El ojo verde y el ojo pardo estaban clavados en Coy, animados por un brillo súbito que parecía febril, o peligroso, o tal vez las dos cosas a la vez.
—Sé a qué se refiere.
Nino Palermo le dirigió una vaga sonrisa de aprecio. Había pasado la vida, contó, metiéndose en el agua primero por cuenta de otros y luego por cuenta propia. Había visitado pecios cubiertos de coral en el mar Rojo, descubierto un cargamento de cristal bizantino frente a Rodas, buscado libras esterlinas en el
Carnatic
y rescatado en Irlanda doscientos doblones, tres cadenas de oro y un crucifijo de piedras preciosas del galeón
Gerona
. Había trabajado con los equipos de rescate de los barcos del mercurio
Guadalupe
y
Tolosa
, y con Mel Fisher en el
Atocha
. Pero también había buceado entre los espectrales barcos de la flota hundida a ochenta metros en la Martinica, junto al Monte Pelado, visitado el casco del
Yongala
en el mar de las Serpientes, y el del
Andrea Doria
en su tumba acuática del Atlántico. Había visto el
Royal Oak
panza arriba en el fondo de Scapa Flow y la hélice del corsario
Emdem
en el atolón de los Cocos. Y a veinte metros de profundidad, bajo una luz fantasmal dorada y azul, el esqueleto medio deshecho de un piloto alemán en la cabina de su Focke—Wulf hundido frente a Niza.
—No me negará —dijo— que es un currículum.
Se detuvo y, haciendo un gesto al camarero, pidió otro whisky para él y una nueva tónica para Coy, que ni siquiera había tocado la otra. Se habrá calentado, dijo. Buscar bajo las aguas era su modo de vida y su pasión, prosiguió luego, mirándolo como si desafiara a probar lo contrario. Pero no todos los naufragios eran importantes, explicó; en la antigüedad ya hacían rescates los buceadores griegos. Por eso los más apetecibles eran aquéllos sin supervivientes: al carecerse de información sobre el lugar del hundimiento, permanecían ocultos e intactos. Y ahora, Palermo había hallado una nueva pista. Una buena y hermosa pista virgen en un libro antiguo. Un nuevo misterio, o desafío, y la posibilidad de buscar una respuesta.
—Entonces —había levantado su vaso como si buscase a alguien para arrojárselo a la cara— cometí el error de… ¿Comprende? El error de acudir a esa zorra.
Quince minutos más tarde, la segunda tónica seguía intacta sobre la mesa, tan caliente como la primera. En cuanto a Coy, se le habían disipado un poco más los vapores del Centenario Terry y se hallaba al corriente del envés de la trama. O al menos de la versión sostenida por Nino Palermo, ciudadano británico con residencia en Gibraltar, propietario de la empresa Deadman.s Chest de Trabajos Subacuáticos y Salvamento Marítimo.
Medio año antes, Palermo había ido al Museo Naval de Madrid como otras veces, en busca de información. Esperaba confirmar que un bergantín salido de La Habana y desaparecido antes de llegar a su destino había naufragado en la proximidad de las costas españolas. El barco no transportaba carga conocida como valiosa, pero había indicios interesantes: el nombre
Dei Gloria
estaba, por ejemplo, en una de las cartas incautadas cuando la disolución de la Compañía en tiempos de Carlos III, que Palermo encontró mencionada por el bibliotecario de San Fernando en su libro sobre los barcos y la actividad marítima de los ignacianos. La cita
«pero la justicia de Dios no permitió que el Dei Gloria llegara a su destino con gente y el secreto que transportaba»
fue cruzada por él mismo con el índice de documentos del Archivo de Indias de Sevilla, Viso del Marqués y Museo Naval de Madrid… Y cling, cling. Premio. En el catálogo de la biblioteca de este último figuraba un informe fechado en febrero de 1767 en Cartagena
«sobre la pérdida del bergantín Dei Gloria en combate con el jabeque corsario que se presume sea el llamado Serguí»
. Eso lo llevó a ponerse en contacto con el Museo Naval, y con Tánger Soto, que —en mala hora y maldita fuera su estampa— era la encargada de ese departamento. Tras un primer contacto exploratorio fueron a comer a Al—Mounia, un restaurante árabe de la calle Recoletos. Allí, frente a un cuscús de cordero con verduras, él había representado su número de modo convincente. Nada de abrirle su corazón, por supuesto. Era perro viejo y conocía los riesgos. Sólo sacó a colación el
Dei Gloria
entre otros asuntos, casi con la punta de los dedos. Ella, educada, eficiente, amable y maldita bruja, había prometido ayudarlo. Eso había dicho: ayudarlo. Buscarle una copia de los documentos si éstos seguían en el fondo confiado a la institución, etcétera. Lo telefonearé, había asegurado la perra. Y sin un parpadeo, por Dios. Ni uno. De eso hacía meses, y no sólo ella no telefoneó nunca, sino que había utilizado la influencia de la Armada para bloquearle cualquier vía de acceso a los archivos del museo. Incluso a los documentos relativos al manifiesto de embarque del bergantín en La Habana, que él había localizado al fin en el índice del archivo de marina de Viso del Marqués, pero que no pudo consultar por hallarse, le contaron allí, bajo estudio oficial del ministerio de Defensa. Palermo había seguido moviéndose, por supuesto. Conocía el medio y tenía dinero para gastar. Su averiguación paralela había marchado razonablemente, y ahora se hallaba en condiciones de sostener que el bergantín se hundió cerca de Cartagena, y que transportaba algo, objetos o personas, de suma importancia. Tal vez aquella acción del corsario
Serguí
—un
Chergui
inglés con patente argelina se perdió en las mismas aguas y las mismas fechas— no fuese del todo azar. Palermo había intentado muchas veces hablar con Tánger Soto para pedirle explicaciones, sin resultado: silencio total. Ella era muy lista escurriendo el bulto, o tenía suerte, como en Barcelona cuando Coy anduvo de por medio. Vaya si la tenía. Al cabo, Palermo acabó por comprender, estúpido de él, que ella no sólo se la había jugado, sino que estaba moviendo sus propias piezas a la chita callando. La sospecha se convirtió en certeza cuando la vio aparecer en la subasta detrás del Urrutia.
—La mosquita muerta —concluyó Palermo— había decidido… Por Dios. ¿Comprende usted?… El
Dei Gloria
por su cuenta.
Coy movió la cabeza, aunque en realidad estaba digiriendo cuanto acababa de oír.
—Que yo sepa —puntualizó— trabaja por cuenta del Museo Naval.
El otro soltó una carcajada muy corta y muy ruda. Con pocas ganas.
—Eso creía yo. Pero ahora… Ésa es de las que muerden con la boquita cerrada.
Coy se tocó la nariz, sintiéndose todavía perplejo.
—En tal caso —dijo— póngase en contacto con sus superiores y reviéntele la operación.
Palermo hizo tintinear el hielo de su nuevo whisky.
—Eso sería reventar también la mía… No soy tan estúpido.
Había hecho otra vez aquella rápida mueca que le dejaba al descubierto un par de dientes parecidos a los de un tiburón. Este tío, pensó Coy, sonríe como una tintorera ante un calamar de dos palmos.
—Es como una carrera de fondo, ¿comprende? —añadió Palermo—. Yo tengo mejores… Por Dios. Ella salió con ventaja gracias a mi descuido. Pero esta clase de esfuerzos… He recuperado terreno. Aún ganaré más.
Coy encogió los hombros.
—Pues le deseo suerte.
—Algo de esa suerte depende de usted. Me basta con mirar a un hombre a la cara para saber… —Palermo guiñó el ojo pardo—. Ya me entiende.
—Se equivoca. No lo entiendo.
—Para saber por cuánto se vende.
A Coy no le gustó la mirada que tenía enfrente. O tal vez le desagradaba el tono de confianza, cómplice, con que su interlocutor había pronunciado las últimas palabras.
—Yo estoy fuera —dijo con frialdad.
—No me diga.
El tono zumbón del otro no contribuía a mejorar las cosas. Coy sintió reavivársele la antipatía.
—Pues ya ve. Tendrá que tratar con ella —procuró torcer la boca del modo más insolente posible—. ¿No han probado a asociarse?… Por lo visto pertenecen a la misma camada.
Palermo no parecía ofendido en absoluto. Más bien consideraba la cuestión con aire ecuánime.
—Es una posibilidad —repuso—. Pero dudo que ella… Se cree con los ases en la mano.
—Acaba de perder algunos. Por lo menos, una sota.
Otra vez enfrente la sonrisa de escualo. Ahora esperanzada, lo que no contribuía a que fuese más agradable.
—¿Habla en serio? —Palermo reflexionaba, interesado—… Me refiero a lo de no seguir con ella.
—Claro que hablo en serio.
—¿Sería indiscreto preguntarle por qué?
—Acaba de decirlo hace un momento: no juega limpio. Más o menos como usted —de pronto recordó algo—… Y puede decirle a su enano melancólico que ande tranquilo. Ya no tendré que romperle la cara si me lo encuentro.
Palermo, que se disponía a beber, se detuvo mirando a Coy por encima del vaso.
—¿Qué enano?
—No se haga el listo también usted. Sabe de quién le estoy hablando.
Todavía con el vaso a medio camino, los ojos bicolores se entornaron, astutos.
—No debe malinterpretar…
Palermo empezó a decir eso; pero luego, pensándolo mejor, calló, con el pretexto de llevarse la bebida a los labios y tomar un sorbo. Al dejarlo sobre la mesa había cambiado de conversación:
—No puedo creer que la deje, sin más.
Ahora le tocó a Coy el turno de sonreír. Seguro que yo no sonrío como este fulano aunque me lo proponga, se dijo. Seguro que a mí no me sale cara de tiburón, sino de merluzo. Se sentía estafado por todo el mundo, empezando por sí mismo.
—Yo tampoco me lo creo del todo —dijo.
—¿Vuelve a Barcelona?…
¿Qué hay de su problema?
—Vaya —movía la cabeza, con fastidio—. Veo que también se ha interesado por mi currículum.
El otro alzó la mano izquierda en el aire, cual si acabara de tener una idea. Extrajo una tarjeta de visita de un abultado billetero lleno de tarjetas de crédito, y escribió algo en ella. Las luces del escaparate de los maniquíes hacían relucir los anillos en sus manos. Coy le echó un vistazo a la tarjeta antes de guardarla en el bolsillo:
Nino Palermo. Deadman.s Chest Ltd. 42—2 Main Street. Gibraltar
. Debajo había anotado el número telefónico de un hotel de Madrid.
—Tal vez pueda compensarlo de algún modo —Palermo hizo una pausa, se aclaró la garganta, bebió un nuevo trago, lo miró de pronto—. Necesito que alguien junto a la señorita Soto…
Dejó también esa frase en el aire, el tiempo suficiente para que su interlocutor acabara de completarla del modo adecuado. Coy estuvo un rato quieto, observándolo. Luego se inclinó hacia adelante, hasta apoyar las palmas de las manos sobre la mesa.
—Váyase a tomar por el culo.
—¿Perdón?
Palermo había parpadeado, con cara de estar esperando otra cosa. Coy empezó a levantarse, y con secreto placer comprobó que el otro se echaba ligeramente atrás en la silla.
—Lo que he dicho. Sodomizar. Porculizar. Romperle el ojete. ¿Me explico? —ahora las manos que apoyaba en la mesa se habían cerrado hasta convertirse en puños—… O sea, que le vayan dando a usted, al enano y al
Dei Gloria
. Y también a ella.
El otro no lo perdía de vista. El ojo verde parecía aún más frío y atento que el pardo, más dilatado; igual que si medio cuerpo estuviese representando temor y la otra mitad se hallara en guardia, calculando.
—Piénselo —dijo Palermo, y apoyó una mano en la manga de Coy, como si pretendiera convencerlo, o retenerlo. Era la mano del anillo con la moneda de oro, y éste la sintió con desagrado sobre los músculos tensos de su antebrazo.
—Quíteme esa mano de encima —dijo— o le arranco la cabeza.
Establecido el primer meridiano, colóquense todos los lugares principales por latitudes y longitudes.
Mendoza y Ríos.
Tratado de navegación
Durmió durante toda la noche y parte de la mañana. Durmió como si le fuera la vida en ello, o como si deseara mantener la vida afuera, a distancia, el mayor tiempo posible; y una vez desvelado siguió intentándolo, contumaz. Dio vueltas y vueltas en la cama, cubriéndose los ojos, intentando esquivar el rectángulo de claridad en la pared. Apenas despierto había observado ese rectángulo con desolación: el trazo de luz estaba en apariencia quieto, y sólo variaba su posición de modo casi imperceptible a medida que transcurrían los minutos. A simple vista parecía tan inmóvil como solían estar las cosas en tierra firme; y antes de recordar que se hallaba en el cuarto de una pensión a cuatrocientos kilómetros de la costa más próxima, supo, o intuyó, que tampoco ese día despertaba a bordo de un barco: allí donde la luz que entra por los portillos se mueve y oscila suavemente de arriba abajo y de un lado a otro, mientras el trepidar suave de las máquinas se transmite a través de las planchas del casco, runrún, runrún, y éste se balancea en el vaivén circular de la marejada.
Se dio una ducha corta y desagradable —pasadas las diez de la mañana, los grifos de la pensión sólo suministraban agua fría— y salió a la calle sin afeitar, con los tejanos y una camisa limpia y la chaqueta sobre los hombros, a buscar una oficina de Renfe para sacar un billete de vuelta a Barcelona. Tomó un café por el camino, compró un periódico que fue a parar a la papelera apenas hojeado, y luego anduvo por el centro de la ciudad sin rumbo definido, hasta terminar sentado en una pequeña plaza del Madrid viejo, en uno de esos lugares con árboles de antiguos conventos al otro lado de una tapia, casas de balcones con macetas y amplios zaguanes de gato y portera. El sol era suave y propiciaba una agradable pereza. Estiró las piernas, sacando del bolsillo la ajada edición en rústica de
El barco de la muerte
, de Traven, que por fin había comprado en la cuesta Moyano. Durante un rato intentó concentrarse en la lectura; pero justo en el momento en que el ingenuo marinero Pippip, sentado en el muelle, imagina al
Tuscaloosa
en mar abierto y volviendo a casa, Coy cerró el libro y se lo metió de nuevo en el bolsillo. Tenía la cabeza muy lejos de aquellas páginas. La tenía llena de humillación y vergüenza.
Al rato se levantó, y sin apresurarse emprendió camino de regreso a la plaza de Santa Ana, el gesto sombrío acentuado en el mentón oscurecido por la barba de día y medio. De pronto sintió malestar en el estómago, y recordó que no había comido nada en veinticuatro horas. Fue a un bar, pidió un pincho de tortilla y una caña, y llegó a la pensión pasadas las dos. El Talgo salía hora y media más tarde, y la estación de Atocha estaba cerca. Podía bajar caminando e ir en tren hasta la de Chamartín, así que hizo con calma su reducido equipaje: el libro de Traven, una camisa limpia y otra sucia que metió en una bolsa de plástico, alguna ropa interior, un jersey de lana azul. Enrolló los útiles de aseo en un pantalón caqui de faena y lo colocó todo en la bolsa de lona. Se puso las zapatillas de tenis y guardó los viejos mocasines náuticos. Efectuó cada uno de esos movimientos con la misma precisión metódica que habría usado para trazar un rumbo, aunque maldita fuera su estampa si en aquel momento tenía en mente rumbo alguno: se limitaba a poner toda su concentración en no pensar. Después bajó, pagó y salió a la calle con la bolsa al hombro. Se detuvo, entornando los ojos ante el sol que daba vertical en la plaza, para frotarse el estómago, molesto. El pincho de tortilla le había sentado como un tiro. Miró a un lado, luego a otro, y echó a andar. Menudo viaje, pensaba. Por una sarcástica asociación de ideas le vinieron a la cabeza los compases de
Noche de samba en Puerto España
. Primero una canción, decía la letra. Detrás la borrachera, y al final tan sólo un llanto de guitarra. Silbó medio estribillo sin apenas darse cuenta, antes de callarse en seco. Acuérdate, se dijo, de no volver a tararear eso en tu puta vida. Miraba el suelo, y la sombra parecía estremecerse de risa ante sus pasos. De todos los retrasados mentales del mundo —y tenía que haber unos cuantos—, ella lo había elegido a él. Aunque no era del todo exacto. A fin de cuentas, era él quien se había puesto delante de ella, primero en Barcelona y luego en Madrid. Nadie obliga al ratón, había leído una vez en alguna parte. Nadie obliga a ese roedor gilipollas a ir zascandileando, dándoselas de machito por las ratoneras. Sobre todo, sabiendo de sobra que en este mundo los vientos de proa soplan más a menudo que los de popa.