En la radio de la hija de la patrona, la misma voz la emprendía ahora con
La reina del barrio chino
. Coy apagó su walkman —Miles Davis monologaba
Saeta
, el cuarto tema de
Sketches of Spain
— y dejó de mirar la mancha del techo. El libro y los auriculares cayeron sobre las sábanas cuando se puso en pie y anduvo por la estrecha habitación, tan parecida a la celda que una vez había ocupado durante dos días en La Guaira, aquella vez que el Torpedero Tucumán y el Gallego Neira y él mismo, hartos de comer fruta, bajaron a tierra a comprar pescado fresco para una caldeirada, y Neira dijo esperadme tomando un café, quince minutos para un polvo y estoy de vuelta; y al poco rato lo oyeron pedir socorro por la ventana, y entraron y rompieron el bar, lo rompieron todo, hasta las mesas y las botellas y las costillas del chulo que se había quedado con la cartera del gallego, y el capitán don Matías Noreña tuvo que ir muy malhumorado a sacarlos, sobornando a los policías venezolanos con un fajo de dólares que luego descontó hasta el último centavo de sus sueldos.
Sintió un amago de nostalgia al recordar todo aquello. El espejo sobre el lavabo reflejaba sus compactos hombros y el rostro cansado, sin afeitar. Dejó correr el agua hasta que estuvo bien fría y luego se la echó con las manos sobre la cara y la nuca, resoplando y sacudiendo la cabeza como un perro bajo la lluvia. Se frotó vigorosamente con una toalla y estuvo un rato mirándose inmóvil, la nariz fuerte, los ojos oscuros, las facciones toscas, como si evaluara las probabilidades a su favor. Cero pelotero, concluyó. Con esa torda no te comes una paraguaya.
Abrió el cajón de la cómoda, sacándolo del todo, y tanteó detrás hasta encontrar el sobre donde guardaba el dinero. No era mucho, y en los últimos días menguaba peligrosamente. Se quedó un rato sin moverse, dándole vueltas a la idea, y al cabo fue hasta el armario y extrajo la bolsa donde tenía sus escasas pertenencias: algunos libros muy leídos, las palas de oficial cuyos dorados empezaban a virar al verde mohoso, cintas de jazz, un portafotos en forma de cartera —el buque escuela
Estrella del Sur
ciñendo velas al viento, el Torpedero Tucumán y el Gallego Neira en la barra de un bar de Rotterdam, él mismo con galones de primer oficial, apoyado en la regala del
Isla Negra
bajo el puente de Brooklyn—, y la caja de madera donde guardaba su sextante. Era un buen sextante: un Weems & Plath de siete filtros, metal negro y arco de latón dorado, que Coy había adquirido a plazos a partir de su primer sueldo, apenas obtenido el título de piloto. Los sistemas de posicionamiento por satélite sentenciaban a muerte ese instrumento, pero todo marino que se preciara de tal conocía su fiabilidad, a prueba de fallos electrónicos, para establecer la latitud a mediodía, cuando el sol alcanzaba su punto más alto en el cielo, o de noche con una estrella baja en el horizonte: efemérides náuticas, tablas, tres minutos de cálculos. Del mismo modo que los militares cuidan y mantienen limpias sus armas, Coy había procurado a lo largo de todos aquellos años que el sextante estuviera libre de humedad salina y suciedad, limpiando sus espejos y comprobando posibles errores lateral y de índice. Incluso ahora, sin barco bajo los pies, solía llevárselo en sus paseos por la costa para calcular rectas de altura sentado en una roca y ante el horizonte del mar abierto. La costumbre databa de cuando navegaba como alumno en el
Monte Pequeño
, su tercer barco si contaba el
Estrella del Sur
. El
Monte Pequeño
era un 275.000 toneladas de Enpetrol, y al capitán don Agustín de la Guerra le gustaba dar solemnidad al momento de la meridiana, invitando a los oficiales a una copa de jerez después que éstos y los jóvenes agregados cotejaran sus respectivos cálculos tras haber estado juntos en el alerón, reloj en mano el capitán y ellos tangenteando el sol en el horizonte a través de los filtros ahumados de sus instrumentos. Aquél era un capitán de la vieja escuela; algo pasado de vueltas pero excelente marino, del tiempo en que los grandes petroleros iban al Pérsico en lastre por Suez y volvían cargados rodeando África por El Cabo. Una vez había tirado a un mayordomo por una escala porque le faltó al respeto; y cuando el sindicato fue a quejarse, respondió que el mayordomo era afortunado, porque siglo y medio antes lo habría colgado del palo mayor. En mi barco, le dijo en cierta ocasión a Coy, se está de acuerdo con el capitán o se calla uno. Fue durante una cena de Navidad en el Mediterráneo, con un pésimo tiempo de proa: un temporal duro de fuerza 10 que obligaba a moderar las máquinas frente al cabo Bon. Coy, alumno de náutica agregado a bordo, había discrepado de un comentario banal del capitán; y entonces éste arrojó la servilleta sobre la mesa y dijo aquello de que en su barco, etcétera. Luego lo mandó de guardia afuera, al alerón de estribor, donde Coy estuvo las siguientes cuatro horas en la oscuridad, azotado por el viento, la lluvia y los rociones del mar que rompía contra el petrolero. Don Agustín de la Guerra era un raro superviviente de otros tiempos, despótico y duro a bordo; pero cuando un carguero panameño con el oficial de guardia ruso y borracho le metió la proa en la popa, una noche en que la lluvia y el granizo saturaban los radares en el canal de la Mancha, supo mantener el petrolero a flote y gobernarlo hasta Dover sin derramar una gota de crudo y ahorrándole el costo de remolcadores a la empresa. Cualquier retrasado mental, decía, puede ahora dar la vuelta al mundo apretando botones; pero si la electrónica se descaralla, o a los americanos les da por apagar sus malditos satélites, invención del Maligno, o un bolchevique hijo de puta te da por el culo bien dado en mitad del océano, un buen sextante, un compás y un cronómetro seguirán llevándote a cualquier parte. Así que practica, chaval. Practica. Obediente, Coy había practicado sin descanso durante días y meses y años; y conocido también, más tarde y con aquel mismo sextante, observaciones más difíciles en noches cerradas y peligrosas, o en medio de fuertes temporales que corrían de punta a punta el Atlántico, sujetándose empapado contra la regala mientras la proa daba furiosos machetazos y él acechaba desesperadamente, un ojo pegado al visor, la aparición del tenue disco dorado entre las nubes empujadas por el viento del noroeste.
Sintió una suave melancolía cuando sostuvo el peso familiar del sextante en las manos, haciendo correr el brazo móvil mientras lo oía deslizarse por la cremallera dentada que numeraba de 0 a 120 los grados de cualquier meridiano terrestre. Luego calculó cuánto le pediría por él a Sergi Solans, que llevaba años admirando aquel instrumento; pues, como solía decir Sergi cuando se tomaban juntos una copa en el Schilling, ya no se fabricaban sextantes como ése. Sergi era un buen chico, que pagaba casi todas las copas desde que Coy se había visto en tierra y sin dinero, y no le guardaba rencor por haberse ido a la cama con Eva aquella noche en que la brasileña lució una camiseta endiabladamente ceñida a la talla 95 del sujetador que nunca se ponía, y Sergi estaba demasiado borracho para disputársela. También había estudiado náutica con Coy, compartido barco algunos meses cuando ambos navegaban de agregados en el
Migalota
, un Ro-Ro de la Rodríguez & Saulnier, y ahora preparaba su examen de capitán como primer oficial de un ferry de la Trasmediterránea que hacía dos veces por semana la línea Barcelona-Palma. Es como conducir un autobús, decía. Pero con un sextante como ése en el camarote, uno sigue sintiéndose marino.
Centró el brazo en mitad del arco y devolvió con cuidado el Weems & Plath a su caja. Luego fue hasta la cómoda, abrió su cartera y extrajo de ella la tarjeta que la mujer le había dado tres días antes, al despedirse en la esquina de las Ramblas. La cartulina estaba sin dirección ni teléfono, a excepción del nombre y un solo apellido: Tánger Soto. Debajo, con letra redonda y precisa, con un círculo a modo de punto sobre la única
i
, ella había escrito la dirección del Museo Naval de Madrid.
Cuando cerró la tapa del sextante, Coy silbaba
Noche de samba en Puerto España
.
En tierra sólo hay problemas.
D. Haeften.
Cómo afrontar los temporales
Después supo que fue como saltar al vacío; y eso resultaba singular en el caso de Coy, quien no recordaba haber tomado un rumbo precipitado en su vida. Era del tipo de gente que, en el cuarto de derrota de un buque, emplea el tiempo necesario en trazar a conciencia cualquier recorrido sobre la carta náutica. Antes de verse a la fuerza en tierra y sin barco, ésa había sido fuente de satisfacciones en una profesión donde tales cosas contaban a la hora de lograr un trayecto seguro entre dos puntos situados en distinta latitud y longitud geográfica. Había pocos placeres comparables a pasar largo rato entre cálculos de rumbo, abatimiento y velocidad, previendo que el cabo Tal o el faro Mengano aparecerían dos días más tarde, sobre las seis de la mañana y a unos treinta grados por la amura de babor, y luego aguardar a esa misma hora en la regala húmeda por el relente de la madrugada, con los prismáticos en los ojos, hasta ver aparecer, exactamente en el lugar previsto, la silueta gris o la luz intermitente que, una vez cronometrada su frecuencia de destellos u ocultaciones, confirmaba la exactitud de los cálculos. Siempre, al llegar ese momento, Coy modulaba una sonrisa para sus adentros; una sonrisa serena y satisfecha. Luego, recreándose en la confirmación de aquella certeza obtenida de las matemáticas, de los instrumentos de a bordo y de su competencia profesional, iba a apoyarse en un ángulo del puente, junto a la sombra silenciosa del timonel, o se ponía un café tibio del termo, contento de encontrarse allí, en un buen barco, en vez de formar parte de aquel otro mundo incómodo, hecho de tierra firme, por suerte reducido a un leve resplandor detrás del horizonte.
Pero ese rigor a la hora de plantearse desplazamientos sobre el papel de las cartas náuticas que ordenaban su vida no lo había librado del error ni del fracaso. Decir tierra a la vista y comprobar después de modo táctil la presencia de esa misma tierra y sus consecuencias eran situaciones que no siempre se daban en ese orden. La tierra existía, en las cartas o fuera de ellas; y había decidido manifestarse de improviso, como suelen ocurrir tal tipo de cosas, penetrando en el frágil reducto —apenas un poco de hierro flotando en el inmenso océano— donde Coy creía sentirse a salvo. Seis horas antes de que el
Isla Negra
, un portacontenedores de la naviera Mínguez Escudero, varase a medio camino entre El Cabo y el canal de Mozambique durante su cuarto de guardia, Coy, primer oficial a bordo, había advertido al capitán de que la carta del Almirantazgo británico correspondiente a esa zona avisaba, en recuadro especial, de algunas imprecisiones en los levantamientos. Pero el capitán tenía prisa, y además había navegado aquellas aguas durante veinticinco años con las mismas cartas y sin problemas. También llevaba dos días de retraso por haber sufrido mal tiempo en el golfo de Guinea y por verse obligado luego a evacuar por helicóptero a un tripulante que se partió la espalda al resbalar por una escala frente a la Costa de los Esqueletos. Las cartas inglesas, había dicho durante la cena, son tan minuciosas que siempre se la cogen con papel de fumar. La ruta está limpia, doscientas cuarenta brazas en los veriles más altos y ni una cagada de mosca en el papel. Así que pasaremos entre los islotes Terson y Mowett Grave. Eso había dicho: papel de fumar, cagada de mosca y recto entre los islotes. El capitán era un gallego de sesenta y algún años, menudo, de frente rojiza y pelo gris. Además de confiar a ciegas en las cartas del Almirantazgo, se llamaba don Gabriel Moa, tenía cuatro décadas de mar en las arrugas de la cara, y en todo ese tiempo nadie lo había visto perder la compostura; ni siquiera cuando a principios de los noventa, se decía, anduvo día y medio escorado veinte grados tras perder once contenedores en mitad de un temporal del Atlántico. Era uno de esos capitanes por los que armadores y subalternos ponen la mano en el fuego: seco en el puente, serio en la camareta, invisible en tierra. Un capitán a la antigua, de los que hablaban de usted a los oficiales y a los agregados, y a quien nadie podía imaginar cometiendo un error. Por eso Coy mantuvo aquel rumbo en la carta inglesa que señalaba imprecisiones en los levantamientos; y también por eso, transcurridos veinte minutos de su cuarto de guardia, había oído rechinar sobre una piedra el casco de acero del
Isla Negra
estremeciéndose bajo sus pies, antes de que él volviera de su estupor y precipitándose sobre el telégrafo de órdenes parase las máquinas, y el capitán Moa apareciera en el puente en pijama y con el pelo revuelto, mirando la oscuridad de afuera con una expresión sonámbula y estúpida que Coy no le había visto nunca. El capitán sólo había balbuceado «no puede ser» tres veces, una detrás de otra, y luego, siempre tan desconcertado como si no estuviera del todo despierto, murmuró un débil «paren máquinas» cuando las máquinas llevaban ya cinco minutos paradas, y el timonel seguía inmóvil con las manos en la rueda, observándolos alternativamente a él y a Coy; y Coy miraba, con la certidumbre terrible de quien obtiene a su costa una revelación inesperada, a aquel honorable superior cuyas órdenes habría acatado sin vacilar media hora antes aunque lo condujesen con el radar apagado por el estrecho de Malaca, y que de pronto, sorprendido sin tiempo a endosarse la máscara de su falsa reputación, o tal vez —los hombres cambian en sus años y en su corazón— la máscara del marino eficiente que en otro tiempo había sido, se mostraba ahora tal y como en realidad era: un anciano aturdido y en pijama, sobrepasado por los acontecimientos, incapaz de dar una orden adecuada. Un pobre hombre asustado que de pronto veía esfumarse su pensión de retiro tras cuarenta años de servicio.
La advertencia de la carta inglesa no era en vano: existía al menos una aguja sin determinar en el canal entre Terson y Mowett Grave, y un bromista cósmico tenía que estar riéndose a carcajadas en algún lugar del Universo, porque aquella roca aislada en el vasto océano se había puesto exactamente en medio de la derrota del
Isla Negra
, con la misma exactitud que el famoso iceberg del
Titanic
, durante la guardia del primer oficial Manuel Coy. De cualquier modo, ambos, capitán y primero, habían pagado por ello. El tribunal investigador, compuesto por un inspector de la compañía y dos marinos mercantes, tuvo en cuenta el historial del capitán Moa, solventando el asunto con una discreta jubilación anticipada. En cuanto a Coy, aquella carta del Almirantazgo británico había terminado por llevarlo muy lejos del mar. Ahora estaba en Madrid, inmóvil junto a una fuente de piedra donde un niño de hierática sonrisa estrangulaba a un delfín, y parecía un náufrago recién llegado a una playa ruidosa en plena temporada. Tenía las manos en los bolsillos, y entre la multitud de automóviles y el estrépito de feroces bocinazos miraba de lejos el galeón de bronce que presidía la entrada del número 5 del paseo del Prado. Ignoraba la precisión del levantamiento hidrográfico en la derrota que se proponía seguir, pero ya dejaba atrás de sobra, en su conciencia, el punto en que aún es posible virar de bordo y cambiar un rumbo. El sextante Weems & Plath, que su amigo Sergi Solans había adquirido por fin a un precio razonable, bastaba para pagarle el billete de tren Barcelona—Madrid usado la noche anterior, y para un fondo de supervivencia con flotabilidad garantizada por dos semanas; del que una parte abultaba en el bolsillo derecho de sus tejanos, y la otra se hallaba en la bolsa de lona que había dejado en la consigna de la estación de Atocha. Ahora eran las 12,45 de un soleado día de primavera, y el tráfico discurría abigarrado y ruidoso en dirección a la plaza de la Cibeles, junto al palacio de Correos que flanqueaba el cuartel general de la Armada y las dependencias del Museo Naval. Media hora antes, Coy había hecho una visita a la dirección general de la Marina Mercante, situada un par de calles más arriba, para comprobar si prosperaba su recurso administrativo. La encargada del departamento, una mujer madura de sonrisa amable que tenía una maceta con un geranio sobre la mesa, dejó de sonreír cuando, tras pulsar una tecla de su ordenador, el expediente de Coy apareció en la pantalla. Denegado el recurso, había dicho entonces con voz impersonal. Recibirá la notificación por escrito. Luego se desentendió de él, volviendo a sus asuntos. Quizá desde aquel despacho, a trescientas millas náuticas de la costa más próxima, la mujer alentaba un concepto romántico del mar, y no le gustaban los marinos que tocaban fondo con sus barcos. O tal vez sólo fuese lo contrario: una funcionaria objetiva, desapasionada, para quien una varada en el océano Índico apenas se diferenciaba de un accidente de carretera; y un marino suspendido de empleo y en la lista negra de los armadores no le parecía distinto de cualquier individuo privado del permiso de conducir por un juez riguroso. Lo malo, había reflexionado Coy mientras bajaba las escaleras camino de la calle, era que en tal caso la mujer no andaba del todo descaminada. En un tiempo en que los satélites marcaban rutas y waypoints, el teléfono móvil barría de los puentes a los capitanes habilitados para tomar decisiones, y cualquier ejecutivo podía gobernar desde un despacho transatlánticos o petroleros de cien mil toneladas, poco iba del marino que varaba un barco al camionero que se salía de la carretera por perder los frenos, o conducir borracho.