abalanzaba sobre el velero. Tiró la bengala al mar, agarrándose con las dos manos, mientras el Piloto metía toda la rueda del
Carpanta
a estribor. Ahora el costado negro, iluminado arriba como para una fiesta, pasaba muy cerca entre el estrépito de las máquinas, y el velero, golpeado por la ola, bailaba enloquecido. Entonces el enorme génova, cogido por el viento a la otra banda, se acuarteló bruscamente, la lona tomada a la contra golpeó a Coy, y éste se vio proyectado por encima del balcón de proa, zambulléndose en el mar.
Estaba fría. Estaba demasiado fría, pensó aturdido, mientras el agua negra se cerraba sobre su cabeza. Sintió las turbulencias de la hélice del velero cuando el casco pasó junto a él, alejándose, y luego otras mayores, que hacían bullir a su alrededor la esfera oscura y líquida en la que se agitaba: las grandes hélices del mercante. El agua atronaba con el ruido de las máquinas, y en ese instante comprendió que iba a ahogarse sin remedio, porque las turbulencias tiraban hacia abajo de sus pantalones y de su chaqueta, y de un momento a otro tendría que abrir la boca para respirar, para llenarse los pulmones de aire, y lo que iba a entrarle allí no era aire sino todo lo contrario: agua salada criminal y abundante. Por su cabeza no pasó toda su vida en rápidas imágenes, sino una furia ciega por terminar de aquel modo absurdo, y el deseo de bracear hacia arriba, de sobrevivir a toda costa. El problema era que las turbulencias lo revolvían en la maldita esfera negra, y arriba y abajo eran conceptos demasiado relativos, suponiendo que él estuviera en condiciones de bracear en dirección a algún sitio. El agua empezó a entrarle por la nariz, con una sensación molesta y agudísima, y se dijo: ya está, ya me estoy ahogando. Ya estoy listo de papeles. Así que abrió la boca para blasfemar al tiempo del último trago; y para su sorpresa encontró aire limpio, y estrellas en el cielo, y la luz estroboscópica del chaleco salvavidas autoinflable dándole pantallazos junto a la oreja, con destellos blancos que le cegaban el ojo derecho. Y con el ojo izquierdo, menos deslumbrado que el otro, vio el resplandor del mercante que se alejaba, y al otro lado, a medio cable de distancia, con la luz verde de estribor apareciendo y desapareciendo tras la enorme sombra del génova que flameaba al viento, la silueta oscura del
Carpanta
.
Intentó nadar hacia él, pero el chaleco salvavidas entorpecía sus movimientos. Sabía de sobra que un barco puede pasar cien veces junto a un hombre en el agua, de noche, y no verlo. Buscó el silbato de emergencia que tendría que hallarse junto a la luz estroboscópica, pero no estaba allí. Y gritar a aquella distancia era inútil. La marejadilla resultaba molesta, con pequeñas olas que lo hacían subir y bajar, ocultándole la vista del velero. También lo ocultaban a él, pensó desolado. Luego se puso a nadar despacio, a braza, procurando no fatigarse demasiado, con objeto de acortar la distancia. Calzaba las zapatillas de deporte, que lo entorpecían poco; así que decidió conservarlas puestas. No sabía cuánto tiempo iba a pasar en el agua, y contribuirían a abrigarlo un poco más. El Mediterráneo no era un mar de bajas temperaturas; y en aquella época del año, de noche, un náufrago vestido y con buena salud podía aguantar varias horas vivo.
Seguía viendo las luces del
Carpanta
, al que parecían estarle recogiendo el génova. Por su posición respecto a él y al mercante, Coy comprendió que, apenas lo vio caer al agua, el Piloto había largado las velas en banda, deteniéndose, y ahora se dispondría a desandar el camino para intentar acercarse al punto de caída. Sin duda él y Tánger estaban uno en cada borda, buscándolo entre el movimiento del mar. Tal vez habían echado al agua el salvavidas de emergencia con la baliza luminosa atada al extremo de una rabiza, y se dirigían ahora hacia ella para comprobar si había logrado encontrarla. En cuanto a su propia luz, la del chaleco, seguramente la marejadilla seguía ocultándosela.
La luz verde de estribor pasó frente a él, cerca, y Coy gritó, agitando inútilmente un brazo. El gesto lo sumergió en el seno de una cresta; y cuando sacó la cabeza, resoplando el agua salada que le escocía en la nariz, los ojos y la boca, la luz verde se había convertido en la blanca de alcance: el velero le daba la popa, alejándose.
Todo esto es demasiado absurdo, pensó. Empezaba a tener frío, y aquella luz que centelleaba en su hombro parecía invisible para todos menos para él. El chaleco inflado en torno a su nuca le mantenía la mayor parte del tiempo la cabeza fuera del agua. Ahora no veía la luz del
Carpanta
; sólo el resplandor del mercante, muy lejos. Y cabe, se dijo, la posibilidad de que no me encuentren. Cabe la posibilidad de que esta maldita luz gaste las pilas y se apague, y yo me quede aquí a oscuras. LAV: Ley de Apaga y Vámonos. Una vez, jugando a las cartas, un viejo maquinista había dicho: ‘Siempre hay un tonto que pierde. Y si miras alrededor y no ves ninguno, es que el tonto eres tú’. Miró a su alrededor, el mar oscuro que chapaleaba contra el cuello inflado del chaleco salvavidas. No vio a nadie. A veces hay alguien que muere, añadió para sus adentros. Y si no ves a otro, el que muere puede que seas tú. Observó los puntos de las estrellas en lo alto. Podía establecer la dirección de la costa con su ayuda, pero no servía de nada: estaba lejos para alcanzarla a nado. Si el Piloto, que habría anotado la posición de su caída al mar, lanzaba por radio un Mayday de hombre al agua, la búsqueda efectiva no empezaría hasta el amanecer; y a esas horas él podía llevar cinco o seis a remojo, con todas las papeletas en el bolsillo para una peligrosa hipotermia. No había nada que pudiera hacer, salvo ahorrar fuerzas y procurar que la pérdida de calor se produjera lo más despacio posible. Posición HELP, recordó.
Heat Escape Lessening Posture
, decían los manuales. O algo así. De modo que procuró adoptar una postura fetal, colocando los muslos doblados junto al vientre y cruzados los brazos delante del pecho. Esto es ridículo, pensó. Menuda postura, a mis años. Pero mientras la luz estroboscópica siguiera centelleando, había esperanza.
Luces. A la deriva, zarandeado por la marejada, cerrados los ojos y moviéndose sólo de vez en cuando para conservar el calor y al mismo tiempo economizar energías, con los pantallazos blancos sobre el hombro que lo cegaban a intervalos, Coy seguía pensando en toda clase de luces, hasta la obsesión. Luces amigas y luces enemigas, alcance, fondeo, babor y estribor, faros verdes, faros azules, faros blancos, balizas, estrellas. Diferencias entre la vida y la muerte. Una nueva cresta de la marejadilla lo hizo girar sobre sí mismo, como una boya en el agua, sumergiéndole de nuevo la cabeza. Emergió entre sacudidas, parpadeando para expulsar la sal que le abrasaba los ojos. Otra cresta lo hizo girar de nuevo; y entonces, allí mismo, a menos de diez metros, vio dos luces: una roja y otra blanca. La roja era la de babor del
Carpanta
, y la blanca era el foco de la linterna con la que Tánger lo mantenía iluminado desde la proa, mientras el Piloto maniobraba despacio para situarse a barlovento.
Acostado en la litera de su camarote, Coy escuchaba el rumor del agua en el casco. El
Carpanta
navegaba de nuevo hacia el nordeste, con viento favorable; y el náufrago que ya no era náufrago estaba adormecido por el balanceo, bajo el cálido cobijo de las mantas y el saco de dormir que lo cubrían. Lo habían izado a bordo por la popa, tras pasarle la gaza de un cabo bajo los hombros, agotado y torpe con el chaleco y las ropas mojadas y con la luz que siguió destellando en su hombro hasta que, en cubierta, él mismo la arrancó del chaleco para arrojarla al mar. Las piernas le flaquearon apenas pisó la bañera: se había puesto a tiritar con violencia, y entre el Piloto y Tánger lo bajaron hasta su camarote después de echarle una manta por encima. Allí, aturdido, dócil como una criatura sin voluntad y sin fuerzas, se había dejado desnudar y secar con toallas; aunque el Piloto procuró no frotar demasiado, a fin de impedir que el frío que le envaraba brazos y piernas avanzase por los vasos sanguíneos hacia el corazón y la cabeza. Mientras lo despojaban de la última ropa, tumbado boca arriba en la litera como en la niebla de una extraña duermevela, había advertido el roce áspero de las manos del Piloto y también el tacto de las de Tánger sobre su piel desnuda. Sus dedos los sintió tomándole primero el pulso, que latía débil y lento. Luego, sosteniéndole el torso mientras el Piloto le quitaba la camiseta, en los pies para retirar los calcetines, y al fin en su cintura y muslos cuando le quitaron los calzoncillos empapados. En ese momento, la palma de la mano de ella se había apoyado un instante en la cadera de Coy, sobre el arranque del muslo, quedándose allí, leve y tibia, unos pocos segundos. Después cerraron el saco de dormir apilándole mantas encima, apagaron la luz y lo dejaron solo.
Vagó a través de la penumbra verdosa que lo llamaba desde abajo, y lo hizo en interminables guardias de nieves y de nieblas y de ecos en el radar. Marcaba con lápiz de cera rumbos rectilíneos en la pantalla de transporte de ángulos, mientras sobre cubierta había caballos comiéndose contenedores de madera que decían contener caballos, y capitanes silenciosos caminaban arriba y abajo del puente sin dirigirle la palabra. El agua gris y tranquila parecía plomo ondulado. Llovía sobre el mar y los puertos y las grúas y los cargueros. Sentados en los norays, hombres y mujeres inmóviles, empapados bajo el aguacero, permanecían absortos en sueños oceánicos. Y allá abajo, junto a una campana de bronce silenciosa en el centro de una esfera azul, había cetáceos apaciblemente dormidos con un pliegue en forma de sonrisa en la boca, cabeza abajo y con la cola vertical, suspendidos entre dos aguas en el sueño ingrávido de las ballenas.