La tierra, concluyó tras mucho darle vueltas, no era más que una vasta coalición determinada a fastidiar al marino: tenía agujas que no figuraban en las cartas, y arrecifes, y barras de arena, y cabos con restingas traidoras; y además estaba poblada por una multitud de funcionarios, aduaneros, amarradores, capitanes de puerto, policías, jueces y mujeres de piel moteada. Sumido en tan lóbregos pensamientos, Coy vagó por Madrid toda la tarde. Vagó como los héroes heridos de las películas y los libros, como Orson Welles en
La dama de Shangai
, como Gary Cooper en
El misterio del barco perdido
, como Jim perseguido de puerto en puerto por el fantasma del
Patna
. La diferencia estribó en que ninguna Rita Hayworth ni ningún capitán Marlowe le dirigieron la palabra, y anduvo inadvertido y silencioso entre la gente, las manos en los bolsillos de su chaqueta azul, deteniéndose ante los semáforos en rojo y cruzándolos en verde, tan anodino y gris como cualquiera. De pronto se sentía incierto, desplazado, miserable. Caminó ávidamente en busca de los muelles, del puerto donde encontrar al menos, en el olor del mar y en el chapoteo del agua bajo los cascos de hierro, el consuelo de lo familiar; y tardó un rato en caer en la cuenta, cuando se detuvo indeciso en la plaza de la Cibeles sin saber qué dirección tomar, que aquella ciudad grande y ruidosa no tenía puerto. El descubrimiento llegó con la fuerza de una revelación desagradable y lo hizo flaquear, casi tambalearse, hasta el punto de que fue a sentarse en un banco, frente a la verja de un jardín desde la que dos militares con cordones en el uniforme, boinas rojas y fusiles en bandolera, lo observaban con desconfianza. Más tarde, cuando siguió camino y el cielo empezó a enrojecer al extremo de las avenidas, hacia el oeste, y luego a tornarse sombrío y gris al otro lado de la ciudad, recortando los edificios donde encendían las primeras luces, su desolación dio paso a una irritación creciente: una furia contenida, hecha de desdén hacia aquella imagen que lo perseguía en las vitrinas de los escaparates, y de ira hacia quienes pasaban por su lado rozándolo, empujándolo al detenerse en los pasos de peatones, gesticulando imbécilmente al parlotear por sus teléfonos móviles, entorpeciéndole el paso con bolsas de grandes almacenes, el andar torpe, errático, los grupos detenidos en conversación. Un par de veces devolvió los empujones, colérico, y en algún caso la expresión indignada de un transeúnte se volvió confusión y sorpresa al encontrar su rostro endurecido; la mirada aviesa, amenazadora, de sus ojos sombríos como una sentencia. Nunca en su vida, ni siquiera la mañana en que la comisión investigadora le administró dos años sin barco, se había parecido tanto al alma en pena del Holandés Errante.
Una hora después estaba borracho, sin trámites previos de azul ni de otro color. Había entrado en una bodega próxima a la plaza de Santa Ana, y señalando con el dedo una añeja botella de Centenario Terry que debía de llevar medio siglo durmiendo el sueño de los justos en un estante, se retiró a un rincón provisto de ella y de una copa. Las de coñac son como darte en la cabeza con un piolet, decía el Torpedero al caer de rodillas vomitando los higadillos tras haber ingerido suficiente para hablar con conocimiento de causa. Son mortales de necesidad. Una vez, en Puerto Limón, el Torpedero se había quedado frito de trasegar Duque de Alba, inconsciente encima de una puta pequeñita que había tenido que pedir socorro a gritos para que le quitaran aquellos cien kilos que estaban a punto de asfixiarla; y luego, al despertarse en su camarote —hubo que buscar una furgoneta para devolverlo al barco—, había pasado tres días largando lastre en forma de bilis, entre sudores fríos, pidiendo a voces que algún amigo lo rematara de una vez. Coy no tenía encima de quien desmayarse aquella noche, ni tampoco barco al que regresar, ni amigos que lo llevaran con furgoneta o sin ella —el Torpedero estaba en algún lugar desconocido, y el Gallego Neira se había reventado el hígado y el bazo al caer de la escala de gato de un petrolero, al mes de conseguir plaza de práctico en Santander—; pero hizo honor al coñac, dejándolo deslizarse una y otra vez por su garganta hasta que todo empezó a distanciarse un poco, y la lengua y las manos y el corazón y las ingles dejaron de dolerle, y Tánger Soto volvió a ser una más entre los miles de mujeres que cada día nacen, viven y mueren en el ancho mundo; y él pudo comprobar que la mano que iba y venía hacia la copa y la botella se movía cada vez más como a cámara lenta.
La botella estaba por la mitad, justo un poco por debajo de la línea de flotación, cuando Coy, que conservaba un resto de prudencia, dejó de beber y miró alrededor. Todo parecía hallarse en un plano ligeramente escorado, hasta que se dio cuenta de que era él quien se encontraba sobre la mesa con la cabeza caída. Nada más grotesco, pensó, que un fulano mamándose en público, solo y a su aire. Entonces se levantó muy lentamente y salió a la calle. Anduvo procurando disimular su estado, siguiendo discreto con el hombro las paredes a fin de mantener la línea recta, paralela al bordillo de la acera. Al cruzar la plaza, el aire le hizo bien. Se detuvo, sentado en un banco bajo la estatua de Calderón de la Barca, y desde allí observó con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas a la gente que paseaba ante sus ojos desenfocados. Vio a los mendigos de la litrona, los tres hombres y la mujer del otro día que bebían sentados en el suelo, con su perrillo, vigilados por Robocop desde la puerta del hotel Victoria. Negó con la cabeza cuando un magrebí le ofreció una china de hachís —para canutos estoy yo, colega—, y por fin, más despejado, siguió camino hasta la pensión. Ahora el Centenario Terry se había diluido lo suficiente en sus pulmones, en su orina o en donde fuera, para permitirle percibir con más nitidez las imágenes. Y gracias a eso pudo ver que el dálmata, o sea, el fulano de Barcelona con coleta gris y un ojo de cada color, estaba sentado a una mesa del bar junto a la puerta, con un vaso de whisky en la mano y las piernas cruzadas, esperándolo.
—Hágase cargo —concluyó el tipo—. Ellas desean que nos las tiremos. O más bien desean que deseemos tirárnoslas. Pero sobre todo desean que paguemos por ello. Con nuestro dinero, con nuestra libertad, con nuestro pensamiento… En su mundo, créame, no existe la palabra
gratis
.
Seguía allí, con el whisky en la mano como si tal cosa, y Coy se hallaba sentado enfrente, escuchando. Había dejado de estar sorprendido mucho rato antes y ahora atendía con interés, ante un vaso con tónica, hielo y limón que ni siquiera había tocado. El coñac aún se deslizaba suavemente por su sangre. A veces el dálmata hacía tintinear el hielo en su vaso, miraba el contenido y se lo llevaba a los labios, pensativo, para beber un poco antes de seguir la charla. Coy confirmó que su español tenía un vago acento extranjero, entre andaluz y británico.
—Y deje que le diga una cosa: cuando una decide liarse la manta a la cabeza, no hay quien… Se lo digo yo. Cuando por fin toman una decisión, la que sea, se vuelven implacables. Se lo juro. Las he visto mentir… Por Dios. Le juro que las he visto mentir en mi propia almohada, hablando con el marido por teléfono, con una sangre fría… Increíble.
Había una tienda de maniquíes al lado, y a veces Coy miraba el escaparate. Cuerpos desnudos en diversas posturas, sentados y en pie, hombres y mujeres sin sexo modelado, con peluca unos, el cráneo limpio otros, la carne sintética reluciendo bajo los focos de la vitrina. Varias cabezas cercenadas sonreían en un estante. Los muñecos femeninos tenían senos de pezones puntiagudos. Un escaparatista con sentido del humor, un toque mojigato, una reminiscencia clásica casual o consciente, hacían que uno de los maniquíes alzara un brazo articulado en el codo y la muñeca hacia el pecho, púdico, y mantuviese el otro sobre el supuesto sexo. Venus saliendo directamente de una concha, travestida de replicante Pris Nexus 6 en
Blade Runner
.
—¿También la tuvo a ella en su almohada?
El dálmata miró a Coy casi con reproche. Llevaba el pelo limpio y bien peinado hacia atrás, recogido con una cinta elástica negra. La camisa era blanca, con botones en las puntas del cuello, y la llevaba abierta, sin corbata. Piel bronceada sin exageraciones. Zapatos impecables, cómodos, de buena piel. El reloj caro, pesado, de oro, en la muñeca izquierda. Anillos de oro. Manos de uñas muy cuidadas. Otro anillo en el meñique de la derecha, grueso, también de oro. Cadenas de lo mismo asomando por el cuello, con medallas y un antiguo doblón español. Gemelos de oro asomando en los puños. Aquel tipo, pensó Coy, parecía un escaparate de Cartier. Con lo que llevaba encima podían fundirse un par de lingotes.
—No… Claro que no —el dálmata parecía sinceramente escandalizado—. No sé por qué lo dice. Mi relación con ella…
Se detuvo como si eso, se tratara de lo que se tratase, fuera evidente. Al cabo de un instante debió de caer en la cuenta de que no lo era, pues hizo tintinear el hielo en el vaso y, esta vez sin beber nada, puso a Coy al corriente de la historia. O más bien lo puso al corriente de la versión de la historia según Nino Palermo. Nino Palermo era él mismo, y eso daba a su relato un valor sólo relativo. Pero ese individuo era la única persona que parecía dispuesta a contarle algo a Coy; éste no disponía de otra versión más autorizada, y dudaba mucho de llegar a disponer de ella nunca. Así que se estuvo quieto, bien callado y atento, desviando los ojos hacia el escaparate de los maniquíes sólo cuando el otro fijaba en él demasiado tiempo ora el ojo verde, ora el ojo pardo —bicoloridad incómoda para estar delante—. Supo así que Nino Palermo era el dueño de Deadman.s Chest, una empresa dedicada al rescate de buques hundidos y salvamento marítimo con sede social en Gibraltar. Quizás Coy, pues Palermo tenía entendido que era marino, había oído hablar de Deadman.s Chest cuando los trabajos de reflotamiento del
Punta Europa
, un ferry hundido el año anterior con cincuenta pasajeros en la bahía de Algeciras. O, en otro orden de cosas —eso lo añadió tras una corta pausa—, cuando la recuperación del
San Esteban
, un galeón rescatado cinco años atrás en los cayos de Florida con un cargamento de plata mejicana. O en el más reciente caso de la nave romana descubierta con estatuas y cerámica frente a la roca de Calpe.
En ese punto Coy pronunció en voz alta las palabras buscador de tesoros, y el otro sonrió de un modo que dejaba ver un diente o dos a un lado de la boca, antes de apuntar que sí, que en cierto modo. Que eso de los tesoros era un concepto muy relativo, según y cómo. Y además, amigo mío, no es oro todo lo que reluce. O a veces lo que no reluce resulta que sí lo es. Después, entre más frases dejadas a medias, Palermo descruzó y volvió a cruzar las piernas, hizo tintinear de nuevo el hielo en el vaso, y esta vez sí bebió un largo trago que dejó los cubitos de hielo varados sobre el fondo.
—No es una aventura, sino un trabajo —dijo despacio, cual si pretendiera darle todas las oportunidades para que comprendiese—. Una cosa es ir al cine, o pretender vivir como si uno estuviese en la fila catorce comiendo palomitas con la novia, y otra invertir dinero, investigar y hacer trabajos de prospección con seriedad profesional… Yo trabajo para mí y para mis socios, reúno el capital necesario, obtengo resultados y reparto dividendos, dándole al césar… Ya sabe. El Estado, sus leyes y sus impuestos. También beneficio a museos, instituciones… Cosas de ésas.
—Algo se le quedará en el bolsillo.
—Por supuesto. Y procuro que sea… Por Dios. Yo tengo dinero, oiga. Procuro arriesgar el de mis socios, naturalmente; pero también me juego el mío. Tengo abogados, investigadores, buceadores experimentados que trabajan para mí… Soy un profesional.
Dicho aquello se quedó un poco callado, clavada en Coy su mirada bicolor, acechando el efecto. Pero Coy, que permanecía inexpresivo, no debió de parecerle muy impresionado.
—El problema —prosiguió— es que este trabajo mío necesita… No puede uno ir contando su vida. Por eso hay que moverse con cautela. No hablo de ilegalidades, aunque a veces… En fin. Usted se hace cargo. La palabra clave es
prudencia
.
—¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?
Palermo lo dijo, y mientras lo hacía su aire apacible se endureció, y la cólera le vino de golpe a los ojos y a la boca. Coy vio que apretaba un puño, el del anillo grueso de oro en el meñique, y se habría echado a reír ante aquel acceso de ira de no hallarse tan interesado en la historia que su interlocutor iba contándole en tono amargo, desabrido, que en ocasiones rozaba lo agresivo. Él había conseguido una pista. La búsqueda de antiguos naufragios siempre empezaba por pistas simples, casi tontas a veces, y él tenía… Por Dios. El azar, en forma de un hurón de bibliotecas llamado Corso, un tipo que le suministraba material relacionado con el mar, cartas náuticas antiguas, derroteros y cosas así —un desaprensivo, dicho fuera de paso, que cobraba carísimo—, le había puesto en las manos un libro publicado en 1803 sobre la actividad marítima de la Compañía de Jesús. Se llamaba
La flota negra: los jesuitas en las Indias Orientales y Occidentales
, había sido escrito por Francisco José González, bibliotecario del observatorio de marina de San Fernando, y en ese libro Palermo encontró el nombre del
Dei Gloria
.
—Allí había… Por Dios. Lo supe al momento. Uno
sabe
cuando hay algo esperándolo —se rozó la nariz con el pulgar—. Lo siente aquí.
—Supongo que se refiere a un tesoro.
—Me refiero a un barco. A un buen, viejo y hermoso barco hundido. Lo del tesoro viene después, si viene. Pero no crea que… Imprescindible no es la palabra. No lo es.
Inclinó la cabeza, mirándose el anillo grande. En ese momento Coy se fijó de veras en él. Parecía otra moneda antigua, auténtica. Tal vez árabe, o turca.
—El mar cubre dos tercios del planeta —dijo inesperadamente Palermo—. ¿Imagina todo lo que ha ido a parar al fondo en los últimos tres o cuatro mil años? El cinco por ciento de los barcos que han navegado… Como se lo digo. Al menos el cinco por ciento está bajo las aguas. El más extraordinario museo del mundo: ambición, tragedia, memoria, riqueza, muerte… Objetos que valen dinero si los sacamos a la superficie, pero también… ¿Comprende? Soledad. Silencio. Sólo quien ha sentido un escalofrío de terror ante la silueta oscura de un casco hundido… Hablo de la penumbra verdosa de allá abajo, si sabe a lo que me refiero… ¿Sabe a lo que me refiero?