—Hecho una mierda —dijo él más tarde, cuando Tánger se lo preguntó por segunda vez, ya en la carretera ladera abajo. Y entonces, de pronto, ella había dejado de estar seria, echándose a reír. Una risa de muchacho contenida y alegre, casi feliz, que él escuchó con asombro mientras miraba con el ojo sano su perfil iluminado por el resplandor de los faros.
—Eres un tipo increíble —dijo—. Casi lo estropeas todo, pero eres un tipo increíble —se rió otra vez, y aún reía admirada cuando giró el rostro para dirigirle una rápida ojeada de simpatía—… A veces creo que me encanta verte pelear.
El reflejo de los faros ponía láminas de acero en sus ojos, pero ese acero relucía como bajo la luz del sol. Entonces ella apartó la mano del cambio de marchas y la apoyó en el cuello de Coy. Apoyó el dorso de los dedos, los nudillos, como si acariciara el mentón sin afeitar, entumecido por los golpes de Palermo y el bereber. Y Coy, exhausto, desconcertado, recostó la nuca en el reposacabezas del asiento. Sentía un calorcillo tibio donde ella mantenía su mano, y también donde las telenovelas dicen que se tiene el corazón. Y habría sonreído como un niño torpe, de permitírselo su boca hinchada.
Libre de la última amarra, el
Carpanta
se apartó despacio del pantalán. Después la cubierta vibró suavemente mientras el velero quedaba inmóvil entre los reflejos de luz en el agua, y el motor aumentó las revoluciones cuando el Piloto, al timón, dio avante poca. Las farolas del puerto desfilaban ahora lentas, quedando atrás a medida que la embarcación ganaba velocidad, proa al mar abierto, con las luces de La Línea, la refinería de San Roque y la ciudad de Algeciras balizando a lo lejos el contorno de la bahía. Coy terminó de adujar el cabo a proa, azocó bien el chicote y luego se dirigió a la bañera central, asiéndose a los obenques cuando, fuera ya de la protección del puerto, el barco se puso a cabecear en la marejadilla. Las luces de Gibraltar todavía iluminaban el velero, silueteando al Piloto en la rueda del timón, rojizos los trazos inferiores del rostro por el resplandor de la bitácora donde la aguja del compás giraba poco a poco hacia el sur.
Coy aspiraba la brisa con deleite, venteando la inminencia del mar abierto. Desde la primera vez que pisó la cubierta de un barco, el momento de la partida le producía siempre una sensación de calma singular, muy próxima a la felicidad. La tierra quedaba atrás, ytodo cuanto podía necesitar viajaba con él a bordo, circunscrito a los estrechos límites de la embarcación. En el mar, pensaba, los hombres viajan con la casa a cuestas, como la mochila de un explorador ola concha que se desplaza con el caracol. Bastaban unos litros de gasóleo y aceite, unas velas y el viento adecuado, para que todo cuanto la tierra firme contenía se tornara superfluo, prescindible. Voces, ruidos, gente, olores, tiranía del minutero del reloj dejaban aquí de tener sentido. Moverse hasta situar la costa muy atrás, por la popa, era ya un fin. Frente a la presencia amenazadora y mágica del mar omnipresente, dolores, anhelos, vínculos sentimentales, odios y esperanzas se diluían en la estela, amortiguándose hasta parecer distantes, sin sentido, porque el mar volvía a los seres humanos egoístas y absortos en sí mismos. Había cosas intolerables en tierra, pensamientos, ausencias, angustias, que sólo podían soportarse en la cubierta de un barco. Nunca existió analgésico tan potente como aquél; y él había visto sobrevivir, a bordo de barcos, a hombres que en otra parte habrían perdido para siempre la razón y la calma. Rumbo, viento, oleaje, posición, singladura, supervivencia: allí sólo esas palabras significaban algo. Porque era cierto que la verdadera libertad, la única posible, la verdadera paz de Dios empezaba a cinco millas de la costa más cercana.
—¿Todo bien, Piloto?
—Todo bien. En media hora doblaremos Punta Europa.
Inmóvil en la cubierta de popa, Tánger observaba las luces que dejaban atrás. Tenía puesto el suéter y se agarraba a uno de los baquestays, junto a la bandera que ondeaba ligeramente en la brisa. Miraba hacia lo alto, a la cima dela mole oscura del Peñón, como si ella no pudiera dejar atrás cosas que la preocupaban, o que tal vez habría querido llevar consigo. El
Carpanta
apuntaba ahora su proa directamente al sur, y por la banda de babor iban quedando atrás las guirnaldas luminosas del puerto principal, los barcos amarrados a los muelles, la línea negra de los espigones y los destellos blancos, uno cada dos segundos, de la farola principal del dique sur.
El Piloto maniobró para evitar un gran mercante fondeado y después puso el régimen del motor en dos mil quinientas revoluciones. Sobre la bitácora, la aguja de la corredera electrónica establecía la velocidad en cinco nudos, y el cabeceo se hizo algo más intenso. Coy bajó a la camareta a encender la radio Sailor VHF, puso los canales 9 y 16 en doble escucha y luego fue hasta la cubierta de popa, junto a Tánger. La luz de alcance alumbraba con tonos fosforescentes la estela recta que el barco dejaba en el agua.
—Palermo tiene razón – dijo Coy.
—No me fastidies —repuso ella.
No añadió nada más. Seguía atenta a lo alto de la enorme piedra oscura, que semejaba una nube amenazadora suspendida sobre la ciudad.
—Puede reventarnos si se lo propone —prosiguió Coy—. Y es verdad que él sí tiene medios para localizar el
Dei Gloria
. Su oferta…
—Escucha —por fin se había vuelto y lo observaba, perfilada en la claridad que dejaban por babor, hacia la aleta del velero—. Yo hice todo el trabajo. A ver si te enteras de una vez. Y ese barco es mío.
—Nuestro. Ese barco es nuestro. Tuyo y mío —señaló al Piloto—. Y ahora también es suyo.
Tánger pareció meditar sobre aquello.
—Claro —dijo al cabo de un instante—. Y él debe ocuparse de sus asuntos, y tú de los tuyos… Pero Palermo no es cosa vuestra.
—Si hay problemas, Palermo será cosa de todos.
—Eres el único que ha estado apunto de causar problemas. Tú y tus impulsos varoniles —ahora reía sin ganas, y Coy no pudo ver su expresión—. Sólo pareces estar a gusto cuando te rompen la cara.
Vaya, pensó él. LCE: Ley delas Compensaciones Evidentes. Una de zanahoria y otra de palo. Ahora no me pones la mano en el cuello ni sonríes, guapita. No en este momento. No cuando te enfrías y te pones a pensar y descubres que mis torpezas alteran tus planes.
—Ya veo —se limitó a decir—… Sigues creyendo que puedes manejar a todo el mundo, ¿verdad?
—Sigo creyendo que sé muy bien lo que hago.
Mantenía los ojos en alguna parte arriba de la piedra oscura. Coy miró a su vez. Por debajo dela ladera parecía ascender un minúsculo destello azul. Algo más arriba había un resplandor rojizo, como una hoguera. Ojalá, pensó, el bereber se haya despeñado con el coche y estén los dos achicharrándose como palomitas de maíz.
—¿Y qué hay de esa pistola? —pronunciar la palabra
pistola
le hizo sentir un cosquilleo de rencor—… No puedes pasearte con ella así como así.
—Ya ves que sí puedo.
Coy se frotó el ojo dolorido, vuelto hacia la estela luminosa del
Carpanta
en busca de una respuesta adecuada. En la primera ocasión que se presentara, decidió, aquel artefacto iba a salir por encima de la borda. Chof. No le gustaban las pistolas, ni las escopetas, ni las armas en general. Ni siquiera le gustaban las navajas, pese a que todavía llevaba la inútil Wichard del Piloto en el bolsillo de atrás de los tejanos. Quien carga con esa clase de artilugios, pensaba, lo hace con la intención inequívoca de perforar, clavar o cortar. Lo que significa que está muy asustado o tiene muy mala leche.
—Las armas —concluyó en voz alta— siempre traen problemas.
—También te sacan de ellos cuando te portas como un idiota.
Se volvió a medias. Picado.
—Oye. Dijiste que te gustaba verme pelear.
—¿Eso dije?
Ahora la claridad de la ciudad distante y la luz de alcance en la estela descubrían un ángulo de sonrisa entre las puntas luminosas del cabello revuelto. Coy sintió que su rencor se mezclaba con muchas otras cosas.
—Tranquilo ella se echó a reír—. No pienso usar esa pistola contra ti.
El faro meridional ya era visible por el través de babor: cinco segundos de luz y cinco segundos de oscuridad. La marejadilla del mar abierto hacía cabecear el
Carpanta
con más violencia, y en lo alto del palo, débilmente dibujadas por la luz de navegación a motor, la veleta y el aspa del anemómetro giraban con desmayo, al capricho del oscilar del barco y la falta de viento. Coy calculó por instinto la distancia a la que se encontraban de tierra, y luego echó un vistazo a la aleta de estribor, por donde un mercante que se había estado acercando desde el este quedaba ya en franquía. Con las manos en el timón —una rueda clásica de madera con seis cabillas y casi un metro de diámetro, situada en la bañera detrás de una pequeña cabina con quita vientos y toldo de lona el Piloto cambiaba poco a poco el rumbo, aproándose a levante con la luz del faro en el rabillo del ojo. Sin necesidad de consultar el repetidor del GPS encendido sobre la bitácora junto al piloto automático, la corredera y la sonda, Coy supo que estaban en los 36º 6’ norte y 5º 20’ oeste. Había trazado demasiadas veces rumbos hacia o desde ese faro sobre las cartas náuticas —cuatro del Almirantazgo británico y dos españolas – como para olvidar la latitud y la longitud de Punta Europa.
—¿Qué te parece? —le preguntó al Piloto.
No se volvió a mirarla. Ella seguía inmóvil en la popa, agarrada a los baquestays, contemplando la piedra negra que dejaban atrás. El Piloto estuvo un rato sin responder. Coy no supo si reflexionaba sobre la pregunta o retrasaba de modo voluntario la respuesta.
—Supongo —dijo por fin – que sabes lo que haces.
Coy torció la boca en la penumbra.
—No te pregunto por mí, Piloto. Te pregunto por ella.
—Es de las que trae más cuenta que se queden en tierra.
Coy estuvo a punto de decir lo obvio: ella no se ha quedado entierra. También podía haber añadido: es esa que todos los marinos cuentan o inventan ante sus compañeros, en la camareta o en los antiguos castillos de proa. La que todos ellos conocieron, o conocimos, en tal o cual puerto. Estuvo a pique de decir eso, pero no lo dijo. En su lugar contempló el cielo negro sobre el palo oscilante. La mayor parte de las estrellas debían de hallarse a la vista, aunque las apagaba el resplandor dela costa cercana.
—Puede haber problemas, Piloto.
El otro no contestó. Seguía corrigiendo el rumbo cabilla a cabilla, dándole resguardo a la punta de costa. Sólo al cabo de un rato inclinó un poco la cabeza, como si comprobase la sonda.
—En la mar siempre hay problemas —dijo.
—Esta vez no serán sólo a causa del mar.
El silencio del Piloto se advirtió preocupado.
—¿Hay riesgo de perder el barco?
—No creo que la cosa llegue a tanto —lo tranquilizó Coy—. Yo me refiero a problemas en general.
El Piloto parecía reflexionar.
—Dijiste que también puede haber algún dinero —apuntó al fin—. Eso vendría bien… Hay poco trabajo ahora.
—Vamos en busca de un tesoro.
La revelación no alteró al Piloto. Seguía atento al timón y a la luz del faro.
—Un tesoro —repitió, neutro.
—Como lo oyes. Esmeraldas antiguas. Valen una pasta.
El otro asintió, dando a entender que todas las esmeraldas antiguas debían de valer una pasta, pero que no era en eso en lo que estaba pensando. Después dejó libre el timón, el tiempo necesario para coger la bota de vino que llevaba colgada de la bitácora, echarla cabeza hacia atrás y beber un largo trago. Volvió a empuñar las cabillas tras secarse la boca con el dorso de una mano mientras con la otra le pasaba la bota a Coy.
—Recuérdame alguna vez – dijo que te cuente las historias de tesoros que he oído en mi vida.
Coy bebía igual que el Piloto, con la bota en alto, procurando que el balanceo del barco no le derramase el vino encima. Reconocía el sabor. Era un clarete aromático y fresco, del campo de Cartagena.
—Esta historia no es inverosímil del todo —repuso antes del último trago—. Y creo que podemos localizar el naufragio.
—¿Un naufragio de cuándo?
—Doscientos cincuenta años —tapó la bota y la colgó en su sitio—. Bahía de Mazarrón. En poca sonda.
El Piloto movía la cabeza, escéptico.
—Eso se habrá desintegrado. Los pescadores llevarán toda la vida enganchando redes en los restos, la arena lo habrá cubierto todo… Lo que haya que sacar, o lo sacaron ya o se habrá perdido.
—Eres hombre de poca fe, Piloto. Como tus colegas del lago Tiberíades. Hasta que no vieron al otro caminar sobre las aguas no se lo tomaron en serio.
—No te imagino caminando sobre las aguas.
—No. Supongo que no. Y yo a ella tampoco.
Se volvieron los dos a observarla, todavía inmóvil en la cubierta de popa, recortada en la claridad procedente de tierra. El Piloto había sacado un pitillo dela cazadora para ponérselo en la boca, sin encender.
—Además —dijo sin que viniera a cuento— me hago viejo.
O tal vez, pensó Coy, sí venía a cuento. El Piloto y el
Carpanta
se hacían viejos del mismo modo que aquella goleta se pudría en el puerto de Barcelona, o en el Cementerio de los Barcos Sin Nombre las estructuras de los mercantes desguazados se oxidaban bajo la lluvia y el sol, roídas por el salitre, lamidas por el agua en la arena sucia de la playa. Igual que el propio Coy se había estado pudriendo mientras vagaba por el puerto, arrojado a tierra desde una roca no señalada por las cartas en el océano Índico; pese a que, como el mismo Piloto —o tal vez ya no era el mismo— le había dicho veintitantos años atrás, los hombres y los barcos deberían quedarse para siempre en alta mar, y hundirse dignamente allí.
—No lo sé —dijo, sincero—. La verdad es que no lo sé. Puede que nos quedemos al final con un palmo de narices. Tú y yo, Piloto. Tal vez hasta ella.
El otro hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza, como si aquella conclusión le pareciese la más lógica. Luego sacó el chisquero del bolsillo, golpeó la ruedecilla con la palma abierta, sopló la mecha y la acercó al extremo del cigarrillo que tenía en la boca.
—Pero no se trata de dinero, ¿verdad? —murmuró—… Al menos tú no estás aquí por eso.
Coy olía el tabaco mezclado con el humo acre de la mecha, que la brisa que empezaba a refrescar detrás de Punta Europa se llevaba con rapidez hacia poniente.