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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

La carta esférica (2 page)

BOOK: La carta esférica
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El lote 307 era de los últimos, y el resto de la sesión prosiguió sin nuevas emociones y sin incidencias; salvo que el hombre de la coleta ya no volvió a pujar por nada, y antes del final se puso en pie y abandonó la sala seguido por el taconeo precipitado de la secretaria, no sin dirigir una mirada furiosa a la rubia. Tampoco ésta volvió a levantar su cartulina. El individuo flaco de la barba terminó haciéndose con un telescopio marino muy bonito, y un caballero de aire adusto y uñas sucias, situado delante de Coy, consiguió por algo más del precio de salida una maqueta del
San Juan Nepomuceno
, de casi un metro de eslora y en bastante buen estado. El último lote, un juego de viejas cartas del Almirantazgo británico, quedó sin adjudicar. Después, el subastador dio por terminada la sesión y todo el mundo se levantó, pasando al saloncito donde Claymore invitaba a sus clientes a una copa de champaña.

Coy buscó a la mujer rubia. En otras circunstancias habría dedicado más atención a la sonrisa de la joven recepcionista, que se acercó bandeja en mano ofreciéndole una copa. La recepcionista lo conocía de otras subastas; y pese a saber que nunca pujaba por nada, era sin duda sensible a sus descoloridos pantalones tejanos y a las zapatillas deportivas blancas que vestía como complemento de la chaqueta de marino azul oscuro, guarnecida por dos filas paralelas de botones que en otro tiempo fueron dorados, con el ancla de la marina mercante, y que ahora sustituían otros de pasta negra, más discretos. Las bocamangas también mostraban las huellas de los galones de oficial que había lucido en ellas. Incluso así, a Coy le gustaba mucho aquella chaqueta; tal vez porque al llevarla se sentía vinculado al mar. Sobre todo cuando rondaba al caer la tarde por las inmediaciones del puerto, soñando con tiempos en que aún era posible buscar de ese modo un barco donde enrolarse, y existían islas lejanas que daban asilo a un hombre: justas repúblicas que nada sabían de suspensiones por dos años, y a las que nunca llegaban citaciones de tribunales navales ni órdenes de captura. Le habían hecho la chaqueta a medida, con la gorra y el pantalón correspondiente, en Sucesores de Rafael Valls quince años atrás, al aprobar el examen de segundo piloto; y con ella navegó todo el tiempo, usándola en las ocasiones, cada vez más raras en la vida de un marino mercante, en que todavía era preciso vestir de modo correcto. Llamaba a aquella vieja prenda su chaqueta de Lord Jim —algo muy apropiado en su actual situación— desde el inicio de la que él, contumaz lector de literatura náutica, definía como su época Conrad. En cuanto a eso, Coy había tenido antes una época Stevenson y una época Melville; y de las tres, en torno a las que ordenaba su vida cuando decidía echar un vistazo hacia la estela que todo hombre deja a popa, aquélla resultaba la más infeliz. Acababa de cumplir treinta y ocho años, tenía por delante veinte meses de suspensión y un examen de capitán aplazado sin fecha, estaba varado en tierra con un expediente que haría fruncir el ceño a cualquier naviera cuyo umbral pisara, y la pensión cercana a las Ramblas y la comida diaria que hacía en casa Teresa apuntillaban sin piedad sus últimos ahorros. Un par de semanas más y tendría que aceptar cualquier trabajo como simple marinero a bordo de uno de esos barcos oxidados de tripulación ucraniana, capitán griego y pabellón antillano, que los armadores dejaban hundirse de vez en cuando para cobrar el seguro, a menudo con carga ficticia y sin dar tiempo a que hicieras la maleta. Eso, o renunciar al mar y buscarse la vida en tierra firme: idea cuya sola consideración le daba náuseas, pues Coy —aunque a bordo del
Isla Negra
no le había servido de mucho— poseía en alto grado la virtud principal de todo marino: un cierto sentido de la inseguridad, entendida como desconfianza; algo comprensible sólo por quien en el golfo de Vizcaya ve un barómetro bajar cinco milibares en tres horas, o se encuentra en el estrecho de Ormuz adelantado por un petrolero de medio millón de toneladas y cuatrocientos metros de eslora que cierra poco a poco el paso. Era la misma sensación imprecisa, o sexto sentido, que lo despertaba a uno de noche por un cambio en el régimen de las máquinas, lo inquietaba ante la aparición de una lejana nube negra en el horizonte, o hacía que de improviso, sin causa justificada, el capitán apareciese por el puente a dar una vuelta mirando aquí y allá, como quien no quería la cosa. Algo común, por otra parte, en una profesión cuyo gesto habitual estando de guardia consiste en comparar a cada momento el compás giroscópico con el compás magnético; o dicho de otro modo, comprobar un falso norte mediante un norte que tampoco es el verdadero norte. Y en lo que a Coy se refiere, ese sentido de la inseguridad se acentuaba, paradójicamente en cuanto dejaba de pisar la cubierta de un barco. Tenía la desgracia, o la fortuna, de ser uno de esos hombres para quienes el único lugar habitable se encuentra a diez millas de la costa más próxima.

Bebió un sorbo de la copa que acababa de ofrecerle con coquetería la recepcionista. No era un tipo atractivo: su estatura algo menos que mediana destacaba en exceso la anchura de los hombros, que eran vigorosos, con manos anchas y duras, heredadas de un padre comerciante sin suerte de efectos navales, que a falta de dinero le había dejado aquel modo de andar balanceante, casi torpe, de quien no está convencido de que la tierra que pisa resulte digna de confianza. Pero las líneas toscas de su boca amplia y de la nariz grande, agresiva, quedaban suavizadas por unos ojos tranquilos, oscuros y dulces, que hacían pensar en ciertos perros de caza cuando miran a sus amos. También había una sonrisa tímida, sincera, casi infantil, que asomaba a sus labios a veces, reforzando el efecto de aquella mirada leal, un poco triste, recompensada por la copa y el gesto amable de la recepcionista, que ahora se alejaba entre los clientes, la falda imprescindible sobre las piernas precisas, creyendo sentir en ellas la mirada de Coy.

Creyendo. Porque en ese momento, con el mismo acto de llevarse la copa a los labios, él echaba un vistazo alrededor en busca de la mujer rubia. Por un instante se detuvo en el hombre bajito de los ojos melancólicos y la chaqueta a cuadros, que le hizo una cortés inclinación de cabeza. Luego siguió inspeccionando la sala hasta encontrarla: continuaba de espaldas, entre la gente, conversando con el subastador, y tenía una copa en la mano. Iba vestida con chaqueta de ante, falda oscura y zapatos de tacón bajo. Se acercó a ella poco a poco, curioso, observando el cabello dorado y liso, en media melena cortada muy alta en la nuca que descendía luego por cada lado hacia la mandíbula, en dos líneas diagonales asimétricas y sin embargo perfectas. Mientras conversaba, el cabello de la mujer oscilaba suavemente, con las puntas rozándole las mejillas que sólo podían apreciarse desde atrás en escorzo. Y tras franquear dos tercios de la distancia que lo separaba de ella, comprobó que la línea desnuda de su cuello estaba cubierta de pecas: centenares de minúsculas motitas ligeramente más oscuras que el pigmento de la piel, no demasiado clara pese al cabello rubio, con un tono que indicaba sol, cielos abiertos, vida al aire libre. Y entonces, cuando se hallaba a sólo dos pasos y se disponía a rodearla con disimulo para ver su cara, la mujer se despidió del subastador y dio la vuelta, quedando un par de segundos frente a Coy; el tiempo necesario para dejar sobre una mesa la copa que tenía en la mano, esquivarlo con leve movimiento de hombros y cintura y alejarse de allí. Sus miradas se habían cruzado en ese breve instante, y él tuvo tiempo de retener unos insólitos ojos oscuros de reflejos azulados. O tal vez al contrario: ojos azules de reflejos oscuros, iris azul marino que resbalaron sobre Coy sin prestarle atención, mientras él comprobaba que ella también tenía pecas en la frente y el rostro y el cuello y las manos; que estaba cubierta de pecas y eso le daba una apariencia singular, atractiva y casi adolescente, pese a que ya debía de rondar los veintitantos años muy largos. Pudo ver que llevaba en la muñeca derecha un reloj masculino de acero, grande y de esfera negra. También que era medio palmo más alta que él y que era muy guapa.

Cinco minutos más tarde, Coy salió a la calle. El resplandor de la ciudad iluminaba nubes corriendo hacia el sudeste por el cielo oscuro, y supo que iba a rolar el viento y que tal vez llovería aquella noche. Estaba ante el portal con las manos en los bolsillos de la chaqueta mientras decidía si caminar a la izquierda o a la derecha; lo que suponía la diferencia entre un bocadillo en un bar cercano, o un paseo hasta la plaza Real y dos Bombay azules con mucha tónica. O tal vez una, rectificó con rapidez tras recordar el lastimoso estado de su billetera. Había poco tráfico en la calle, y entre las hojas de los árboles una prolongada línea de semáforos iba pasando del ámbar al rojo hasta donde alcanzaba la vista. Tras reflexionar diez segundos, justo en el momento en que el último semáforo se puso rojo y el más próximo cambió de nuevo a verde, echó a andar hacia la derecha. Ése fue su primer error de aquella noche.

LENC: Ley de los Encuentros Nada Casuales. Basándose en la conocida ley de Murphy —de la que había tenido serias confirmaciones en los últimos tiempos— Coy tendía a establecer, para consumo interno, una serie de leyes pintorescas que bautizaba con absoluta solemnidad técnica. LBMF: Ley de Bailar con la Más Fea, por ejemplo; o LTMSCBA: Ley de la Tostada de Mantequilla que Siempre Cae Boca Abajo; y otros principios más o menos aplicables a los funestos avatares de su vida reciente. Aquello no servía de nada, por supuesto; salvo para sonreír a veces. Sonreír de sí mismo. De cualquier modo, sonrisas aparte, Coy estaba convencido de que en el extraño orden del Universo, como en el jazz —era muy aficionado al jazz—, se daban azares, improvisaciones tan matemáticas que uno se preguntaba si no estarían escritas en alguna parte. Ahí era donde situaba su recién enunciada LENC. Porque a medida que se acercaba a la esquina, vio primero un coche gris metalizado, grande, aparcado junto al bordillo de la acera con una de las puertas abiertas. Luego, a la luz de un farol, alcanzó a ver un poco más lejos a un hombre que conversaba con una mujer. Reconoció primero al hombre, que se hallaba de frente; y a los pocos pasos, cuando pudo distinguir su gesto airado, comprendió que discutía con la mujer, que ahora dejaba de estar oculta por el farol y era rubia, con el pelo recortado en la nuca, vestida con una chaqueta de ante y una falda oscura. Sintió un hormigueo en el estómago mientras reía sorprendido para sus adentros. A veces, se dijo, la vida resulta previsible de puro imprevisible. Dudó un poco antes de añadir: o viceversa. Luego estimó rumbo y abatimiento. Si a algo estaba acostumbrado era a calcular por instinto ese tipo de cosas; aunque la última vez que se había ocupado de trazar una derrota —nunca mejor dicho, lo de derrota— ésta lo hubiera llevado directamente hasta un tribunal naval. De cualquier modo alteró diez grados su rumbo, a fin de pasar lo más cerca posible de la pareja. Aquél fue su segundo error: estaba reñido con el sentido común de cualquier marino, que aconseja dar debido resguardo a toda costa, o peligro.

Al hombre de la coleta gris se le veía furioso. Al principio no alcanzó a escuchar sus palabras, pues hablaba en voz baja; pero observó que tenía alzada una mano y un dedo apuntaba a la mujer, que se mantenía inmóvil frente a él. Por fin el dedo se adelantó, golpeándole el hombro con más cólera que violencia, y ella retrocedió un paso, como si aquello la asustase.

—… Las consecuencias —alcanzó Coy a oírle decir al de la coleta—. ¿Comprende?… Todas las consecuencias.

Levantaba el dedo, dispuesto a darle otro golpecito en el hombro, y ella se apartó aún más, y el tipo pareció pensarlo mejor, pues lo que hizo fue agarrarla por un brazo; tal vez no de modo violento sino persuasivo, intimidatorio. Pero se le veía tan irritado que al sentir su mano en el brazo la mujer dio un respingo, asustada, y retrocedió de nuevo zafándose de él. Entonces el hombre quiso agarrarla otra vez, aunque no pudo porque Coy estaba entre él y ella, mirándolo muy de cerca; y el otro se quedó con la mano en el aire, una mano con anillos que brillaban a la luz del farol, y con la boca abierta porque iba a decirle algo en ese instante a la mujer, o porque no sabía de dónde acababa de salir aquel fulano con chaqueta de marino, zapatillas de tenis, hombros compactos y manos anchas y duras que pendían con falso descuido a ambos lados, junto a las perneras de unos raídos pantalones tejanos.

—¿Perdón? —dijo el de la coleta.

Tenía un leve acento indefinido, entre andaluz y extranjero. Miraba a Coy sorprendido, curioso, como si intentara situarlo en todo aquello, sin éxito. Su gesto ya no era irritado, sino estupefacto. Sobre todo cuando pareció comprender que el intruso le resultaba desconocido. Era más alto que Coy —casi todo el mundo lo era aquella noche—, y éste lo vio echar un vistazo por encima de él, en dirección a la mujer, cual si esperase una aclaración respecto a semejante variedad del programa. Coy no podía verla a ella, que permanecía a su espalda sin moverse y sin decir una palabra.

—¿Qué diantre…? —empezó el de la coleta y se interrumpió de pronto, con la cara tan fúnebre como si acabaran de darle una mala noticia. De pie ante él, la boca cerrada y las manos colgando a los lados, Coy calculó las posibilidades del asunto. Pese a estar furioso, el otro tenía una voz educada. Vestía un traje caro, corbata y chaleco, iba bien calzado, y en la mano izquierda, que era la de los anillos, lucía un reloj carísimo de oro macizo y diseño ultramoderno. Este individuo levanta diez kilos de oro cada vez que se anuda la corbata, pensó Coy. Resultaba apuesto, con buenos hombros y aspecto deportivo; pero no era la clase de prójimo, concluyó, que se lía a trompazos en mitad de la calle, a la puerta de las subastas Claymore.

Seguía sin ver a la mujer, que continuaba detrás de él, aunque intuyó su mirada. Al menos, se dijo, espero que no salga corriendo y tenga tiempo de decir gracias, si es que no me rompen la cara. Incluso aunque me la rompan. Por su parte, el de la coleta se había vuelto hacia su izquierda, mirando el escaparate de una tienda de modas como si esperase que alguien saliera de allí con una explicación en una bolsa de Armani. A la luz del farol y del escaparate, Coy comprobó que tenía los ojos pardos; aquello lo sorprendió un poco, pues los recordaba verdosos de antes, en la subasta. Luego el hombre volvió el rostro en dirección contraria, hacia la calzada, y pudo comprobar que tenía un ojo de cada color, pardo el derecho, verde el izquierdo: babor y estribor. También vio algo más inquietante que el color de sus ojos: la puerta abierta del coche, que era un Audi enorme, iluminaba el interior, donde la secretaria asistía a la escena fumando un cigarrillo; y también iluminaba al chófer, un jayán de pelo muy rizado, vestido con traje y corbata, que en ese momento abandonaba el asiento para quedarse de pie junto al bordillo. El chófer no era elegante ni tenía aspecto de tener la voz educada como el de la coleta: la nariz era aplastada, al modo de los boxeadores, y la cara parecían habérsela cosido y recosido media docena de veces, dejando algunos trozos fuera. Tenía un toque cetrino, casi bereber. Coy recordaba haber visto chulos de su catadura haciendo de porteros en burdeles de Beirut o en salas de fiestas panameñas. Solían llevar la navaja automática escondida bajo el calcetín derecho.

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