Aguardó, concentrado en sus siguientes pasos, hasta que los pensamientos amargos quedaron lejos y a la deriva. Entonces se decidió por fin. Mirando a uno y otro lado esperó a que un semáforo cercano hiciera disminuir la intensidad del tráfico, y después caminó con decisión bajo los castaños cubiertos de hojas jóvenes, cruzó la calle y anduvo hasta la puerta del museo, donde dos infantes de marina con franja roja en el pantalón, correaje y casco blancos, miraron con curiosidad su chaqueta cruzada antes de hacerlo pasar bajo el arco detector de metales. Le hormigueaba el estómago cuando ascendió por la amplia escalera, torció a la derecha en el rellano, y al cabo se vio ante el mostrador de la librería del vestíbulo, junto a la enorme rueda doble del timón de la corbeta
Nautilus
. A la izquierda estaba la puerta de administración y servicios, y a la derecha la entrada a las salas de exposición. Había cuadros y maquetas de barcos en las paredes, un marinero de uniforme y expresión aburrida sentado tras un pupitre, y un civil al otro lado del mostrador donde se vendían libros, grabados y recuerdos del museo. Se pasó la lengua por los labios; de pronto sentía una sed espantosa. Luego se dirigió al civil.
—Busco a la señorita Soto.
La boca seca le enronquecía la voz. Echó un rápido vistazo a la puerta de la izquierda, temiendo verla aparecer allí, sorprendida o incómoda. Qué diablos haces aquí, etcétera. Había pasado la noche despierto, la cabeza apoyada en su reflejo de la ventanilla, meditando lo que iba a decir; pero ahora todo se le borraba de la cabeza como una estela en la popa. Así que, reprimiendo el impulso de dar la vuelta y largarse, se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro mientras el hombre del mostrador lo estudiaba. Era de mediana edad, con gafas gruesas y aspecto amable.
—¿Tánger Soto?
Asintió con una suave sensación de irrealidad. Era extraño, pensó, oír aquel nombre en boca de una tercera persona. A fin de cuentas, concluyó, ella tenía una existencia real. Había gente que le decía hola, adiós y todas esas cosas.
—Eso es —dijo.
No era extraño sino absurdo, pensó de pronto, aquel viaje, y su bolsa en la consigna de Atocha, y su presencia allí para encontrarse con una mujer a la que sólo había visto un par de horas una noche, en toda su vida. Una mujer que ni siquiera lo esperaba.
—¿Ella lo espera a usted?
Se encogió de hombros.
—Tal vez.
El del mostrador repitió ese «tal vez», el aire pensativo. Lo observaba con suspicacia, y Coy lamentó no haber tenido ocasión de afeitarse esa mañana: la barba, rasurada la noche anterior a punto de ir a la estación de Sants, empezaba a oscurecerle el mentón. Alzó la mano para tocárselo, conteniendo el ademán a medio camino.
—La señora Soto ha salido —respondió el hombre del mostrador.
Casi aliviado, Coy asintió. Por el rabillo del ojo vio que el marinero del pupitre, medio inclinado sobre una revista, miraba su calzado y los raídos tejanos. Por suerte, pensó, había cambiado las zapatillas blancas por unos viejos mocasines de suela náutica.
—¿Volverá hoy?
El hombre le echó un rápido vistazo a la chaqueta marina, intentando establecer si aquel paño oscuro garantizaba algo respetable en su interlocutor.
—Puede que sí —dijo, tras considerarlo un poco—. No cerramos hasta la una y media.
Coy miró su reloj y luego indicó la primera sala. Al fondo se veían dos grandes retratos de Alfonso XII e Isabel II, a los lados de una puerta que mostraba vitrinas, modelos de barcos y cañones.
—Entonces esperaré ahí adentro.
—Como guste.
—¿La avisará cuando llegue?… Me llamo Coy.
Ahora sonreía. La ausencia de ella significaba un aplazamiento oportuno, y eso lo tranquilizaba. El del mostrador pareció relajarse ante aquella sonrisa fatigada, sincera, producto de seis horas de tren y seis cafés.
—Claro.
Cruzó la sala, amortiguados sus pasos por las suelas de goma sobre la tarima de madera. El miedo que le había atenazado las tripas dejaba sitio a una incertidumbre incómoda, parecida a sentir que el barco da un bandazo, alargar una mano en busca de asidero, y no hallarlo donde se supone que debe estar; de modo que procuró tranquilizarse prestando atención a los objetos que tenía alrededor. Pasó junto a un cuadro enorme: Colón y sus hombres en tierra junto a una cruz, gallardetes al fondo y azul caribeño con los indígenas inclinándose ante el descubridor, ignorantes de lo que les esperaba, y torció a la derecha, deteniéndose ante las vitrinas con instrumentos náuticos. La colección era estupenda, y admiró la ballestilla, los cuadrantes, los cronómetros Arnold y la extraordinaria colección de astrolabios, octantes y sextantes de los siglos XVIII y XIX por los que, sin duda, alguien estaría dispuesto a pagar mucho más de lo que él había obtenido por su modesto Weems & Plath.
Había pocos visitantes en el museo, más amplio y luminoso de lo que creía recordar. Un anciano estudiaba minuciosamente un gran mapa apaisado de Gibraltar, un matrimonio joven con aspecto extranjero miraba las vitrinas de la sala de los Descubrimientos, y un grupo de colegiales escuchaba las explicaciones de su profesor en la estancia del fondo, dedicada al rescate del galeón
San Diego
. La claridad cenital de las grandes lumbreras del techo iluminó a Coy mientras deambulaba por el patio central. De no obsesionarlo el recuerdo de la mujer que lo había llevado allí, habría disfrutado de veras con los modelos de navíos de línea y fragatas, completamente aparejados o en secciones de medio casco, que mostraban la compleja arquitectura interior de los buques; no había vuelto a verlos desde su última visita al museo, veinte años atrás, cuando se accedía al recinto por la calle Montalbán y él aún era estudiante de náutica. A pesar del tiempo transcurrido, reconoció en el acto y con placer su favorito de entonces: un navío dieciochesco de tres puentes y 150 cañones, de casi tres metros de eslora, conservado en una vitrina gigantesca; el modelo de un barco que no llegó a surcar los mares porque no se construyó nunca. Aquéllos eran marinos, se dijo como tantas otras veces se había dicho, estudiando la jarcia, el velamen y la arboladura del barco a escala, admirando las largas gavias por las que hombres duros y desesperados debían avanzar manteniendo el equilibrio sobre inestables marchapiés, aferrando la lona en mitad de temporales y de combates, con el viento y la metralla silbando y el mar implacable abajo, junto a la cubierta que oscilaba bajo los palos. Por un momento Coy se dejó llevar junto al navío, abstraído en el ensueño de largas cazas al amanecer, entre dos luces, de velas fugitivas en el horizonte. Cuando no existían el radar, ni los satélites, ni la sonda electrónica, y los barcos eran cubiletes danzando en la boca del infierno, y el mar un peligro mortal; pero también, todavía, un refugio inexpugnable frente a todas las cosas, los problemas, las vidas ya vividas o por vivir, muertes pendientes o consumadas que se dejaban atrás, en tierra.
«Llegamos demasiado tarde a un mundo demasiado viejo»
, había leído una vez en algún libro. Llegamos demasiado tarde, por supuesto. Llegamos a barcos y a puertos y a mares que son demasiado viejos, cuando los delfines moribundos huyen de la proa de los barcos, Conrad ha escrito veinte veces
La línea de sombra
, Long John Silver es una marca de whisky, y Moby Dick se ha convertido en la ballena buena de una película de dibujos animados.
Junto a la réplica a escala natural de un trozo de mástil del navío
Santa Ana
, Coy se cruzó con un oficial de marina: vestía uniforme impecable de la Armada, tenía buen aspecto, y lucía sobre las bocamangas la coca en el tercer galón dorado de capitán de fragata. El marino se fijó detenidamente en Coy, que le sostuvo la mirada hasta que el otro apartó la vista y sus pasos se alejaron hacia el fondo de la sala.
Luego transcurrieron veinte minutos. Al menos una vez cada minuto intentó concentrarse en las palabras que iba a pronunciar cuando ella apareciera, si es que lo hacía; y las veinte veces terminó bloqueado, entreabierta la boca como si de veras la tuviera delante, incapaz de hilvanar el arranque de una frase coherente. Estaba en la sala consagrada a la batalla de Trafalgar, bajo un óleo que representaba una escena de combate naval —el
Santa Ana
contra el
Royal Sovereign
—, y de improviso el hormigueo volvió a recorrerle el estómago, asestándole, y ésa era la palabra exacta, una acuciante necesidad de huir de allí. Pica el ancla, imbécil, se dijo; y con eso pareció despertar de un sueño y quiso salir despavorido escaleras abajo, para meter la cabeza bajo un grifo de agua fría y sacudirla hasta despejar la confusión que reinaba dentro. Maldita sea mi estampa, se increpó. Maldita sea mi estampa veinte veces pares. Señora Soto. Ni siquiera sé si vive con un hombre, o está casada.
Se volvió, retrocediendo indeciso. Sus ojos se detuvieron al azar en la inscripción de una vitrina:
Sable de abordaje que ciñó don Carlos de la Rocha en el combate de Trafalgar, siendo comandante del buque Antilla…
Entonces alzó la vista y vio a Tánger Soto a su espalda, reflejada en el cristal. La vio allí inmóvil, callada, sin haberla oído llegar, mirándolo con una expresión entre sorprendida y curiosa, lo mismo de irreal que la primera vez. Tan imprecisa como una sombra que estuviese encerrada en la vitrina, y no fuera de ella.
Coy no era un hombre sociable. Y ya dijimos que eso, junto con algunos libros y una visión precozmente lúcida de los ángulos oscuros del ser humano, lo había llevado desde muy temprano al mar. Sin embargo, ese punto de vista, o posición, no era del todo incompatible con cierto candor que a veces descollaba en sus actitudes, en su forma de quedarse quieto o silencioso mirando a los otros, en el modo algo torpe con que se desenvolvía en tierra firme, o en el punto sincero, desconcertado, casi tímido, que tenía su sonrisa. Había embarcado muy joven, empujado más por intuiciones que por certezas. Pero la vida no maniobra con la precisión de un buen buque, y las amarras fueron cayendo al mar poco a poco, enredándose a veces en las hélices, o arrastrando consecuencias. Respecto a eso, hubo mujeres, por supuesto. Y también hubo un par de ellas que llegaron más allá de la piel, hasta la carne y la sangre y la conciencia, realizando en el conjunto las operaciones físicas y químicas pertinentes, bálsamos analgésicos y destrozos de rigor. LPPI: Ley del Pago Puntual de su Importe. A esas alturas, aquel rastro era ya sólo eso: punzadas indoloras en la memoria del marino sin barco. Recuerdos precisos y también indiferentes, más parecidos a la melancolía de los años lejanos —habían transcurrido ocho o nueve desde la última mujer importante para Coy— que al sentimiento de verdadera pérdida material, o de ausencia. En el fondo, aquellas sombras sólo continuaban ancladas en su memoria porque pertenecían al tiempo en que para él todo estuvo en los inicios; cuando en su flamante chaqueta de paño azul y en las palas de las hombreras de sus camisas relucían galones nuevos, y pasaba largo rato admirándolos del mismo modo que admiraba el cuerpo de una mujer desnuda, y la vida era una carta náutica nueva y crujiente, con todos los avisos a la navegación actualizados, tersa superficie blanca aún no marcada por el lápiz y la goma de borrar. Cuando él mismo, ante la vista de la línea de tierra en el horizonte, experimentaba todavía, en ocasiones, el vago deseo de personas o cosas que esperaban allí. Lo otro, el dolor, la traición, los reproches, las noches interminables despierto junto a espaldas silenciosas, eran en ese tiempo sólo piedras sumergidas, bajos asesinos que acechaban su momento ineludible, sin que ninguna carta informase en recuadro aparte de la eventualidad de su presencia. Lo cierto es que no añoraba en concreto esas sombras de mujer, sino que se añoraba a sí mismo, o más bien al hombre que él mismo era entonces. Tal vez aquélla fuera la única razón por la que esas mujeres o esas sombras, últimos puertos conocidos en su vida, acudían a veces, muy difuminadas en el contorno de la memoria, a fantasmales citas al atardecer, cuando él daba largos paseos junto al mar, en Barcelona. Cuando remontaba el puente de madera del Puerto Viejo mientras el sol poniente enrojecía las alturas de Montjuic, la torre de Jaime I, los muelles y las pasarelas de embarque de la Trasmediterránea, y Coy buscaba en los antiguos muelles y norays las cicatrices dejadas sobre la piedra y el hierro por miles de estachas y cabos de acero, por barcos hundidos o desguazados hacía décadas. A veces pensaba en aquellas mujeres, o en su recuerdo, al caminar por fuera del centro comercial y los cines Maremagnum, entre otros hombres o mujeres solitarios, aislados, absortos en el atardecer, que dormitaban en los bancos o soñaban mirando el mar, con las gaviotas planeando sobre la popa de pesqueros que cruzaban por el agua roja bajo la torre del Reloj; junto a una viejísima goleta sin velas ni jarcia que Coy recordaba siempre en el mismo sitio, año tras año, con sus maderas agrietadas, descoloridas bajo el viento, el sol, la lluvia y el tiempo. Y que a menudo le hacía pensar que barcos y hombres deberían hundirse y desaparecer a su hora, en mar abierto, en vez de pudrirse amarrados a la tierra.
Ahora Coy hablaba desde hacía cinco minutos, sin apenas interrupción. Estaba sentado junto a una ventana del primer piso del Museo Naval, y cuando se volvía un poco abarcaba las ramas verdes de los castaños extendiéndose a lo largo del paseo del Prado, hacia la fuente de Neptuno. Dejaba caer las palabras como quien llena un vacío que sólo es incómodo si se prolongan demasiado los silencios. Hablaba despacio y sonreía ligeramente cuando callaba un momento antes de hablar de nuevo. Su incertidumbre se había esfumado apenas entrevisto el rostro en el cristal; hacía sus comentarios en tono tranquilo, de nuevo dueño de sí, con objeto de eludir las pausas y retrasar posibles preguntas. A veces desviaba la vista al exterior y luego se volvía de nuevo hacia la mujer. Un asunto en Madrid, decía. Una gestión oficial, un amigo. Casualmente el museo estaba allí. Decía cualquier cosa, lo mismo que había hecho la primera vez en Barcelona, con la franca timidez que le era propia; y ella escuchaba y callaba, un poco inclinada la cabeza y las puntas asimétricas del cabello rubio rozándole el mentón. Y los ojos oscuros con reflejos pavonados parecían de nuevo azul marino, fijos en Coy; en la sonrisa leve, sincera, que desmentía lo casual de sus palabras.
—Y eso es todo —concluyó.